El estado uruguayo es responsable

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Responsabilidad del Estado

Mariana Mota

La Marcha del Silencio que se realizará esta noche tiene como consigna “Impunidad; responsabilidad del Estado ayer y hoy”. Las razones que dieron origen a esta marcha perduran desde entonces: la búsqueda y hallazgo de los detenidos desaparecidos. Pero con el correr de los años esta demanda se fue ampliando en dirección a exigir al Estado que asuma su responsabilidad respecto de las violaciones a los derechos humanos en la época de la dictadura, y ahora también exigiendo igual cumplimiento de los derechos humanos en democracia.

La Constitución reconoce, en su artículo 7º, los derechos humanos como inherentes a la persona, y agrega que es función esencial del Estado promover y garantizar el pleno ejercicio de estos. Cuando se habla de crímenes de Estado, se indica que es el Estado, a través de sus funcionarios, el que, en lugar de tutelarlos, ha vulnerado los derechos fundamentales de los habitantes del país.

Por eso, es indiscutible que las graves vulneraciones producidas durante la dictadura constituyen una actuación indebida, ilegítima; constitutiva, en sus formas más graves, de delitos de lesa humanidad.

Es deber del Estado no sólo asumir y reconocer que tales quebrantamientos se produjeron sino organizar sus funciones conforme el mandato constitucional, es decir, protegiendo y garantizando el goce de los derechos humanos.

Dentro de ese deber se encuentra desarrollar una actuación decidida e inequívoca en dirección a reconocer las ilicitudes y a impulsar acciones reparatorias de los daños cometidos. Pero esa actuación debe desplegarse en relación a todo el Estado, respecto de todos sus organismos. No se cumple solamente habilitando a la Justicia a investigar. Porque esa actuación jurisdiccional, que es una de las funciones del Estado, no lo representa totalmente en esta responsabilidad reclamada. Otros organismos deben actuar en coordinación. Y esta actuación no se satisface alegando simplemente disposición en la medida de sus posibilidades.

La responsabilidad estatal sólo se asume cabalmente con un proceder proactivo que responda a la asunción del protagonismo que ha tenido en aquella actuación ilegal. Exigiendo una actuación decidida, comprometida, en los integrantes de cada organismo estatal para revisar el proceder del Estado en tiempos de dictadura, identificando las acciones que facilitaron las violaciones a los derechos humanos, revelando dichas actuaciones ilegítimas y ejecutando las medidas necesarias para efectuar los cambios necesarios para fortalecer la actividad debida.

Para alcanzar el grado de vulneración masiva de derechos como la que se vivió, se requirió de la actuación de todos los organismos del Estado. Será entonces necesario, para asumir esa responsabilidad y cumplir con la reparación de aquellas conductas ilegítimas, que se reconozca, identifique y corrija cada una de tales acciones, lo que no basta con un reconocimiento genérico, sino con una actuación que vaya necesariamente en sentido contrario al recorrido que se transitó cuando se violaron los derechos.

El Estado no ha transitado por ese camino. Pasada la dictadura, los años siguientes fueron de negación de todo tipo de responsabilidad, pretendiendo atribuir las denunciadas conductas ilícitas a personas individuales, sin considerar sus calidades de funcionarios públicos cuando ocurrieron los hechos ni la aquiescencia estatal en relación a esas actuaciones.

La posterior admisión de la existencia de detenidos desaparecidos tampoco fue en línea con la asunción de responsabilidad estatal, pues se siguió particularizando en algunos organismos como los únicos que actuaron al margen de la ley y que avasallaron las funciones confiadas.

La actuación ulterior del Poder Judicial en la tramitación de causas iniciadas por las denuncias de las víctimas y sus familiares sigue dejando al Estado al margen de toda responsabilidad, relegando su resolución a la actividad jurisdiccional, como si fueran meros delitos particulares. Continúa tratándose como fenómeno que sólo interesa a un grupo de individuos, excluyendo al Estado como principal responsable.

Ayer y hoy, el Estado elude su responsabilidad desde todos sus organismos.

No es un asunto sólo del Poder Judicial, ni se trata de resolver denuncias judiciales, con la particular lentitud en que se tramitan a pesar de haber sido severamente postergadas por la denegación de justicia que significó la vigencia de la ley de caducidad. No se avanza sin la colaboración decidida y efectiva de todos los organismos públicos. Tal actuación no sólo debe exigirse y brindarse desde las jerarquías de dichos organismos hacia el interior de estos, sino que también debe entenderse como una tarea del Estado en su conjunto, coordinando con otros órganos que también asuman ese cometido. No es posible que el Estado siga depositando en las víctimas la tarea de denunciar hechos que, por su gravedad, debieron ser accionados por el Estado. Ni que se espere que las víctimas resuelvan los problemas en la búsqueda de la prueba y luego aporten las formas en que esta puede ser analizada. No es correcto tampoco que sean las víctimas quienes deban costear los gastos de las defensas letradas y que, si carecen de recursos, tal circunstancia se transforme en un obstáculo para el acceso a la justicia.

El artículo 332 de la Constitución indica que los deberes de las autoridades públicas no pueden dejar de cumplirse invocando la falta de reglamentación, siendo claro que la administración tiene como función principal la de proteger y amparar a los individuos en el pleno goce de sus derechos. Por ello, no puede escudarse ningún organismo ni funcionario estatal en alegar que tales tareas no se encuentran dentro de los cometidos del Estado. Tampoco la grave vulneración a los derechos humanos estaba dentro de los cometidos, y sin embargo se cometieron en forma sistemática.

Entendiendo la política pública como aquel conjunto de objetivos que adopta un gobierno en relación a un tema, y considerando que para llevar a cabo tales políticas se destinan recursos, se adoptan decisiones, se producen y llevan adelante programas, se dictan órdenes ejecutivas, decisiones administrativas, etcétera, resulta forzoso concluir que el Estado no ha adoptado todavía, a más de 30 años de finalizada la dictadura, una clara política pública en torno al abordaje de su responsabilidad frente a su actuación ilegítima de antaño.

Este actuar equívoco se traduce en que se conforma un grupo dedicado al tema y se designa a sus integrantes, pero luego no se acompaña esta decisión otorgando las correspondientes herramientas para que ese trabajo sea efectivo, por ejemplo, dotándolo de investigadores para que puedan analizar las pruebas reunidas.

Por una parte, se afirma que se hará todo lo necesario para alcanzar la verdad y lograr la justicia, y ello no va en sintonía con las decisiones ejecutivas que permitan que los organismos directamente involucrados en el tema colaboren directa y efectivamente con las investigaciones.

Y se alega que se protegen los derechos humanos de todos y todas, pero luego no se actúa en consecuencia cuando se producen amenazas de grupos que, desde el anonimato, pretenden socavar las actuaciones que se vienen llevando adelante.

Claramente, la falta de un mensaje claro y una actuación consecuente en relación a la voluntad de revisar la responsabilidad del Estado en la ocurrencia de estas graves violaciones facilita la instalación de obstáculos y la pervivencia de expresiones que van en sentido absolutamente contrario a la declarada voluntad política.

La responsabilidad del Estado, además, no sólo se debe expresar dando respuesta a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos sino también en relación a toda la sociedad, puesto que esta tiene derecho a saber lo ocurrido, reconstruyendo su pasado, reparando y modificando conductas, para evitar la producción de nuevas vulneraciones.

Mientras no se aborde este pasado en su integridad, las víctimas y sus familiares seguirán siendo una parte excluida de la sociedad, partícipes únicos de un conflicto que parece haberse producido entre sectores aislados, del que la sociedad y aun el Estado se presentan como espectadores.

La falta de análisis global de los hechos del pasado, excluyéndose el Estado del papel principal que le cupo en tales actuaciones, lleva a consolidar una imagen pobre de autoridad estatal, sin fuerza convictiva frente a la sociedad para exigir mejores y adecuadas conductas a las personas en relación a sus semejantes y frente a la administración estatal.

Esta Marcha del Silencio vuelve a reclamar, además de los postulados por los que se convoca, que el Estado asuma su rol de garante de los derechos humanos, que se traduce no sólo en proteger el goce de estos por los individuos sino también en ser garante de que su propia actuación, a través de sus diversos organismos, cumpla a cabalidad con las funciones que se le han asignado.

 

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