La prepotencia norteamericana

  EL CASO DE ESTADOS UNIDOS

Destino manifiesto:

manifiesta prepotencia

Por Leonardo Borges.

2 julio 2018

Un impactante epígrafe abre el libro del historiador británico Paul Johnson, Estados Unidos, la historia, que define la postura del autor sobre ese país, su gente y su desarrollo. Pero al mismo tiempo también esconde una declaración de principios de ese mismo país que ha marcado su forma de relacionarse con el resto de las naciones, especialmente las latinoamericanas.

“No temáis la grandeza”, una frase nacida de la pluma de William Shakespeare en Twelfth Night, inspira para Johnson la historia de Estados Unidos, que el autor define en pocas palabras como una compleja trama de dificultades. Se vislumbra en este simple epígrafe toda la carga ideológica que el libro trae consigo, escrito por un británico católico y conservador. No deja por eso de ser un buen libro.

Pero, más allá de esta obra, es ese destino manifiesto, esa idea de grandeza, prácticamente de tierra prometida, la que ha marcado la historia del país que se ha adueñado de nuestro gentilicio continental. John Cotton, un ministro puritano del siglo XVII, ya sostenía que la guerra contra los nativos era justa y se comparaba con los israelíes y su tierra prometida. Poco más atrás en el tiempo encontramos el barco iniciático de aquellas colonias británicas, el Mayflower. Detrás de la conquista y apropiación de Norteamérica por parte de aquellos puritanos, se podía vislumbrar una misión superior, más allá de la comprensión. Lo que llevó a esos primeros peregrinos a las colonias fue una razón esencialmente religiosa, y así lo van a vivir aquellos colonos.

Esa idea de destino manifiesto es la que va a guiar a los padres fundadores (¡vaya nombre para bautizarlos!), aquella idea de que aquel territorio, aquella gente, estaban allí por una causa. A pesar de que los historiadores nos han enseñado que la construcción de una nación se hace justamente a partir de ese factor, la idea de que tu nación es especial, el caso norteamericano es especial, y las pruebas sobran.

 

Algunas pistas

Pocas décadas después de la independencia de aquellas 13 colonias que iban creciendo en número y poder, apareció una doctrina, la doctrina ideada por el presidente John Quincy Adams (1825), pero finalmente planteada por el también presidente James Monroe (1817), la Doctrina Monroe. Se suele sintetizar en la frase “América para los americanos”, aunque no aparece en ninguna parte del extenso mensaje del presidente Monroe del 2 de diciembre de 1823 al Congreso. La idea era simple: el continente americano pasaba a ser un enclave de influencia, en tanto que “el principio con el que están ligados los derechos e intereses de Estados Unidos es que el continente americano, debido a las condiciones de la libertad y la independencia que conquistó y mantiene, no puede ya ser considerado como terreno de una futura colonización por parte de ninguna de las potencias europeas”. O sea que Estados Unidos debía monitorear lo que sucedía en Latinoamérica; si los europeos quisieran volver, ellos serían la barrera final. América para los americanos no era más que toda América para los norteamericanos blancos y protestantes.

Esta política se convirtió en acicate para muchas de las luchas futuras, la tan necesaria conquista hacia el oeste y el indisimulado exterminio de los indígenas o la anexión de Texas quitándosela a México, entre otros episodios fundamentados en la doctrina. Esta se convirtió en la columna vertebral de la política exterior e interior de Estados Unidos y fue pulida y adornada por diferentes presidentes, aunque no perdió el sedimento imperialista (de hecho, lo perfeccionó en muchos casos).

El presidente Rutherford Hayes (1880) le agregó el concepto de “esfera de influencia exclusiva”, por el que, para evitar la injerencia europea, Estados Unidos debía controlar cualquier canal interoceánico que se construyese.

Poco tiempo después se construye el canal y se da la independencia de Panamá de Colombia, con el justo apoyo del país del norte. Pero quizás quien llevó más lejos la política de la intervención fue el presidente Theodore Roosevelt (1901-1909). Ampliaba la capacidad de intervención del país a través de lo que se denominó Corolario Roosevelt: si alguien amenazaba derechos o propiedades de ciudadanos o empresas estadounidenses, el gobierno estaba obligado a intervenir. Aquello se denominó política del Big Stick (gran garrote), basada en un proverbio africano: “Habla suavemente y lleva un gran garrote; así llegarás lejos”.

Roosevelt sostenía que las crisis y los conflictos en las noveles repúblicas latinoamericanas generaban problemas a los capitales estadounidenses, por tanto, su país debía establecer el orden. Primeramente, negociando con los caudillos locales (habla suavemente), y si no había solución, intervenir militarmente (el garrote). Esto abrió la puerta a las futuras intervenciones en el Caribe y Centroamérica, principalmente.

Pero aún faltaba más. El presidente William Taft (1909-1913) y su secretario de Estado, Philander Knox, llevaron adelante un modelo de política denominada luego “diplomacia del Dólar”. Era lisa y llanamente abrir el derecho de intervención en cualquier país (también en Asia) que fuera demasiado inestable, que pueda generar pérdidas para los capitales estadounidenses. Allí se enmarcan Panamá, Honduras, Nicaragua, entre otros, a través de compra de deuda, apoyo a insurgentes y otorgamiento de préstamos a ese mismo gobierno, introducción y apoyo a las empresas bananeras, como la United o la Standart Fruit, en otras.

La Doctrina Monroe y sus coletazos han marcado una forma de hacer política que tiene un efecto péndulo según quien gobierne, pero que sigue allí, incambiada.

¿Cuántas intervenciones ha hecho Estados Unidos en el Caribe y Centroamérica tras estas doctrinas y corolarios? ¿Cuánto queda en los escritorios de la Casa Blanca de aquella doctrina? ¿Cuánto más deberemos temer su grandeza?

 

 

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