Brasil: asumió Bolsonaro

  Bolsonaro y el fascismo

02 de enero de 2019

Por Atilio A. Boron

Desde la perspectiva del materialismo histórico al fascismo no lo definen personalidades ni grupos. Es una forma excepcional del Estado capitalista, con características absolutamente únicas e irrepetibles. Irrumpió cuando su modo ideal de dominación, la democracia burguesa, se enfrentó a una gravísima crisis en el período transcurrido entre la Primera y la Segunda Guerra mundiales. Por eso decimos que es una “categoría histórica” y que ya no podrá reproducirse porque las condiciones que hicieron posible su surgimiento han desaparecido para siempre.   

¿Cuáles fueron esas condiciones? En primer lugar, el fascismo fue la fórmula política con la cual un bloque dominante hegemonizado por una burguesía nacional resolvió por la vía reaccionaria y despótica una crisis de hegemonía causada por la inédita movilización insurreccional de las clases subalternas y la profundización del disenso al interior del bloque dominante a la salida de la Primera Guerra Mundial. Para colmo, esas burguesías en Alemania e Italia bregaban por lograr un lugar en el reparto del mundo colonial y las enfrentaba con las potencias dominantes en el terreno internacional. El resultado: la Segunda Guerra Mundial. Hoy, en la era de la transnacionalización del capital, la financiarización y el predominio de mega-corporaciones que operan a escala planetaria la burguesía nacional yace en el cementerio de las viejas clases dominantes. Y sin burguesía nacional no hay régimen fascista. 

Segundo, los regímenes fascistas fueron radicalmente estatistas. No sólo descreían de las políticas liberales sino que eran abiertamente antagónicos a ellas. Su política económica fue intervencionista, expandiendo el rango de las empresas públicas, protegiendo a las del sector privado nacional y estableciendo un férreo proteccionismo en el comercio exterior. Además, la reorganización de los aparatos estatales proyectó a un lugar de prominencia a la policía política, los servicios de inteligencia y las oficinas de propaganda. Imposible que Bolsonaro intente algo de ese tipo cuando su política económica estará en manos de un Chicago “boy” y ha proclamado a los cuatro vientos su intención de liberalizar la vida económica.

Tercero, los fascismos europeos fueron regímenes de organización y movilización de masas, especialmente de capas medias. A la vez que perseguían y destruían las organizaciones sindicales del proletariado encuadraban vastos movimientos de las amenazadas capas medias y, en el caso italiano, llevando estos esfuerzos al ámbito obrero creando un sindicalismo vertical y subordinado a los mandatos del gobernante. O sea, la vida social fue “corporativizada” y hecha obediente a las órdenes emanadas “desde arriba”. Bolsonaro profundizará la disgregación y atomización de la sociedad brasileña, la privatización de la vida pública, la vuelta de mujeres y hombres a sus casas, sus templos y sus trabajos, a cumplir sus roles tradicionales. Todo esto en las antípodas del fascismo.

Cuarto, los fascismos fueron Estados rabiosamente nacionalistas. Pugnaban por redefinir el “reparto del mundo” lo que los enfrentaba comercial y militarmente con las potencias dominantes. El nacionalismo de Bolsonaro, en cambio, es retórica insustancial, pura verborrea porque su “proyecto nacional” es convertir a Brasil en el lacayo de Washington, desplazando a Colombia del deshonroso lugar de la “Israel sudamericana”. Lejos de ser reafirmación del interés nacional el bolsonarismo es el nombre del intento, esperamos que infructuoso, de recolonización de Brasil bajo la égida de Estados Unidos. 

Pero, dicho todo esto: ¿significa que el régimen de Bolsonaro se abstendrá de aplicar las brutales políticas represivas que caracterizaron a los fascismos europeos. ¡De ninguna manera! Lo dijimos antes, en la época de las dictaduras genocidas “cívico-militares”: estos regímenes pueden ser –salvando el caso de la Shoa ejecutada por Hitler– aún más atroces que los fascismos europeos. Los treinta mil detenidos-desaparecidos en la Argentina ilustran lo que decimos; la fenomenal tasa de detención por cien mil habitantes que caracterizó a la dictadura uruguaya no tiene parangón a nivel mundial; Gramsci sobrevivió once años en las mazmorras del fascismo italiano y en la Argentina hubiera sido arrojado al mar como tantos otros días después de su detención. Por eso, la renuencia a calificar al gobierno de Bolsonaro como fascista no tiene la menor intención de edulcorar la imagen de un personaje surgido de las cloacas de la política brasileña; o de un gobierno que será una desgracia para el pueblo brasileño y para toda América Latina. Será un régimen parecido a las más sanguinarias dictaduras militares conocidas en el pasado, no al fascismo. Perseguirá, encarcelará y asesinará sin merced a quienes resistan sus atropellos. Cualquier organización que se le oponga será blanco de su odio y su furia. Los Sin Tierra, Sin Techo, los movimientos de las mujeres, los sindicatos obreros, los movimientos estudiantiles, las organizaciones de las favelas, todo. Pero no las tiene todas consigo, y sería bueno que recordara lo ocurrido con otro Torquemada brasileño: Collor de Melo, de fugaz paso por el Palacio del Planalto. El objetivo de esta reflexión no ha sido entretenerse en una distinción académica en torno a las diversas formas de dominio despótico sino contribuir a una precisa caracterización del enemigo, sin lo cual jamás se lo podrá combatir exitosamente.

 

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