A 30 años del Referendum

Con motivo del 30 aniversario del histórico referendum “voto verde” reproducimos artículos aparecidos en el Semanario “Brecha

Es imposible de olvidar

La campaña del referéndum: contexto histórico y reflexiones desde el presente | La intromisión de los militares y del gobierno de Sanguinetti | El registro fílmico de la época | Las huellas del pasado en testimonios de diferentes generaciones | La izquierda y los derechos humanos, esa difícil relación | Caducidad: Uruguay en la vara latinoamericana

Hacia el voto verde y después

Treinta años y un día. Ese es el tiempo que lleva extendido el manto de la impunidad para los crímenes del terrorismo de Estado en este país. O más, si contamos desde el día que el pacto del Club Naval vio la luz, en 1984. Aquel 16 de abril de 1989, cuando el voto verde perdió –ese que quiso derogar la caducidad de la pretensión punitiva del Estado para los crímenes cometidos en dictadura por el propio Estado–, Uruguay selló la impunidad. No hubo verdad. No hubo justicia. Y por muchos años pareció que tampoco memoria

Quién iba a decir, en aquel tiempo de derrotas, que 30 años después las consecuencias temidas de la impunidad nos explotarían en la cara, provocando una de las mayores crisis políticas de la democracia. Quién iba a decir, también, en aquel tiempo de derrotas, que asistiríamos a “la acrobacia moral e ideológica” (Pérez Aguirre dixit) de aquellos que dieron la espalda a miles de testimonios de las víctimas, que parecieron no enterarse de los dictámenes de la justicia, esos constructores del silencio y sus herederos, que hoy pasean su voz por los grandes medios, indignados ante las “revelaciones” de militares presos, reclamando a otros la firmeza y la dignidad que en su momento no tuvieron. Lo que anulan estas líneas no es el reclamo, es la legitimidad de quien lo exige. Porque hay que admitir, también, que la relación de la izquierda con los derechos humanos no ha sido fácil. Y si bien, durante su primer gobierno, el Frente Amplio acotó los límites de la ley de caducidad, y hubo señales esperanzadoras, a la luz de los años, los avances fueron exiguos.

La encerrona de la caducidad no impedía al Estado impulsar políticas de formación militar, pero la ausencia de una transformación democrática dentro de las Fuerzas Armadas es lo que se evidenció en las últimas semanas: se amputan cabezas, pero no necesariamente los pensamientos que contienen.

Desde su nacimiento, en 1985, hasta la semana posterior al referéndum, Brecha publicó 44 tapas en 177 ediciones dedicadas a los crímenes de la dictadura. Algo así como una por mes durante tres años y medio. Cuarenta y cuatro tapas dedicadas a desenmascarar a los autores de los crímenes, a reclamar justicia, a denunciar las chicanas, las transas y las negociaciones, pero también a dar voz a aquellos a los que insistentemente les era negado el micrófono. Esa es la medida periodística del valor que el semanario ha dado a este tema. Es la que da hoy, en estas páginas, y es la que le seguirá dando. Hasta que haya verdad. Y hasta que haya justicia. Porque la memoria, ya flamea.

 

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Breve historia

17 abril, 2019
A 30 años del voto verde

Cada vez que se le preguntaba a Juan Vicente Chiarino (dirigente de la Unión Cívica, participante de la negociación en el Club Naval y ministro de Defensa del primer gobierno de Julio María Sanguinetti, en 1985) si en las conversaciones con las Fuerzas Armadas se había acordado no juzgar a los militares y policías que habían violado derechos humanos durante la dictadura, el jerarca negaba que se hubiera asumido tal compromiso, aunque admitía que el tema “sobrevoló” en las conversaciones.

Desde los primeros meses de la restauración democrática, organizaciones sociales, familiares y personas que habían sufrido torturas, tenían muertos en su entorno cercano o desaparecidos por la acción represiva de la dictadura comenzaron a recorrer el camino de la justicia, para que esos hechos no quedaran impunes. La respuesta del gobierno de la época fue entorpecer esas gestiones. Una forma de frenar la demanda de justicia fue que, en caso de juzgar a los represores, la potestad correspondiera a la justicia militar. Sin embargo, frente a los recursos presentados por las víctimas o sus familiares, la Suprema Corte de Justicia falló, en noviembre de 1986, que los delitos cometidos por las fuerzas de seguridad debían ser juzgados en la órbita civil. La solución que encontraron Sanguinetti y los sectores más conservadores del espectro político, para impedir que ello ocurriera, consistió en enviar un proyecto de ley de urgente consideración por el cual caducaba la pretensión punitiva del Estado “respecto de los delitos cometidos hasta el 1 de marzo de 1985 por funcionarios militares y policiales (…) en ocasión del cumplimiento de sus funciones y en ocasión de acciones ordenadas por los mandos que actuaron durante el período de facto”. La ley fue aprobada en tiempo récord, en diciembre de 1986, por el Parlamento y contó con los votos colorados y blancos de Por la Patria y de los herreristas. El Movimiento Nacional de Rocha y los legisladores frenteamplistas se opusieron a dicha norma. También votó en contra el diputado colorado Víctor Vaillant.

De inmediato, se abrió una discusión entre los movimientos sociales, Madres y Familiares de Desaparecidos y las fuerzas políticas que demandaban justicia sobre cómo enfrentar una ley que consagraba la impunidad de los represores. Unos pensaban en interponer recursos de inconstitucionalidad, otros, procurar que la ley fuera derogada por otra; pero primó el criterio de convocar a la ciudadanía, para que ella se expresara al respecto. Así se conformó una Comisión Pro Referéndum, que, presidida por Elisa Dellepiane (viuda de Zelmar Michelini), Matilde Rodríguez Larreta (viuda de Héctor Gutiérrez Ruiz) y María Ester Gatti (abuela de Mariana Zaffaroni, por entonces una niña desaparecida), y un ejecutivo de 17 personas (entre ellas y como tesorero el actual presidente Tabaré Vázquez), comenzó la tarea de recoger las firmas del 25 por ciento de los uruguayos habilitados a votar. El 17 de diciembre de 1987, la comisión entregó 634.702 firmas, y se superó así el número necesario. Pero la Corte Electoral anuló 63.937 y dejó 36.834 en suspenso, poniendo en duda la veracidad de esas firmas a favor del referéndum. Entre otras personalidades que debieron ratificar su adhesión, se encontraba el entonces presidente del FA, general (r) Liber Seregni. Finalmente, las fuerzas a favor de la derogación de la ley logran ratificar las firmas cuestionadas y alcanzan el porcentaje requerido constitucionalmente. La consulta a la población se fijó para el 16 de abril de 1989. La corte decidió que la papeleta para anular la ley sería verde, y amarilla, para su permanencia. La campaña por el voto verde alcanzó niveles inéditos de movilización, tuvo en contra a los medios masivos de comunicación y la amenaza de que los militares no aceptarían así nomás una decisión en su contra. Los esfuerzos de la derecha para impedir lo que entendían como un “revisionismo” inadecuado del pacto que dio origen a la salida de 1984 llegaron al extremo anecdótico de que el propio Sanguinetti interviniera para impedir la emisión de un spot televisivo de Sara Méndez, en el que ella relataba el secuestro de su hijo Simón Riquelo. Finalmente, el día señalado votó el 80 por ciento de los habilitados. El voto verde alcanzó el 41,3 por ciento de los votantes, por lo cual la ley continúa vigente hasta nuestros días, a pesar de que en 2009 hubo otro intento de anularla.

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Con las botas puestas (o la madre del borrego)

Daniel Gatti

17 abril, 2019

A 30 años del voto verde

Jair Krischke tiene en gran valía la experiencia uruguaya. Para el presidente del Movimiento de Justicia y Derechos Humanos de Rio Grande do Sul, muy vinculado con la movida humanitaria vernácula, la derrota del voto verde en el referendo de 1989, con lo dolorosa que resultó, puede y debe leerse también “desde lo muy bueno que dejó”“Si se ve el vaso medio vacío, se puede pensar que es terrible que un pueblo haya votado por refrendar una ley que amnistió a genocidas. Si se ve el vaso medio lleno, se puede hacer hincapié en que, a pesar de jugar contra los poderes fácticos, más de cuatro de cada diez uruguayos votaron por anular esa ley. Dudo que algo así se hubiera conseguido en mi país”.

La italiana Francesca Lessa investiga desde hace muchos años sobre el terrorismo de Estado en el Cono Sur, especialmente en Uruguay. Tiene la mitad de años que el octogenario Krischke, pero comparte con el brasileño una “condición”: ambos fueron amenazados de muerte, a comienzos de 2017, por el Comando General Pedro Barneix, debido a su compromiso con la defensa de los derechos humanos.1 “El referéndum del 89 fue un esfuerzo sin precedentes de una coalición muy amplia y heterogénea, y tuvo un gran mérito: permitió instalar el tema del pasado reciente en el centro de una escena política” de la que se pretendía expulsarlo, escribió a Brecha desde Londres, donde vive. “Sin la campaña del referéndum, seguramente la impunidad se hubiera consolidado mucho más rápidamente. Fue, creo, un hito fundacional para la sociedad civil, al ser la primera gran movilización en el país por estos temas tras la vuelta de la democracia.”

Para Jorge Zabalza, la derrota del voto verde hay que inscribirla en una continuidad electoral: la del predominio político y social de una derecha reaccionaria. En 1971, recuerda el ex dirigente tupamaro, “la derecha dura, expresada en el voto a Juan María Bordaberry o Mario Aguerrondo, era hegemónica”“La excepción montevideana no la compensaba. Esa tendencia se mantuvo, con vaivenes, por muchos años. No olvidemos que 43 por ciento de la población votó a favor de la Constitución de la dictadura en el plebiscito del 80, un voto mucho más afirmativo que el No heteróclito que resultó ganador. Los militares aquí no fueron derrotados y salieron de la dictadura con una fuerza de la que siempre fueron y son conscientes. El triunfo del voto amarillo en el 89 les dio más alas. Después comenzaron a operar abiertamente otros factores, otras complicidades, que quedaron en evidencia con la derrota de la papeleta rosada en el referendo de 2009 y se consolidaron aun más.”

Raúl Olivera e Ignacio Errandonea son voceros de dos de las organizaciones sociales más visibles de la escena nacional de los derechos humanos: el Observatorio Luz Ibarburu, y Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos. “El resultado nos pegó muy duro y nos hizo sin duda retroceder por un tiempo, porque todos aquellos a los que les convenía que el tema se acallara salieron fortalecidos”, dice Olivera a Brecha“Es muy fácil decir con el diario del lunes que haber impulsado el referéndum del 89 fue un error. En los ochenta no se manejaba mucho aquí el derecho internacional, que podría habernos alumbrado en lo que era correcto y lo que no. Hubo que esperar 20 años para que una sentencia judicial uruguaya en estos temas remitiera al derecho internacional, para el cual ningún pronunciamiento popular puede legitimar violaciones a los derechos humanos.”

Cuando el referendo se realizó, Errandonea no había regresado aún de su exilio francés. “Desde afuera, las cosas se veían distintas, pero se entiende que aquí, en aquel contexto, se pensara en un referéndum como única vía de salida. Colocar el tema en la agenda fue, de todas maneras, muy valioso, y no hay que olvidar las trampas a las que recurrió el poder político, los defensores de la impunidad, con el presidente Julio María Sanguinetti a la cabeza, para incidir en el resultado del plebiscito. Era David contra Goliat.”

Hay un punto en el que Zabalza, Lessa, Olivera, Krischke y Errandonea coinciden casi sin matices: tanto el referendo del 89 como el del 2009 fueron intentos de quebrar, fundamentalmente desde la sociedad civil, un edificio de impunidad construido por buena parte del sistema político uruguayo desde los ochenta. “El alcance de las complicidades necesarias para consolidar esa impunidad lo fuimos viendo con el paso de los años”, dice Errandonea. Lessa escribe: “Es evidente que la situación que se está viviendo actualmente en Uruguay está vinculada, por un lado, a la salida negociada que se dio a mediados de los años ochenta y, por el otro, a que nunca existió en el país una política de Estado en relación a la búsqueda de verdad y justicia”. Con los gobiernos del Frente Amplio, piensa Olivera, “en algo se avanzó, pero se consolidó una política errada en relación con las Fuerzas Armadas, que hizo que estas se sintieran envalentonadas y legitimadas”“El general Víctor Licandro, uno de los fundadores del FA, cuando le preguntaban qué había que hacer con los militares, repetía: ‘Primero que nada, preguntarles dónde estaban en la época de la dictadura’. Esa política jamás se aplicó.”

“A lo largo de los años, las Fuerzas Armadas lograron mantener la presión sobre los gobiernos civiles. Lo hicieron, por supuesto, bajo los gobiernos blanco y colorados, pero también bajo las gestiones del Frente Amplio, sobre todo a partir de la presidencia de José Mujica, cuando el Ministerio de Defensa estuvo bajo influencia directa de Eleuterio Fernández Huidobro”, apunta Zabalza. Ambos “pusieron todo su peso para, por un lado, enterrar cualquier esfuerzo de anular la ley de impunidad y desalentar los juicios a los violadores de los derechos humanos y, por otro, apañar a los militares con los que habían pactado muchos años atrás”.

Excepto el breve período en el que Azucena Berruti se hizo cargo de la cartera, dice Errandonea, el Ministerio de Defensa siempre fue, en estos últimos años, un escollo para los organismos de derechos humanos. “Jamás colaboró con nada, ni en facilitar documentación, ni en permitir el acceso a los cuarteles, nada.”

Olivera contó a Brecha, y Errandonea confirmó, que el año pasado dos diputados frenteamplistas contactaron a Familiares y al Observatorio Luz Ibarburu para consultarles acerca de una iniciativa de la bancada: un equipo especial creado en el Ministerio del Interior para trabajar sobre los crímenes del terrorismo de Estado, comandado hasta ahora por una abogada, sería pasado a la órbita de la Dirección de Inteligencia en la próxima rendición de cuentas. “Pensé en un momento que era joda. Pero no.” Los dos organismos se reunieron con el ministro Bonomi. Se les explicó que Inteligencia ya no es lo que era y que la Policía está en perfectas condiciones de ser auxiliar de la Fiscalía especial de derechos humanos. “Protestamos tanto que la iniciativa fue frenada. Por lo menos eso creímos. Acabamos de enterarnos de que no se frenó. La reglamentaron y la estructura pasó efectivamente a depender de Inteligencia”, dice Olivera. “Cuando se habla de la familia militar o de la familia policial, no es un eufemismo. Los investigados tienen muy a menudo lazos familiares o de amistad con quienes deberían investigarlos.” Errandonea apunta: “Es como poner al lobo a cuidar del ganado”.

OTRA PERLITA. Años y años pelearon las organizaciones sociales que trabajan en el tema para que se creara una fiscalía especial que se encargara de los delitos de lesa humanidad. Finalmente se formó, el año pasado, junto con otras varias fiscalías. Y fue un avance, porque quien la dirige, Ricardo Perciballe, “trabaja muy bien”, dice Olivera. Pero la de derechos humanos fue la única instituida por ley (las otras lo fueron por decreto), por lo que los abogados de los militares acusados, habitués de las chicanas con las que procuran ganar tiempo, tienen el camino allanado para objetar la constitucionalidad de la ley que instituyó esta fiscalía para frenar las causas. “Si le sumas la complicidad de parte del poder judicial, así están las cosas.” Y los ejemplos en ese sentido se acumulan: “Se han generado un montón de instrumentos teóricos, pero o bien no funcionan, o bien son cáscaras vacías. Se elaboró un protocolo de actuación en los juicios por delitos de lesa humanidad, para que no pasaran cosas elementales, como sentar a los torturadores rodilla contra rodilla con los torturados, pero todavía no se ha aprobado. En resumen: no hay desde el Estado ni desde la fuerza política de gobierno una política de persecución criminal por los delitos de lesa humanidad. Porque no se quiere”.

Es que Uruguay, apunta Errandonea, no ha salido aún de la transición. “Es como lo que sucedió en España con la salida negociada al franquismo, que dejó pendiente el saldo con el pasado y les sigue explotando en la cara.” Julio María Sanguinetti y el general Hugo Medina, miembro de la logia Tenientes de Artigas, “fueron los arquitectos de esta transición negociada, uno de cuyos puntos clave –aunque digan que no se habló de eso– fue el tema de las violaciones a los derechos humanos”, recuerda Francesca Lessa. “El pacto del Club Naval consagró esa negociación y posiblemente acuerdos anteriores, de los que tampoco conocemos los detalles.” Ahí está, en esos acuerdos secretos que se han mantenido hasta ahora, la madre del borrego, apunta Zabalza. “Ahí está el verdadero pacto de silencio –además del otro, entre los propios milicos, sobre sus atrocidades, claro–, que explica por qué nada que tenga que ver con las Fuerzas Armadas es abordado en serio por nadie.” Nada: ni su personal, ni su estructuración, ni su formación, ni su insólito y depredador régimen jubilatorio, señalan todos.

¿Fue realmente un golpe al terrorismo de Estado la oleada de pases a retiro que siguió al affaire Manini-Gavazzo-Tribunal de Honor?, se pregunta Zabalza. “Por favor. Lo que demostró este episodio es que toda la cabeza del Ejército estaba impregnada de la doctrina de la seguridad nacional. Se siguen manejando con la idea de que son los salvadores de la patria de una posible subversión. Todavía. ¿Por qué cambiarían, si esta actitud les ha dado resultado? Para ellos, no significa nada que les hayan descabezado la cúpula: mejor para los involucrados, que ya no deberán levantarse temprano, seguirán cobrando el 100 por ciento del sueldo y podrán tener más libertad para dedicarse a la política y decir todas las bestialidades que quieran.” Errandonea ironiza con que a veces siente lástima por Tabaré Vázquez: “Limpia a siete generales, pero el que asume la comandancia dice con orgullo lo que decía el anterior. Y el que le siga dirá lo mismo, porque salen de la misma matriz. Va a tener que quedarse con algún alférez, algún sargento. Eso le pasa por no haber golpeado cuando debía y haber quedado preso de los viejos pactos”.

Olivera piensa que las declaraciones de Gavazzo y Silveira, las “confesiones” y acusaciones, más que una ruptura del pacto de silencio entre pares, tienen que ver con un “reacomodo” entre ellos. “Ya ha habido milicos que hablaron y dijeron cosas. Ahora están cambiando de estrategia.” La pauta se la da lo que escribió en su blog un general, Arquímedes Cabrera, que se había hecho el adalid del “silencio austero” de los militares ante la justicia y ahora llama a romper el silencio. “No porque vayan a decir nada sobre sus crímenes, sino porque piensan que les llegó la hora de hablar ante lo que interpretan como la ruptura del pacto que habían establecido con Fernández Huidobro, por ejemplo. Amenazan.”

Creen –algunos militares– que se habría quebrado la “armonía” que imperó todos estos años, dice Roque Faraone, citando un reciente editorial del semanario Búsqueda, en el que se hace una defensa solapada de ese Nirvana que se hunde en la historia reciente.

El profesor esboza una interpretación de los últimos hechos, que reconoce no avalada por “ningún elemento de elaboración propia que la sustente”, pero a la que lo conducen “años de observación de los acontecimientos”. Según esa interpretación, ni la movida del presidente Vázquez de despedir de un saque a varios altos oficiales ni la formación del partido militar Cabildo Abierto, con el ex comandante a la cabeza, “se pudieron haber hecho sólo con consultas locales”. Ambos habrían tanteado afuera y al mismo interlocutor. “Tengo presentes las declaraciones del presidente de cuando comunicó públicamente que había solicitado el respaldo de su par de Estados Unidos cuando el conflicto con Argentina. El gobierno uruguayo no es revolucionario ni nada que se le parezca, pero ha desafiado en algunos puntos al de Estados Unidos, por ejemplo, con el caso venezolano, y tal vez habrá querido saber si se toleraría en Washington una movida de este tipo. Y Manini, por su lado, habrá querido saber cómo calzaría su perfilamiento político en el marco de esa estrategia washingtoniana de promover nuevos actores.”

En este contexto de pactos, alianzas aparentemente contra natura tan sibilinas como poderosas, lentitudes exasperantes, avances que tanto pero tanto cuestan, ¿seguir? “No hacerlo sería una derrota definitiva. Y no estoy dispuesto a aceptarla, por mí y por mis hijos, que es por ellos que luchamos”, dice Errandonea. “Las marchas del 20 de mayo están ahora llenas de jóvenes, y eso da la pauta de que, machacando, las cosas pueden cambiar, aunque todo haga pensar que es tan tan difícil. Y es mi vida.”

  1. Véase Brecha, 18-VII-17 y 24-V-18.

 

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Estos lodos

La izquierda uruguaya y los derechos humanos, a treinta años de la derrota.

Vania Markarian

17 abril, 2019

A 30 años del voto verde, 

La izquierda uruguaya no ha tenido una relación fácil con las políticas de verdad y justicia asociadas con las violaciones sistemáticas de los derechos humanos cometidas por el último gobierno autoritario. No la tuvo tampoco con el lenguaje de los derechos humanos que se extendió como sostén del sistema internacional creado luego de la Segunda Guerra Mundial y consolidado en los años setenta, ya en plena Guerra Fría. No sé si de aquellos polvos vinieron estos lodos. Pero el momento se presenta particularmente oportuno para repasar los avatares de esa relación.

Fueron los exiliados de izquierda quienes usaron primero el lenguaje de los derechos humanos para combatir el régimen que los había expulsado del país. Hacia mediados de los setenta, como otros sudamericanos que huían de dictaduras de derecha, estos militantes aunaron esfuerzos con grupos como Amnistía Internacional para condenar las prácticas represivas en sus países frente a gobiernos extranjeros y organismos internacionales. Esta colaboración fue posible, entre otros motivos, porque los exiliados incorporaron un lenguaje político tradicionalmente asociado con el discurso anticomunista de la Guerra Fría y bastante alejado de la retórica revolucionaria que había definido su militancia hasta entonces. La gran mayoría había visto en los derechos humanos una forma de extender la influencia del modelo político y social del capitalismo occidental, un lenguaje contrario a cualquier proyecto emancipador de carácter socialista.

No hay actas de congresos o manifiestos en los que el cambio de actitud aparezca en toda su dimensión política y su complejidad ideológica. Este silencio durante el primer período del exilio, principalmente en Buenos Aires en los años del retorno peronista, puede atribuirse a cierta expectativa sobre el desarrollo revolucionario de la región. De hecho, la urgente necesidad de actuar para precipitar un proceso que parecía inminente todavía a principios de los setenta prevaleció sobre los llamados, que también hubo, a reconsiderar tácticas y estrategias de la militancia de izquierda. A medida que el espacio para la acción revolucionaria se fue cerrando en el Cono Sur, especialmente después del golpe en Argentina, en marzo de 1976, las urgencias se fueron modificando. La percepción de la escalada represiva en la región los llevó entonces a recurrir a todo aquel que pudiera ayudarlos a salvar sus vidas y sus libertades.

En el período anterior, la confianza en el cambio revolucionario como garante exclusivo de la emancipación se enfrentó, de hecho, con la idea de los derechos individuales de alcance universal. La acción política era entendida como una carrera para tomar el centro del poder y subvertir la estructura de clases, lo cual llevó en muchos casos a desdeñar las garantías mínimas para la actividad política, que los uruguayos tanto habían celebrado durante décadas. Hay que decir también que estas garantías habían sido notoriamente limitadas en los años previos al golpe de Estado, con las medidas prontas de seguridad, las clausuras de prensa, los muertos y los heridos en manifestaciones, los presos y los torturados en dependencias policiales y militares, entre otras expresiones de violencia estatal. Aun así, el heroísmo y el sacrificio por la causa eran presentados como inherentes al verdadero compromiso revolucionario. Ningún militante habría aceptado en esos años el rótulo de “víctima”, reservado para la masa que ignoraba aún el curso inexorable de la historia y se negaba, por tanto, a precipitarlo.

Muy lejos estaban estas ideas de la concepción de la política en términos de “víctimas” y “victimarios”, de la defensa de un conjunto básico de derechos individuales y del enaltecimiento de las garantías legales que caracterizaban a los grupos de derechos humanos que por entonces aparecían en Europa y Estados Unidos. Además, estos grupos se relacionaban estrechamente con una serie de organismos internacionales, como la Oea, y gobiernos extranjeros, como el estadounidense, cuyas políticas eran combatidas por la izquierda latinoamericana. La promoción de un balance entre los principios de no intervención y autodeterminación, por un lado, y la creación de mecanismos internacionales para castigar a los gobiernos que violaran los derechos humanos de los ciudadanos, por otro, no formaban parte de las preocupaciones centrales de estos militantes.

Desde su exilio en Buenos Aires, Zelmar Michelini fue quizás el primero en centrar su agenda política en la denuncia de las violaciones a los derechos humanos por la dictadura uruguaya. En los años anteriores a su asesinato, empezó a usar un lenguaje nuevo, que describía la represión menos para resaltar el heroísmo de quienes la sufrían que para caracterizar al gobierno que la practicaba. Posteriormente, otros sectores advirtieron que los militares tenían la intención de permanecer en el poder y se hicieron expertos en los mecanismos internacionales de denuncia en un momento marcado por el cambio en la política exterior de Estados Unidos, con Carter. Las peticiones ante las Naciones Unidas y la Oea a fines de los setenta muestran que miembros del Partido por la Victoria del Pueblo, comunistas y tupamaros, para nombrar tres grupos de los más afectados por la represión, ya manejaban hábilmente todos los aspectos formales que estas organizaciones requerían. Sin embargo, fracasaron repetidamente en el intento de crear un frente de lucha contra la dictadura basado en los derechos humanos. Aunque se trataba de una forma eficaz de denuncia frente a amplias audiencias internacionales, no logró fundar un programa emancipatorio de más largo alcance.

HACIA LA DEMOCRACIA. Luego del plebiscito de 1980, cuando las oportunidades de participación política se abrieron en Uruguay, la mayoría de los exiliados declaró que su actividad estaba ahora centrada en apoyar la movilización interna. Mientras Reagan ponía fin a una época, las denuncias internacionales perdían importancia. Además, en 1981 se fundó en Uruguay el Servicio Paz y Justicia, el primer grupo de derechos humanos en sentido estricto de la escena nacional, en contraste con otros países del Cono Sur, donde estos grupos actuaban desde la instalación de las dictaduras. Frente a todo esto, la recuperación del espacio político en el país se transformó en el foco de atención de la izquierda. Si las elecciones internas de 1982 mostraron la divergencia de opiniones entre algunos exiliados y sus compañeros dentro del país, los posicionamientos posteriores dejaron claro el predominio de estos últimos en la toma de decisiones.

Grandes conflictos internos marcaron la estrategia de la izquierda en la transición, pero terminó imponiéndose una postura que subordinaba los reclamos de verdad y justicia a las necesidades de un pronto tránsito a la democracia. Para convertirse en un interlocutor legítimo, la mayoría decidió dejar de lado las demandas que parecían excesivas. Lo interesante de este giro fue que los derechos humanos ya no funcionaban como una forma moderada de ganar la simpatía de amplias audiencias, sino como un discurso de connotaciones radicales en la escena política nacional. En esta etapa, la izquierda hizo de los derechos humanos un “discurso de la memoria”, es decir, más una forma de difundir las experiencias de sus militantes que un planteo sobre las consecuencias legales para los responsables de la represión. En este discurso testimonial, los militantes aparecían simultáneamente como víctimas de la dictadura y héroes de la democracia, en una interesante reformulación de la retórica heroica revolucionaria para legitimar el compromiso democrático de la mayor parte de la izquierda en los ochenta.

Luego de la recuperación democrática, los derechos humanos volvieron a aparecer, como una de las principales banderas de la izquierda, reclamando, ahora sí, verdad y justicia en un ambiente político, el del gobierno de Julio María Sanguinetti, fuertemente comprometido con la impunidad de los mandos militares y civiles del período autoritario. En esta etapa, se apostó a la supuesta capacidad de la justicia para resolver un tema sobre el que no había consenso ni voluntad política en los más altos niveles. Al mismo tiempo, el derrumbe del socialismo real confirmó la necesidad de buscar nuevas formas de expresar el viejo anhelo emancipador. Con idas y vueltas, el lenguaje de los derechos humanos resultó capaz de cumplir ese papel, no sólo respecto de los legados traumáticos del pasado reciente, sino también como sustento inicial de lo que ahora llamamos “nueva agenda de derechos”. El entusiasmo y la esperanza que marcaron el enorme movimiento social que llevó adelante la campaña por el voto verde, hace tres décadas, fueron la expresión de esas búsquedas y ese encuentro, que no murieron con la derrota de abril de 1989.

LOS GOBIERNOS DEL FA. En las décadas siguientes, el movimiento de derechos humanos mantuvo viva esa llama, muchas veces al margen de los intereses más inmediatos de la izquierda política. La llegada del Frente Amplio al gobierno en 2005 la reavivó. La primera administración de Tabaré Vázquez marcó un cambio profundo respecto de la voluntad política de investigar los crímenes de la dictadura y dar curso a su trámite judicial dentro de los marcos legales vigentes. Se tomaron algunas medidas en el terreno de las denominadas “políticas de la memoria” y otras fueron dirigidas al conocimiento más profundo de lo sucedido en los años de la dictadura; estas últimas incluyeron excavaciones en predios militares y la convocatoria de un equipo universitario para dar cumplimiento a la ley que, avalada por el voto popular en el referéndum de 1989, había hecho prescribir la “pretensión punitiva del Estado”, pero que, de todos modos, habilitaba la investigación sobre los casos de desaparición forzada ocurridos entre 1973 y 1984. La reapertura de algunos juicios y la condena de algunos responsables fueron también parte de este impulso, que muchos consideraron, con buenas razones, tan bienvenido como insuficiente. El plebiscito de 2009 mostró la sostenida decisión de los grupos comprometidos con esos reclamos y también los límites de un encare que no lograba concitar suficiente apoyo popular. Así, el tema perdió prioridad en la agenda política, pero sin salir nunca del todo del debate público.

Una década más tarde, luego de 15 años de gobiernos frenteamplistas, los coletazos de lo que no se hizo para cambiar el sentido y la misión de las Fuerzas Armadas, incluido, de modo primordial, que todos los acusados de esos crímenes respondieran ante la justicia, desataron una de las crisis más graves que haya vivido el país desde el fin de la dictadura. Parece mentira que el centro siga siendo el nefasto José Nino Gavazzo y que tengamos que seguir escuchando a Sanguinetti hablar de un asunto sobre el que no tiene ninguna autoridad moral ni política. Pero era hora de que la izquierda en el gobierno se hiciera responsable de llamar la atención sobre un proceso de transición a la democracia que en la interna militar ha llevado ya demasiado tiempo. En la historia, como saben mejor los pueblos que los historiadores, nada se cierra nunca. Todo depende de nuestra voluntad de seguir buceando en el pasado para entender el presente. Tomar nota de los cambios es tan importante como reconocer las continuidades. Sin desconocer los errores del gobierno en el manejo de este asunto, me siento en la obligación de reconocer que, a más de seis lustros de la recuperación democrática y al terminar su tercer mandato, la izquierda uruguaya marcó finalmente un límite, un momento en el que la impunidad se hizo demasiado flagrante para seguir soportándola. Ojalá que en Uruguay no tengamos nunca un presidente que nos llame a festejar un golpe de Estado. Que nadie deje de hablar de los crímenes de la dictadura. Que nadie se olvide de que este mes perdieron sus cargos varios de los que querían que olvidáramos (pero tampoco de cuántos quedan).

 

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El voto verde, tres décadas después
Marcelo Viñar

17 abril, 2019

A 30 años del voto verde, 

Llegábamos del exilio. Mi hijo, quinceañero, se enroló –espontáneamente– con su bicicleta como mensajero entre diversos comités de base del Frente Amplio, en su primera experiencia de participación en el ágora ciudadana. Su emoción era contagiosa, nos deleitaba y conmovía.

Consumada la derrota –54 a 46 por ciento, si mal no recuerdo las cifras–, me sentó en el escritorio, me apuntó amenazante con su índice y me exigió solemnemente: “Explicame lo que pasó”, es decir, en otros términos, por qué ganó la injusticia.

Yo he dado muchos exámenes en la vida y tengo la experiencia de que el examinador suele siempre hacer temblar. Pero este y el “explicame cómo” es la tortura fueron los exámenes más difíciles de mi vida entera. Sobre todo por lo que implicaba para el país al que volvíamos y que en el exilio se idealiza y se exalta en su excepcionalidad; y porque el adolescente me empujaba a hablarle de lo que es abyecto o execrable.

Uno siempre busca argumentos para no callar, entonces ensayé mi explicación: El miedo al retorno de la barbarie es el más obvio y frecuente. El voto verde era percibido como mojarle la oreja al ogro, y hacer lo contrario era inmovilizarse para que la fiera no se agite.

Recuerdo que en esa época cundía el discurso habitual de que el horror de la tortura que había sido empleada, y que ahora buscaba sancionarse, no era sino un gemido de los izquierdistas que exageraban y en el fondo era patraña. Por lo tanto, había que dar vuelta la página y sólo pensar en el futuro.

Yo creo que muchos votantes del voto amarillo hicieron lo del ñandú: si no pienso en el horror, no existe. Es un mecanismo mental que todo humano utiliza para desembarazarse de lo desagradable. Es un tobogán muy tentador.

El voto verde –al contrario– es cuesta arriba: hay que escaparse del tobogán y asumir la vergüenza de pertenecer a la especie humana.

No era fácil explicar que ocultar el crimen conlleva construir un legado transgeneracional de trivialización de los hechos.

Borrar el horror, aquí no pasó nada, como expresaba Le Pen en Francia: “El genocidio es un detalle de la historia”.

El pasado precursor es complejo y atravesar sus enseñanzas deja muchas áreas de ignorancia acerca del manejo de la destructividad humana.

Pero basta pensar en Galileo Galilei y Giordano Bruno, o en el largo debate de Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas para encarar el pleito entre los traficantes del olvido y los militantes de la memoria.

A pesar de los números, estoy lejos de considerar llanamente una derrota la militancia por el voto verde.

Desde el discutido pacto del Club Naval que negoció el retorno del poder en manos de los militares a los partidos políticos, la campaña por el voto verde, por la anulación de la ley de impunidad, con su nombre barroco: “Caducidad de la pretensión punitiva del Estado”, sacó de un silencio lúgubre el martirio de los torturados y el oprobio de los desaparecidos que habían quedado, hasta entonces, relegados a un estatuto de equívoca ambigüedad.

El grito de esa mitad de la población que no toleraba el silencio fue un acto de educación pública que jamás caducó.

Se rompió el silencio de la desmentida: ya todo uruguayo sabe lo que fue el terrorismo de Estado en el país y la región.

Cada 20 de mayo invocamos ritualmente lo que aquella gesta inauguró.

***

Los párrafos que preceden fueron escritos antes de tomar conocimiento de la escandalosa confesión de Gavazzo y los efectos que desencadenó. Se necesitaron 30 años para que implosionara la omertà (pacto de silencio) de la cúpula torturadora. Más vale tarde que nunca. Bienvenida sea. —

*      Marcelo viñar es médico, psicoanalista, 82 años.

 

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Verde estigma

La intromisión del gobierno y el espionaje militar durante la campaña por el referéndum.

SAMUEL BLIXEN

17 abril, 2019

A 30 años del voto verde, 

Documento del “archivo Berrutti” encontrado entre los rollos vinculados al espionaje militar en democracia

El triunfo pírrico de los socios civiles del terrorismo de Estado no aseguró ni el perdón ni el olvido, y a medida que pasa el tiempo se extiende cada vez más la conciencia de que la sociedad debe liberarse de esas ataduras.

Las revelaciones recientes –las confesiones de Gavazzo y Silveira sobre los crímenes de la dictadura, los intentos (fracasados) de instalar una búsqueda “acotada” de los desaparecidos, la reivindicación del terrorismo de Estado, que sobrevive en las nuevas generaciones de oficiales “leales” al pasado y que obligó al pase a retiro de ocho generales– demuestran que aquel triunfo pírrico de Julio María Sanguinetti contra el voto verde en el referéndum de 1989 será, para la posteridad, la mancha más notoria y disolvente en el currículo de este lobo disfrazado de cordero socialdemócrata.

En este país irremediablemente dividido en dos, artiguistas y uruguayos, blancos y colorados, montevideanos y canarios, manyas y bolsos, el voto verde fue la primera gran resistencia de una porción significativa del pueblo a la impunidad consagrada en ley. La caducidad de la pretensión punitiva del Estado, aprobada en diciembre de 1986, fue una invención diabólica urdida por una mayoría de parlamentarios blancos y colorados que superó las amnistías y los puntos finales de Argentina, Brasil y Chile. La caducidad iba mucho más allá, no solamente perdonaba: se negaba a averiguar qué había pasado, cómo, quiénes eran los responsables, se resistía a saber, ordenaba suspender cualquier investigación, archivar cualquier denuncia, de modo que toda una historia del pasado reciente no tenía nombre, no tenía fecha, no tenía crónica; para el Estado era como si nunca hubiera ocurrido, y si alguien se empecinaba en saber, la sociedad debía taparse los ojos y los oídos. Sanguine­tti solía cuestionar a los emperrados por tener ojos en la nuca, y a los más recalcitrantes los amenazaba: “¿Qué quieren, que volvamos a los horribles tiempos del pasado?”.

Tal aberración, tal engendro contra natura, fue producto de la presión de los militares, pero también de la coincidencia y la disposición de un puñado de dirigentes políticos que ansiaban, tanto como lo militares, el manto de impunidad: detrás de la indignación de los terroristas de Estado, para quienes toda la represión de la dictadura no fue sino el precio por la defensa de los “valores de la orientalidad”, venía agazapado el temor de aquellos que Carlos María Gutiérrez llamó los “cortesanos de la dictadura”, temerosos de que se expusiera, en un debate nacional sin tapujos, la colaboración con la dictadura y la complicidad con sus crímenes. Sólo con esa coincidencia de intereses podía prosperar la impunidad legal, cuando el poder civil tenía todas las de ganar, tenía a la gente detrás, y los militares estaban débiles y expuestos. La posibilidad de un nuevo golpe, de una ruptura institucional, fue tan sólo un fantasma cuidadosamente agitado.

LOS MISMOS ROSTROS. No todos los que levantaron la mano a favor de la caducidad compartían esa complicidad; hubo quienes la apoyaron porque la consideraban la salida correcta; hubo otros que la apoyaron hasta que quedó en evidencia en los cruciales días de diciembre en que cayeron algunas mentiras sostenidas por el terrorismo mediático, y entonces resolvieron sumarse a la posición del Frente Amplio, que en ese momento se opuso tenazmente a la impunidad.

Una peculiaridad de lo que llamamos “historia reciente” es que los personajes políticos que en 1972 fueron protagonistas del proceso que desembocó en el golpe de Estado (es decir, los que debatieron la declaración de guerra interna y la ley de seguridad del Estado, los que no se “convencieron” de que existía un escuadrón de la muerte paramilitar y parapolicial, y que asistieron a las comisiones que enterraron las primeras denuncias de asesinatos y torturas) son los mismos que participaron de las primeras instancias de discusión sobre una posible salida institucional, y fueron los que integraron las listas electorales depuradas por los militares, los que asumieron la nueva administración democrática, y, finalmente, fueron los que discutieron la conveniencia de apoyar o no la impunidad, apenas veinte meses después de la “democratización”. Casi cincuenta años, y las mismas figuritas.

Del otro lado de la mesa, en cambio, los mandos militares que dieron el golpe no fueron los mismos que impulsaron el Plan Cóndor, ni los que endeudaron al país y salvaron a los bancos extranjeros, ni los que negociaron la salida en el Club Naval. El mecanismo militar del pase a retiro más algunas luchas intestinas en el caracú de las Fuerzas Armadas promovieron un permanente recambio en la cúpula y en la conducción. Sin embargo, la sucesión de nuevas generaciones no supuso un quiebre del pensamiento y del compromiso militar, y sigue siendo así aún hoy: el concepto de “guerra fría”, el carácter doctrinario de la seguridad nacional y la adhesión a fracciones, sean estas masones o Tenientes de Artigas, aseguran la coherencia generacional (más una práctica sucesoria, que repite apellidos en la oficialidad, a manera de casta).

CINCUENTA Y UN ESPÍAS. Un estudio realizado por un equipo de investigación de la Facultad de Información y Comunicación (Fic)1 dató el punto de arranque del acuerdo de algunos políticos con los militares por un “no revisionismo” en los últimos meses de 1983, cuando el proceso desembocaba, inevitablemente, en un paso al costado de las Fuerzas Armadas, incapaces de revertir la profundidad de la crisis económica. “El no revisionismo constituye un objetivo irreductible de las Fuerzas Armadas”, declaraba un memorándum elaborado por los analistas del Departamento I del Servicio de Información de Defensa (Sid), que establecía taxativamente, en marzo de 1984, las condiciones que debían imponerse en las negociaciones con representantes de los partidos políticos para la salida institucional, que se verificarían meses después en el Club Naval. Esa postura venía avalada por un acuerdo entre Sanguinetti y Enrique Tarigo con los tres comandantes en jefe de las tres armas, en una reunión realizada cuatro días antes del acto del Obelisco, el 27 de noviembre de 1983, la más grande manifestación cívica de reclamo de libertad y democracia.

La libertad y la democracia, para el promotor del “cambio en paz”, no eran excluyentes de una tendencia hacia la impunidad. Algunos políticos compartían con los militares las preocupaciones por la reiteración de denuncias judiciales, en Uruguay y en Argentina, que podían terminar con militares enviados a prisión. La inteligencia militar atribuía a la denuncia de los miembros del Pvp secuestrados en Brasil, Lilián Celiberti y Universindo Rodríguez –“primer planteo de revisión en contra de las Fuerzas Armadas ante un poder del Estado”–, un significado especial: “De la solución que se encuentre (…) dependerá que puedan verificarse o no actos de indisciplina individuales y/o colectivos, e incluso acciones directas contra los denunciantes y otros involucrados en el hecho”.

Era una advertencia de los cuadros medios a los altos mandos, que surtió efecto meses después en las sesiones del Club Naval. El pacto de impunidad, primero avizorado en una respuesta del general Hugo Medina a un periodista (“Esa pregunta dejemos que la contesten los hechos. Las Fuerzas Armadas no van a aceptar ni manoseos ni cosas que se parezcan”),coincidía con otro punto fundamental: la realización de elecciones con partidos y políticos proscriptos. El pacto del Club Naval consagraba el augurio de Sanguinetti a Wilson Ferreira, cuando se encontraron en agosto de 1983 en Santa Cruz de la Sierra: “No te empeñes en embestir contra una pared. En Uruguay habrá elecciones a fines de 1984. Serán con partidos y ciudadanos proscriptos. No hay otra posibilidad. Tú estarás en el exterior o preso en Uruguay y yo seré el presidente de la República”.Y permitió más tarde al general Medina afirmar: “Nadie da todo a cambio de nada”.

No se puede decir que hubo ignorancia sobre el rumbo que tomaba la salida, que sería calificada por Galeano como “democradura”. Todos los elementos estaban sobre la mesa cuando el 1 de diciembre de 1986, en Casa de Gobierno, el presidente Sanguinetti y los mandos de las Fuerzas Armadas anunciaron a los dirigentes políticos la única solución al inminente encarcelamiento de José Gavazzo y Manuel Cordero, por una orden emitida por el juez penal de quinto turno en agosto de 1985. Más de un año insumió la cocina de la impunidad.

Cuando el Parlamento aprobó finalmente la ley de caducidad (en la versión redactada por los blancos), se pensó que el tema estaba saldado. Pero no. A los pocos días los familiares de las víctimas anunciaron que promoverían un referendo para derogar la ley, y en enero de 1987 se instaló la comisión nacional que llevaría adelante, hasta abril de 1989, la tarea hercúlea de recoger más de seiscientas mil voluntades para una consulta popular.

Esa recolección de firmas debió enfrentar, desde el primer momento, la oposición del Partido Colorado, la acción saboteadora del gobierno, la prescindencia del Partido Nacional y la campaña mediática que fomentaba el miedo entre la población, encabezada por el propio presidente Sanguinetti: “Desde aquí quiero advertir al país que se le irá a pedir una firma por el rencor y la revancha”,dijo el 31 de enero de 1987, a pocos días de iniciar sus actividades la Comisión Nacional pro Referéndum, en un discurso por la inauguración de un puente en una localidad del departamento de Colonia. La estrategia contra la recolección de firmas, y después la promoción del ilegal voto amarillo, que proponía la vigencia de la ley, se pergeñó en el edificio Libertad, sede del gobierno, desde donde el diputado Ruben Díaz, a modo de lanzadera, informaba de las “ideas” y “sugerencias” que impartía el presidente, que se reputaba “neutral”.

Los impulsores del referéndum no supieron que, además, enfrentaban una acción secreta de sabotaje, infiltración, persecución y vigilancia de los aparatos de inteligencia del Ejército, a través de los espías a sueldo del Departamento III de la Dirección General de Información de Defensa (Dgid, sucesora del Sid), que incluyó seguimientos a militantes, destrucción de materiales, instalación de escuchas, infiltración de locales del referéndum, de partidos políticos, de sindicatos, informes sobre actividades de sacerdotes y robo de documentos. La investigación de la Fic comprobó que, entre enero de 1987 y abril de 1989, el Departamento III del Dgid recibió informes periódicos de 51 agentes y que en ese período las distintas unidades de la inteligencia del Ejército estuvieron a cargo del general Juan Zerpa, los coroneles Fernán Amado, Alberto Larroque, Mario Frachelle, los tenientes coroneles Pedro Barneix, Tomás Casella, Eduardo Ferro, Eduardo Cardozo, Carlos Warschun y Jorge Silveira.

MARCADOS. La pulseada (Sanguinetti declaró en Buenos Aires que era imposible que se juntaran las firmas) tomó otro cariz cuando la Comisión Nacional entregó las papeletas en la Corte Electoral. Las firmas estaban, pero estaba pendiente aún el trámite de verificación. Las maniobras, las chicanas y los argumentos traídos de los pelos para eliminar firmas, el último recurso antes de admitir la realización de la consulta, constituyeron un escándalo, y una mayoría de la Corte debió dar marcha atrás por la presión política y popular.

Aunque el referéndum implicaba pronunciarse por la derogación, la Corte Electoral lo transformó en una verdadera votación al admitir dos papeletas, una amarilla, que proponía la vigencia, y otra verde, que impulsaba la derogación. La desembozada “influencia directriz” de la Presidencia llegó al extremo de impedir la difusión de testimonios. Un spot que mostraba a Sara Méndez pidiendo el voto verde para encontrar a su hijo Simón, secuestrado por Gavazzo en Buenos Aires a los veintiún días de nacer, mereció una gestión de los dueños de los tres canales privados que, obsecuentemente, le preguntaron a Sanguinetti si quería evitar su difusión; Sanguinetti no pudo rechazar la tentación. El spot prohibido sigue acumulando visitas en Youtube. Sanguinetti, el presidente que no perdió ninguna huelga, ganó también el referéndum: 55,9 por ciento por el mantenimiento de la caducidad, 41,3 por ciento por su derogación. Las consecuencias fueron dramáticas: el referéndum confirmó una ética de la impunidad –en que los ciudadanos no eran iguales ante la ley–, pulverizó la independencia del Poder Judicial y prolongó, avanzada la democracia, el recurso del miedo que imperó durante la dictadura. Hubo otras consecuencias menos visibles: el espionaje militar del referéndum alimentó los ficheros donde, a los comunistas, los terroristas, los sindicalistas, se sumaron, como antecedentes ideológicos, los firmantes del referéndum. Seguramente, muchos médicos y enfermeros no saben que, incluso en fechas tan tardías como 1999, no lograron acceder a puestos de trabajo en la Sanidad Militar porque en las fichas de la inteligencia consta que firmaron o votaron verde. Y eso fue posible porque el Departamento III de la Dgid obtuvo la lista de firmantes para el referéndum, una información que fue complementada con un registro minucioso de carteles, banderas y balconeras en todas las casas del país; fue fácil para la inteligencia militar determinar quiénes vivían en cada una de esas casas, y si en algún caso se equivocaron, más valía pecar por exceso. Pero, en todo caso, el esfuerzo fue en vano: la impunidad sigue siendo combatida, los ojos en la nuca siguen bien abiertos y los criminales son expuestos, cuando no castigados.

  1. Betania Núñez, Lucía Blixen, Mariana Cianelli, Iván Fernández, Tania Ferreira, Amanda Muñoz, y Samuel Blixen: Continuidad de viejas prácticas. Espionaje de la inteligencia militar en el referéndum por la ley de caducidad (Fic-Udelar, 2019). Disponible en: www.fing.edu.uy/mh/mem/pub/doc/Referendum.pdf

 

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Por el voto verde desde la parroquia

Huellas.

Ademar Olivera

17 abril, 2019

A 30 años del voto verde, 

Me sentí sorprendido cuando, a principios de 1987, un grupo de vecinos me solicitó un espacio en la Iglesia Metodista de la Aguada donde pudiera funcionar la Comisión Barrial Pro Referéndum. Pensé: “Qué bueno que haya personas que reconozcan que la iglesia está al servicio de la comunidad”. Porque parte de nuestra misión es interesarnos por los asuntos que afectan y preocupan a la gente, ser una “iglesia de puertas abiertas”. La Iglesia Metodista tiene una larga trayectoria de lucha por la justicia social, de estar al lado de los oprimidos y de quienes ven sus derechos avasallados. En un documento oficial de la Iglesia Metodista del Uruguay, del 23 de setiembre de 1986, se decía: “No es el silencio cómplice lo que favorecerá la pacificación de los ánimos, sino el conocimiento de la verdad”. El tema de la impunidad nos dolía, y nos duele. Éramos conscientes de que la ley de caducidad creaba la base de una tremenda injusticia, al impedir que militares, policías y asimilados comparecieran ante la justicia, y trabar así eventuales denuncias sobre violaciones a los derechos humanos. Por esa razón, se crearon en la iglesia instancias de reflexión y diálogo sobre el alcance de la ley y su significado ético. ¡Qué difícil era sostener el lema del Movimiento Metodista, “pensamos y dejamos pensar”! La pasión que generaba el tema era más fuerte que los principios de la fe que nos unía. No se logró el consenso. La decisión sobre eventuales actividades quedaba en manos de cada congregación local.

En ese marco, presenté la solicitud a la Comisión Directiva, que, luego de su consideración, decidió autorizarla. Comenzó así una rica experiencia de trabajo colectivo, que duró más de dos años e involucraba a personas de diversos sectores sociales y políticos, con la participación de miembros de la comunidad religiosa, que con entusiasmo y convicción brindaban sus capacidades, su energía y su tiempo a la organización, la planificación, las visitas, las volanteadas, la proyección de videos, etcétera.

Las diferencias religiosas o políticas eran superadas por la conciencia de que se estaba en una instancia que exigía todo nuestro esfuerzo para poder eliminar una ley tan injusta y perversa, raíz de la impunidad. Con tenacidad y lucha, se consiguió juntar las firmas necesarias para que se llevara a cabo el referéndum. Más tarde, su resultado no permitió lograr el objetivo, que era anular la ley. Los sectores de poder, desde el presidente hasta militares, políticos y medios de comunicación, pusieron continuos obs­táculos, con trampas, mentiras, presiones y el recurso del miedo; argumentaban que si triunfaba el voto verde, habría un quiebre institucional y se retornaría al clima de violencia anterior.

A pesar de ello, tanto la campaña para recoger las firmas como el referéndum significaron un hecho histórico sin precedentes y de gran relevancia. Los valores éticos y sociales contenidos en su propuesta permanecen vigentes y se expresan en el reclamo de verdad, justicia, reparación e igualdad ante la ley y nunca más dictadura. —

*      Ademar Olivera es pastor metodista, 80 años. Ex integrante del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia.

 

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El voto de las almas sin memoria

30 años después.

RAUL OLIVERA ALFARO

17 abril, 2019

A 30 años del voto verde

Nuestro himno nacional nos habla del “voto que el alma pronuncia”. Aquel 16 de abril, hace 30 años, el 55,9 por ciento de las almas orientales se pronunció, paradójicamente, a favor de los militares, los desalmados. Esa suerte de eutanasia a la que nos condenó la mal llamada “transición en paz” nada tuvo que ver con el verso que con tanta solemnidad se entona en los actos públicos: “heroicos sabremos cumplir”. Seguramente, hace 186 años, cuando Francisco Acuña de Figueroa escribió la letra del himno, la evocación al alma que pronuncia respondía a la influencia de las ideas de Platón, que consideraba que esa entidad inmaterial era la dimensión más importante del ser humano.

Quienes en 1989 se pronunciaron por los desalmados arrebataron la verdad sobre los cuerpos ausentes, los torturados y los apropiados; presentes o ausentes, se les negaron los sagrados derechos a la verdad y a la justicia. Fue el voto de las almas sin memoria. ¿Qué alma con capacidad de sentir y pensar puede adueñarse del poder de arrebatarle a Sara la esperanza de recuperar ese hijo que aquel día todavía no había podido encontrar?

Julio María Sanguinetti, en connivencia con los canales de televisión, no escatimó recursos para imponer una transición en la más absoluta impunidad. Censuró sin piedad ni escrúpulos el reclamo de Sara, y hoy, treinta años después, apela a la fragilidad de la memoria. Como si se colocara un traje reversible, impúdicamente dice, con la solemnidad de un emblema patrio, que la causa de los desaparecidos le es “sagrada”. Digámoslo una vez más: los votos amarillos fueron alentados muy eficazmente por el poder censurador estatal ejercido por Sanguinetti, entonces presidente de la República, y los grandes medios.

***

El sol otoñal entraba por la claraboya de nuestra casa en la calle Venezuela. En el rincón de la habitación donde unos días antes Sara había reflexionado largamente sobre las palabras que debía decir en el spot censurado, un periodista europeo agregó, a la amargura de la derrota, una interrogante removedora: ¿Por qué habíamos puesto a referéndum un derecho tan elemental como la vida y la libertad? Dos décadas después del referéndum, una sentencia de la corte uruguaya y otra de la Corte Interamericana de Derechos Humanos daban una respuesta: ninguna mayoría puede abolir o reducir derechos fundamentales, como los que afectaba la ley de caducidad.

Pero no nos adelantemos. Cuando se cumplían los primeros diez años del referéndum, las deudas con el denominado pasado reciente volvían a hacerse presentes. Esta vez, en las palabras de Jorge Batlle, se apelaba a un “estado del alma” que nos permitiría resolver armoniosamente una situación que “amenazaba” interrumpir la transición diseñada con impunidad. En esos días, cuando nos aprestábamos a entrar en el nuevo siglo, se empezaba a delinear un nuevo escenario en Uruguay. La vieja Tota nos acompañaba, activa y optimista, en una nueva patriada, al presentar ante un tribunal uruguayo una acción de amparo para evidenciar el ocultamiento, la demora, la inacción, la negligencia, la desidia en la búsqueda de la verdad. El nuevo milenio heredaba un conjunto de aspectos sin resolver, esenciales para la convivencia democrática.

En eso estábamos: tratando de sobrellevar una lucha que aún no se había repuesto de la derrota. Del otro lado del Río de la Plata, se hablaba de “verdad” y comenzaba a hablarse de “justicia”, concepto que entonces amenazaba con trasladarse a Uruguay. El reclamo de Juan Gelman por la desaparición de su nuera y de su nieto o nieta se ubicó en el centro de los debates. Otra vez, Sanguinetti, desde el poder estatal, ordenó que un juez militar analizara la denuncia dentro de los límites de la ley de caducidad. Ayer no lo era, pero hoy, repito, para él es una causa “sagrada”.

Con la llegada de Jorge Batlle a la conducción del Estado, el alma ya no era el pronunciamiento electoral. Era un estado espiritual que debíamos conquistar para digerir la “verdad posible”. Era un tibio avance. Salíamos de la no verdad, de las investigaciones de los fiscales militares y entrábamos en las averiguaciones de una verdad posible, sujeta a un secreto de confesionario.

***

Desde las alturas de la cuchilla Pereyra, donde vivíamos en esos años, pensábamos con Sara los pasos a dar en la búsqueda de Simón. Juan Gelman había recuperado a su nieta, Macarena, con la colaboración de la sociedad civil. Nos aprontábamos para encarar esa nueva etapa, no sin preocupaciones, pues desde el poder político se iniciaba una campaña en la que el blanco era Sara, al punto de que un contralmirante argentino ponía en dudas la existencia de Simón. No salíamos del asombro y de la indignación.

En la vorágine de aquellos días, apareció una exigencia no acostumbrada de parte de los medios de prensa. Comenzaron a pedir opinión de un tema que durante años ignoraron, se parecía mucho a lo que vivimos en estos días. Por entonces los riesgos eran muchos: constatábamos con amargura que el “estado del alma” quería obligarnos a aceptar una “verdad posible”. En todos los niveles se gestaban razonamientos viciados en los que los derechos se perdían como puntos de referencia y a partir de los cuales nos convocaban a conformarnos con migajas.

Comprobamos que, aun en democracia, nada es fácil cuando se enfrenta al poder estatal. Reclamar verdad y justicia se transformaba en un campo de batalla. Vivíamos momentos muy difíciles. Dudábamos de cómo proceder. Dudábamos, ante todo, con miedo a cometer errores que nos hicieran retroceder o que nos aislaran aun más. Porque, además de Simón, se negaba otras situaciones límite: todas las desapariciones, todas las muertes. La relación con el gobierno y con quienes apostaban, con muy pocas reservas, a la “fórmula Batlle” para el tema de los desaparecidos, era cada día más ardua y tensa.

No todas eran pálidas. En cuchilla Pereyra llegó, como un sol tibiecito, la noticia de que Mariana Zaffaroni quería encontrarse con María Ester. Sin embargo, esas alegrías no paliaban la situación que atravesábamos. La campaña tendiente a desacreditar la lucha contra la impunidad fuera de la lógica de la “verdad posible” y el “estado del alma” aceitaba un mecanismo perverso: responsabilizar a Sara y a Tota por insistir ante los tribunales nacionales e internacionales.

Hicieron trascender que Simón estaba muerto. Que de buena fuente se sabía que sólo había vivido 15 o 20 días más después del secuestro. Que no sabían cómo decírselo a Sara. Que su corazón le decía que estaba vivo, pero no era así. Que estaban buscando un mediador para trasmitírselo. Un manejo miserable, incalificable: cuando se cumplían dos décadas del referéndum, Simón había sido recuperado y comenzaba a recomponer un vínculo profundamente afectado por los desalmados.

En ancas del renunciamiento a la justicia fundamentado por Eleuterio Fernández Huidobro en la histórica polémica con Hugo Cores, había trascurrido el primer gobierno de izquierda. La contienda por la continuidad, bajo la conducción de José Mujica, era acompañada por un nuevo intento ciudadano de librarnos de las ataduras de la impunidad mediante el voto rosado. Se ganó nuevamente el gobierno, se mantuvo la mayoría parlamentaria, pero, extrañamente, se fracasó en terminar con la impunidad jurídica. Posteriormente, la sentencia de la Corte Interamericana la dejó malherida, pero entonces se refugió en la impunidad de hecho, producto de la falta de voluntad para realizar una verdadera política de persecución penal de los criminales de lesa humanidad.

La conmemoración de hoy llega con algunos pocos desalmados procesados o condenados, y decenas de procesamientos sin resolverse, con un sistema judicial empantanado en las chicanas de los criminales de Estado, con el fracaso de una política militar. Todo lo cual podría servir para rectificar los caminos erróneos que ha transitado todo el sistema político, y en particular la izquierda, en torno a este tema que carcome las entrañas del alma ciudadana.

 

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