Hasta siempre Daniel (3)

“Daniel, levántante y canta. Morir quizás, callar jamás”.  Hasta siempre Daniel.

Llamarada nocturna

Daniel Viglietti (1939 – 2017)

Daniel Gatti

“Cada cual tiene un Viglietti al que aferrarse. Nosotros, al menos, porque los más jóvenes capaz que ni lo conocen”, decía el martes una señora a los sesenta, tal vez ya bastante entrados, mientras la fila avanzaba –rápida, fluida– en la explanada del Solís. La señora miraba la fila y no se consolaba. Mucha gente, pero ella hubiera querido una multitud. Cincuentones, sesentones, setentones, bastantes cuarentones, treintañeros sueltos: Viglietti no tenía el consenso popular de un Benedetti, ni el público amplio, también juvenil de un Galeano. En esa trilogía con sonoridad tana con que se identificaba a cierto Uruguay de izquierda, en esa delantera en la que él hacía de enganche y que acaba de esfumarse, Viglietti ocupaba un espacio paradójico, entre clamoroso y reservado. Menos juguetón y sensual que Galeano, menos buenazo y modesto que Benedetti. Al artista exquisito que tantos evocaron por estos días, la llamarada también le sentaba (fundamentalmente la llamarada le sentaba), y de él pudo decir una Mercedes Vigil lo que de Benedetti seguramente no se hubiera atrevido y de Galeano tal vez tampoco (aunque pensándolo mejor vaya uno a saber): que su “paso por la realidad nacional ha sido nefasto” y “hemipléjico”. Un buen homenaje involuntario, después de todo, para alguien que apreciaba escoger su lado.

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Cada cual tiene su Viglietti al que aferrarse. Digo el mío, que puede ser en parte el de no pocos nacidos despuntando los sesenta: Viglietti codeándose en la salvaje discoteca casera con Serrat, con Los Olimareños, con Rolando Alarcón y sus cantos de la guerra civil española, con Héctor Alterio y sus evocaciones anarcas, disputándole espacio a María Elena Walsh o a Piccolo, Saxo y Compañía primero, a las “porteñadas” después, peleando pese a él con los Beatles, compartiendo banda sonora con los tangos del abuelo, la música clásica y el folclore de la tía, el jazz del tío, la bossa de la otra tía, el Zitarrosa de casi todos y los Rolling Stones o los Shakers de las primas. Viglietti, luego, reinando, hecho himno con “El Chueco Maciel” o “Muchacha”, lágrimas con un “Dinh Hung juglar” que terminaba conmoviendo más que cualquier manifiesto, fascinando en Trópicos. Viglietti y sus festejados guiños libertarios de “Anaclara” o la canción que nombra a “esa” bandera, o la palomita negra de piquito rojo que se vuelve halcón, cantados a coro en una casa malvinense convertida en sociedad de resistencia.

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Los discos de Viglietti escondidos o atribuidos a propiedad paterna cuando la compañera de clase venida del extrarradio no militante llega a tu casa, te pregunta qué música escuchás y no te atrevés a decirle que te sabés de memoria varias de las canciones chuecas.

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Uno de esos lavados de cara periódicos de la puerta de la Ciudadela hizo que hace no tanto tiempo brotara de la nada una pintada: “Liberar a Viglietti”. Era del 72, cuando lo metieron preso y corrió el rumor de que le habían cortado las manos. Una tía vieja que seguramente hubiera podido intimar con Mercedes Vigil tuvo en aquel tiempo una reacción que no tendría unos pocos meses después, cuando a tres cuadras de su casa, en la calle Amazonas, militares escuadronados acribillaran a balazos a los esposos Martirena: “Ay, no se merece tanto, es un buen músico, toca muy bien la guitarra, que lo callen, sí, pero las manos, no”, dijo. O algo así.

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(Viglietti más íntimo: leyendo la “Carta abierta de un preso a su carcelero” escrita por mi padre en el cuartel del Cgior, durante uno de los “Cantando a propósito”, con Los Olimareños y Dahd Sfeir, en el 71 o el 72; ofreciéndose para compartir navidades en aquel desolado fin de año parisino de 1976; tomando la guitarra para cantarse alguna a domicilio para mi abuela en el Montevideo de su retorno, en los ochenta, a veces acompañado por mi tía al piano, en uno de esos mini recitales privados que le eran habituales cuando de madres de desaparecidos se trataba, de la misma manera que aceptaba multiplicarse en espectáculos gratuitos por aquí o por allá para alguna causa que lo motivara.)

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Creo que fuimos muchos los poco más que adolescentes rioplatenses vigliettizados en los setenta que en los primeros años del exilio europeo le escapamos como a la peste o simplemente lo esquivamos. Cuestión de sobrevivencia, de mirar para otros lados. Pero indefectiblemente lo cruzábamos y nos era más fácil entroncar con él que con otros, cuando a la llamarada le arrimaba otros calores, más extraños. Pablo, amigo argentino desencantado que le huía después de haberlo endiosado, tocó el cielo con las manos cuando Viglietti lo invitó a acompañarlo con su flauta traversa en un recital parisino. Arrimaba jóvenes. Y siempre esa guitarra, esa voz que mantuvo casi hasta el final. Esa potencia. Aunque a veces se produjeran desafines, hiatos y los hilos se cortaran por lo más grueso –y el “hombre nuevo” quedara bien, bien lejos– aparecían “Nocturna”, “El vals de la duna” o “Esdrújulo”, o intervenía sus viejas letras para aggiornarlas, como hizo semanas atrás con “Gurisito”. Y uno remontaba el tiempo y lo ataba con los fuegos. De a ratos, quemaban.

 

 

 

Daniel

Yo no pensaba escribir sobre Daniel.

Rubén Olivera

¿Y qué decir? Qué decir, si antes de que la herida aceptara su existencia ya los bordes se estaban agrandando. Porque la herida es la misma. La de Graciela Paraskevaídis en febrero, Lucio Muniz en abril, el lutier Hilario Barrera en mayo, Washington Benavides en setiembre, Coriún Aharonián a comienzos de octubre, y ahora Daniel. Una de las cosas que tenían en común es que ninguno de ellos hubiera creado nada “digno de Disneylandia”,1 nunca hubieran hecho algo para adornar el dolor de los demás.

Yo no pensaba escribir sobre Daniel. No sabía cómo iba a permitirme buscar frases certeras o jugar con el lenguaje. Pero me acordé de los ojos rojos de Coriún que se había quedado sin dormir para escribir a la muerte de Jorge Lazaroff. Y me imaginé los ojos rojos de Daniel cuando tuvo que escribir sobre Coriún.

Su compañera Lourdes lo va a extrañar, su hija Trilce y –en el futuro– su nieto Gaspard lo van a extrañar, su sobrino, sus hermanas, su cotidiano colaborador y amigo Efraín Molina, sus compañeros de Brecha lo van a extrañar, la barra de Crysol lo va a extrañar, los integrantes de Madres y Familiares, las Martinas y Anaclaras que nacieron de su voz, las muchachas de mirada clara.

Muchos lo imaginan ya en algún tipo de cielo, charlando con Coriún y Graciela, escuchando tocar el piano a Lyda, su madre, pescando en un río con Cédar, su padre, paseando del brazo con Nelly, su tía. Quizá haciendo un aparte con el Bebe, Salerno y Soledad, con Elena y la Tota, visitando poetas en una barra formada por Mario, Idea, Eduardo, Capita y Juan, visitando cantores como Yupanqui, Alfredo, Carlitos y el Choncho. Con Fidel, Vallejo y el Che se tomará su tiempo, por el respeto que trae la menor familiaridad. Y a su admirado Stravinski supongo que lo llamará por teléfono.

Las flores no dejaban de llegar a su velatorio en el teatro Solís. Las enviaban sindicatos, instituciones públicas y privadas, gobiernos latinoamericanos. Tampoco dejaba de llegar su público, los timpaneros, colegas, compañeros en general. Todos tenían una historia personal para contar, esa que los conectó para siempre a Daniel: un gesto suyo, un comentario en un recital, una canción que los marcó, ese algo cálido, ese algo tierno, el humor. Se entonaron varias de sus canciones en comunión, todos sabían las letras. Un amigo me contó que en España alguien le preguntó de dónde venía. De Uruguay, le respondió. Y el otro exclamó: “Ah, del país de Daniel Viglietti”.

En el último programa de Tímpano se sumó nuevamente al reclamo por una justicia más rápida y efectiva en torno a los crímenes de la dictadura. Esa justicia que, al igual que muchos de los políticos que fueron a su velatorio, no hubiera sabido qué hacer con él y con Eduardo Galeano si hubieran sido juzgados por asonada en aquel febrero de 2013, cuando estuvieron presentes para respaldar a la jueza Mariana Mota.

Venía de hacer una gira en la que visitó Bolivia, por el Che, y Chile, por Violeta, en un año en que se cumplen muchos números redondos en fechas históricas. Sus últimos recitales en el país se dieron en situaciones que le gustaban: cantarles a los jóvenes. Como no daba puntada sin el hilo de la consecuencia, estuvo en Piriápolis en el “Antel Fest”, y después en Las Piedras “Recordando al Che Guevara” (con exposición simultánea de los dibujos de Capita Capagorry).  Para el viernes 1 de diciembre planificaba un recital en el teatro El Galpón, en donde habría nuevas canciones.

Era futbolero y carnavalero. Tenía una vitalidad desbordante. Como nadie, seguía cantando en forma militante, y hasta se amargaba cuando no podía concurrir a lugares que consideraba “necesarios”, pero que se superponían en fechas. Deja un enorme archivo (al igual que el de Coriún y Graciela) construido con amor, esperando que el Estado lo trate de la misma forma. Contiene miles de discos, cientos de cintas y casetes con entrevistas inimaginables recogidas desde mediados de los sesenta.

¿Y qué decir? Nos vamos cruzando con los amigos, charlando por enésima vez si es mejor la muerte anunciada y en cuotas que el aturdimiento de la inesperada. Especulando qué hubiera pasado si se hubiera atinado a hacer tal o cual cosa. Despertamos en la mañana y disfrutamos de los habituales segundos de incredulidad mientras la realidad se encarga rápidamente de amargarnos la vigilia. Qué decir, si somos de un país en el que Idea Vilariño se murió cansada de palabras. De un país con el privilegio de haber gestado un ser entrañable como Daniel Viglietti. Lo demás está por hacerse. Navegar es necesario. Basta con seguir su ejemplo, con mirar el rastro de luz. Daniel siempre estará a nuestro lado, iluminándonos.

  1. Jaime Roos: “Nunca haría nada digno de Disneylandia”.

La hormiguita

Su amplio compromiso político se volcó en el periodismo escrito y en la conducción de programas radiales (Tímpano)  y televisivos (Párpado). También difundió a sus colegas a través del disco. Versionó a Violeta Parra por primera vez en el Río de la Plata. La incipiente Nueva Trova Cubana vio sus creaciones grabadas en Trópicos (1973), que es además el primer disco local de un compositor dedicado íntegramente a versionar canciones de otros autores. En sus recitales de 1984 en Buenos Aires, antes de retornar a su país, hizo cuestión de compartir el escenario con jóvenes músicos que actuaban en la resistencia a la dictadura. Fundó el Núcleo de Educación Musical (Nemus), la primera institución que incorporó formalmente la enseñanza de la música popular.

Fue de los primeros en musicalizar a poetas españoles y a la poesía contemporánea uruguaya, así como en trabajar a dos voces al presentarse en vivo con escritores (especialmente con Juan Capagorry y Mario Benedetti). Junto a Capagorry realizó Hombres de nuestra tierra. Ciclo de canciones uruguayas (1965), uno de los primeros álbumes temáticos en la música  latinoamericana, que reunía fotografías y canciones sobre oficios, construidas a partir de géneros musicales uruguayos. En lo guitarrístico reunió lo mejor de las escuelas de Abel Carlevaro y Atilio Rapat, sus maestros. Sus graves en el canto eran una amalgama de fuerza, lirismo y ternura. En lo creativo, hizo milongas experimentales y canciones teatralizadas (“Masa” y “Pedro Rojas”, ambas sobre texto de César Vallejo), entre tantas cosas. Y nunca rebajó lo artístico al mero “mensaje” político.

 

 

 

Abriendo tímpanos

Su programa radial Tímpano.

Andrés Renna

Fue en una tarde del año 1994 que recibí la llamada telefónica de Daniel Viglietti. Lo había conocido fugazmente tres años antes en medio de una entrevista que me hacía como militante estudiantil la querida periodista Graciela Salsamendi para su programa Testimonios. En el teléfono Daniel me contaba que era factible que su programa radial Tímpano volviera a salir al aire en Uruguay y que había pensado en mí porque necesitaba a una persona que colaborara con él. Me volvería a llamar si se concretaba.

No fue hasta mayo de 1996 que entré por primera vez a su apartamento de la calle Andes, y creo que sentí algo parecido a lo que vivió Daniel de niño en su casa de Sayago. En aquella casa había vivido la poeta Delmira Agustini y había un cuarto con sus objetos personales. Aquel sitio era mágico para los ojos de un niño; tan mágico como aquel apartamento para mis ojos de joven. En la sala –repleta de estanterías, la mesa con la consola, reproductores, grabadores, grabaciones , discos, casetes, CD, libros y montañas de diarios– comenzaba una nueva etapa de Tímpano en la radio El Espectador y un nuevo mundo se abría ante mis ojos y oídos.

Era un hogar radio, un hogar música, un hogar archivo, de voces entrañables, dignas, golpeadas, firmes y alegres.

Yo admiraba a Daniel por su obra musical y por su compromiso, pero allí conocí al hombre de radio, al periodista, a su otra faceta de comunicador que vivía tan intensamente como su condición de artista. Y en incontables tardes Daniel me fue contando su larga trayectoria radial, entre otras tantas historias. Sus comienzos como locutor en la radio del Sodre a finales de los cincuenta, su programa Nuevo mundo en los sesenta, que fue prohibido por el régimen de Pacheco Areco, el programa 11,12, antes del golpe de Estado, en radio Universal, realizado junto a Coriún Aharonián, en el que ambos utilizaron seudónimos para poder emitir. Después en el exilio nació La música del Tercer Mundo para la Radio Popular de Valencia y posteriormente para la Radio Nacional de España, Radio Francia, y la Swr de Alemania. Ya en los años ochenta produjo trabajos para radio Sandino, en Nicaragua, radio Habana, en Cuba, y creó el programa Uno por radio para la radio Educación, de México. Finalmente en 1984 nació Tímpano, que comenzó en la radio Belgrano, de Argentina, y tras su regreso a Uruguay comenzó a difundirse en Emisora del Palacio hasta el año 1991. Tras una pausa de tres años en el dial uruguayo, Tímpano tuvo un breve pasaje en FM Sarandí Satelital para finalmente, en mayo de 1996, afincarse en El Espectador hasta nuestros días (además de irse multiplicando con emisiones paralelas en México, Venezuela, Argentina, Chile y Francia).

En aquellos años iniciales de mi labor junto a Daniel, una de sus preocupaciones fundamentales era organizar el archivo de entrevistas, que fue gestando desde los años sesenta, las grabaciones de sus recitales, su archivo de prensa, y organizar y sistematizar su discoteca. Lo fuimos haciendo juntos, y me dio el privilegio de escuchar gran parte de su archivo cultural y sonoro. Horas y horas escuchando sus entrevistas, digitalizándolas, sus cientos de discos y CD. La lista es casi infinita. Músicos, artistas plásticos, escritores, luchadores sociales, psicoanalistas, periodistas, poetas, personajes anónimos. Historia y memoria de nuestro tiempo.

Cada vez que Daniel se iba de gira al exterior, o pasaba por Francia para ver a su hija Trilce, volvía con nuevas entrevistas o traía parte del archivo que todavía tenía en su casa de exilio en París. Yo lo esperaba impaciente e imaginaba con qué me iba a sorprender. Tomar una vieja cinta para el reproductor Revox y escuchar a Julio Cortázar, a Pete Seeger durante su gira por Estados Unidos, sus largas charlas con Atahualpa Yupanqui, con los Parra, con el pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. Sus regresos de España con sus entrevistas a Joan Manuel Serrat, Raimón, Luis Eduardo Aute, Marcos Ana, María del Mar Bonet. O de México, y sentir la voz de Juan Gelman, Amparo Ochoa y Judith Reyes, o de Cuba las voces de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Noel Nicola, los hermanos Feliú, Nicolás Guillén; o de Brasil con Chico Buarque, Edú Lobo, Dorival Caymmi, Sebastião Salgado, Augusto Boal; o de Argentina con Hebe de Bonafini, León Ferrari, Teresa Parodi, Antonio Tormo; y también de Uruguay, sus entrevistas con el Choncho Lazaroff, Leo Maslíah, Mariana Ingold, Idea Vilariño, Henry Engler, el Tola Invernizzi, Atahualpa del Cioppo, Octavio Podestá, Chola Elizondo, y por supuesto Alfredo Zitarrosa, José Carbajal, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis, entre tantos y tantos otros. Tener que hacer ese trabajo fue un verdadero privilegio y una fuente de aprendizaje que le agradeceré toda mi vida. El valor cultural del archivo sonoro de Daniel es incalculable y seguramente se encontrarán los mecanismos para que las nuevas generaciones puedan acceder a esas voces. No sólo por la trascendencia de los entrevistados y entrevistadas que son parte de nuestra historia y del acervo cultural latinoamericano, sino también por lo gran entrevistador que es Daniel, la confianza que tejía con sus interlocutores, su respeto por la acción y la obra de los creadores y luchadores sociales. Un arte nada fácil pero que Daniel lo lograba con creces.

Hacer un Tímpano no era una tarea fácil y Daniel era muy profesional, consciente además de lo que significaba su labor como comunicador. Muchas veces pasábamos varias horas para lograr los 30 minutos de duración de cada programa. Si la emisión era con un entrevistado, había que escuchar la entrevista entera, elegir los fragmentos que se iban a utilizar, elegir las músicas, muchas veces en forma fragmentada, en dónde cortar, cómo unir la palabra y la música, si directamente o con una introducción, o también cuándo incluir paisajes sonoros. Cuando Daniel terminaba el guión comenzábamos a grabar y a editar. Daniel difícilmente improvisaba, elegía cada palabra, cada imagen que quería trasmitir. Para el final quedaba la ficha técnica de lo que se había escuchado durante el programa. En eso Daniel era de una rigurosidad extrema. Y si tenía alguna duda que no podía resolver llamábamos a Coriún Aharonián, que siempre daba el aporte exacto. Así le daba un gran valor a la obra que se emitía, a los autores, a los intérpretes.

Estuve 11 años trabajando al lado de Daniel, al lado de su compañera Lourdes Villafañe, hasta que me radiqué en Friburgo, Alemania. En Montevideo quedó trabajando para él Efraín Molina, nieto de nuestro payador Carlos Molina, que continuó la tarea de asistencia técnica en Tímpano.

Tuve la suerte de verlo este año en Berlín junto a Lourdes, en un recital a sala llena en la celebración de los 70 años del diario alemán Junge Welt, sin pensar que iba a ser la última vez que lo iba a abrazar.

Recordando a Violeta Parra doy gracias a la vida por haber aprendido tanto junto a ti. Hasta siempre Daniel.

*    Comunicador, integrante de Raíces nómades, programa que se emite por radio Dreyeckland, de la ciudad de Friburgo, Alemania, y por radio Placeres, de Valparaíso, Chile.

 

Algo se está muriendo

Se están muriendo los portadores

de la izquierda predictadura.

Gabriel Delacoste

Circula en redes una foto de Daniel Viglietti, Mario Benedetti y Eduardo Galeano. Es en blanco y negro, pero por las edades que aparentan puede ser de finales de los noventa, quizás los dos mil. Hay innumerables fotos de Viglietti con boina, con campera de cuero. Viejo, con unos pocos pelos blancos. Viglietti era la izquierda hecha persona. Y ahora está muerto. Igual que Coriún Aharonián y Washington Benavides, y los dos que lo acompañan en la foto.

Se están muriendo los portadores de la izquierda predictadura. Es la biología, pero es algo más. Esa izquierda, de boina y campera de cuero, está muriendo. Y no podemos limitarnos a llorarla. Tenemos que pensar en qué era, qué representaba, qué es para nosotros hoy.

La contratapa de su disco de 1964, Hombres de nuestra tierra, decía: “Labor de proyección humana y social, el pintar a los hombres de nuestro campo era riesgoso y difícil. Los poemas de Capagorry dieron la esencia, la raíz de cada personaje, surgida del profundo conocimiento de aquellos hombres por parte del poeta. La música debía ser un medio fluido y directo de trasmitir esas estampas de seres, lugares y costumbres. Recurrí entonces a ritmos folclóricos uruguayos, apoyándome en ese sentido en la autorizada opinión de los más reputados folclorólogos de nuestro país. (…) El resultado lo juzgará el pueblo, de quien hemos tomado los personajes y para quien cantamos. Pero aquí, dentro nuestro y antes de que estos hombres emprendan su camino, crece una honda sensación de amor hacia estos seres que hemos descubierto cantando”.

Este es el trabajo de un trabajo de intelectual gramsciano. El artista intentando representar a las clases subalternas. Consulta con los más reputados expertos y pone su trabajo a disposición del pueblo. Arte, ciencia y política como engranajes de un solo proceso de creación. Seguramente si intentáramos algo así hoy, el resultado sería distinto, y seguramente no tendríamos que intentar eso, sino algo diferente, otras proporciones y otra receta con esos ingredientes. Pero algo de eso tendríamos que estar intentando.

En una columna de 2006, Gustavo Escanlar escribía: “Camino por las calles de Malvín y escucho a lo lejos canciones de Viglietti. ‘Niño, mi niño, vendrás en primavera, te traeré’. Una versión en vivo. Me acuerdo perfecto de aquel recital en el 83. Yo mismo fui al Franzini. (…) Estaba buena aquella época. Te la creías y todo. No se te ocurría pensar que el niño que nacía en el cante sería plancha, no revolucionario. Que sería un pastabasero, un rapiñero, en vez de aquel hombre bueno que el cantante imaginaba. Me iba acercando al lugar del que salían las canciones revolucionarias de Viglietti y escuchaba tal cual, como en aquel disco en vivo que ya tiene 30 años, los aplausos en el mismo lugar, el pueblo cantando con el artista en el verso acordado. (…) Cada vez que terminaba la canción –que siempre era la misma– aparecían puntuales los aplausos, que eran también los mismos. Pero al llegar al lugar del suceso, cuál no sería mi sorpresa. Lo que estuve escuchando en mi caminata sabatina (…) no era un disco de Viglietti. Era Viglietti. Avejentado, con frío, con boina, con campera. Cantando las mismas mentiras que cantaba hace 30 años”.

Viglietti también era eso, y así le gusta a los ochentistas mostrar a los sesentistas. Viejos, repetidos, vacíos, mentirosos. Incapaces de entender la crueldad de la realidad. Antes caímos en la trampa, ya no. Somos más maduros. Aunque no lo digan, muchos en el progresismo piensan lo mismo. La izquierda ya no puede cantar “A desalambrar” porque no lo cree. Pero tampoco puede inventar otras canciones, salvo yingles. Esta es una era demasiado cínica para que aparezca un Viglietti. Pero cuando se terminen de morir los sesentistas, los viejos serán los ochentistas, y su “madurez” y su “realidad” envejecerá con ellos.

La izquierda llora toda junta. Hay llantos en la tapa de La Diaria. Los trotskistas lloran en La Izquierda Diario y los autonomistas en Zur. Los militantes lo recuerdan cantando y marchando por todas las causas. Frenteamplistas de todo tipo lloran también. Hacía tiempo que no hacíamos algo todos juntos. Es lógico que sea llorar.

Lloramos muchos de los que deseamos otro mundo. Pero ese deseo fue tantas veces traicionado, postergado, escondido por vergüenza, apaleado, desfigurado, que se expresa como tristeza. La música de Viglietti suena triste hoy porque la izquierda está triste.

Y suena vieja porque ya no cumple su función gramsciana, no conecta con la sensibilidad de este tiempo. Nos toca a los posdictadura entender cómo usar al presente de materia prima para el futuro. Y cuando hagamos algo grande, pero grande de verdad, va a sonar Viglietti como si nunca le hubieran dicho gris, sesentista, aburrido.

 

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Uruguay

Viglietti, el trovador muerto por exceso de solidaridad

Aram Aharonian

Daniel Viglietti montevideaneaba habitualmente, con su guitarra-compañera y era fácil cruzarse con él por la calle, o encontrárselo en cualquier café del centro. Lejos de cualquier prototipo de artista exitoso, popular, querido.

¿Quién era Viglietti? Él se autodefine: “Soy eso, una especie de referencia de una etapa que se ha venido viviendo, con aciertos, errores, desajustes, con emociones, con valentía, con miedos, una etapa de hallazgos, de pérdidas… Seguimos buscando lo humano, eso que el Che simbolizaba como el hombre nuevo lo seguimos buscando, aún cuando seamos generacionalmente veteranos… Creo que no hay conciencia sin emoción”.

En realidad, decía, uno siempre se está componiendo, porque se está pensando, soñando, sufriendo,  respirando la porción de realidad que al trovador le toca vivir, siempre se está como afinando ideas…Pero tampoco creer que uno es una máquina de cantos políticos. Así como me nacen canciones de opinión, me nacen otras sobre el paisaje, sobre el amor, sobre seres entrañables, siempre desde un modo de concebir la vida.

Y hablaba de “una vida igualitaria, lo más parejita posible, sin soberbia, sin codicia, defendiendo la alegría, como nos pedía nuestro entrañable Mario (Benedetti); la ternura, el compañerismo. “Defendiendo las arenas rochenses de Valizas al cantar El vals de la duna, defendiendo el amor al cantar “Anaclara”, defendiendo la educación al recordar a la maestra uruguaya desaparecida Elena Quinteros, cuestionando la impunidad al cantar mi música para el poema de Circe Maia Otra voz canta.

Y “defendiendo nuestra cultura cuando abordamos a Violeta Parra o a Atahualpa Yupanqui o a Mario Benedetti o a Eduardo Galeano, defendiendo la libertad de pensamiento cuando evocamos al sacerdote colombiano Camilo Torres que, en su momento, cambió la sotana por un fusil, o al capitán Carlos Lamarca que cambió la puntería del suyo, defendiendo la memoria de Salvador Allende, de Miguel Enríquez, de Víctor Jara en Chile, como en mi país la de Raúl “Bebe” Sendic, o en el mundo la del nuestroamericano que fue el argentino Ernesto Guevara”.

Quizá el lacónico título de la primera página de La Diaria lo expresa todo: Sólo digo compañero.

Muchos lo recuerdan por A desalambrar, un himno popular desde hace 50 años: “Ese verbo que inventé en 1966 es un símbolo que me nació del Reglamento de Tierras que Artigas creó en 1813. Se trata, todavía hoy y no solamente en Uruguay, de desalambrar los latifundios”. Y con Viglietti llegamos a la conclusión –ron mediante, en Caracas- que ahora había que desalambrar también los latifundios mediáticos.

“Permanece el latifundio, sobrevive, se realimenta, se redimensiona. El yugo de la banca internacional nos sigue sometiendo, salvo rarísimas excepciones como son los casos de Cuba y del proceso bolivariano, o una experiencia altamente positiva como la de Bolivia con Evo Morales. Todos esos elementos que permanecen hacen que la canción -en el caso mío- tenga un eco y pueda encontrar nuevos oídos”, decía a principios de octubre en Chile

Seis décadas

Lo conocí hace 60 años, por su amistad entrañable y creativa con mi hermano Coriún. Quizá por eso se me hace difícil escribir. Recuerdo el estuche de su guitarra que antecedía a su enorme jopo mientras bajaba por la empinada Susviela, allá en El Prado, en el norte montevideano.

Dice La Diaria que “cuando cantaba no tenía edad. La memoria del cuerpo, ejercitada en la escuela exquisita de Abel Carlevaro, lo despojaba de los años y era cada vez el de siempre, como iluminado en integración perfecta con la guitarra, como si aquel mechón de pelo joven le cayera todavía sobre la frente.

Era parte de aquel renacer cultural uruguayo de los años 1960, junto a Los Olimareños, a Alfredo Zitarrosa, al Sabalero  (José Carvajal), el payador Carlos Molina, y tantos otros, que –decía él-  cantaban “a coro sin saberlo […]. Todos amantes de la libertad en el sentido más profundo y menos manoseado del término; me gustaría decir libertarios”. “Ojo: no estoy olvidando a los luchadores anónimos. Todos son una especie de sujeto colectivo que impulsa a seguir”.

Recorrió medio mundo llevando su humildad y su solidaridad, su rebeldía y esperanza, su excelsa guitarra y su canto. Compuso hitos como A desalambrar, Canción para mi América, Declaración de amor a Nicaragua, La Patria Vieja, Duerme Negrito, Canción para el hombre nuevo…

Cuando lo detuvieron en 1972, los estudiantes rodearon en una manifestación relámpago la Jefatura de Policía y volantean una imagen con dos manos y una leyenda que dice “en Jefatura se está torturando a un patriota”, que obliga a las autoridades a visibilizarlo. Lo que permite la protesta internacional y su posterior liberación y exilio.

La tarea más dura en su exilio francés, fue abastecerlo de jalea y licor de pétalos de rosa negra, manufacturados por doña Victoria, la madre de su amigo Coriún. A éste se le dio por morirse tres semanas antes que Daniel, rompiendo seis décadas de amistad. El jueves último, lo recordó cenando comida armenia con su compañera Lourdes (mexicana y para peor psicoanalista) y Nairí, la hija de Coriún, extrañando a su propia hija, Trilce, quien vive en Paris.

Nuestroamericano soy

Recordaba El Flaco que “en 1982 en la Nicaragua sandinista inicial, se me ocurrió el término “nuestroamericano” en la letra de mi canción Declaración de amor a Nicaragua; me nació de un sentimiento de siempre que nos viene de Bolívar, de Martí, del Che, del propio Artigas, la idea de la unidad latinoamericana. Pero con el tiempo me doy cuenta que esto no borra las identidades, en sus aspectos positivos y negativos, de cada una de nuestras patrias”.

“Somos todos uno, pero cada una de nuestras historias es un mundo y tiene sus coordenadas propias. Pienso que hay que lograr aunar toda esa diversidad y los logros obtenidos”, remarcaba, grabadora en mano, dispuesto a entrevistar a su entrevistador.

Últimamente  se había decidido mezclar temas de vieja y nueva cosecha –“es una despedida en continuado”, me dijo a principios de octubre-, como en su última presentación en Piriápolis, en Santiago de Chile, en Vallehermoso, “un paseo por diferentes estilos de músicas, seres que está prohibido olvidar, historias de amor y resistencia, algo de humor, con canciones en su mayoría de mi autoría, que voy a elegir desde mis comienzos en 1957 hasta este 2017, en que conmemoramos los cien años del nacimiento de ‘la única violeta que nació de una parra’”.

Le gustaba estar al tanto de la realidad y le preocupaba mucho el terrorismo mediático: “nos abarcan y nos manipulan en una hipnosis que rompe conciencias, que adormece el sentido crítico. No es fácil ni es habitual ejercitar la contralectura de lo que vemos, de lo que leemos, de lo que escuchamos en esa suerte de nueva iglesia inquisidora que son los medios. Las imágenes intentan dominar el imaginario colectivo, y muchas veces lo consiguen. Y lo cultural es infiltrado por la seducción de los mensajes del poder”.

 “Si un día crece la rebelión popular, ahí está siempre latente la amenaza de la represión, de encarcelar, torturar, y si la situación se agrava, aplicar la receta de los misiles y las bombas, ahora muchas veces en ataques anónimos desde los siniestros drones no tripulados. En nuestro sur esto fue muy claro en los años de plomo, aunque sin la guerra generalizada. Y hoy continúa este otro conflicto, la guerra invisible, la de los medios… sin olvidar las de destrucción y las desesperadas migraciones de tantas poblaciones, como en campos de concentración móviles”, señalaba a principios de este octubre, 100 años después del otro.

“Como mínimo son cinco las prioridades para un mundo mejor: la alimentación, la vivienda, la salud, la educación y el trabajo: es un buen resumen de la sed de estos tiempos. Como los cinco dedos de la mano izquierda. En ese caso, de puño abierto”, le decía a periodistas curiosos.

Elegí recordar dos anécdotas, una de 1971 y la otra de 2005.

La patria chueca

Nelson El Chueco Maciel, a quien la prensa sensacionalista montevideana llegó a bautizar como “el enemigo público número uno”,  nació en Tacuarembó y recaló junto con su familia en los cantegriles del barrio Marconi, por Aparicio Saravia, en la periferia de Montevideo.

Cantegril era una zona de más lujo en Punta del Estey el pueblo con ese humor crítico que lo caracteriza, le aplicó a los lugares más pobres, a las villas miseria, el término cantegril. “Y allí creció un muchacho que venía del interior del Uruguay, en el proceso de migración campo-ciudad, que se llamaba Nelson Maciel y le decían “chueco”, porque allá nombran así a los que caminan con los pies un poco hacia adentro”, recuerda Viglietti.

“Este muchacho comenzó a hacer algunos asaltos para acercar comida a los miembros del cantegril. Asaltó camiones de comestibles y bancos para conseguir dinero para ayudar a los del cantegril y así se convirtió en un símbolo creciente. Se le defendió mucho en el cantegril, hasta que un día de 1971 fue capturado y asesinado dentro de una camioneta. Esto despertó una enorme cantidad de sentimientos. Así yo hice la canción. Tuve la oportunidad de cantarla incluso delante de la madre del propio Chueco Maciel”.

Era época de persecución política, de medidas “prontas” de seguridad. En ese 1971, el general Líber Seregni, líder del recién fundado Frente Amplio, fue a visitar el comité de base que se había formado en el cantegril, mientras Viglietti componía con mucho cuidado su canción, para que no sirviera de excusa para alguna represión o prisión por ejemplo por apología del delito. Por eso, el Chueco “aprieta el gatillo  y no quiere matar”.

Con Chávez, vía Alí Primera

Viglietti llegó por primera vez a Venezuela en 1974 para encontrarse con el cantautor Alí Primera. “Yo capté la autenticidad, profundidad, y el hecho de que no había que detenerse en dos o tres canciones para juzgar una obra. Cuando empecé a recorrer su obra, en la medida que lo conocí hablando de cosas políticas, ideológicas, en seguida me sentí cerca, amigo. Si alguien lo cuestionaba yo era de los que defendían”, explica, 40 años después de esos días de playa, cuando Viglietti dio algunos recitales en la aula magna de la Universidad Central de Venezuela.

En 1983, Daniel y Alí arriba de un avión de combate, sobrevolando el cielo de Nicaragua junto a la chilena Isabel Parra, y el cura y poeta sandinista, Ernesto Cardenal, cuatro años después de aquel ingreso triunfal rojo y negro por las calles de Managua, de la victoria revolucionaria.  En cuartel de San Carlos, en la zona de frontera con Costa Rica, Alí tomó su cuatro y cantó a un grupo de milicianos sobre las luchas de ese país en revolución, que resistía contra una guerra dirigida desde Estados Unidos.

Ese recuerdos lo llevó de regreso a Venezuela, cuando se conmemoró un aniversario de su muerte, y se lo participó en 2005 al presidente Hugo Chávez, cuando lo conoció, frente a frente, guitarra en mano y asado y vino adelante, en los quinchos del Pepe Mujica. “Alí Primera es la banda sonora del chavismo”, me comentó entonces.

Estaba la larga mesa en U, con ministros, ex guerrilleros, dirigentes, trabajadores, disfrutando del asado y la presencia del “comandante”, y venezolanos y uruguayos intercambian opiniones y tarjetas. Chávez ya había anticipado que iba a estar un ratito, y que quería descansar.

De repente, con el postre ya servido y el vino mermado, aparece un flaco melenudo con una guitarra, sentado delante de Chávez, los embajadores Jerónimo Cardoso y María Urbaneja  y otros homenajeantes, tocando unos acordes, en espera del silencio. Chávez miraba con cara de “no entiendo nada”, hasta que –como si hubiera un protocolo preestablecido – se fue haciendo silencio en la concurrida sala.

Obvio: ni un micrófono, ni una cámara de video, ni un grabador. Apenas tenedores y cuchillos. Hubo que explicarle silenciosamente a Chávez quién era ese señor tan serio que insistía con su guitarra. La segunda canción fue una de Alí Primera (Techos de Cartón, si no recuerdo mal) y a Chávez se le fue enseguida el cansancio y terminó cantando las coplas de Florentino y el diablo. 

Numerosas veces Viglietti visitó, desde entonces, Venezuela. Siempre solidario, siempre presente. Siempre buscando material para sus audiciones de radio y televisión. Y su último mensaje a Chávez fue: “Los combates de la vida son tantos, tantos y tantos, por ellos canto”.

 “Mi deseo de cantar de nuevo en Venezuela, Cuba, Chile, Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú, El Salvador, siempre es fuerte, pero se pospone por razones de organización, de producción, o porque no hay eventos que hayan requerido de mi solidaridad. Siempre ando navegando a dos aguas; la de la solidaridad y la de mantenerme con mi trabajo. Es evidente que no formo parte del show business… Más de la mitad de mis actuaciones son por causas solidarias”, recapitulaba dos semanas atrás.

Ya no habrá más A dos voces con Benedetti, ni actuaciones donde la solidaridad lo reclamara. Todos saben que El flaco murió de exceso de solidaridad, a los 78 años, en la misma Montevideo, cuando La Cumparsita cumplía cien años. Pero la ciudad no era la misma: ya no estaban Benedetti, idea Vilariño ni Galeano, hacía mucho que se habían ido Zitarrosa, El Sabalero, Capagorry, Carlitos Molina, Lazaroff. Y reciencito nomás, se fue Coriún…

Aram Aharonian es periodista, comunicólogo, magister en Integración, codirector del Observatorio en Comunicación y Democracia y del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE), presidente de la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA)

Uruguay

Viglietti y un rumor en el viento…

Kintto Lucas

La primera vez que vi a Daniel fue en un recital durante la campaña del Frente en 1971 en un comité de base cerca de mi casa, ubicado en Juan Paullier. Yo era un gurí. Mi hermano mayor estaba preso.

 La gente en coro cantaba “la sangre de Tupac, la sangre de Amaru, la sangre que grita libérate hermano”. Después, fueron muchas las veces que nos vimos, ya sea en algún recital o en alguno de los caminos de la vida.

 En los últimos años siempre intercambiamos opiniones sobre un mundo que naufragó y una América Latina que nos preocupaba, sobre los gobiernos progresistas, sobre Ecuador y Uruguay y, en particular sobre la necesaria solidaridad que debíamos mantener con Venezuela.

 La última vez que lo vi fue en la rambla de Montevideo en 2013, durante una reunión con algunos amigos escritores y músicos, donde conversamos mucho de todo.

 Aquel día Galeano no pudo estar porque andaba mal. A través un teléfono mandó un saludo a todos, quienes también estábamos pendientes de su salud.

 Al final de la reunión nos quedamos unos diez, creo, entre ellos el amigo escritor cubano Abel Prieto, el escritor Mario Delgado Aparaín y otros escritores.

Ante de irnos Daniel dijo pucha no hay guitarra, pero hagamos algo… Y de repente empezó a tamborilear “A desalambrar”, y a cantar como en una especie de rumor, como un viento que refrescaba y traía recuerdos muchos…

Y todos seguimos esa especie de rumor despacito, como dejándose llevar por el viento y por las olas de ese río ancho como mar. Aquel rumor sigue en el viento… y en la olas, contra el naufragio. El viento es ahora un rumor en la memoria… A desalambrar…

 

 

 

Uruguay

Daniel Viglietti, el trovador que iluminó mil batallas

Carlos Aznárez

Con todo lo que aún falta para desalambrar, con la enorme necesidad que tenemos de hallar esos “Trópicos” que nos ayuden a contener nuestras alegrías y nuestras tristezas, justamente ahora, Daniel Viglietti ha decidido partir y dejarnos un poco huérfanos de sus enormes trovas.

Hijo dilecto de las mejores tradiciones libertarias del Uruguay, comenzó a entonar sus “Canciones para el hombre nuevo” precisamente un año después que el Guerrillero Heroico fuera asesinado en Bolivia, y mientras en las calles de Montevideo, las balas policiales tronchaban la vida de un estudiante cuyo nombre se hizo bandera: Liber Arce. Así, anticipando lo que muy pronto sería el Pachecato y la figura tilinga de Bordaberry que le abrirían paso a la cruel dictadura, Daniel desgranó poemas que se pasaban como mensajes urgentes, de boca en boca, alumbrando de estrellas tupamaras el cielito oriental. Esto ocurría sin dudas porque “la senda está trazada” porque “la marcó el Che” ya que en el abajo y a la izquierda de aquellos años de plomo, “el chueco Maciel” se defendía a balazos en el Cantegril para demostrar que eran tiempos de no poner más la otra mejilla.

Daniel fue acompañando con su poética forma de ver la vida lo que otros habían puesto en marcha para apurar el camino. En las calles se elevaba la épica de una lucha desigual contra el poder y eso era más que contagioso. Raúl Sendic padre era referencia de una manera de hacer política, y el flaco Viglietti traducía esas enseñanzas para que se enredaran entre las cuerdas de su guitarra. Así, “bajo un sol trafoguero” homenajeaba al combate y a los combatientes, entonando esa “llamarada” que musicó aquel estudiante de Agronomía llamado Jorge Salerno, caído luego en la toma de Pando junto a Jorge Zabalza y Alfredo Cultelli. Tres valientes decididos a hacer lo que había que hacer para que el mundo cambiara.

Después se vino la noche, y mientras el tupamaraje eran hundido en los calabozos, la orientalidad que logró sobrevivir tomó el camino del exilio. Allí también marchó Daniel, sin bajar las banderas ni doblar la espalda ante la adversidad. De esos días difíciles se agrandó su internacionalismo, poniéndole otra vez, música a las gestas de la Patria Grande. De allí el estremecido grito de “Por todo Chile” y tiempo después “El sombrero de Sandino”, en homenaje a la Nicaragua sandinista. Pero la lista se hizo enorme ya que el cancionero abarcó a Cuba Socialista, Colombia guerrillera, México y el zapatismo, Venezuela Bolivariana y todo aquel rincón del planeta donde los pueblos se erguían frente a los poderosos.

Hace muy pocos días, lo pudimos ver brillar como en sus años juveniles, trepado a un escenario en el Vallegrande boliviano, recordando los 50 años de la siembra del Che. Compartía el mismo espacio de dignidad y compromiso con Evo y los guerrilleros Urbano y Pombo. Entre un público entusiasmado y el hondear de las Whipalas, te acompañaban en los coros miles de campesinos y campesinas que apenas te escucharon trovar supieron de qué se trataba eso de “la tierra es tuya, es nuestra y de aquel”.

Te fuiste como llegaste Daniel, con la guitarra como escudo y tu coraje cantor. Muy pronto, seguramente, volverás a entregarnos tus versos junto a Violeta, a Zitarrosa y El Sabalero, mientras Benedetti leerá poemas que vayan anunciando las victorias pendientes.

 

 

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Y, sin embargo, qué cerca

Guilherme de Alencar Pinto

Cuando apenas estábamos comenzando a digerir el fallecimiento de Coriún Aharonián, la muerte –esa señora a la que el Sabalero tan justamente le faltaba el respeto– decidió asomar de nuevo para dejarnos mucho más pobres, no solamente a sus compañeros de Brecha, sino al Uruguay entero. Vaya a continuación ese otro triste espacio, el que queríamos que nunca llegara, el dedicado a despedir y homenajear a nuestro querido Daniel Viglietti. Escriben: Chico Buarque, Paco Ibáñez, Gastón Ciarlo “Dino”, Circe Maia, Braulio López, Tita Parra, Isabel Parra, Eduardo Carrasco (Quilapayún), entre otros.

 

Cuando apenas estábamos comenzando a digerir el fallecimiento de Coriún Aharonián, la muerte –esa señora a la que el Sabalero tan justamente le faltaba el respeto– decidió asomar de nuevo para dejarnos mucho más pobres, no solamente a sus compañeros de Brecha, sino al Uruguay entero.

Los últimos mensajes de Daniel fueron urgentes: “Recién estoy llegando de La Higuera a Vallegrande” –escribía–, y unos días después: “Estoy saliendo de Vallegrande a Santiago, de ahí a Valparaíso a cantar a una escuela y luego al Congreso a recibir un homenaje y almuerzo”. Y un poquito más tarde: “Yo, tras lo del Che Guevara en Bolivia, de regreso en Santiago, cantando y respondiendo entrevistas. Lo de Coriún, aunque lo sabíamos inevitable, fue un golpe muy hondo. La noticia nos llegó en medio de los trabajos, fue muy duro. En medio del acto central de masas del 9 de octubre en Vallegrande, con presencia de Evo Morales y García Linera, me ingenié para mencionar la partida de Coriún en la coincidencia de fecha”.

Así fueron los últimos días de Daniel sobre esta tierra, porque así era él: incansable, solidario, entusiasta, luchador, amigo y muy consciente de la historia mirada desde el presente –el único que reparó en la coincidencia de la fecha de muerte de Coriún, porque era el único capaz de no olvidar (en sus notas de Brecha o sus programas de Tímpano o Párpado) las fechas y hechos históricos que no deberían jamás pasarse por alto.

Daniel, sin saberlo todavía, iba despidiéndose de sus amigos:“Un abrazo, saliendo a una radio y a un recital en Quipué. Si tenés amigos en Santiago, mi concierto de fondo es el lunes. Guardame el triste espacio” –pedía, mientras recorría de arriba a abajo el continente latinoamericano.

Vaya a continuación ese otro triste espacio, el que queríamos que nunca llegara, el dedicado a despedir y homenajear a nuestro querido Daniel.

María José Santacreu


Su padre, Cédar Viglietti (1909-1978), era guitarrista y musicólogo –estudioso del folclore uruguayo y de la historia de la guitarra–. Su madre, Lyda Indart (1917-2016), fue una excelente pianista clásica. A veces la genética y la crianza tienen sus misterios, pero en este caso es como si algún dios estuviera ejecutando la receta para engendrar a Daniel Viglietti.

Nació el 24 de julio de 1939 en Montevideo. Además de la música que absorbió de los padres (y del tío José Indart, que tocaba el piano en casas nocturnas y hoteles), se vio muy atraído por la explosión del folclorismo argentino ocurrida hacia 1950, y sobre todo por la música de Antonio Tormo y Atahualpa Yupanqui. Como ocurrió con tantos uruguayos de su generación, creció sintiendo al folclorismo argentino como expresión de lo “propio”, aunque es de suponer que los conocimientos musicológicos de don Cédar deben de haber mantenido cerca la referencia del folclore específicamente oriental. Por el lado de la música erudita, el nombre que más aparece en sus reminiscencias es Ígor Stravinsky, y eso se nota en el disfrute por el surgimiento de disonancias en un contexto más bien diatónico y sencillo, en la contención expresiva, el gusto por las líneas claras, la preferencia por los vientos y la evitación de los arcos (Viglietti jamás hubiera admitido los violines melosos que comprometen algunas de las grabaciones de Zitarrosa, por ejemplo). Se perfeccionó en guitarra con Atilio Rapat y, luego, con Abel Carlevaro en el Conservatorio Nacional –donde también estudió armonía y canto.

Folclorismo. El “complejo cultural” del folclorismo musical uruguayo era más serio, artístico y adulto que el pop bailable, y más responsable que otras músicas serias, artísticas y adultas, como el tango o el jazz. “Más responsable” porque, con respecto al jazz, era un elemento identitario, y en comparación con el tango, solía lidiar con “temas que importan”. Esta apreciación con respecto al tango puede lucir injusta, pero descendía de la noción romántica según la cual el hombre humilde del campo era la encarnación auténtica del espíritu de la nación, mientras que la cultura proletaria y pequeño burguesa se sentía como contaminada, menos loable. El hombre cosmopolita de las ciudades, en todo caso, alcanzaba el arte recién luego de un proceso de depuración intelectual-espiritual, muchas veces mediado por una reconexión sublimada con el folclore.

Así, cuando Viglietti dejó su carrera en ciernes como concertista clásico y empezó a presentarse como cantor folclorista, siguió actuando en un medio prestigioso que merecía la atención de la crítica y que, como contrapartida, implicaba para el intérprete-creador el desafío de “decir cosas”, y hacerlo desde la exigencia de refinamiento propia del artista (poeta y músico).

Su primer disco (1963) salió en el momento en que el formato LP se empezaba a imponer en el mercado uruguayo. En un mismo trienio (1962-1964) surgieron los primeros LP de algunos de sus compañeros de generación (Los Olimareños, Santiago Chalar), amalgamados con los de colegas más veteranos (Osiris Rodríguez Castillos, Anselmo Grau, Los Carreteros). Entre todos pautaron el desvelar de un pujante panorama de folclorismo local, presto a enriquecerse con la entrada en escena de varios nombres más. El disco de Viglietti expresaba en forma especialmente clara la dualidad erudito-popular. Titulado Canciones folclóricas y seis impresiones para canto y guitarra, tenía en un lado una colección de piezas folcloristas y del otro el ciclo de “impresiones”. Éstas eran como Lieder modernos, curiosa y exquisita amalgama de aires trovadorescos, armonías y “pintura de palabras” del 1600 y recursos modernistas. No eran propiamente música erudita: el modelo del cantautor acompañándose con la guitarra estaba asimilado a la música popular, y el ciclo circuló en este ámbito. En tal sentido, las impresiones lucían como el trabajo armónicamente más original de la música popular uruguaya de entonces, y lo seguirían siendo, junto a las creaciones subsiguientes del propio Viglietti, por lo menos hasta la maduración de Mateo hacia el final de la década. Frente a eso, llamaba la atención su disposición a ser tan sencillo y directo en las zambas y milongas del lado folclorístico. El universo de los textos era rural: las estaciones del año, cielo, tierra, árboles, trigo y la disposición lírico-animista de charlar con el viento y con el río. La archifamosa “Canción para mi América” (“dale tu mano al indio”) era el muestreo, todavía aislado, de la canción de movilización de masas con fines políticos. La técnica de la guitarra era fabulosa, en la limpieza de sonido, la riqueza de matices, la agilidad, la ausencia de cualquier esfuerzo notorio. Ese debut de Viglietti ganó el Gran Premio del Círculo Crítico del Disco.

Protesta. “Canción para mi América” traducía el impacto que había tenido sobre Viglietti –como en tantos de su generación– la revolución cubana. Ese marco histórico, combinado con otra serie de factores, canalizó la evolución de varios folcloristas uruguayos hacia la canción protesta, tendencia consagrada con la movilizadora participación de una numerosa delegación local en el Encuentro de Canción Protesta en Cuba, en 1967. Ningún otro movimiento musical caló tan hondo en Uruguay como éste, y sus emociones siguen presentes para quienes lo vivieron o quienes lo absorbieron posteriormente. Tanto es así que de alguna manera los uruguayos lo dan por descontado, como algo natural, quizá sin percatarse en forma cabal de su absurda singularidad: el hecho de que, en un país colonial, el primerísimo escalón de lo “comercial” en música se corresponda con productos de fuerte acento regional, altamente cuestionadores del sistema económico y político, con una actitud que no contempla estrictamente los procedimientos comerciales establecidos, que se identifica mucho más con la actitud del “artista” –fusionada con la del agitador y militante– que con la del “entretenedor”, y que, en los hechos, resistió el paso del tiempo. Canciones como “A don José”, “Doña Soledad” o “A desalambrar” están tan entrañadas en el alma colectiva que parecen fenómenos naturales, como si fueran el ceibo o el cerro Pan de Azúcar. Esto distrae de otro hecho fundamental: junto a lo que esas canciones reprocesan de las raíces hay un componente altísimo de invención y pericia. La relativa multiplicidad de los nombres de la canción protesta folclorista uruguaya indica que el fenómeno no dependió de la idiosincrasia accidental de determinado músico carismático, sino que fue un hecho colectivo, la cooperación del espíritu del tiempo con la superabundancia de talento característica de este país. En 1979 Zitarrosa caracterizaría a sus tres figuras más prominentes: “mientras Viglietti llegaba fluidamente a los sectores universitarios y estudiantiles en general, Los Olimareños dialogaban sin esfuerzo con el campesinado, y, yo… tal vez hallaba la mejor respuesta entre los asalariados urbanos”.

La pegada de Viglietti entre el estudiantado respondía a algunos de los rasgos ya mencionados de su música (el refinamiento, la erudición). También tuvo que ver con que, de esa tanda de músicos, Viglietti fue el más receptivo a los Beatles, replanteando así su actitud frente a la música oriunda de países anglófonos y reconsiderando el papel de la novedosa cultura específicamente juvenil y, por ende, la jerarquía de la cultura popular urbana. Pájaro Canzani contó lo fuerte que fue para él ver a Viglietti, ya entonces con el pelo largo y vaqueros, cantando “A desalambrar” en el liceo de Fray Bentos en el que estudiaba. Viglietti fue el folclorista que le gustaba en forma más inmediata a los gurises de formación beat. Y más aun luego de que, en su disco Canciones chuecas (1971) incorporó batería y bajo eléctrico, o luego de que, al año siguiente, dio a conocer “Anaclara”, el retrato por excelencia de la parte femenina de ese sector del público (“bufanda rojinegra por la espalda/ minifalda/ anaclara”). Fue muy importante para “desalambrar” el terreno cultural, o en todo caso para rediseñar las alianzas: la “protesta” ganaría espacio también en el ámbito beat (sobre todo con Dino), y se generaría un terreno nuevo que incorporaría tanto el espíritu del rock como el de la canción protesta folclorista. Sería la guía para Los que Iban Cantando y muchos de los demás músicos que conformaron el Canto Popular durante la dictadura.

Viglietti representó también la radicalidad. No fue el primero ni el único músico en asumir una adhesión a la lucha armada, pero fue el más masivo de todos. En su “fase tupamara” (él la llamó así, a posteriori), sus discos Canto libre (1970) y Canciones chuecas (1971) pueden verse como panfletos de reclutamiento, y el repertorio (de autoría propia y ajena) cubre los tópicos que corresponden: sumario doctrinal (las canciones de Salerno), identificación del enemigo y despertar de malos sentimientos hacia él (“Ding-Hug, juglar”, “Cantaliso en el bar”), enaltecimiento del combatiente (“La canción de Pablo”, “Muchacha”), insuflación de decisión, coraje y entusiasmo (“Esa canción nombra”, “A una paloma”, “Canto libre”, “Cielito de tres por ocho”), despertar de indignación y deseos vengativos al embanderar a compañeros muertos (“Coplas de Juan Panadero”, “El Chueco Maciel”, “Sólo digo compañeros”), compasión por las víctimas inocentes de la injusticia y la opresión (“Ding-Hug, juglar”, “Negrita Martina”), identificación de aliados reales o potenciales (“Me gustan los estudiantes”, “Gurisito”). El abordaje totalmente franco no debería permitir los eufemismos y generalizaciones (que, de todos modos, abundan). No se trata de mera “coherencia”, “humanismo”, “valores universales”, “la eterna lucha del bien contra el mal”. Lo suyo fue la defensa de una estrategia específica –la lucha armada guerrillera– con el objetivo de derrocar los regímenes de gobierno y principios de organización socio-político-económicos de países latinoamericanos sometidos al dominio imperial estadounidense. Es la senda que “nos mostró el Che”“Papel contra balas no puede servir.” “Mi mejor luto será/ echarme un fusil al hombro/ y al monte irme a pelear.” La “mirada” se vuelve “luz amartillada”“Qué joven la puntería.” “Cielo negro, cielo guerra, y después un cielo nuevo.”

Música, franqueza y valentía. Como buen alumno de Carlevaro, Viglietti cuando tocaba se ubicaba inmóvil en la posición que le garantizaba el mínimo de tensión muscular. No había lugar para el “dejarse llevar” por la propia música. Lo suyo era la concentración máxima para controlar cada detalle de la interpretación, que suele ser la postura de los intérpretes de música erudita.

Tampoco el oyente podía “dejarse llevar” en el sentido más ligero: no son canciones de gozadera, sino que son canciones empeñadas en canalizar en forma concentrada las energías de una emoción fortísima. La mayoría de la música popular masiva, que llena estadios, funciona más bien como una desintoxicación: uno purga los demonios luego de saltar y bailar un par de horas, y sale más liviano. Pero lo de Viglietti, al revés, recargaba, depositaba un sedimento en el alma del oyente, que va a seguir ahí a la salida. En ese sentido, su música era entera con sus textos y sus propósitos. El control interpretativo era esencial para calibrar ese efecto. Observen “A una paloma” (letra de Idea Vilariño). La composición está basada en un giro armónico que se repite a cada estrofa del texto. Esa estructura giratoria es importante para fundamentar la transformación de la “palomita” en “halcón”: lo que sonaba al inicio como una canción lírica se va convirtiendo en enérgica canción guerrera. El intérprete tiene que ser capaz de volcar los dos extremos, y Viglietti era capaz de hacerlo en forma intensísima: el inicio (“Palomita blanca/ de ojito rosado”) está cantado con esa ternura cálida irresistible, que es imposible no amar (la misma con que cantaba “Anaclara”), respaldada en la profundidad envolvente de su voz grave. Pero luego cuando vocifera “sacale los ojos (…) y volvete halcón”, el cantante se volvió un bicho oscuro, agresivo y mortífero, con la emoción en ebullición, la voz casi gritada. Para que funcionara esa evolución había que dosificarla: si se apuraba el final perdía efecto, si se retrasaba no se construía el mismo apogeo. Y tampoco podía ser un crescendo lineal, porque se vuelve predecible y pierde interés. Así que el proceso de crecimiento está lleno de pequeños retrocesos y de variantes expresivas diversas: son ocho veces la misma línea melódica y ninguna es igual que la otra, nunca se repite el mismo truco. (Si escuchamos distintas grabaciones en vivo de Viglietti se puede constatar, además, que esas microvariantes que solía hacer eran improvisadas, aunque la improvisación se hacía desde una concentración que mantenía el todo siempre bajo control.) El final de la canción no llega a contener la catarsis: “y volvete halcón” viene sin resolución armónica, apoyado por un acorde apagado, y sigue nada más que el silencio. Se acabó, ahora arreglate como puedas. Por algo es que en los espectáculos en vivo de Viglietti, en seguida de sus canciones más poderosas y movilizadoras solía seguir una masa hirviente de gritos y aplausos.

Viglietti podía ser varios personajes vocales: tierno y cercano, satirista mordaz, guerrero, el indignado embargado por la emoción. A veces los distintos personajes se alternaban rápidamente, como en “A desalambrar”. Aquí, primero viene la voz grave, cavernosa, que entabla la primera comunicación y establece la seriedad del asunto (“Yo pregunto a los presentes/ si no se han puesto a pensar”). En seguida viene la proclama, octava arriba, con el registro metálico, estentóreo: “que esta tierra es de nosotros/ y no del que tenga más”. Ya el melisma que resuelve cada frase (“má-a-a-a-a-a-as”) de inmediato oscurece el timbre, que se vuelve más aterciopelado, mucho menos emotivo: hay que poner la moña final a la frase y llevarla a la tónica, pero no sea cosa de darle mayor proyección al ornamento que a la consigna central.

La música de Viglietti es como incorruptible, prácticamente imposible de desviar o abaratar. Nos lo impide su austeridad, sus finales abruptos, su carácter implacable. Es una música de alcance masivo que es imposible utilizar para un yingle, como música de fondo o para una parodia murguera de tipo guarango. En su sencillez, en su alusión a clisés diversos, está a pocos pasos de distancia de la ligereza, y sin embargo eleva una barrera imposible de trasponer ante la posibilidad de una escucha ligera.

Exilio y después. En 1969 hubo llamativos actos de censura hacia su música (en especial la interrupción de una trasmisión televisiva de “A desalambrar”). En 1972 lo llevaron preso, sin más motivo que sus canciones, y estuvo detenido algunas semanas. Poco después le pareció prudente exiliarse. Se instaló en Francia y recorrió el mundo participando en campañas contra la dictadura, por los derechos humanos o en apoyo a procesos revolucionarios –el de Nicaragua, por ejemplo–. Su música y sus actividades sólo llegaban a Uruguay en forma clandestina: sus discos fueron retirados de la circulación comercial, no se pasaban en la radio, y quienes tenían ejemplares trataban de tenerlos escondidos o disfrazados porque se temía que pudieran ser calificados como posesión de material subversivo.

Su influencia permaneció y tuvo consecuencias. Se notó incluso antes del exilio, sobre todo en un precoz Numa Moraes, que fue directamente alumno de Viglietti, lo tomó como principal modelo al inicio de su carrera, y se tuvo que exiliar más o menos al mismo tiempo que él. Fue un modelo también para los músicos que emergieron después del golpe de Estado. La influencia estuvo pautada por algunos de los siguientes factores: la afinidad ideológica (anarquistas y pro-lucha armada), la identificación con la noción del artista cien por ciento dedicado a una causa política, el gusto simultáneo por el folclore y por el rock, la asimilación del principio formalista de una canción movilizadora en la que los componentes “formales” fueran inextricables del “contenido” (es decir, una propensión al modernismo político y al experimentalismo), o la mera atracción por una música popular folclorista con un altísimo grado de refinamiento y depuración formal. Sumando todo, es un abanico muy amplio y bastante fértil. Hubo seguidores bastante decididos y directos, como Jorge Lazaroff, Jorge Bonaldi, Luis Trochón o Rubén Olivera –quienes radicalizaron, incorporaron y adaptaron a sus respectivas personalidades e ideas, procedimientos que aprendieron de Viglietti–. Se pueden distinguir rasgos de su influencia en músicos tan distintos como Leo Maslíah y Jaime Roos –ambos profesaron en distintas ocasiones su admiración–. Darnauchans me dijo que su gusto por los modalismos medievales y las armonías renacentistas procedieron en primera instancia de Viglietti, y recién a partir de ello se acercó a las fuentes trovadorescas originales. En un sentido más genérico habrá habido una cantidad de cantores que se vieron estimulados a estudiar guitarra clásica movilizados por el modelo de Viglietti.

Desde que se fue del país su producción compositiva disminuyó mucho en cantidad. La que apareció en discos en vivo durante o enseguida del exilio marca un promedio de unas dos canciones por año. En 1984 pudo volver a la región y fue recibido como un héroe, tanto en Uruguay como en Argentina. En 1992 sacó Esdrújulo, su único disco de estudio con canciones propias después de Canciones chuecas (1971), con 15 composiciones nuevas. Su último disco fue Devenir (2004), grabado en vivo, que traía cuatro composiciones nuevas, y que creo que fueron las últimas que dio a conocer. Su producción a partir del exilio ya no ejerció una influencia notable. Contiene muchos temas preciosos. Incursionó en terrenos nuevos, más subjetivos, y lo hizo con la creatividad y hondura habituales. Siempre me dejó un gusto un poco incómodo la noción de que incursionaba en esos terrenos como pidiendo disculpas, justificando a su público la licencia que se tomaba al abandonar la postura de cantor-cien-por-ciento-político, que tampoco sé si alguien efectivamente se lo cobraba. Y por otro lado, me apenó un poco ver a un cantor tan político no saber bien cómo plantarse frente al mundo concreto en que vivía, y tal vez no lograr expresarse en canciones sobre tantos problemas que hoy tenemos que afrontar.

Muchos jóvenes vienen descubriendo y perpetuando “Negrita Martina” y “Gurisito”, dos canciones sumamente tiernas y que, justamente, no mencionan el programa guerrillero. El propio Daniel nunca dejó de cantar sus canciones “tupamaras”, que, en el nuevo contexto, suscitaban un extrañísimo e interpelante choque semiótico, ya que en la actualidad no vislumbramos la emergencia de un proceso revolucionario por las vías a las que él aludía. ¿Qué se aplaudía, qué movía a los oyentes en esas canciones cuando las cantaba en sus espectáculos anuales en el teatro Solís o en alguno de los muchos actos solidarios en los que nunca dejó de participar con generosidad y entrega? ¿El heroísmo y la valentía de un músico que se atrevió a poner en poesía, sin ambigüedad alguna, lo que muchos pensaban pero pocos se atrevían a expresar en forma explícita? ¿La increíble habilidad, sensibilidad, empatía, conexión, con que plasmó sus canciones-mensajes? ¿El fundamento de amor por los desvalidos, de esperanza en un mundo mejor y de justicia para la mayoría –más allá del acuerdo, o no, con el camino sugerido para alcanzar esos fines–? ¿La nostalgia de tiempos en que los problemas parecían más sencillos y las soluciones más cercanas? ¿El encanto con la expresión viva de dicha época, que aun contemplada con distancia y superación sigue teniendo sus atractivos, aunque sea estéticos? ¿El hecho de que sigue habiendo “caídos”, y que aunque esas canciones se escribieron hace cuarenta años, cuando las oímos hoy nos hablan, por ejemplo, de Santiago Maldonado? ¿La poética misma, extrínseca pero presente, que el devenir histórico impuso al suscitar todas esas contradicciones, y la necesidad de pensar en esas contradicciones para trazar los nuevos senderos de lucha? Y sí, compañeros. Para amanecer.

Chico Buarque

Conocí a Daniel Viglietti personalmente en los años setenta, durante su exilio en París. Yo ya lo admiraba como cantante de voz muy grave, enérgica, además de compositor de algunos de los clásicos de la canción de resistencia latinoamericana. Fuimos buenos amigos, pero en nuestros diversos encuentros él hablaba poco de sí mismo. Andaba siempre con un grabador en el que registraba entrevistas radiofónicas, ya no me acuerdo para qué programa. Más adelante él vino a Brasil y tuve la honra de que tradujera alguna de mis canciones al castellano. Fue a mediados de 1982, y eso lo recuerdo bien porque dividíamos nuestro tiempo entre el estudio de grabación, donde él intentaba corregir mi castellano, y mi casa, donde veíamos la Copa del Mundo de Fútbol. Él vibraba con los partidos de la selección brasileña de aquel año y, todavía más que yo mismo, sufrió con nuestra derrota en la final contra Italia: “sucumbió la belleza”, dijo.

Desde entonces nuestros contactos fueron esporádicos, lo que no hace menos dolorosa para mí la brusca noticia de su muerte.

 

Paco Ibáñez

“Es un día de luto hoy.” La voz de Paco Ibáñez atraviesa la noche catalana para desembarcar, apesadumbrada, en la tarde soleada de Montevideo. Los recuerdos del amigo se agolparon en la memoria durante toda la jornada: aquel primer encuentro en París, “tantos años, tantos siglos atrás, y siempre ha sido una compañía de hermandad”, los cruces por el mundo, sobre el escenario, Viglietti periodista, “me acuerdo que en París lo veía siempre con su grabador, aquí y allá. Debe tener un tesoro de entrevistas, cada día una, saca la cuenta, 365 días ¿por cuántos años? Llevaba una inquietud dentro de él que la transformaba en canciones y entrevistas, y en amistad”.

—Ha sido un tremendo despertar. Un mazazo. No quieres que sea, quieres no creerlo, pero la realidad es así. Un amigo, un hermano que se va, que ha dejado huella, huella sentimental, huella de sabiduría, huella romántica, huella poética. Todo eso ahí se ha quedado parado. Daniel se ha ido, pero su recuerdo permanecerá siempre. Siento una gran pena, un gran dolor porque Viglietti era un hermano mío.

Hace unos meses estuvo en Hospitalet, cerca de Barcelona, cantamos con él y después hicimos una comida en casa. Guardaré siempre ese recuerdo: pasamos una tarde hermosa, con algunos amigos argentinos que también vinieron. Cantamos. Cantamos chacareras, cantó Daniel, y de repente lo veo que se levanta y se pone a bailar una chacarera, nunca lo había visto bailar, y qué bien que lo hacía. Todo eso se mezcla con recuerdos de conciertos que hemos dado juntos. ¿Qué quieres que te diga? Hay un vacío, en este mundo donde impera el ruido y la música basura se ha apagado una luz. Pero su obra permanecerá siempre iluminando nuestros espíritus y nuestros corazones.

Daniel tenía esa conciencia, la que tenemos los que cantamos y ofrecemos algo muy fuerte, sentimientos que uno capta, que se meten dentro de tu cuerpo y de tu alma y que te acompañan toda la vida, y por eso se dedicaba a cantar y a hacer canciones y a alegrar un poco este mundo de lágrimas.

[En el velatorio] Mujica lo ha dicho muy bien, el ruido se ha apoderado del mundo. Y el ruido es asesino. Estamos en el imperio del ruido. Perdona que no te pueda decir cosas bonitas.

Pensemos en su música entonces

Música que te llega al alma y al corazón. Y una vez que ha llegado ahí se queda y te acompaña toda la vida. El papel de la canción es ese, una vez que se te mete no te dejará nunca. Con Daniel, ahí donde hemos estado, siempre hemos estado haciendo chistes, siempre hablando de lo que pasa en el mundo. Cada vez que nos hemos visto ha sido un día de sol.

MC

 

Gastón Ciarlo “Dino”

El recuerdo luminoso que tengo de Daniel comenzó por los años sesenta cuando yo trabajaba de discotecario y operador de la radio Ariel, que pertenecía a don Luis Batlle Berres, cuando la radio estaba instalada en la calle Olimar. Había un programa, Sendas abiertas, que dirigía alguien llamado Nelson o Néstor Giménez, no recuerdo bien. Allí se hacían audiciones y apareció Daniel a raíz de su primer disco: tan elegante, tan bien vestido. Y de repente se larga a tocar “A desalambrar”. Imagínense lo que fue aquello. Los viejos del Partido Colorado se arrancaban las canas. Fue bárbaro. La barra de trabajadores estábamos encantados.

Después pasó lo que pasó. Estuvo preso y la indignación popular hizo que tuvieran que mostrarlo para que la gente viera que no lo habían torturado y que sus manos estaban en perfecto estado. Todos temblábamos por miedo a que le hicieran algo.

Antes de que se exiliara fuimos a un aniversario de CX 44, y yo estaba tocando con Montevideo Blues y me dijo: “Si yo hubiera sabido que ustedes existían, hubiera grabado mi disco Trópicoscon ustedes”. Para mí fue como si me hubieran dado un premio.

Luego nos fuimos cruzando en diversas ocasiones, tanto en Montevideo como en Dolores, y su dimensión solidaria era encantadora y deslumbrante. Él estaba feliz entre la gente. Acudía a todos lados y apoyaba las causas sociales y los movimientos populares de Latinoamérica y el mundo. Por este motivo hoy es llorado por una gran cantidad de gente a lo largo y ancho del globo.

Tenía esa clase de cosas que lo hacían diferente y tan buena persona. Él supo que nuestra casa había sido muy afectada por el tornado y que habíamos perdido, entre muchas cosas, una colección de discos. Él vino con cinco discos de su colección privada y me los regaló. Ese tipo de detalles hacen que –pese a excepciones verdaderamente lamentables que han surgido– la inmensa mayoría de la gente lo reconozca, lo quiera y ya lo extrañe.

Solamente las personas grandes tienen esa sencillez extrema.

Daniel fue una especie de faro: tenía ese poder de concisión y podía poner en una canción que tuviera tres tonos ese toque magistral que tenía desde que empezó a estudiar guitarra clásica. Eso lo hacen únicamente las personas que saben y que tienen una base musical muy profunda. Él, con la cultura musical que tenía y sin hacer aspavientos, tocaba para todo el mundo, llegaba a la persona más sencilla como a la más sofisticada, y eso no lo hace el que quiere, sino el que puede.

Cuando me enteré de su muerte recordé inmediatamente unos versos de Omar Khayyam que dicen: “esta noche la luna te buscará en vano”, y ahí me di cuenta de que estábamos acostumbrados, que era algo tan natural saber que Daniel estaba ahí, que saber que ahora ya no está más nos llena a todos de congoja.

 

Braulio López

El corazón del flaco se quedará en el alma de la gente para siempre. Con él fuimos compañeros de camino casi desde el principio: cuando comenzó a cantar nosotros también empezábamos. Tuvimos muchas cosas en común: hicimos espectáculos en conjunto, como Cantando a propósito, en el Teatro Circular; compartimos exilio, diáspora, lucha… La canción que nosotros empujábamos era también empujada por él, la idea filosófica y política.

Con el flaco yo personalmente siempre tuve mucha afinidad a nivel personal, y cuando me fui al exilio, una de las primeras personas con las que me encontré y nos dimos un abrazo fue con Daniel, que ya estaba exiliado en Francia. Y nos hemos encontrado en muchas partes del mundo, desde Oslo hasta Cuba. Su coherencia, su constancia, la responsabilidad de trabajar sobre una misma cosa –porque él estaba convencido, de la misma manera que nosotros estábamos convencidos–, es decir, que no había otra cosa que empujar la esperanza de la gente de pata en el suelo, la gente más de abajo, fue notable, y en él tuvimos un compañerazo, alguien que nunca se desvió del camino, nunca se apartó de esa idea y la mantuvo con todo coraje y determinación.

Indudablemente perdemos un brazo fundamental de nuestra cultura, pero también del trabajo social, porque Daniel era fundamentalmente eso, un trabajador y un artista enmarcado en un proyecto de reivindicación de derechos que han sido pisoteados a través de la historia. ¿Cómo no luchar, cómo no levantar una bandera por la gente caída y explotada? A veces, conversando con él, sentíamos que eso había sido traicionado.

Se nos fue un brazo fundamental en el quehacer actual por todo eso, pero la lucha hay que seguirla. Porque, como diría León Felipe, sabemos que “no hay cielos ni estrellas prometidas, pero seguimos contigo trabajando”.

 

Circe Maia

Cuando se me pidió que escribiera algo sobre Daniel Viglietti creí que iba a ser imposible. Sobre su personalidad, sobre su obra, sobre su vida, ¿qué iba a escribir yo, que no estuviera ya muchas veces dicho?

Escribí, sin embargo, y taché muchas veces lo escrito, pensando que iba a dejar sólo dos adjetivos y su nombre. Así: “Querido, admirado Daniel…” Y nada más.

Ahora –ya es de mañana– vuelvo a llamar a mi memoria en mi ayuda.

Recuerdo entonces la sorpresa que tuve la primera vez que escuché “Otra voz canta” y sentir que mi poema había adquirido otra dimensión, otra intensidad, al entrar en el mundo de Viglietti, el mundo de su cálida voz, de su música.

El otro recuerdo, muy vívido, es estar junto a él, en el improvisado escenario de la Facultad de Ingeniería, hace ya muchos años.

Habíamos sido invitados por su decana, la ingeniera Simon, para hacer un acto en conjunto, de lectura de poemas y canciones.

Una hora antes, Daniel llegó apurado, leyó algunos poemas, y logró encontrar canciones suyas que de algún modo respondían a ellos.

Todavía me queda el sonido de su voz, cantando sus canciones y haciendo, a todo ese público juvenil, vibrar con ellas.

Querido, admirado Daniel…

Nada más.

 

Tita Parra

Daniel Viglietti fue un hombre nuevo, del que hablaba el Che, y fue, a la vez, una rara y original flor de las artes populares latinoamericanas, excéntricamente libre, extremadamente sensible, capaz de crear lazos indispensables para la felicidad y la amistad humana, con su diversidad y complejidad natural, única y propia, comunicante, hablante, pensante, cantante, viajante.

Sus capacidades sobresalen de los cánones, especialmente sobresale el amor con que se relacionó trabajando, trabajó relacionándose, vivió trabajando, jugueteando poéticamente, vitalmente alerta y preciso en valorar, dimensionar, considerar, tomar en cuenta y percibir los culebreos retorcidos de las emociones, las suyas y las de los demás. Capaz de percibir con otros sentidos las cosas nuestras.

Su quehacer incansable lo hizo siempre desde la magia, la poesía, la profundidad de los instantes.

Felizmente y para nuestro regocijo, dicha y mayor alegría, el mundo puede saborear su obra bellísima, y el resultado de su vida generosa y comprometida.

Escuchar una canción, una de sus letras, un disco, escucharlo hablar, cantar, interpretar, tocando su instrumento que es la guitarra, es para uno la mayor de las bondades que se pueden recibir como regalo, ofrenda, amor.

Su obra es incalificable, es un resumen de la vida en este mundo, vida de injusticias y golpes, persecuciones y torturas, expresada con la belleza de su ser, con estética refinadísima y culta, de mucho estudio y rigor, de muchas artes conjugadas delicadamente.

Daniel Viglietti vivió para la vida, amándola con tanta pasión, amando tanto a los seres humanos, a los pobres, a los negros, a los indios, elevándolos con su amor cantado desde el corazón, levantándolos del suelo para llevarlos al sol de la conciencia. Eso sucede cuando uno lo escucha cantar; sabe trasmitir genialmente las atmósferas, las realidades, las profundidades de la vida popular.

Su compromiso político es vital, es uno solo, es un todo.

Mi deseo y anhelo es que se redescubra a Daniel y se difunda extensa y profundamente su obra, se estudie a fondo y se muestre su riqueza emocional, vital y poética, pues Daniel Viglietti es un artista que, aunque sobrevivió a la destrucción que sufrió toda América Latina, exilios, dictaduras y represiones que hoy día son las dictaduras de la mediocridad, la indiferencia, el olvido, el menosprecio de la identidad y la dignidad nuestra, es una de las luces que no sólo merecen situarse en el centro del árbol de los brillantes, sino llegar a todas las ventanas.

Estoy segura de que su vida y su arte han marcado a varias generaciones, tal como lo hicieron conmigo, y lo siguen haciendo. Comunicador y motivador, creador de encuentros, memoriador despierto a su entorno, Daniel Viglietti es un héroe de las luchas por la vida y el hombre nuevo. Un revolucionario honesto, verdadero, que unió sus luchas a un arte creador de excelencia, compartiéndolas generosamente sin excepción. Un ser alegre y accesible, divertido y carismático, cercano, muy cálido y cariñoso. Un poeta de nuestras luchas imposibles, vidas y muertes.

Lo lloro con mucha tristeza en estos días, en que él iba a esperarme en Montevideo para hacer conmigo una presentación de mi trabajo en Uruguay, en un homenaje a Violeta Parra en la sala Zitarrosa. Acababa de estar en Chile y en Bolivia, vino a invitar, a despedirse, a cantar, a escuchar, a abrazar, a entrevistar, a dar fuerzas y ánimos, a celebrar, a reírse y a contagiarles su amor a la vida y a la música a los Parra, con su incondicional fervor y pasión.

Este sábado 4 de noviembre en la sala Zitarrosa intentaremos hacer un homenaje a Daniel con la ayuda del público y con artistas invitados, como Daniel Drexler. Viajaré desde Chile con Greco Acuña, percusionista, y nos acompañará también Nicolás Almada, de Uruguay. La entrada, como no podía ser de otra manera, es libre.

 

Isabel Parra

Nuestro Daniel venía de Bolivia. De allí se apareció por el Museo Violeta Parra en Santiago. Nos habíamos programado para cantar con él en Montevideo, pero finalmente acordamos que Daniel presentaría a Tita en la sala Zitarrosa por estos días​.

Nuestros diálogos eran breves pero contundentes, tratando de abarcar el tiempo que no nos veíamos. Nos habíamos visto la última vez en Caracas, hace mucho tiempo. Nos juntamos allí con Roberto Trenca, el músico napolitano que trabaja conmigo, y Vicente Feliú. Esa noche no sé si nos pusimos al día o si más bien recordamos lo bueno y lo malo de nuestras vidas con el canto, que no nos abandona y al que nosotros no abandonamos.

Daniel era la delicadeza misma en su trato, y siempre sentí su cariño y su delicadeza hacia nosotros.

En este último encuentro aquí en Santiago, Daniel me pidió que lo acompañara en su presentación en un teatro de esta ciudad, la última que hizo en Chile. Lourdes estaba preocupada porque este recital no había tenido promoción. Le pedí a Daniel que me presentara al comienzo porque tenía que volver temprano a mi casa. Estaba agradecido y emocionado de que me presentara a acompañarlo. Le propuse que cantáramos la “Mazúrquica modérnica”, y que yo lo hacía siempre a capela, con un coro con el público. Le pareció divertido y me dijo “te doy el tono…”. Me presentó de una manera entrañable y profunda, cantamos una estrofa él y la otra yo. Estaba alegre y entusiasmado. Él tenía el texto completo en su cuaderno. Salí al escenario, nos abrazamos, le enseñó al público lo que tenían que cantar… tremendo coro… teatro lleno… terminó el canto… aplausos prolongados… Daniel se levanta y se despide de mí con un abrazo que se me queda en el alma… Me volví a mi casa con mi hija Milena. El último abrazo.

 

Eduardo Carrasco (Quilapayún)

Estoy absolutamente consternado por la muerte de Viglietti. Y de algún modo no puedo separarla de la desaparición de Ángel Parra, ocurrida hace algunos meses. Es otro signo de que nuestra generación se está yendo.

A Daniel lo conocí en Chile, ya que vino una y otra vez: siempre estuvo presente aquí siguiendo nuestro proceso político y cultural. Lo considero uno de los nuestros, un integrante más de la “nueva canción chilena”. Tan cerca de nosotros estuvo que muchos artistas chilenos cantamos sus canciones. Ángel e Isabel Parra, por ejemplo, cantaron “A desalambrar”, Víctor Jara también fue frecuente intérprete de Daniel durante los años sesenta. Quilapayún cantó, por ejemplo, “Gurisito”, “Milonga de andar lejos”…, canciones que eran recibidas por los chilenos como si fueran propias. No puedo dejar de mencionar que Daniel estuvo hace muy poco cantando acá en Chile, hace apenas algunas semanas. Nunca imaginamos que esa sería una despedida.

Con Daniel se va una parte grande de nuestra generación y del canto latinoamericano hijo de un tiempo muy especial.

Daniel Viglietti (1939-2017) Guitarra, voz, poesía

El sorpresivo fallecimiento de Daniel Viglietti enlutó a la comunidad musical y a la sociedad uruguaya toda. Se fue un referente de la canción popular, que legó una obra musical a la vez comprometida en lo ideológico y político de gran refinamiento en sus planteos estéticos y formales.

Por R.T.

 Uno: Parece un hecho, una potente evidencia, la conexión entre la música de Daniel Viglietti, su personalidad y el concepto de canción popular comprometida y con fuertes anclajes en la trama de raíces culturales locales. Un caso singular y no tan frecuente al que se le reconocen, por parte de sus colegas y seguidores, las cualidades de ícono y referente.

Su sorpresivo fallecimiento, que truncó varios proyectos musicales en vías de concreción, generó en la sociedad local y también a nivel internacional un profundo sentimiento de pérdida irreparable, que tuvo la expresión más emotiva en la consternación de la multitud que asistió al velatorio realizado en el Teatro Solís el martes pasado.

“Esto es honrar la memoria, honrar la cultura. Se nos fue Bocha Benavides, Coriún Aharonián y ahora Daniel, figuras que son parte de nuestra identidad, hombres que han dejado relatos clave para la construcción de nuestro imaginario, relatos que han hecho posible esta realidad cultural”, dijo, con emoción contenida, Daniela Bouret, directora del Teatro Solís.

“Será un compañero para siempre. Por lo que nos dio con su arte, con sus palabras, su rectitud, perseverancia, sacrificio, Daniel es un compañero que no tiene repuesto. Su conjunción de ética y arte es única. Pero nos deja su obra. Los que la conocimos desde el comienzo casi, hace unos 50 años atrás, sabemos el valor que tiene”. Así lo recordó Braulio López, integrante del histórico dúo Los Olimareños.

“Realmente esto es sorpresivo. El sábado pasado estuvimos charlando, estaba muy bien, con muchos proyectos, venía de hacer una gira por Chile y por Bolivia, y pensaba dar un concierto en diciembre. Daniel fue nuestro. Un maestro estudioso, comprometido. Un artista que unió las músicas antiguas, las músicas trovadorescas con las músicas contemporáneas. Creo que fue el único que lo hizo de esa manera tan bella, cantando, además, textos de un nivel muy alto. Y fue un maestro también por la forma en que vivió, por su solidaridad, por su seriedad y compromiso”, dijo Héctor Numa Moraes.

“Este hombre, esta guitarra y este decir, durante cuarenta y pico de años estuvo sembrando semillitas de utopía, de la visión y el sueño de un hombre un poco mejor, de una humanidad un poco mejor. Con belleza transmitía un mensaje de las cosas permanentes, de las cosas importantes”, dijo el senador José Pepe Mujica en sus breves declaraciones a la prensa.

Dos: ¿Qué variables convergen en la construcción de una obra como la de Viglietti, que devino nudo significante tan potente? ¿Qué operaciones, qué contextos incidieron en la intensa correlación entre su música y las varias generaciones que la convirtieron en elemento clave y articulador de sus imaginarios, de sus identidades?

Las (posibles) respuestas no son sencillas. Pero a modo de ensayo provisorio, o precario, se pueden reconocer al menos dos elementos fundamentales para entender este fenómeno. Por un lado, uno de orden musical. Esto es, las marcas que definen un estilo interpretativo y compositivo, sus dinámicas tensiones con otros lenguajes. Por otro, las formas de circulación de su obra, los topoi de recepción, lo que está íntimamente conectado a los contextos históricos y a discursos extramusicales, a los flujos dinámicos entre los mundos privados y públicos que se configuran en tales contextos. 

Tres: En el orden de lo musical, Viglietti definió desde sus primeras composiciones y ediciones discográficas, a comienzos de los años sesenta, un camino de original amalgama de lenguajes cultos, populares y tradicionales, cuyos signos se aprecian en sus cualidades interpretativas, sea en el canto, sea en la técnica guitarrística, y en las compositivas.

Una opción creativa que recogió las trazas dejadas por sus padres, Cédar Viglietti y la notable pianista Lyda Indart; por sus procesos formativos, especialmente con sus maestros Atilio Rapat y Abel Carlevaro, que fueron decisivos para conjugar musicalidad y técnica en lo guitarrístico; por sus lazos con otros creadores entonces emergentes y a la postre claves en la gestación de una canción popular de raíz local; por su estrecha vinculación con experiencias y creadores del campo culto –y aquí cabe citar como ejemplo su estrecha amistad con Coriún Aharonián, con Miguel Marozzi, con Carlos Da Silveira, entre tantísimos otros–, y con reconocidos exponentes de un movimiento de nueva canción popular que atravesó el continente y se convirtió en emblema de un proyecto identitario sostenido por un claro y comprometido proyecto político.

Viglietti podría haber sido un notable concertista, tal como lo decía Carlevaro. Pero eligió proyectar su bagaje técnico y su musicalidad al campo de la canción. Y allí logró esa amalgama de cualidades únicas. Allí, en la búsqueda de esa efectiva tensión entre texto y música, encontró un camino para nuevos tratamientos de los recursos de la guitarra culta, que se materializaron en inteligentes juegos de contraste dinámico (con efectivas soluciones para los comportamientos de la mano derecha y la mano izquierda), en el fino tratamiento de lo rítmico y métrico, en la creación de texturas con líneas simultáneas o solapadas que configuraban ricos contrapuntos con las líneas vocales, en las conducciones armónicas (sean de cuño modal o tonal) íntimamente correlacionadas con los gestos expresivos y la búsqueda poética. Y allí, en ese territorio nutrido por diversas tradiciones, definió un personaje vocal de personalidad rotunda, con afinación impecable, naturalidad en el fraseo y en la dicción, lo que capitalizaba con los eficaces usos de su registro medio y grave (rasgos que también le valieron la distinción en el ejercicio de la locución profesional desde muy joven).

Pero tales rasgos, tales cualidades, no pueden analizarse de manera independiente al trabajo compositivo. Tanto en lo musical como en lo letrístico, Viglietti abrevó en fuentes musicales tradicionales y populares, pero no como ejercicio de estilización. Dándole una saludable vuelta de tuerca a las afectaciones nacionalistas, sus creaciones se diferenciaron por las soluciones formales económicas, claras y directas en la proyección expresiva, por la utilización de esquemas y gestos de tradición asentada como elementos generadores y no como mera cita o referencia o forzado encorsetamiento a los clisés del academicismo (ejemplo de ese absurdo concepto de “elevación de lo popular a lo culto”, sostenido por no pocos músicos que antes y ahora siguen sin entender cómo funcionan las músicas populares).

 Cuatro: Este lenguaje y esta obra, con sus definiciones estéticas y su notable factura formal, se insertaron en un tiempo y en ciertas condiciones socioculturales signadas por la definición de nuevos proyectos identitarios, nutridos por definiciones políticas de izquierda que sostuvieron una militante oposición a la dominación cultural, a las graves asimetrías sociales y económicas, al terror y a la impunidad, que asoló (y sigue asolando) al continente.

Su compromiso con ese proyecto le valió la persecución, la censura, la cárcel, el exilio. Pero también le valió la solidaridad, la inserción en los imaginarios públicos y privados. Lo convirtió en emblema de la llamada canción comprometida, y en figura articuladora de narrativas de identidad. Así, ‘A desalambrar’, ‘Gurisito’, ‘Milonga de andar lejos’, ‘El chueco Maciel’ y tantas otras canciones se insertaron en el cancionero popular y en los mapas musicales de varias generaciones. Prueba de ello fue la multitud que lo recibió en su regreso al país, en 1984, y que asistió a aquel emotivo concierto en el estadio Franzini, y la multitud que el martes pasado lo despidió en el Solís; la ingente cantidad de público que siguió el espectáculo A dos voces, en el que compartió escenario con Mario Benedetti; la recuperación de su importante discografía; los reconocimientos oficiales.

Legado

Además de cantor, de fino guitarrista y compositor, Daniel Viglietti fue un estudioso, un recopilador de registros sonoros, de documentos musicales, un entrevistador. Con ese trabajo que llevó adelante por muchos años construyó un acervo documental valioso, que le sirvió de cantera de recursos para sus proyectos en radio y televisión (Tímpano y Párpados), y que, al igual que el archivo de Coriún Aharonián, podría servir para nuevas investigaciones en el vasto terreno de la cultura popular. El tema complicado, vaya novedad, pasa por esa tozuda torpeza política, por la ignorancia dominante, que sigue trancando el justo tratamiento de acervos tan valiosos.

 

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Aguacero

Por Alberto Kornblihtt *

6/11/2017

 

 

Murió Viglietti. Murió Mercedes Sosa. Murieron Galeano y Fidel, y hace tiempo había muerto el Che. Murieron 30.000. Murió Santiago Maldonado.

Víctor Jara, Violeta Parra, Salvador Allende y Neruda están muertos en Chile. Murieron Hugo Chávez y Kirchner. Las madres y abuelas se irán muriendo de viejas.

Serrat y Les Luthiers se reciclaron. Muchos, quizás la mayoría, se reciclaron. Yo no me reciclo, tú no te reciclas, él, ella y ellos se reciclan.

Vivimos tiempos de negación; tiempos de empresarios y de cínicos, de emprendedores exitosos. Tiempos de democracia dolorosa.

No son tiempos de generales como los de antes, villanos fácilmente identificables. Vienen a escarmentarnos, a quitarnos la épica. No sólo la contemporánea sino también la más lejana, la de los héroes escolares que habrían tenido culpa de ser revolucionarios. Tiempos de desgrasar de militancia, de campañas del desierto educativas. Tiempos de delación y de afirmaciones incomprobables emitidas con igual fuerza que las comprobadas. De invocaciones impúdicas a cadáveres congelados, de desfiles descarados de carapintadas. Tiempos de banalidad televisiva, de discursos presidenciales epidérmicos que degradan la política. De detenciones ilegales, de linchamientos mediáticos, de simulación de disturbios para justificar represiones. Tiempos en que muchos nos miran como a bichos raros que añoramos un pasado que no debe volver o que procuramos un futuro que, por rescatar ese pasado, no puede tener lugar. Tiempos de gatopardismo explícito, en que conservadores se reúnen en un partido con nombre de cambio, para no cambiar nada que no sea retroceder. Tiempos que buscan monocordia.

El voto popular ha elegido una Argentina atendida por su dueños, un país-empresa donde los patrones prometen gobernarnos en equipo, con piedad y condescendencia festiva, siempre que aumenten sus enormes privilegios. Y quien no acepte la conciliación de clases es culpable de ahondar una grieta que daña el entusiasmo y el optimismo necesarios para adormecer conciencias.

En estos tiempos sucios, no nos queda otra cosa que hacer lo que nos  enseñó la historia y nos cantó el uruguayo Daniel: ayúdeme compañero; ayúdeme, no demore, que una gota con ser poco con otra se hace aguacero.

* Ifibyne-UBA-Conicet. Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Universidad de Buenos Aires.

 

Tristeza não tem fim: Viglietti quiso hacer el mapa de todos

Por Víctor Carrato.

Estuvo siempre donde lo llamaron y también donde no, pero él consideró que debía estar. La solidaridad era un concepto que manejaba sin verbalismo. Fue un viajero eterno, el estuche de su guitarra lo delataba. Muchas veces para no cobrar nada y dormir en la casa de algunos compañeros.

La gente cree que los cantores populares deben actuar gratis en cualquier lado y siempre. Daniel Alberto Viglietti Indart. Un perfeccionista con la guitarra, no podía ser menos. Su madre, la pianista Lyda Indart, nacida en Fray Bentos, Río Negro, hizo una carrera muy importante, que pocos destacaron, hasta que Daniel la convenció de venir a Montevideo. Dirigida por Erich Kleiber, se formó con Guillermo Kolischer, pero estudió con Walter Gieseking. Después se fue a Francia junto con su hijo donde también tocó y brilló.

Su padre, Cédar Viglietti, el mismo nombre de su hermanastro, fue guitarrista y le traía discos, siempre esos discos frágiles de 78 revoluciones con la voz de Gardel, de Magaldi, Los Trovadores de Cuyo, cosas que lo fueron vinculando con la música popular del Cono Sur y en particular del Río de La Plata. Hasta que llega Tormo, que vino de San Juan, en la Argentina, cerca de Mendoza. Tormo lo fascinó y sin que Daniel se diera cuenta, imitando sus discos le hizo descubrir lo que era cantar, siendo un niño de 9, 10 años. Fue él que difundió “Mis Harapos”, una canción de corte anarquista muy importante. Y luego está Atahualpa Yupanqui, “que le gustaba tanto a mi madre como a mi padre”. Atahualpa ha sido un maestro de esos que no dan clase directa pero de los que uno aprende mucho, contaba Daniel. En París lo reverenció y tuvo tanta amistad con Atahualpa como la Piaf, que llevó a Yupanqui a Europa.

Daniel Alberto Viglietti Indart nació en Montevideo, el 24 de julio de 1939, y nos dejó el 30 de octubre de 2017. Su barrio de origen fue Sayago, pero después también vivió en el Buceo, en la calle Lallemand. Después fue embajador uruguayo no designado, recorriendo el mundo.

Estudió guitarra con los maestros Atilio Rapat y Abel Carlevaro, con los cuales no se le podía errar a la cuerda. Así forjó una sólida formación como concertista para luego dedicarse, en los años 1960, principalmente a la música popular. Probablemente su guitarra era el instrumento que más necesitó en su vida y ella lo acompañó hata su partida en el foyer del Teatro Solís.

La cultura era el centro de su atención. Sobre ello escribió en Marcha desde joven, bajo la batuta del maestro don Carlos Quijano. Registró, con su grabador viajante, cientos de entrevistas a camaradas de la cultura, cuyos extractos utilizaba en sus programa de tv o radiales Párpado o Tímpano, tanto en Radio Nacional de España o en El Espectador. Daniel viajaba, y como decía su íntimo amigo Mario Benedetti, “¿qué sucede cuando un indio se encuentra con otro indio? Se cuentan historias de indios.” Los indios que encontraba Daniel eran de todos lados y muy heterogéneos. De todos guardó un poqutio. Durante años construyó un extenso archivo musical al que denominó “Memoria Sonora de América Latina”, que incluye, además, entrevistas a músicos y escritores realizadas en un lapso de 40 años de trabajo. En paralelo con su amigo Eduardo Galeano, Viglietti hizo las cuerdas abiertas de América Latina, con una intensa tarea de investigación, preservación y difusión de la música latinoamericana.

Su obra musical se caracteriza por una particular mezcla entre elementos de música clásica y del folclore uruguayo y latinoamericano. Su primer disco era una mezcla de ello, Canciones folklóricas y 6 impresiones para canto y guitarra, grabado en 1963.

Desde Hombres de nuestra tierra, su segundo disco a dos voces con Juan Capagorry, su primer representante, inicia un trabajo compartido con escritores, musicalizando luego poemas de Líber Falco, César Vallejo, Circe Maia, los españoles Rafael Alberti y Federico García Lorca, el cubano Nicolás Guillén entre otros.

Desde su otro disco, junto a Alberto Candeau, La patria vieja, recorrió los años artiguistas hasta llegar a las Canciones para el hombre nuevo, en 1968, con claro sello guevarista, recorrió con Canciones para mi América el continente. En el año 1970, llegó a Canto libre, luego a las Canciones chuecas en 1971, a Trópicos, llena de Caribe en 1973, hasta Trabajo de hormiga en 1984, tras una larga pausa compositora.

Esa pausa que suele aparecer en cantores exiliados, no fue óbice para seguir andando y cantando, muchas veces a dos voces, con genios como Mario Benedetti, Paco Ibáñez o los innovadores de La nueva trova cubana, Noel Nicola, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés.

El año 1971, lo sorprende, como a tantos, en la explanada de la Intendencia de Montevideo, en el primer acto del Frente Amplio, el 26 de marzo, cuando su esposa, la mezzosoprano y profesora de canto, Nelly Pacheco, cantó el Himno Nacional, como única voz. Más tarde conocerá a la francesa Annie Morvan, una excelente experta en literatura latinoamericana. Tenían dos apartamentos en el barrio de Ivry, en las afueras de París. Un apartamento donde vivían, y el otro el estudio de Daniel.

Allí llegaban llamadas de todas partes del mundo y desde Uruguay, cassettes con la música uruguaya naciente y enfrentada a la dictadura. El sello Ayuí/Tacuabé, con Mauricio Uba, Ruben Olivera y Coriún Aharonián, seguía funcionando como hasta hoy.

Viglietti fue detenido durante la represión en Uruguay en 1972, por lo que intelectuales y personalidades internacionales como Jean Paul Sartre, Francois Miterrand, Julio Cortázar y Oscar Niemeyer realizaron campañas por su liberación. También hubo uan gran manifestación estudianteil alrededor de Jefatura pidiendo su liberación, en momentos en que se rumoreaba que le habían cortado las mano. Su liberación estuvo ligada a una muestra televisiva en la que lo obligaron a mostrar sus manos ante las cámaras.

Annie Movan es la madre de Trilce, su única hija, llamada así por la admiración de ambos hacia el poeta peruano César Vallejo. “el más grande poeta católico desde Dante, y por católico entiendo universal” y según Martin Seymour-Smith, “el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas”. Vallejo otro exiliado en París.

A la hija de Daniel y Annie, la llegó a cuidar Cecilia Micheini, otra exiliada en París.

Más tarde apareció, la mexicana Lourdes Villafaña quién acompañó a Daniel en la vuelta de su exilio y vivió con él hasta su muerte, en el Parque Posadas.

“Hay que seguir recordándolo vivo, fuerte, apasionado, con sus canciones, con su compromiso, un compromiso que siempre mantuvo durante toda su vida y hasta el final, con su gusto por el canto, por la belleza, por la naturaleza y los derechos humanos”, dijo Villafaña a la prensa durante el velatorio.

 

Homenaje a Viglietti

Participan Numa Moraes, Peter Fitterman y Nelson Caula

4 de noviembre de 2017

Homenaje a Daniel Viglietti, sus comienzos en la música y su etapa de locutor de CX6 Sodre.

Escuchar el programa

05 de noviembre de 2017

Despedidas

Daniel Viglietti

La utopía del hombre nuevo

Es insoslayable que su nombre fue y será por mucho tiempo sinónimo de música popular, nueva canción uruguaya y canción de protesta en América latina. A raíz de su militancia, su compromiso y su visión política que le costaría un largo exilio fuera de su país, Daniel Viglietti también adquiere una trascendencia notable más allá de lo estrictamente musical. De formación clásica rigurosa, tuvo oídos y ojos especialmente atentos a la poesía tan refinada como popular de Vallejo a Lorca e Idea Vilariño. Su figura estará a la altura de artistas como Yupanqui, Alfredo Zitarrosa o Violeta Parra. Radar despide a Viglietti, quien murió el 30 de octubre a los 78 años en Montevideo.

Por Mariano Del Mazo

El lunes 30 murió Daniel Viglietti, a los 78 años. Un mes atrás había muerto el musicólogo y pedagogo uruguayo Coriún Aharonián, a los 77. Un triste y melancólico cuadro se completa con las dos partidas. Es la pintura del fin de una época: quedaron borrados de la faz de la tierra los perfiles de una matriz de artista en extinción. Esa matriz está constituida de militancia, honestidad, terquedad, tradición, vanguardia y trabajo. 

Viglietti había fundado con Aharonián –y Braulio López y Pepe Guerra– el sello Ayuí, una usina discográfica de buena parte de la mejor música uruguaya y, en su momento, una estrategia para socavar el silencio blindado de la dictadura. Fue uno de sus tantos aportes culturales debajo de un escenario. La acción para él estaba enmarcada en lo ideológico. Es lo que le daba sentido: la canción fue un instrumento de la ideología. Se repartía en tareas: difundía buena música en sobrios ciclos radiales –al igual que Zitarrosa, era locutor– y cada vez que pudo ocupó espacios televisivos para entrevistar a Serrat, a El Sabalero, a Silvio Rodríguez, o para contar historias de Antonio Tormo o Felisberto Hernández. También solía escribir columnas en revistas paradigmáticas, como Marcha y Brecha. Actuó, modificó y tuvo un tremendo peso específico conceptual en un mundo que hace varios años dejó de existir.

Su obra exhibe múltiples aristas, y todas conducen hacia un sitio idílico donde confluyen la verdad –una verdad que fue convicción política– y la belleza. “La canción es una forma de escritura”, me dijo en 1993. “No hay pluma, pero con la guitarra se escribe en el aire. El resultado es un producto frágil pero penetrante. El mensaje llega en tres o cuatro minutos cuando un libro demora al menos tres o cuatro horas, o días. Me parece importante hacer canciones. Pero no me alcanza”.

Hijo único de una pianista y de un guitarrista, sus tempranos estudios de música clásica con Atilio Rapat y Abel Carlevaro le otorgaron una formidable cobertura técnica. Desde esa solidez indagó los folklores latinoamericanos, en un instante coyuntural en que empezó a fraguar eso que se llamó, vagamente, “la nueva canción”. Emergente de la gloriosa clase media uruguaya de mediados del siglo XX, abrazó cada uno de los movimientos de liberación del continente, sufrió cárcel y exilio (como lo cuenta en nota aparte Milton Fornaro), pero nunca olvidó el foco de la experimentación, ni de ejercitar cierto vanguardismo. En ese sentido, queda emparentado a sus adorados Violeta Parra y Chico Buarque; en su costado más austero y tradicionalista, el link es con Yupanqui. Esos fueron sus mejores espejos. Viglietti resolvió la encrucijada del panfleto a través de una narrativa nunca torpe, siempre inteligente, con juegos de palabras, climas oníricos y rudimentos tomados de la  poesía, de Vallejo a Lorca y de Idea Vilariño a Roque Dalton. 

Aunque resulta injusto limitarlo al cancionero que se volvió bandera, tampoco es un aspecto para soslayar: él mismo defendió sus piezas más inflamadas con obstinación, sobre todo en años en que los vientos soplaban a contramano. Tomaba ese artefacto comunicacional “breve pero penetrante” como fuente de consignas. El pulso militante, guevarista, está presente en temas como “Canción de Pablo”, “Sólo digo compañeros”, “Lamarca”, “Declaración de amor a Nicaragua”, “Canción del hombre nuevo”, “Canción del guerrillero heroico”,  “Che, por si Ernesto”, y tantos más. Pero figuran al lado de otros que se elevan de la media de la canción política, para incursionar en territorios de una audacia formal encomiable. 

Cualquiera de sus composiciones “esdrújulas” –en las que Viglietti tomó y profundizó la estructura de la “Mazúrquica modérnica” de Violeta Parra– son de una sutil destreza lingüistica. También escribió canciones signadas por ensoñaciones, que operan como alegorías o metáforas. Tomemos por caso “Idilío”, que relata el amor de una pareja de cantautores. Parte de un sueño, como resto diurno en el que se mezclan Benedetti y Maslíah: “Anoche yo soñé con dos que ya se conocían/ y en la ocasión se reencontraron y se simpatían./ Mariana y Leo, los dos cantantes tan sincopados/tenían arritmia en sus corazones muy enamorados./ Soñé que Leo se quedó un momento sin composiciones– mirá –/ y que Mariana andaba fascinada y muda de canciones – fijate –/ Hicieron dúo de luna y búho, silencio hubo;/ sólo chistidos iban por el aire que hizo lo que pudo”.

Luminoso y alerta, luna y búho. El amor va y viene de la militancia y alcanzan niveles insondables, de tremenda eficacia y belleza, en temas como “Anaclara”. Ya las primeras frases son una obra maestra de la canción popular, casi un haiku anarquista: “Con un grafo/ ella escribe en las paredes: ‘Resistir’/ Bufanda rojinegra por la espalda,/ minifalda,/ Anaclara”.

En 2002 Página 12 exhumó tres discos clave. Como compra opcional al diario, puso en circulación Canciones para el hombre nuevo (1968), Canto libre (1969) y Canciones chuecas (1971). El primero traía, además de “A desalambrar”, una serie de poemas musicalizados extraordinarios: “Soldado, aprende a tirar” y “Me matan si no trabajo”, ambos textos de Nicolás Guillén y, sobre todo, versos de Federico García Lorca, Rafael Alberti y César Vallejo. Canto libre reafirma su amor por Violeta con “Me gustan los estudiantes” y “Mazúrquica modérnica”, y lo consolida como un autor político, urgente: era 1969 y Viglietti claramente fue consecuencia de su tiempo. En esos años modeló su temperamento de artista comprometido, entre el dogma y la coherencia. Tal vez su disco más trascendente fue el tercero de esa edición, Canciones chuecas. Grabado en Buenos Aires, el tema “idea fuerza” es “El Chueco Maciel”: una composición enorme, un crescendo narrativo atrapante a la manera de “Pedro Navaja” o “Construcción”, que cuenta la perfecta historia ficcional de un Robin Hood de cantegril. Ese “uruguayo de Tacuarembó” está instalado en el inconsciente colectivo rioplatense.

Con una voz pequeña, nasal y entonada (Eduardo Galeano habló de una “voz armoniosa que hace temblar las paredes”), solemne, algo anacrónico en su discurso preciso, intransigente en su ideario, Viglietti se hizo querer en Francia, donde vivió el grueso de su exilio y donde recibió la Orden de las Letras y las Artes. “Los franceses fueron muy solidarios conmigo. Nunca me voy a olvidar que hasta Sartre firmó por mi liberación en 1972, cuando estaba preso en Montevideo”, dijo. 

Muchas vidas caben en la vida de Viglietti, pero la dirección es unívoca. Hoy resulta complejo –y desatinado– ubicar su obra por fuera del contexto en la que fue concebida e, incluso, por fuera del contexto afectivo del oyente, esa educación sentimental de la adolescencia y los años siguientes que se tatúa en la piel para siempre. El uruguayo pertenece a una línea indoblegable que une a Yupanqui, a Zitarrosa, a Paco Ibáñez. Una raza de dulces cabrones que mientras el mundo se derrumbaba –y se sigue derrumbando– cantaron sus verdades con la cabeza alta,  incorruptibles. Como el de Maciel, su paso dolido anduvo del norte hacia el sur detrás de quimeras. Viglietti supo más que nadie que el sentido de la vida es, finalmente, una utopía.