De los “enterramientos”

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Nuevas excavaciones, moderadas expectativas. 

Samuel Blixen
4 enero 2019 


La política civil sobre derechos humanos, y específicamente la búsqueda de desaparecidos, terminan siendo funcionales a los objetivos militares, empeñados desde hace 34 años en eludir responsabilidades y ocultar las consecuencias de la infamia.

En febrero, cuando culmine la feria judicial mayor, el grupo de arqueólogos forenses que funciona en el ámbito de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente retomará las excavaciones en el predio del Batallón de Infantería número 14 (Paracaidistas), en busca de restos de detenidos desaparecidos durante la dictadura militar. La búsqueda en dos áreas con construcciones, la enfermería y una barraca, señalados hace tiempo como posibles lugares de enterramientos, se emprende con cierto escepticismo, pese a que los reconocimientos con georradar aportaron señales de anomalías en el subsuelo, por debajo de las planchadas de construcción. La cautela con respecto a las expectativas de esta nueva acción fue reafirmada por la responsable del Giaf, Alicia Lusiardo, y el fundador del Equipo Argentino de Antropólogos Forenses (Eaaf) Luis Fondebrider en conferencia de prensa, al exponer los resultados de las intervenciones exploratorias autorizadas por el fiscal especializado en derechos humanos Ricardo Perciballe. La exploración con georradar, a cargo de los especialistas argentinos, fue consecuencia de las denuncias formuladas por el periodista de La República Marcelo Falca, en función de información proporcionada por Ignacio Errandonea, miembro del grupo Madres y Familiares de Detenidos De-saparecidos y tramitada bajo los auspicios del abogado especializado en derechos humanos Óscar López Goldaracena. Una denuncia similar impulsó al fiscal a autorizar las excavaciones en la piscina de un hotel abandonado de Santa Teresa, Rocha, donde supuestamente fue enterrado el pescador Olivar Sena, secuestrado de su domicilio en diciembre de 1974. Las excavaciones, emprendidas en forma privada por un equipo de arqueólogos independientes encabezado por los ex integrantes del Giaf José López Mazz y Octavio Nadal, no dieron ningún resultado.

LA OMERTÀ MILITAR. En el Batallón de Infantería número 14 fueron hallados dos de los cinco restos de detenidos desaparecidos rescatados hasta ahora: los de Julio Castro (2011) y Ricardo Blanco (2012); en el Batallón de Infantería número 13 se encontraron los restos de Fernando Miranda (2005); los de Ubagésner Chaves Sosa (2005) fueron ubicados en una chacra de Pando bajo control de la Fuerza Aérea; los de Roberto Gomensoro Josman, encontrados en 1973 a orillas del lago de Rincón del Bonete, en un predio lindero al Batallón de Ingenieros número 3, de Tacuarembó, recién fueron identificados en 2002. Tal es el resultado de la búsqueda de unos 200 desaparecidos, desde que en 2005 la justicia autorizó el ingreso a unidades militares.
Los magros resultados se explican por un conjunto de causas. La primera de ellas es la firme determinación de los militares de mantener un profundo secreto sobre el destino final de los de-saparecidos, una determinación que se prolonga en el tiempo y que sobrevive a los recambios generacionales de la oficialidad y de los mandos durante los 34 años de restauración democrática. Esa fidelidad a la omertà, que permanece inalterada, persigue un objetivo: no reconocer la responsabilidad institucional por las atrocidades de un terrorismo de Estado impuesto consciente y deliberadamente como elemento esencial de una política represiva. Y tiene una consecuencia principal: la prolongación del miedo, del terror, ante la comprobación de que dichas prácticas no son repudiadas dentro de las Fuerzas Armadas, lo que equivale a decir que pueden ser reeditadas, y no son sancionadas penalmente.
Los militares no sólo respetan la omertà, han tratado de defenderla por todos los medios, impulsando sucesivas campañas de desinformación. Primero negaron las desapariciones forzadas sugiriendo, incluso en organismos internacionales de derechos humanos, que los desaparecidos continuaban vivos, escondidos en otros países; a modo de ejemplo, así ocurrió con dos desaparecidos notorios, Elena Quinteros y Julio Castro. Cuando resultó imposible negar las desapariciones –tal el caso de algunas de las víctimas comunistas de la Operación Morgan–, la admisión se redujo a los casos “uruguayos”, de modo que se desentendieron del centenar largo de desaparecidos en Argentina, atribuidos a las fuerzas represivas de ese país por más que fue notoria la participación uruguaya en el Plan Cóndor. Y aun hoy se siguen negando las desapariciones de víctimas que, secuestradas en el extranjero, fueron trasladadas a Uruguay. Cuando las evidencias son insoslayables, como fue el caso de Enrique Bonelli, copiloto del avión que trajo desde Buenos Aires a una veintena de secuestrados que permanecen desaparecidos, el recurso es ampararse en una confidencialidad de 30 años otorgada por la Comisión para la Paz, según reclamó después ante un juez penal, para negar toda información, quien llegara a ser comandante en jefe de la Fuerza Aérea. Y cuando no existe paraguas de confidencialidad, entonces los responsables se juegan a la inoperancia de quienes deben actuar, como en el caso de Tabaré Daners, comandante de la Armada, que en el segundo informe elevado al presidente Vázquez, en octubre de 2005, afirmó que los aparatos de inteligencia de la Armada no habían participado en las redadas de uruguayos exiliados en Argentina que culminaron con decenas de desaparecidos, cuando después varios testigos confirmaron que el propio Daners había dirigido algunos de los allanamientos en Buenos Aires.

LA OPERACIÓN ZANAHORIA. Una postura particularmente perversa fue la explicación que militares no identificados, amparados en la confidencialidad, aportaron a la Comisión para la Paz nombrada por el entonces presidente Jorge Batlle e integrada por el abogado Gonzalo Fernández en representación del Frente Amplio. Según esa versión, los desaparecidos, no identificados, enterrados durante la dictadura en lugares no especificados, fueron desenterrados, incinerados y sus cenizas lanzadas al mar.
Esta versión, aceptada en el informe final de la Comisión para la Paz, tenía por objetivo desestimular cualquier búsqueda y había sido lanzada por primera vez por el general retirado Alberto Ballestrino en una entrevista realizada en 1996 por Diego Achard para la revista Posdata. Esa fue la primera mención a la Operación Zanahoria, un caballito de batalla de la omertà que pervive hasta hoy. Supuestamente, para la Operación Zanahoria previamente se ubicaron los lugares de enterramiento de los detenidos desaparecidos, introducidos en bidones de hojalata y sepultados en forma vertical, con un árbol plantado sobre ellos como señalización.
Hasta ahora no ha surgido ninguna evidencia de la existencia de la Operación Zanahoria. Más aun: los cuatro cuerpos ubicados en predios bajo control militar aparecieron en una posición decúbito dorsal, es decir, acostados boca arriba en la fosa, en un plano paralelo al suelo. Todos los casos fueron definidos como enterramientos primarios, y en todos los casos aparecieron rastros de cal y trozos de bolsas de arpillera, junto con restos de vestimentas. ¿Cómo explican estos hallazgos los voceros oficiosos militares y los exégetas civiles de la Operación Zanahoria? Simplemente son excepciones que se les pasaron por alto a los “desenterradores”.
Lo curioso es que en las excavaciones dirigidas desde 2005 hasta 2015 por el antropólogo José López Mazz (que renunció luego de que el grupo Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos le retirara su confianza), realizadas en los cuarteles 13 y 14 de Infantería, en cementerios de Montevideo, Maldonado y Rocha, en las chacras de Pando y de Pajas Blancas, en el Grupo de Artillería Antiaérea, en La Tablada, en la Brigada de Infantería número 1, en Laguna del Sauce y en el Regimiento de Caballería número 5, nunca fueron encontrados bidones o restos metálicos que permitieran confirmar la existencia de la Operación Zanahoria; ni siquiera se encontraron signos de remociones en las vastas superficies excavadas o en aquellos lugares específicos señalados por testimonios.
Puesto que el objetivo principal de las excavaciones, particularmente en los batallones de Infantería 13 y 14 –dos unidades que dependieron directamente del Comando General del Ejército– fue obtener evidencia de las supuestas exhumaciones y tratar de encontrar algún resto parcial que permitiera una investigación mediante Adn, la remoción no fue total ni exhaustiva, sino que se procedió a la excavación de “trincheras” aleatorias. Por ello fue que los restos de Ricardo Blanco Valiente fueron encontrados un año después de los de Julio Castro, aunque ambos provenían del mismo centro clandestino de detención y fueron enterrados a unos diez metros uno del otro, en fechas similares.

LA DESIDIA CIVIL. La desinformación y el entorpecimiento de las investigaciones por parte del Ejército son constantes. El último episodio fue protagonizado por el comandante en jefe de esta fuerza, teniente general Guido Manini Ríos, quien aportó una información sobre un posible enterramiento que resultó ser falsa. Manini se negó a revelar la identidad de quien le aportó esa información, lo que impidió obtener datos más precisos mediante un interrogatorio del testigo. Los fracasos –deliberados o no– en la búsqueda mediante excavaciones tiende a desacreditar el método, lo que favorece las intenciones de los sostenedores de la omertà.
A esa desinformación deben agregarse los episodios que tienden a entorpecer las tareas: los vuelos de drones mientras los equipos de antropólogos están excavando, la aparición de artefactos explosivos en las zonas de trabajo, que obligan a la suspensión de la tarea, la modificación de las marcas en el terreno para provocar retrasos, y el operativo de allanamiento de las oficinas del Giaf para generar miedo en los técnicos, cuyos domicilios particulares fueron prolijamente señalados en un plano de Montevideo colgado en una pared. Ninguno de estos episodios fue debidamente aclarado, ni por la Policía ni por la justicia.
La Operación Zanahoria y todas las posteriores actitudes de encubrimiento no sólo son funcionales a los objetivos militares, también son funcionales a una postura del sistema civil (gubernamental, parlamentario, político, judicial) que, en el mejor de los casos, reivindica una voluntad de investigar, pero en los hechos no la concreta: se desarchivan casos judiciales, pero no se toman medidas para obtener datos que faciliten el esclarecimiento; no se indagan las responsabilidades de las cadenas de mando, no se estudian las estructuras y los funcionamientos represivos, no se analiza a nivel oficial la documentación incautada, no se toman acciones para evitar las desvergonzadas chicanas legales que prolongan indefinidamente los procesos judiciales, no se tomar medidas para reactivar causas paralizadas…

Un ejemplo de esta realidad que suma diferentes aspectos de una postura jugada a la “solución de la biología” fue la aparición de un documento que permitió el hallazgo de los restos de Fernando Miranda, enterrado en el Batallón de Infantería número 13. En diciembre de 2005, muy poco después del operativo de desinformación militar sobre los lugares de enterramiento de desaparecidos que indujo al presidente Tabaré Vázquez a anunciar erróneamente el lugar preciso donde supuestamente estaba la fosa clandestina de María Claudia García de Gelman, apareció en la Presidencia, en el despacho del prosecretario Gonzalo Fernández, un croquis que señalaba el lugar donde podía ser ubicado un desaparecido. Se trataba de un dibujo a mano que contenía datos muy específicos para ubicar la fosa con total facilidad: se señalaba el lugar, tomando como referencia el eje central de la cancha de fútbol, se establecía que el lugar estaba a unos 40 metros (rectificada la cifra después a 30) del borde de la cancha, cercano a una plantación de sauces; se identificaba una zona de huella de tanques y el lugar donde hasta 1992 hubo un alambrado. Sobre uno de los bordes laterales del croquis aparecía una anotación sugestiva: “Coronel a cargo: el entonces mayor Alfredo Lamy”. A partir de este documento los restos de Miranda fueron fácilmente rescatados.

Pero no hubo ninguna investigación posterior: no se determinó cómo llegó el documento a las oficinas de la Presidencia, no se analizaron los detalles del documento, que sugiere un conocimiento exacto, y que muy bien podría haber sido elaborado basado en documentación archivada en el momento del enterramiento; no se evaluó que quien hizo el croquis fue un protagonista directo del enterramiento; no se investigó cuál era el papel que desempeñaba Lamy en el 13 de Infantería, ni cuál fue la responsabilidad del comandante de la unidad, el entonces coronel Mario Aguerrondo. Tanto Aguerrondo como Lamy fueron piezas clave del aparato de inteligencia militar. Por donde se lo mire queda claro que no hubo intención de avanzar más allá del rescate de los restos, y ello es funcional a una postura política por lo menos “perezosa” en materia de verdad y justicia. En este contexto se retomarán las nuevas excavaciones.

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