La “política” de Lacalle Pou

El todo y las partes

República, hegemonía y conflicto en la era de Lacalle Pou.

Gabriel Delacoste

22 mayo, 2020

En su discurso el día que asumió como presidente de la república, Luis Lacalle Pou explicó que intentaría “no cambiar una mitad de Uruguay por la otra”, ya que: “Lo que nos piden los uruguayos es la unión”.
Esto, que puede pasar desapercibido como un lugar común, es, en realidad, el núcleo fundamental del discurso del actual gobierno, que se percibe a sí mismo como superador de una situación hegemónica anterior. ¿Esto es así?

Se pueden encontrar muchas versiones de estas ideas. En su tuit de felicitación a Gerardo Sotelo por el inicio de su rol como director de los medios públicos, Juan Pedro Mir, militante del think tank Eduy21, escribió: “Pasar de la lógica de la ‘hegemonía’ cultural a la de proyectos públicos y profesionales es el gran desafío”. En su editorial del 11 de mayo, el diario El País expresó que “la izquierda preferiría tener enfrente un gobierno francamente diferente al que llegó al poder el 1o de marzo pasado” y sería “feliz” si la nueva administración fuera “antidemocrática, abusiva con sus poderes, autoritaria en el ejercicio del gobierno, represora de los derechos sindicales o políticos de la oposición, y hambreadora del pueblo”. Pero la izquierda –se argumenta– está “fuera de foco”, porque el gobierno es, en realidad, de una “coalición republicana” moderada, plural y transparente.1 Esta idea de amplitud está remarcada en el nombre del sector partidario del presidente: Todos. Para los oficialistas, lo que ocurrió el 1 de marzo fue que la división y las prácticas hegemónicas de la izquierda dieron paso al pluralismo y la unidad de la nación.

Si prestamos atención no sólo a lo que el gobierno dice, sino también a lo que hace, aparece una imagen un poco distinta. Abundan las medidas que benefician a los terratenientes (desde la devaluación hasta las disposiciones de la Luc que dificultan la declaración de áreas protegidas), a los medios de comunicación empresariales (con toda una nueva ley de medios a su medida), a los capitales dudosos (al dificultar el control para prevenir el lavado de activos) y al Ejército (al eximirlo de la “austeridad fiscal”), y otras que perjudican a las empresas públicas (tendiendo a mercantilizarlas y reducir su plantilla) y a los sindicatos y las organizaciones populares (al restringir la protesta social; en particular, el derecho a huelga y la ocupación en las empresas privadas).

Es decir, más que un gobierno de todos, es un gobierno que parece tener muy claro para quiénes gobierna y para quiénes no. Al final, parece que sí era cambiar una parte del país por la otra, aunque la parte que manda ahora se piense a sí misma como representante de la pluralidad y la unidad nacional.

HEGEMONÍA. La intelectualidad de la derecha uruguaya, desde el ministro de Educación, Pablo da Silveira, hasta los editoriales de El País, está obsesionada con la hegemonía y Antonio Gramsci, según ellos inspirador de la estrategia de la izquierda uruguaya, que se habría dedicado al trabajo cultural para ganar posiciones en la sociedad y así acceder al poder. Lo cierto es que la política cultural y educativa del Frente Amplio no tuvo una vocación hegemónica: fue más bien una serie de impulsos modernizadores que intentaron transformar la cultura en puntos de Pbi, mecanismos concursables e indicadores de gestión.2 Sin embargo, es interesante pensar con Gramsci, pero partiendo de que el comunista italiano no pensó la hegemonía como una estrategia para la izquierda, sino como una descripción de la forma como los grupos dominantes en una sociedad logran llegar a serlo y mantenerse allí.

Gramsci sostiene que un grupo social logra la hegemonía sobre otros cuando les impone “la unidad de los fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral”, al pasar de un “plano corporativo” a un “plano universal”. El grupo hegemónico se sirve del Estado para crear “condiciones favorables a la máxima expansión de ese grupo; pero ese desarrollo y esa expansión se conciben y se presentan como la fuerza motora de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías ‘nacionales’, o sea: el grupo dominante se coordina concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados”.3

Es decir, un grupo social (esto es, una clase) deviene hegemónico cuando logra que la sociedad entera (Estado incluido) siga su liderazgo intelectual y moral, y cuando sus intereses ya no son vistos como particulares o corporativos, sino como los del conjunto. Así, cuando la periodista de Brecha Sofía Kortysz le preguntó al presidente si pensaba gravar el capital para enfrentar la crisis económica, él respondió: “Hoy gravar el capital es amputar la posibilidad de los que van a hacer fuerza a la salida de la crisis. Por eso no lo vamos a hacer”, ya que “si esto fuera una competencia de ciclismo, al malla oro, al que va en punta” hay que “estimularlo para que pedalee más rápido”, porque “es el que va a hacer la inversión, va a dar trabajo”. Es decir: lo que permita a los más ricos sacar más distancia en la carrera es lo mejor para todos. Vemos, entonces, que, paradójicamente, declarar que se dejó atrás la hegemonía para pasar a un gobierno para todos es, en un sentido muy preciso, un discurso hegemónico. Justamente, la operación hegemónica básica es la identificación de la parte dominante con el todo social. Pero la estrategia hegemónica del gobierno de Lacalle Pou se compone de una combinación de múltiples operaciones: la reivindicación del pluralismo, el nacionalismo, la caridad y la creación de interpretaciones de la realidad. Veamos.

LA REIVINDICACIÓN DEL PLURALISMO. Una forma como los intelectuales liberales trabajan para la hegemonía de los grupos dominantes es a través de la reivindicación del pluralismo. Un ejemplo es el título de una nota del portal proestadounidense Pan Am Post sobre la victoria de Lacalle Pou, en el que la llamó “una victoria del pluralismo”.4 La paradoja continúa desarrollándose: ¿sobre qué triunfa el pluralismo? Sobre algo, suponemos, que queda fuera de la pluralidad de la sociedad. Algo no cierra, sobre todo porque estos pluralistas incluyen en su Luc una disposición que prohíbe criticar a la Policía, mientras que niegan la cadena nacional a la principal organización de trabajadores del país y a los familiares de desaparecidos (los mismos que Sanguinetti, otro pluralista, censuró en 1989). Así, el “pluralismo” deviene una operación de esta extraña hegemonía de los antihegemónicos.

EL NACIONALISMOQuizás el truco más antiguo de los sectores dominantes para identificarse con “todos” es el discurso nacionalista. Por algo, desde hace más de un siglo, un partido llamado Nacional fue tantas veces el principal vehículo político de los intereses de terratenientes y capitalistas. La coalición encabezada por Lacalle se identifica con los símbolos nacionales, que, transformados en identificadores de una de las partes en disputa en la política uruguaya, cumplen la función de decir que esa parte representa a la nación entera. Gramsci advierte que estos nacionalismos no siempre son lo que parecen, ya que el partido que “representa la subordinación y el sometimiento económico a las naciones […] hegemónicas” a menudo no es “el que se indica como tal, sino el partido más nacionalista”.5 La subordinación de la hipernacionalista dictadura militar o del ruralista Nardone a Estados Unidos son buenos ejemplos de esto en la historia uruguaya.

LA CARIDAD. El actual gobierno de derecha estuvo marcado prácticamente desde el principio por la irrupción de la pandemia de coronavirus y sus consecuencias sociales y económicas. Si una parte muy importante de cualquier hegemonía es poder cumplir, efectivamente, aunque sea de forma limitada y subordinada, con una parte de las necesidades y las demandas de los distintos grupos sociales, esta crisis tiene el potencial de trastocar los equilibrios políticos. El discurso liberal que tejió la hegemonía lacallepouista proclamaba que debía ser el mercado el que proveyera a las personas lo que necesitan y que si había que agradecerle a alguien, era al empleador, que “da trabajo” (esta formulación es en sí misma una exquisita construcción hegemónica: invierte el hecho de que son los empresarios quienes viven de sus trabajadores).

El problema es que, con más de 100.000 nuevos trabajadores parados, esa idea es difícil de sostener. Aparece, entonces, el discurso de la caridad: las clases altas salvarán a los pobres, dándoles ya no trabajo, sino comida. Los terratenientes anuncian una donación de 100 millones de dólares que termina no siendo tal (resulta que era una propuesta de recolocación de fondos públicos)6 y el gobierno empieza a llamar “donaciones” a lo que en otro contexto podría ser llamado derechos. Es el momento de brillar para la Iglesia y los militares, siempre ávidos de mostrarse como cimientos de la cohesión social. La hegemonía, entonces, tiene que ver con quién te da lo que necesitás. Por eso, la respuesta más potente de las clases subalternas durante la crisis es organizarse para ayudarse a sí mismas en torno a sus sindicatos, organizaciones locales y redes de solidaridad.

LA CREACIÓN DE INTERPRETACIONES DE LA REALIDAD. Finalmente, si la hegemonía es el liderazgo intelectual y moral, es fundamental para los grupos dominantes ofrecer interpretaciones de la realidad que puedan ser adoptadas por la sociedad en su conjunto. Ese es el trabajo de los intelectuales afines, aunque también ayuda tener de aliadas a las familias de propietarios de los canales de televisión. Hacer conferencias de prensa frecuentemente en cadena nacional voluntaria ha sido, durante esta crisis, una de las principales herramientas del gobierno para ofrecer e imponer su interpretación de la realidad (véase en estas páginas la nota de Daiana García). Pero, aun con todo esto, la creciente inestabilidad social que va a producir esta crisis puede erosionar los apoyos del gobierno, como muestra una encuesta de la consultora Opción7 según la cual no hay un apoyo mayoritario a la estrategia oficialista de aprobar su programa mediante una ley de urgencia durante la pandemia. Por eso, el juego no es sólo mantener el liderazgo intelectual y moral, sino también evitar que otros lo disputen.

DISPUTA Y REPÚBLICA. Otro editorial de El País8 nos puede ayudar a pensar este punto. Comienza así: “La gran viralización que han tenido dos videos recientes parece mostrar de manera simbólica los dos países distintos, casi contradictorios, que conviven en el nuestro. De un lado, el informe desarrollado por la Bbc sobre ‘la emocionante evacuación del crucero con covid-19 en Montevideo’, como lo titula este prestigioso medio internacional. Del otro, el videoclip ‘Vamos a la plaza’ de la murga Metele que Son Pasteles y el Colectivo Catalejo, que en sus segundos finales muestra a un coro de adultos, ancianos y niños cantando, con cara amenazante, ‘vendrán tiempos de mierda / habrá que juntar a toda la izquierda’”. El País interpreta: “Ambos videos oponen dos culturas diferentes que coexisten en el país: la de la unión por causas nacionales y humanitarias, por un lado, y la de la invocación a la violencia, por el otro”.

Uno podría preguntarse por qué estos videos se oponen. A una misma persona le puede parecer justa y conmovedora la actitud del gobierno uruguayo con los pasajeros y tripulantes del Greg Mortimer, y al mismo tiempo apreciar la actuación de 2020 de Metele que Son Pasteles como una pieza excelente de pensamiento crítico y sátira social, con un mensaje político contundente y compartible. Pero queda claro que a El País no le parece posible albergar sentimientos humanitarios al mismo tiempo que llamar a la disputa política. Del editorial se desprende que Uruguay está dividido entre quienes reivindican la unidad nacional y los valores humanitarios, por un lado, y quienes siembran la división y la violencia, por otro. Y, por supuesto, hay que tomar partido por los primeros. Pero aparece una contradicción. Porque la unidad de la que habla El País propone ella misma una división: entre quienes reivindican la unidad y quienes reivindican la división. Entonces, en realidad, el matutino no reivindica la unidad, sino una forma de división distinta de la que propone la murga. Si para los Pasteles la división es entre clases, para el matutino la división es entre la nación unida y quienes quieren dividirla. La única forma de resolver la contradicción en el discurso del diario oficialista y mantener la idea de que la nación es una unidad es decir que quienes no se pliegan a su unidad no son parte de la nación. En nombre del pluralismo y la unidad, entonces, aparece la anulación del otro y, quizás, la preparación del terreno para la represión violenta, como hizo tantas veces la derecha uruguaya con quienes juzgó exteriores o contrarios a la nación.

Para Gramsci, para cuando la hegemonía se agrieta y ya no es posible mantener el “consentimiento ‘espontáneo’, dado por las grandes masas de la población a la orientación impresa a la vida social por el grupo dominante fundamental”, está el “aparato de coerción estatal, que asegura ‘legalmente’ la disciplina de los grupos que no dan su ‘consentimiento’ ni activamente ni pasivamente”.9 Si no hay unidad, hay palo.

El editorial sigue analizando el video: “El momento más perturbador de esa proclama es cuando cantan que ‘habrá un aliento que va a ser grito, que como pasa en Chile va a ser algo inaudito’. Uno no puede menos que preguntarse si a esta murga le satisface protestar mediante la voladura de decenas de estaciones de transporte urbano con explosivos que no se consiguen en cualquier ferretería, como ocurrió en el país que mencionan. Lo inquietante es el tono de amenaza, de insubordinación violenta que el video transmite todo el tiempo”. Aparece el fantasma de Chile, que también espanta a Sergio Botana, senador por el sector Unidos del Partido Nacional, a quien le “preocupa que esta manija termine en lo que habían amenazado, eso de armar movimientos sesentistas tipo Chile para desestabilizar a nuestra democracia”: “Con la misma firmeza con la que enfrentamos a la dictadura militar, mucho más vamos a enfrentar una dictadura de este tipo o un movimiento vandálico de este tipo”.10 El 3 de marzo, en una entrevista con El Observador, Lacalle ya había dicho que “si pasa” algo similar a las protestas de Chile, no los va a “agarrar dormidos”.

La revuelta chilena aterró a las clases dominantes de América del Sur, que no logran ver en ella un fenómeno masivo y genuino, una expresión de hartazgo y desesperación de un país entero. Lo que ven es una conspiración de vándalos contra la democracia. No pueden ver a los cientos de miles que organizan innumerables asambleas y manifestaciones, ni la demanda de una nueva Constitución, ni las encuestas que muestran un gobierno completamente aislado y sin apoyo. No ven, tampoco, que Sebastián Piñera no dudó en mandar sus fuerzas policiales a matar ni las numerosísimas denuncias de violaciones a los derechos humanos. ¿No debería ser eso lo que asustara de Chile? Es preocupante que el oficialismo uruguayo, al verse en el espejo chileno, vea una lucha entre la democracia y la sedición (según el lente setentista), y no una revuelta general y legítima que inauguró un proceso constituyente. Es por lo menos curioso que se hable de democracia asumiendo el discurso de un gobierno que sólo se mantiene en pie por el uso indiscriminado de la violencia.

El editorial de El País concluye con un llamado a “los líderes racionales del Frente Amplio” a asumir “el deber patriótico de promover un cambio cultural entre sus huestes”: “Quienes así lo hagan estarán dando la talla y garantizando la continuidad republicana”. Así nos enteramos de que una murga puso a la república en peligro. Si volvemos a la comparación con Chile, parecería que allí la república no está en peligro por la participación de pinochetistas en el gobierno, ni por un sistema que endeuda de por vida a los estudiantes y estafa a los viejos que no pueden vivir de jubilaciones administradas por empresas con fines de lucro, ni por la represión sistemática a las manifestaciones. Aquí no hay todavía manifestaciones masivas contra el gobierno, pero ya podemos ver cómo este y sus aliados piensan enfrentarlas, de haberlas en el futuro.

Quizás, para calmar los ánimos, podemos invocar a Nicolás Maquiavelo, fundador de la ciencia política moderna, a quien Gramsci consideró su maestro, pero que es también respetado por los liberales. Maquiavelo era un republicano comprometido, cuya principal preocupación era que las repúblicas pudieran mantenerse en el tiempo, y, para ello, estudió la antigua república de Roma. Concluyó que “los tumultos entre los nobles y la plebe” fueron “la causa principal de la libertad de Roma”, ya que “en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ellos”. Incluso cuando los medios usados son “extraordinarios y casi feroces”, y se ve “al pueblo unido gritar contra el Senado, al Senado contra el pueblo, correr tumultuosamente por las calles, saquear las tiendas, marcharse toda la plebe de Roma”, es importante ofrecer “vías por donde el pueblo pueda desfogar su ambición”, sobre todo si la república quiere “valerse del pueblo en los asuntos importantes”. Las revueltas no deben ser temidas, porque “los deseos de los pueblos libres raramente son dañosos a la libertad porque nacen o de sentirse oprimidos, o de sospechar que puedan llegar a estarlo”. “Y si estas opiniones fueran falsas, queda el recurso de las palabras, encomendando a algún hombre honrado que, hablándoles, les demuestre que se engañan, pues los pueblos […] son capaces de reconocer la verdad y ceden fácilmente cuando la oyen de labios de un hombre digno de crédito.”11

A la tradición republicana siempre le interesó la dispersión del poder. Una de las formas que tienen los ricos y los poderosos de evitar la excesiva concentración del poder es la formación de multitudes y tumultos. Esto, cuando se reconoce la legitimidad de las protestas y se entiende que a veces un gobierno tiene que renunciar a un programa si este ya no es legítimo socialmente, no tiene por qué significar el fin de la república. Los ricos, por su parte, nunca se avergonzaron de imponer calamidades económicas a los gobiernos para que tomen medidas que “calmen los mercados”. La historia uruguaya muestra que a la república no la ponen en peligro las protestas populares, sino la disposición de las clases terrateniente y capitalista de imponer su programa por la fuerza una vez perdida la hegemonía. Este debería ser el desvelo de un buen republicano.

  1.   https://www.elpais.com.uy/opinion/editorial/fuera-foco.html
  2.   Sobre este tema, véase “Indigestión cultural”, que escribí junto con Lucía Naser. Disponible en http://claeh.edu.uy/publicaciones/index.php/cclaeh/article/view/347.
  3.   Cuadernos de prisión. Análisis de situaciones. Correlación de fuerzas. Disponible en http://www.gramsci.org.ar/1931-quapos/20.htm.
  4.   https://es.panampost.com/editor/2019/11/28/uruguay-una-victoria -del-pluralismo/
  5.   Ídem nota 3.
  6.   Véase “Los amables donantes”, de Víctor Hugo Abelando. Disponible en https://brecha.com.uy/los-amables-donantes/.
  7.   https://www.montevideo.com.uy/Noticias/Segun-Opcion-45-de-los-uruguayos-cree-que-se-deberia-postergar-el-tratamiento-de-la-LUC-uc752156
  8.   https://www.elpais.com.uy/opinion/editorial/pais-partido-videos.html
  9.   Cuadernos de la cárcel. La formación de los intelectuales. Disponible en http://gramsci.org.ar/1931-quapos/15.htm.
  10.           https://twitter.com/leosarro/status/1260247939236212736
  11.           Discursos sobre la primera década de Tito Livio, libro 1, capítulo 4.

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