Sobre el olvido imposible

Para que habite el olvido

Notas sobre el género testimonial.

Gabriela Sosa San Martín

22 mayo, 2020

Fotografía del Penal de Libertad  en febrero de 1985, tomada por el preso político Jorge Tiscornia. La imagen es parte de una serie de tomas del mismo autor, único registro del Penal en funcionamiento durante la dictadura

¿Qué voces han podido relatar sus experiencias traumáticas durante el terrorismo de Estado? ¿Cuáles, en cambio, han quedado relegadas? Hacer memoria también es pensar en el papel de los rehenes tupamaros, la novelización del testimonio, el rol del periodismo de investigación, el “fenómeno Mujica” y la resistencia de la literatura frente a la impunidad.

1.

Hasta no hace mucho tiempo, era recurrente la presencia de fascículos de la colección Capítulo Oriental, publicados por el Centro Editor de América Latina a fines de los sesenta, en puestos de la feria de Tristán Narvaja o en librerías de usados. Tratan sobre temas y autores de la literatura uruguaya. Entre ellos recuerdo un número a cargo de Carlos Real de Azúa, en el cual este distinguía la “prosa del mirar”, en la que media un escritor ajeno a la experiencia directa, de la “prosa del vivir”, el testimonio en primera persona a cargo de quien asume el protagonismo de los sucesos que narra. Lejos se encontraban de la atención de Real de Azúa las narraciones que años más tarde darían cuenta de hechos traumáticos ocurridos durante el terrorismo de Estado: sus objetos de estudio eran fundamentalmente crónicas, artículos periodísticos o relatos de viaje de figuras algo olvidadas del siglo XIX. No obstante, las dos modalidades de enunciación me proponen un punto de partida desde el cual diferenciar, por un lado, los relatos que nos han legado los testigos históricos que padecieron la tortura y la cárcel durante las décadas del setenta y ochenta, y, por otro, los de quienes elaboraron discursivamente tales acontecimientos u otras vivencias del mismo período histórico desde otros niveles de impacto y afectación o intereses.

La literatura testimonial a cargo de ex presas y presos políticos ha contribuido a crear en Uruguay una suerte de “trauma fundacional”, terminología esta del historiador Dominique LaCapra, es decir, un sustento identitario que incluye a una comunidad mayor que la de sus involucradas e involucrados directos, en el entendido de que las secuelas de los sucesos traumáticos de alcance social “no son patrimonio de nadie en particular y afectan a todos de diversas maneras”. Vale recordar uno de los eslogans más conocidos que ha utilizado Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, alentando las investigaciones sobre el paradero de los cuerpos: “Todos somos familiares”. O el título que en Argentina Ricardo Gil Lavedra diera a un artículo de 2014, a propósito del reencuentro de Estela de Carlotto, abuela de Plaza de Mayo, y su nieto: “Hoy todos somos Estela de Carlotto”.

Sin considerar la línea negacionista, liderada por las Fuerzas Armadas, que ha puesto en tela de juicio reiteradamente las experiencias relatadas en los testimonios de presas y presos, y que ha buscado justificar su propia versión de la historia reciente en publicaciones como La Subversión El Proceso Político –ambas editadas primero como fascículos que se entregaban con la prensa–, desde la salida de la dictadura la verdad testimonial se fue imponiendo y legitimando en el pensamiento de izquierda, lo cual produjo una visibilidad mayor de estas narraciones sobre otras fuentes de conocimiento del período. De la primera posdictadura, menciono Las manos en el fuego (1986), libro en el que Ernesto González Bermejo reconstruye el testimonio del tupamaro David Cámpora, y en especial destaco los textos a cargo de los llamados “rehenes”, como Memorias del calabozo (1988-1989), de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, título célebre de la literatura testimonial de los años ochenta. Como en otros países del Cono Sur, este valor testimonial se planteó inicialmente como contrahistoria, dispuesta a “desmentir, desestructurar y por lo tanto invalidar de modo contundente la versión que los militares habían consagrado como única en los panegíricos oficiales”, en palabras de Alfredo Alzugarat. ¿Se volvió historia o Historia más tarde, al adquirir un papel relevante en la historia política del país algunas de estas figuras, e incluso producirse la llegada de los exintegrantes del Mln al gobierno, en especial durante la presidencia de uno de aquellos rehenes tupamaros, José Mujica? Reinhart Koselleck afirma que los vencidos de la historia son quienes logran perdurabilidad histórica, aunque sus voces resulten inicialmente silenciadas.

La literatura testimonial de la primera posdictadura uruguaya construyó una memoria de lo ocurrido que se deslizó hacia la mitificación de la resistencia, en el marco de las “batallas por la memoria” –la expresión es de Eugenia Allier– que entonces se dirimían. Memorias del calabozo supuso, para Óscar Brando, el más explícito esfuerzo de romper el miedo y el silencio en este período; sus autores convocaban “fraternalmente a los sobrevivientes de todas las clandestinidades, exilios y cárceles a dar su testimonio”, la misma necesidad de construcción colectiva de la memoria que proponía Marisa Silva Schultze respecto de las experiencias del insilio en un artículo de 1987: “Yo vi, otros vieron: pues bien, hablemos, al fin”. Mientras que estas acciones de resistencia cotidiana, que sostuvieron la vida de las personas durante la represión, se asumieron reiteradamente carentes de notoriedad –Silva Schultze escribe que “no fue heroico con mayúscula”–, Rosencof y Fernández Huidobro edificaban, en cambio, figuras épicas que, luego de haber sido expuestas a condiciones de existencia aterradoras, en la salida del encierro buscaban posicionar su compromiso con el futuro del país.

Los testimonios acerca de sucesos vinculados al terrorismo de Estado han establecido, a lo largo de su trayectoria posdictatorial, pactos de lectura que por lo general proponen supeditar el orden de lo estético al de lo ético. El fin de servir a la reconstrucción histórica del pasado reciente explica la recurrente elección de un cierto ordenamiento cronológico de los hechos: son testimonios que tienen como objetivo dejar saber, es decir, dar cuenta de lo padecido, textos que asimismo recuperan el recuerdo de compañeras y compañeros muertos o desaparecidos, como ocurre en Los infiernos de la libertad(1990), de Daniel Iribarne, Tiempos de ida, tiempos de vuelta(2002), de Mirta Macedo, Crónicas de una derrota (2002), de José Jorge Martínez, El hombre numerado (2007), de Marcelo Estefanell, o Libertad (2012), de Gualberto Trelles Merino. Como señalara Nora Strejilevich al referirse a la retórica del género testimonial, en la mayor parte de los casos “el deseo de verosimilitud se impone en elementos paratextuales”, como prólogos, notas introductorias, aclaraciones, notas al pie. Pero la misma Strejilevich, presa política del centro clandestino conocido como El Club Atlético, de Buenos Aires, repara en el hecho de que las expectativas manifiestas del o la testimoniante y de sus escuchas de que los relatos cumplan un “uso práctico” en la sociedad y la cultura, prácticas que en el caso argentino estuvieron marcadas por las instancias de los juicios, no siguen necesariamente la misma dirección que la “verdad del testimonio”, entendida en su “dimensión íntima, subjetiva y real del horror” y no en la escritura precisa de los datos.

Si observamos el caso argentino, los primeros juicios debieron hacer preciso lo impreciso, para que las declaraciones de las víctimas cumplieran con las exigencias de la ley, y esto, en opinión de Julián Axat, empapó, más tarde, las formas literarias, en especial la literatura de la segunda generación, que en Uruguay ha resultado prácticamente inexistente. Es decir, el proceso judicial desarrolló formas del testimonio sustentadas en un pacto de veracidad para el cual era prioridad proveer datos y garantizar un relato que pudiera crear “la ilusión de que lo concreto de la experiencia pasada quedó capturado en el discurso”, según Beatriz Sarlo. En el caso uruguayo, carente de todo juicio a los militares responsables, la modalidad adoptada por los testigos históricos para relatar por escrito sus experiencias de tortura y cárcel luego de la liberación se acercó al formato de los testimonios de verdad procesal, es decir, sustentados en la dimensión de la experiencia que se vincula a referentes constatables, aunque esto supusiera relegar la dimensión íntima, la verdad del testimonio.

2.

Es probable que la ausencia de la justicia estatal en Uruguay haya sido lo que mantuvo el género testimonial en estado declarativo. Como si a través de la insistencia de los testigos históricos, nunca convocados a declarar, se recordara una y otra vez a la sociedad en su conjunto que los juicios aún siguen pendientes. No obstante, a medida que transcurrieron los años de democracia, algunas y algunos testimoniantes han cuestionado los modelos y las estéticas de la tradición declarativa del género, con una posición más autocrítica y exploratoria, menos épica, más arriesgada en términos estéticos. En tal proceso de novelización del testimonio destaco El furgón de los locos (2001), de Carlos Liscano, y Oblivion (2007), de Edda Fabbri.

Me detengo en Oblivion y reparo en el hecho de que el desarrollo del género testimonial posterior a la dictadura evidencia una tardía aparición de los testimonios de mujeres con respecto a los presos varones, más allá de que Mi habitación, mi celda (1990), de Lilián Celiberti y Lucy Garrido, resulte una publicación pionera. Según Marisa Ruiz y Rafael Sanseviero, “la epopeya” de los nueve rehenes tupamaros, “unánimemente reconocida como símbolo de la resistencia a la represión dictatorial”, tendió a invisibilizar otras voces, como las de los “sujetos políticos no armados –no combatientes– y las mujeres, aun aquellas que sí participaron en la lucha armada”. Oblivion renuncia a contar hechos desde una dimensión objetivista; en cambio, la voz de Fabbri asume el proceso de memorización no como algo que proviene del pasado, sino como una interrogación desde urgencias y necesidades del presente. Tal actitud provoca una recuperación del sentido de la experiencia con ojo crítico y poco condescendiente –el ejercicio de la memoria examina lo que se hizo y lo que no se hizo, lo que podría haberse hecho, lo que se previó y no de tales acciones– y una búsqueda poética que interroga al lenguaje en su capacidad de transformar hechos traumáticos en experiencias sufridas, y que parecería encontrar su refugio en la comunión entre mujeres. “De ese nosotras es difícil despegarse”, expresa la autora: “Para afuera de la reja estaban ellos. Del otro lado nosotras, y eso podría decirse que era un frente”. El abordaje del testimonio en Uruguay desde una perspectiva de género debe considerar este papel permanente de lo colectivo, la convicción de que en la voz de cada mujer otras tantas se hacen eco.

Los testimonios a cargo de ex presas y presos se propusieron poner el cuerpo en el espacio de lo visible, y de esa forma aunar en la escritura un cuerpo experiencial y un cuerpo pensante que dieran cuenta de lo padecido durante los años de la represión. Si en el caso argentino los procesos de escritura transitaron desde los testimonios de las Abuelas y las Madres hacia las de Hijas e Hijos, en Uruguay, la presencia y el protagonismo de los testigos históricos tendieron a relegar otras modalidades del género que hubieran implicado diversas formas de reconstrucción memoralística, menos pautadas en sus espacios de silencios y autocensuras. Mientras que las narrativas de familiares buscan en la vecina orilla armar el rompecabezas de las voces ausentes, lo cual supone la reflexión sobre las representaciones de la transmisión generacional de la memoria y los múltiples caminos por los cuales estas pueden ser transitadas, la centralidad de este lado del Plata de las voces de presos y presas ha construido un rompecabezas autorizado, tal como lo demuestra la obra de Fernández Huidobro, dedicada a testimoniar la represión, pero más aun a construir el papel histórico del Mln en Historia de los tupamaros (1986-1987) o en La tregua armada (1987), entre otros títulos.

El campo literario uruguayo encontró en el giro desde el testimonio hacia diversas formas del llamado “periodismo de investigación”, que integraron al primero como material de análisis, la estrategia mediante la cual poner en discusión las versiones de la historia brindadas por testigos históricos de renombre, en especial integrantes del Mln. Tales investigaciones han buscado, con diversa rigurosidad metodológica, controvertir, reconstruir, llenar espacios vacíos, dar cabida a voces disidentes, a través del manejo de documentos históricos y del uso en calidad de fuentes de testimonios, reportajes, entrevistas. En estos casos pueden mencionarse títulos sobre el movimiento tupamaro como Una historia de los tupamaros (2009), de Alain Labrousse, Milicos y tupas (2011), de Leonardo Haberkorn, los trabajos de Rolando Sasso –La leyenda de los tupamaros (2019) es el último de ellos–, títulos que han puesto el foco en la figura de los torturadores –como La primera orden. Gregorio Álvarez, el militar y el dictador. Una historia de omnipotencia (2009), de Alfonso Lessa, o El enigma Trabal. La conexión francesa (2011), de Sergio Israel–, aunque el conjunto resulta amplio y de diverso enfoque. En general, el testimonio se recupera como memoria en su primer estado declarativo, como “estructura fundamental de transición entre la memoria y la historia”, según palabras de Paul Ricoeur, factible de contrastarse con otros testimonios potencialmente más confiables, y alejado nuevamente, como en sus tradiciones más antiguas, de fines estéticos. La “prosa del mirar” del periodista apoya su análisis en distintas “prosas del vivir”, aunque la apuesta por una historia que no es historia continúe en la mayoría de los casos atravesada por intereses políticos, ideológicos, sociales.

El hecho de concebir el testimonio como uno de los recursos de los que el o la periodista se vale para reconstruir acontecimientos del pasado traslada aquella confianza que las narraciones de los testigos históricos otorgaban a la primera persona –ese yo garante de una verdad, la de su experiencia propia– hacia las memorias en disputa. La ética de la investigación será la que guíe el ojo crítico de quien se encuentra en condiciones, según Primo Levi al referirse al papel del historiador, “de llegar a un lugar de observación privilegiado”, de quien pueda alzar la vista más allá de la perspectiva del que padeció la represión y la violencia. El desafío consiste, creo, en incorporar como variable de análisis las implicancias que el propio sujeto que investiga posee con el objeto que indaga.

3.

El fenómeno editorial de testimonios sobre la historia reciente ha resultado, desde la diversidad de modalidades antes señalada, constante. Pero dicha persistencia de textos testimoniales, ¿ha respondido al interés del público por conocer mejor el pasado dictatorial y sus actores, o más al auge de escrituras biográficas y autobiográficas vinculadas a figuras controvertidas o de renombre en el campo político y social? Los replanteos del género, posteriores al retroceso que supuso en su desarrollo el referéndum de 1989, que mantuvo vigente la ley de caducidad, vendrían de la mano de dos fenómenos sociales, a mi entender relevantes y alejados uno del otro: en primer lugar, el fenómeno Mujica, que renovó la fuerza del género de una forma novedosa. Resulta extensa la lista de publicaciones sobre la figura política uruguaya de mayor repercusión en lo que transcurre del siglo: Mujica(1999), de Miguel Ángel Campodónico (con varias ediciones posteriores), Pepe. Coloquios(2009), de Alfredo García, Pepe Mujica. De tupamaro a presidente (2010), de María Esther Gilio, Comandante Facundo. El revolucionario Pepe Mujica(2013), de Walter Pernas, Una oveja negra al poder. Confesiones e intimidades de Pepe Mujica(2015), de Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz, entre otras.Podría formularse a partir de este desarrollo del género testimonial uruguayo del siglo XXI un prototipo social de los años sesenta y setenta construido en la figura de José Mujica, que encuentra eco y repercute como modelo en algunas aristas de este nuevo siglo multifacético en sus formas de abordar la sensibilidad, siglo de cánones plurales y diversificados, de hegemonías y contrahegemonías en constante tensión.

El otro fenómeno social que ha mantenido vivo el desarrollo del género testimonial, en especial en su modalidad declarativa, lo constituye el nudo conflictivo de la justicia no saldada, el resistido enjuiciamiento a los militares actuantes durante la dictadura, los múltiples casos de desaparecidas y desaparecidos no aclarados en Uruguay, la persistencia de una impunidad que se vuelve motor de multitudinarias Marchas del Silencio cada 20 de mayo.

Cuando Liscano prologó en 2007 Oblivion,de Fabbri, expresó: “Ir hasta donde están los recuerdos, ver cómo son y ponerlos en palabras. Para así crear el olvido. […] Lo contrario de la palabra no es el silencio: es el vacío”. Si la palabra del sobreviviente –del “salvado”, como se autodenominó Levi–, puesta en su lugar, tiene la posibilidad de crear olvido, tal olvido no ha podido en Uruguay constituirse, ya que del puzle plural y colectivo de voces nos han dejado conocer sólo algunas letras, y en cambio nos han borrado, adrede, otras. “El recuerdo está en el cuerpo”, afirma Liscano. Entonces, ¿dónde están esos cuerpos que no nos dejan olvidar?

 

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