Argentina: la historia trágica del robo de bebés en el ESMA

Una de las historias más trágicas de la Dictadura Argentina: la del robo de bebés en la siniestra ESMA. Esta historia fue revelada por alguien que viene de fallecer en Suiza: Sara Osatinsky

La historia del “Testimonio de París” que conmovió al mundo: “Nosotras venimos del infierno”

Sara Osatinsky y el documento que reveló

la ESMA, los vuelos de la muerte y

el robo de bebés

Sara Solarz de Osatinsky, sobreviviente de la ESMA, murió este lunes en Suiza a los 85 años, Junto a Alicia Milia de Pirles y Ana María Martí brindó el histórico testimonio ante la Asamblea Nacional francesa que exhibió desde adentro los crímenes de la última dictadura. La increíble historia de cómo se gestó ese documento.

23 de noviembre de 2020 

Sara Solarz de Osatinsky en 1985.  

“Somos tres mujeres argentinas, unas de las pocas sobrevivientes de un campo de concentración militar de nuestro país. Nosotras venimos del infierno”, así comienza el testimonio brindado en octubre de 1979 por Sara Solarz de Osatinsky, Alicia Milia de Pirles y Ana María Martí ante la Asamblea Nacional francesa. Es uno de los testimonios más importantes de la causa ESMA, elaborado durante meses y concluido en un apart hotel de Madrid con máquinas de escribir alquiladas y un grupo de sobrevivientes más amplio. Un texto al que aquellas mujeres le pusieron la voz y el cuerpo cuando estaban en libertad pero aún perseguidas por la Armada. El testimonio de París, como se lo conoce, reconstruyó con tanta precisión la dinámica del centro clandestino que hoy se lo considera como el primer intento nunca superado de sistematizar la arquitectura de la ESMA y contiene cierto carácter anticipatorio en su modo de organizar la información. El listado de quince mujeres que dieron a luz en el centro clandestino no equivocó hasta ahora ni un solo sexo de los niños y niñas nacidos y robados de la ESMA, identificados recién años más tarde. Tampoco hay equívocos en lo que fue la primera y muy discutida reconstrucción de los “traslados”, el nombre que los marinos le pusieron a lo que más tarde se conoció como vuelos de la muerte.

Pocos días antes de la sentencia del megajuicio ESMA III de 2017, Página/12 reconstruyó la historia de ese documento a partir de los testimonios de las tres mujeres en ocasión de los juicios y de un escrito preparado por una de ellas, al que accedió este diario, que da cuenta de los miedos y las discusiones que atravesaban la época. Para los investigadores, el listado que se lee como uno de los orígenes del modo de reconstrucción de pruebas que desde entonces elaboran los sobrevivientes adquiere mayor entidad con el paso del tiempo. En su alegato, los ex fiscales del juicio Mercedes Soiza Reilly y Guillermo Friele sumaron a este testimonio otros 24 listados hechos en los primeros años de liberación por quienes salieron del infierno. También fue una forma de homenaje. “El aporte realizado en el año 1979 por tres mujeres sobrevivientes de la ESMA fue esencial en la reconstrucción probatoria: en él se da cuenta de los detalles, del modo en que operaba el grupo de tareas –señalaron Soiza Reilly y Friele–. Estas mujeres, en este documento, relatan lo vivido dentro de la ESMA, listan a sus compañeros de cautiverio, mencionan la existencia de los vuelos de la muerte, de los nacimientos clandestinos, del actuar represivo y hasta del robo de bienes como parte del entramado ilegal desplegado. Es a partir de la valoración de estas huellas que la Justicia juega un rol importante en la construcción de la verdad.”

Ana María Martí

“Antes de dejarme salir, el Tigre Acosta me hizo firmar un papel. Decía que yo me había entregado voluntariamente. Nos dijeron que ya sabíamos lo que teníamos que hacer: que no olvidemos que nuestra familia estaba en Argentina, que nos iban a controlar, que teníamos que llamar de tanto en tanto a la ESMA, cosa que hice cuando llegué a Madrid”, dijo Martí en uno de los juicios. Ana María, casi dos años secuestrada, el último mes en compañía de sus hijos de 7 y 9 años, capturados en un operativo del Ejército. Cuando ella se enteró que ellos estaban secuestrados “pedí, mejor dicho imploré, que mis hijos sean entregados a mi padre, pero me respondieron que el Ejército quería retenerlos como anzuelo para detener a mi marido”. El 17 de noviembre la llevaron a una quinta operativa y al día siguiente le entregan a sus hijos. Habían permanecido en una comisaría. “Los hacían trabajar en tareas tales como revisar los bolsos de los familiares que visitaban a las detenidas. Mi hija Carmela de 7 años sabía perfectamente qué cosas podían entrar y cuáles no a la comisaría.” El 19 de noviembre de 1978 finalmente se tomó un vuelo a Madrid pagado por la Armada. Viajó con sus hijos pero también con Sara Solarz de Osatinsky.

Sara Solarz de Osatinsky

Sara declaró en innumerables ocasiones. Su testimonio sobre quince nacimientos a los que asistió en la ESMA fue una de las pruebas fundamentales del juicio por la apropiación de bebés. Lo que vivió, sin embargo, al salir del centro clandestino es uno de los relatos menos conocidos. Luego de aterrizar en Madrid, viajó a Valencia con Ana María y los niños y poco después tuvo que volver a la ESMA.

“Desde el aeropuerto en Madrid, tenía que enviar, y envié, una tarjeta a una casilla de correo: llegamos bien, decía. Nada más. Era la única indicación que nos dieron. Nos quedamos en Madrid hasta las Navidades, el 24 viajamos a Valencia y después del 25 conseguimos un departamento a unos 12 kilómetros de ahí. Desgraciadamente, la dirección que había tenido que dar era la de la persona que consiguió el departamento.” El día 3 de enero de 1979, la persona llevó a alguien de visita a la casa de Valencia.

– Miren a quién les traigo –les dijo–: es un amigo de ustedes que no tenía la dirección, y buscaba a Valeria.

Sara era Valeria Linares. Los marinos le habían hecho un documento falso a nombre de una persona fallecida. Del otro lado de la puerta, estaba el prefecto Héctor Febres, encargado de las embarazadas y por lo tanto también parte de la estructura para la apropiación de bebés, quien murió envenenado con cianuro en la cárcel, cuando concluía el primer juicio a la ESMA, en el que el único imputado era él. “Febres entró y se adueñó de la casa, de la misma manera que se adueñaba de uno. Caminaba, abría la heladera. Además una de las cosas que nos contó, no delante de los chicos, era que venía por una operación que habían decidido realizar en el exterior: habían conseguido la dirección para matar a Jaime Dri, que se había escapado de la ESMA.” Lo que Febres decía, “todas las cosas que nos contaba ya desde antes en la ESMA, era la manera de ensuciarnos, no sólo de ensuciarnos, sino de comprometernos”. Al día siguiente, con los chicos muy alborotados porque sabían que ese hombre era parte de los que habían secuestrado a su madre, Sara le dijo que se fuera.

–Bueno –respondió él–, pero te vas conmigo y vamos a Roma.

La obligó a viajar a Roma, por tierra, a bordo del auto que era de ellas. Ana María quedaba de alguna forma de rehén. “Habíamos quedado que yo hablaba por teléfono a Valencia y avisaba que había llegado bien. Y entonces cuando pasamos por una telefónica, estoy queriendo hablar y le digo a Febres ‘hay alguien que conozco’, para irme. Y entonces él, por supuesto, también quiere irse. Febres era cagón, no sé si estaba sólo, ni si iba a querer quedarse solo. Nos fuimos. Empezamos a caminar y bastante lejos en una calle oscura se aparece la persona que vi en la telefónica.” Esa persona era Armando Croatto, un militante perseguido por la dictadura, la Marina había intentado secuestrarlo en Madrid a mediados de 1978. Finalmente lo mataron en septiembre de 1979. Cuando los vio en esa calle oscura, le dijo a Febres: “Largala, dejála libre, largala”. Febres le preguntó quién era, intentó matonearlo y Croatto insistió: “Tenés que largarla, dejarla en libertad. ¿Que es lo que querés?” Volvieron al hotel. Y una vez que levantó la operación, Febres llevó a Sara de nuevo a Valencia.

Poco después, ella volvió a Madrid, también obligada por la Armada. Y al intentar regresar a Valencia, le robaron todo lo que tenía en el aeropuerto. Entre todo, su pasaporte. Y ahí comenzó una odisea para conseguir sus papeles. Además del pasaporte falso, ella tenía uno argentino con otro nombre pero sin sellos de entrada al país. Necesitaba sellarlo. Así que le hicieron tomar contacto con un agente de la ESMA en el Museo del Prado para ponerle los sellos. Viajó a Buenos Aires. La llevaron a la Policía Federal para hacerle un pasaporte nuevo en el día y cuando volvió al avión para irse, la nave volvió a aterrizar en Ezeiza por un problema en las turbinas. “En Ezeiza, realmente no salía de nuevo el avión ya ese día. Salió al día siguiente. Pero yo no tenía posibilidad de quedarme en Ezeiza, me iba a secuestrar cualquier otra fuerza. Estaba en manos de ellos. Seguía en manos de ellos. Fue algo terrible. Tuve que hablar a la ESMA para decir lo que me había pasado. Y no sé si fue un guardia o un suboficial, alguien, me viene a buscar y me lleva a la ESMA. Y me llevan delante de Acosta, y me hacen esperar. No vi. Creo que me llevan al sector del Dorado. Me hacen esperar un rato y luego Febres me lleva nuevamente a un hotel y al otro día puedo salir a la mañana y vuelvo a Valencia. Esta es una de las partes que, bueno, no puedo decir que le sentí confianza, no puedo decir que sentí desconfianza. Creo que, no sé qué es lo que sentí. Sí puedo decir que fue algo muy terrible”.

Marzo de 1979. Las chicas ya habían decidido organizar una conferencia de prensa con un grupo de compañeros para cuando estuviesen en libertad. Febres todavía las controlaba. Sara debía escribir cartas pero en abril no escribió más. “Por eso, recibo una carta de Febres llena de palabras obscenas, como gritando, como si lo sintiera gritar. ¿Qué se piensan? ¿Qué creen? Estoy preocupado. Quería saber qué estaba pasando.” Sara contestó. Le dijo que trataba de rehacer su vida. “Que por favor no me molesten más, que tengo necesidad de eso, que habían pasado bastantes cosas y necesitaba paz.” En junio, entonces, comenzó a reunirse con un grupo de compañeros. Entre ellos, Ana María Martí y Alicia Milia de Pirles.

Alicia Milia de Pirles

Alicia dejó la ESMA el 19 de enero de 1979 con otro pasaje que pagó la Armada. “No recibo ningún tipo de dinero –dijo en el juicio–, la Armada solo me paga el billete. Escribo una tarjeta postal y nunca tengo contacto con ningún marino, nunca vi a nadie, nunca me contacté con nadie, sé que llamaban a la casa de mis padres, pero yo nunca volví a ver a ninguno hasta el día que los vi acá en la lectura de los cargos.”

Hacia el final del invierno europeo de 1979, los que habían salido de la ESMA con destino a Europa desde fines de 1978 se fueron encontrando en Madrid o en alguna ciudad de España, contó en unas notas preparadas en ocasión del juicio ESMA III. “Necesitábamos vernos, hablar, tratar de completar, confirmar los datos que cada uno había sacado, guardarlos en la memoria. Necesitábamos buscar explicaciones. Repensar lo vivido. Hallar la forma de transmitirlo, hacer conocer la experiencia. Hacer aparecer los nombres de los compañeros con los que habíamos compartido el cautiverio para orientar la búsqueda. Que se supiese dónde habían estado.” Hubo intercambios que iban y venían por correo con quienes habían salido a Venezuela. “Una voluntad compartida –explicó–: cómo comunicar no lo que sabía cada uno en forma aislada sino tramar los primeros nudos de una recopilación colectiva de los datos de lo atravesado en la ESMA.”

Luego de discutir si viajar a declarar a Estados Unidos surgió la alternativa de hacerlo ante la Asamblea Nacional francesa. En ese contexto, maduró la idea de organizar una conferencia de prensa en París.

Los vuelos de la muerte

Las tres mujeres y otros compañeros se reunieron en un apart de Madrid con máquinas de escribir alquiladas. Escribieron y tacharon un documento “discutiendo como posesos”, contó Alicia, pero con el deseo de que el testimonio recogiera todas las memorias acumuladas. “Cada uno fue evaluando en qué condiciones estaba para afrontar el momento y si bien por distintas cuestiones personales varios fueron desistiendo, todos contribuyeron con sus experiencias, sus datos, sus sugerencias.”

En la mesa estuvieron muchos otros. Nilda Orazi, sobreviviente de la ESMA que había pasado por el campo clandestino del Atlético y había hecho su primera denuncia pública poco antes en Ginebra. Estuvieron Lila Pastoriza, Pilar Calveiro, Alberto Girondo, Andrés Castillo, Norma Burgos, Martín Gras y Graciela Daleo. Los sobrevivientes escribieron el documento, durante un período en el que fueron hablando con la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu), es decir con Eduardo Luis Duhalde y Gustavo Roca, entre otros. Con ellos se organizó la presentación en París.

“Había tantas cosas por decir –continuó Alicia–: individualizar a los compañeros y compañeras: sus nombres legales, sus apodos cuando no conocíamos otro, la fecha de caída, hasta cuándo los vimos o supimos de ellos. Y si no teníamos ni nombre ni apodo poníamos datos significativos que aparecían en el recuerdo de alguien: ‘tenía trillizos’; ‘era colectivero’; ‘ella nació en Jujuy’. Denunciar lo que sucedía con las compañeras embarazadas y con las criaturas que daban a luz en la ESMA, las sospechas y las certezas que fuimos teniendo de que esos niños nunca eran entregados a sus familiares. Testimoniar sobre Norma Arrostito, la fuga de Horacio Maggio, el Nariz; el secuestro de Oscar Degregorio, el Sordo Sergio, en Uruguay y su asesinato en la ESMA; el operativo que logró la caza de Rodolfo Walsh; los secuestros de madres, familiares y las monjas francesas. Y uno de los puntos más discutidos y difíciles: hablar del destino final de los compañeros con casi una total certeza: la muerte, que los represores llamaban traslados”.

Ese es uno de los puntos que, a 38 años de aquel documento, cobró mayor relevancia en el juicio. Bajo el título de “Traslados”, escribieron:

“Los días miércoles, excepcionalmente los jueves, se realizaban los traslados. En un principio se nos decía que a los secuestrados se los llevaban a otras dependencias o campos de trabajo que decían estar cerca del penal de Rawson. Nos costó convencernos de que, en realidad, el traslado conducía a la muerte. El día del traslado reinaba un clima muy tenso. Los secuestrados no sabíamos si ese día nos iba a tocar o no. Los guardias tomaban medidas mucho más severas que de costumbre. No podíamos ir al baño. Cada uno de nosotros debía permanecer rigurosamente en su sitio, encapuchado y con los grilletes puestos, sin hacer ningún gesto para poder mirar lo que pasaba. Tampoco podíamos hablar ni llamar a los guardias. Todo eso ocurría en Capucha o Capuchita. El sótano era desalojado rigurosamente a las 15.30. Si algún secuestrado estaba siendo torturado, se lo subía al tercer piso. Aproximadamente a las 17 horas, en Capucha se comenzaba a llamar a los detenidos por un número de caso. Se los formaba en fila india tomados uno del otro por los hombros, ya que iban encapuchados y con grilletes. Los bajaban de a uno. Sentíamos el ruido que hacían los grilletes al caminar acercándose a la puerta, que se abría inmediatamente y se volvía a cerrar. Cada uno llevaba consigo solo la ropa que tenía puesta (…) Eran llevados a la enfermería del sótano donde los esperaba un enfermero, que les aplicaba una inyección para adormecerlos, pero que no los mataba. Así vivos eran sacados por la puerta lateral del sótano e introducidos en un camión. Bastante adormecidos eran llevados a aeroparque, introducidos en un avión que volaba hacia el sur mar adentro, donde eran tirados vivos (…) De los miles de detenidos que se fueron en los traslados colectivos nunca supimos más. Muchas veces encontramos la vestimenta que tenían los compañeros el día del traslado en una piecita –pañol–, donde se ponían la ropa que usaban los secuestrados.”

En las notas, Alicia explica que se dividieron los temas por grupos y después volvían a leerlos. Que, con “especial empeño”, decidieron “exponer los nombres y apellidos de los (marinos) que llegamos a conocer, a veces exactos, otros por fonética. Y si no, sus apodos, alguna señal que los individualizara: la voz, la tonada, un rasgo físico, gustos, formas de caminar. Su ubicación en la estructura del grupo de tareas, el grado, las acciones en las que participaron (…) Un documento colectivo que se había comenzado, tal vez sin expresarlo, a pensar y murmurar dentro de la ESMA”, explicó. Y que el 12 de octubre de 1979, en París, salió a la luz.

A Suiza

Luego de la conferencia de prensa salieron en tren a Suiza con todo lo que significaba el miedo a lo que podía pasar. “En esa conferencia nos hacían preguntas gente de revistas como Somos y otras de Argentina, preguntas comprometedoras –explicó Sara en la declaración–. Unos hombres inmensos que eran de la custodia de Mitterrand nos sacaron en autos y motos y nos llevaron hasta un lugar donde nos dejaron. Ahí firmamos cada hoja de las declaraciones de las tres”.

Y entonces Ana María y Sara llegaron a Suiza.

En la ESMA, los marinos se pusieron como locos. Carlos Muñoz, uno de los testigos de esa furia, contó que discutieron la posibilidad de matarlos a todos. 

*La primera versión de esta nota, realizada por Alejandra Dandán. se publicó en Página/12 del 20 de noviembre de 2017.

 

24 de noviembre de 2020 · 

El testimonio de la sobreviviente de la ESMA,

que murió ayer, en el juicio por La Perla

Sara Osatinsky: “El represor Vergez me contó paso a paso el asesinato de mi marido y de mis hijos de 15 y 19 años”

José Osatinsky, tenía 15 años cuando lo mataron. 

Artículo publicado el lunes 9 de septiembre de 2013

Desde Córdoba

A lo largo de muchas de las audiencias del megajuicio por los crímenes cometidos durante la dictadura en el centro clandestino La Perla, en Córdoba, varios testigos describieron atroces crueldades no sólo porque las padecieron en carne propia, sino porque fueron los mismos criminales los que se solazaron contándolas como si fuesen hazañas. Algunos hasta casi las firmaron: como si se tratara de un artista que firma una obra de arte. Total –solían repetir en los campos de concentración– hablaban “con muertos vivos”. Uno de los casos más aberrantes de este tipo de perversión con sello de origen fue el que sufrió Sara Solarz de Osatinsky: la viuda del reconocido militante Marcos Osatinsky, cuyo asesinato en Córdoba mencionó Rodolfo Walsh en su legendaria Carta abierta a la Junta Militar de 1977. Sara atestiguó que fue el represor Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas” o “Gastón”, el que no le ahorró ni media pena, quien le relató el itinerario de sangre y muerte que diezmó a su familia y que Sara contó ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de esta provincia.

La única sobreviviente de la familia de Marcos Osatinsky viajó desde Suiza para dar su testimonio. Sara recordó que el mismísimo Vergez la fue a buscar a la ESMA, donde la mantenían torturada y cautiva, con el fin de trasladarla a Córdoba para asesinarla: “El me dijo que el apellido Osatinsky tenía que ser borrado de la faz de la Tierra en Córdoba –remarcó–. Y me contó paso a paso cómo mataron a mi marido Marcos; a mi hijo Mario, de 19 años, y a José, el menor, de 15”. Sobre José, incluso, Vergez le enrostró a la madre una queja de asesino frustrado: “Al más chico lo mató la policía… Desgraciadamente no fuimos nosotros. Nos ganaron de mano”. Los “nosotros” de Vergez eran sus cómplices y sicarios del Comando Libertadores de América (CLA), la versión cordobesa de la Triple A.

En la sala de audiencias, lo de Sara fue a veces insoportable. Pero con la energía de quien despertó todos estos años, día por día cuidando cada bocanada de vida para llegar a ese momento, ella declaró durante más de cinco horas con las fotos de sus amados sobre su escritorio. “El (Vergez) me dijo que querían borrar nuestro apellido de la faz de la Tierra. Pero no pudieron, y acá estoy yo para dar testimonio por los míos, por mí”, dijo Sara, y el represor pegó su barbilla contra el pecho, la boca ajustada en una mueca que ya no pudo destrabar.

“¿Y usted cómo es que sabe todo eso?”, preguntó el juez Julián Falcucci. “Es que Vergez me contó todo. El me buscó en la ESMA y habló, habló… Me contó cómo habían torturado a Marcos (Osatinsky) en el D2, en el Campo de la Ribera. Cómo lo habían llevado una vez a una quinta para picanearlo, pero que como se les cortó la electricidad y no pudieron, entonces lo ataron al paragolpes de un auto y corrieron carreras con su cuerpo torturado. Me dijo: ‘su marido es un hombre muy recto, ¿sabe? No le pudimos sacar ni una palabra’. Y que cuando ya estuvo muerto y lo llevaban en un cajón rumbo a Tucumán para entregárselo a sus familiares para que lo enterraran, él y los del Comando Libertadores de América se robaron el cajón, lo abrieron y dinamitaron el cuerpo”. Sara aseguró que ella tuvo “una especie de premonición el día que mataron a Marcos (21 de agosto de 1975). Nadie tuvo que avisarme. Me desperté de golpe, oí una sirena de la policía y supe que ya estaba muerto.” Algo parecido le sucedió con el asesinato de su hijo Mario: “Este hombre (Vergez) me contó que lo rodearon a él y a tres amigos en una casa en La Serranita. Que con megáfonos les dijeron que salieran. Ellos escaparon por detrás. Uno de los muchachos conocía muy bien la zona y huyeron por el monte. Pero en la madrugada, cuando subieron a la ruta cerca de Alta Gracia, como todos los caminos estaban tomados por los militares, los estaban esperando y los acribillaron. Yo estaba en casa. De pronto por la radio una voz dijo ‘Alta Gracia’ y me desmayé. Caí seca al piso. Cuando volví en mí, lloraba a los gritos”.

Con Sara ya secuestrada y cautiva en la ESMA, Vergez tampoco se ahorró ironías en la descripción de la feroz cacería humana en la que asesinaron a José, de 15 años, el hijo más pequeño de los Osatinsky. La laceró repitiéndole que “desgraciadamente” la policía se les había adelantado a los suyos, los del CLA. “José todavía iba a la secundaria, era nada más que un chico –se quebró la madre–. Me contó que lo corrieron por los techos de las casas del barrio. Que lo acribillaron.” Con los ojos fijos en la foto del hijo, Sara contó que, a diferencia de Marcos y Mario, “a él no pude llorarlo. No quería creer que estaba muerto. Recién en 1984, cuando lo encontraron en una fosa común y me avisaron, pude hacer el duelo… La doctora María Elba Martínez (una de las abogadas decanas en la defensa de derechos humanos de Córdoba) me llamó y me dijo que habían identificado sus restos… Le pedí a ella que lo enterrara. Yo ya estaba en el exilio”. Pero los restos no pudieron ser sepultados. Ocurrió que a último momento –y aún no está claro por qué– “alguien” dio una orden y las bolsas con los huesos de él y de otras víctimas de la represión fueron incineradas. La querella del abogado Claudio Orosz y la fiscalía de Facundo Trotta pidieron que se investigara la cadena de autoridades: desde el intendente hasta el director del cementerio, ya que “en 1984 Córdoba vivía en democracia”.

Sara nunca fue trasladada a Córdoba. Pero el detalle de los crímenes de sus dos hijos y esposo se fijaron en su memoria nada menos que por la palabra de quien se adjudicó la autoría. Y en este punto Héctor Pedro Vergez parece llevar la delantera a sus cómplices, aunque no es el único cultor de esta perversión ególatra. También por su propia boca se conocería paso a paso cómo masacraron a la familia de Mariano Pujadas: uno de los 19 jóvenes acribillados en Trelew en 1972. El testigo Gustavo Contepomi, quien declaró desde España por videoconferencia, denunció la existencia de “un documental catalán” en el que los periodistas fueron guiados por “una voz” que él creyó reconocer “como uno que se hacía llamar Gastón, y que por las indicaciones, lugares y precisiones que les daba a los documentalistas no podría ser de alguien que no fuera partícipe necesario en la masacre”: la madrugada del 14 de agosto de 1975 en que un comando del CLA mató al padre, la madre, el hermano y dos cuñadas del joven Pujadas. Al respecto, las testigos Cecilia Suzzara y Liliana Callizo coincidieron: “Vergez siempre se jactaba de cómo los habían tirado en un pozo y los dinamitaron”; al tiempo que Callizo implicó también a Barreiro en esta matanza.

Es que entre la horda afecta a reclamar el derecho de autor también se cuenta el represor Ernesto “Nabo” Barreiro, quien, entre otros crímenes, no habría tenido reparos en descerrajarle en la cara al sobreviviente Jorge De Breuil mientras lo atormentaba en el Campo de La Ribera: “¿Te gustó la orgía de sangre que hicimos con tu hermano?”, refiriéndose al fusilamiento de Gustavo De Breuil, asesinado junto al abogado Miguel Hugo Vaca Narvaja (h.) y a Higinio Toranzo en un simulacro de fuga. Una frase-tortura que De Breuil remarcó en sus testimonios ante el Tribunal. Otros, como el pertinaz violador Miguel Angel “Gato” Gómez, gustaba de quitarles la venda a sus víctimas antes de ultrajarlas y les lanzaba: “Mirame bien, yo soy el Gato, tu torturador”. O José “Chubi” López, quien le ordenó a Graciela Geuna que lo mirara “porque cuando te podamos matar te voy a matar yo. Y cuando te mate, lo último que vas a ver son mis ojos”. O el relato de una noche en La Perla, cuando ante Patricia Astelarra el represor “Luis Manzanelli y otros contaron como una anécdota cómo habían asesinado en la ruta al obispo (de la Rioja, Enrique) Angelelli, y cómo lo habían dejado tirado en el pavimento, con los brazos abiertos en cruz”. Reconocido por su saña en la sala de tortura, Manzanelli solía presumir de que “todos, absolutamente todos los que pasaron por aquí han pasado por mis manos”. También por su propia boca, y en su afán por ensuciar a los sobrevivientes, el represor civil Ricardo “Fogo” Lardone terminó admitiendo, en pleno juicio, haber participado en “lancheos”: recorridas por la ciudad para secuestrar gente y alimentar así la maquinaria de terror, tortura y muerte de La Perla.