Comprender el significado del 27 junio 1973, 47 años después

El “nunca más” se construye

27 de junio de 2020 

Hoy se cumplen 47 años del golpe de Estado que disolvió las cámaras el 27 de junio de 1973: quienes cumplieron 18 años ese día ya están en edad jubilatoria. Es mucho tiempo, y haberlo vivido se vuelve, cada vez más, “cosa de viejos”. Sin embargo, quedan muchas cuestiones pendientes en relación con el período de dictadura que comenzó formalmente aquel miércoles, y que se había gestado gradualmente antes.

Entre tales cuestiones, la más notoria es la de las personas detenidas que siguen desaparecidas. Se reclama tenazmente saber qué pasó con ellas, por obra de quiénes y dónde están sus restos, pero esa no es toda la verdad que necesitamos para llegar a la justicia. Resulta crucial esclarecer por qué, y no apenas en el terreno resbaladizo de las opiniones, sino como base sólida de nuestro futuro colectivo.

Es preciso que incorporemos convicciones comunes profundas sobre los motivos de la violencia política, y sobre la gravedad singular de la ejercida mediante los recursos estatales. Aún no lo hemos logrado, y esa carencia debilita nuestra capacidad de consolidar una sociedad en la que nunca más ocurra nada semejante.

No es muy difícil de entender. En Uruguay, la crisis económica de mediados del siglo XX tuvo graves consecuencias y se desató una dura lucha por la distribución de recursos escasos. Las organizaciones populares crecieron y desarrollaron, más allá de los reclamos sectoriales, la perspectiva de un programa de soluciones políticas. La confrontación en nuestro país se articuló con el marco mundial de la Guerra Fría, y el golpe de Estado, impulsado por una alianza de intereses estadounidenses y locales, abrió paso a más de una década de políticas favorables a esos intereses.

La dictadura no fue consecuencia de que los militares “se extralimitaran” después de derrotar a “subversivos” y “sediciosos”. Fue una herramienta empleada por civiles y militares para imponer un programa antinacional y antipopular. La aplicación de ese programa requería que arrasaran con las instituciones democráticas y ejercieran el terrorismo de Estado.

Muchos de los responsables de aquel horror han quedado impunes, porque no ejecutaron personalmente delitos de lesa humanidad, ni ordenaron que se cometieran desde posiciones institucionales, pero sus culpas no fueron menores que las de los dictadores y los esbirros, sino quizá mayores.

Si asumimos estos datos sobre las causas del golpe, tampoco es difícil entender cómo se construye el “nunca más”. Necesitamos más y mejor democracia en todos los terrenos. En el institucional, en el económico, en el cultural y en muchos otros, incluyendo el de las relaciones de género. Y más democracia, también, en el acceso a la verdad sobre la dictadura.

Los enormes daños que aquel régimen le hizo a Uruguay y a la mayoría de su población se apoyaron en la represión individual. A la inversa, la libertad y la justicia en la sociedad crecen con más libertad y más justicia para cada persona. Esto no es “cosa de viejos”. Le atañe sobre todo a la gente joven que toma la posta democrática, en beneficio del país entero.

Cuando es mejor no dejarles

el pasado a los historiadores

27 de junio de 2020 

 Escribe: Aldo Marchesi 

Las sociedades se vinculan con el pasado de diferentes maneras. Los historiadores tenemos un vínculo particular con los textos del pasado. Muchas veces nos perdemos en ese pasado sin poder comprender la utilidad o el sentido de lo que ocurre en relación con el presente. Somos más escépticos de lo que la gente piensa sobre la utilidad del pasado. Sospechamos de algunas afirmaciones que son parte del sentido común. Sabemos que, aunque parece un principio lógico, la idea de que mediante el estudio de su pasado las sociedades pueden evitar repetir experiencias dolorosas es relativa. Dudamos de aquella afirmación del romano Cicerón, historia magistra vitae, de que la historia es maestra de vida. La historia nunca se repite de la misma manera y las circunstancias de los diversos momentos históricos son singulares. En síntesis, lo que aprendimos de una experiencia pasada autoritaria no necesariamente nos va a permitir detener otra experiencia autoritaria que surge en un contexto distinto al primero.

En la víspera del 27 de junio o de otras fechas que remiten al pasado reciente parece que la voz de la historia como disciplina es más reconocida en la esfera pública y se refuerza la creencia de que el mero hecho de recordar lo ocurrido tiene un efecto sobre la no repetición. Los historiadores han escrito sobre diversos asuntos vinculados a la dictadura: el momento de la crisis previa al golpe de Estado y el papel de izquierdas, derechas y centros en dicho momento; las brutales transformaciones económicas, políticas y culturales desarrolladas por la dictadura; los apoyos sociales a la dictadura; las terribles violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen; las movilizaciones sociales y políticas de la recuperación democrática y los debates en torno a la memoria histórica en el proceso de redemocratizacion. Sobre estos temas y otros los historiadores han desarrollado archivos, escrito libros, promovido programas para que esos temas sean tratados a nivel educativo, asesorado en la definición de sitios de memoria, participado en medios de comunicación, contribuido con la Justicia y el Poder Ejecutivo en la investigación de las violaciones a los derechos humanos. Pero estamos lejos de que esos esfuerzos sean realmente influyentes para evitar la repetición de lo ocurrido. A veces uno tiene la sensación de que el recurso a la historia como disciplina termina siendo el resultado de que otros actores evaden las responsabilidades sobre un pasado que está lleno de presente.

Durante los años 80, partidos y movimientos compartían la interpretación de que la dictadura fue un régimen que tuvo como enemigo principal a la política y que atacó al conjunto de las libertades de todos los ciudadanos.

En este sentido, parece mucho más relevante, un día como hoy, repasar los consensos acerca de cómo la sociedad uruguaya interpretó la experiencia dictatorial durante la década de 1980 que escribir sobre las voces de los historiadores. Ciertamente, dichos acuerdos, que cruzaron a partidos y movimientos, sentaron las bases de la democracia que tenemos hoy, con sus defectos y virtudes. Esas voces que se encuentran en diferentes textos de época, entre otros la proclama del acto del 27 de noviembre de 1983 en el Obelisco, desarrollaron una interpretación de la dictadura que por oposición construyó los sentidos de lo que entendemos por democracia y fueron extremadamente influyentes en los debates posteriores.

Lo primero que pareció compartirse fue una visión común sobre lo que había sido la dictadura. Se trataba de un régimen que había tenido como enemigo principal a la política y que había atacado al conjunto de las libertades de todos los ciudadanos. Frente a la retórica de la dictadura, que intentaba explicar el autoritarismo como una reacción a la amenaza marxista y la guerra subversiva, el movimiento opositor que se expresó en el Obelisco describió a la dictadura como un régimen que había ido contra los partidos políticos que habían sido “silenciados durante una década” y contra “los políticos injuriados, perseguidos, encarcelados y exiliados, que demostraron que, como al fundador de nuestra nacionalidad, un lance funesto podrá arrancarles la vida pero no envilecerlos”. Dentro de la oposición a la dictadura se hablaba de uruguayos sin exclusiones, no se establecía diferencia entre izquierdas, centros o derechas. El principal antagonismo era entre la política y el autoritarismo militar.

En el primer año de democracia esa visión perduró. Sin embargo, a partir de la discusión sobre la ley de caducidad, esta forma de caracterizar la dictadura fue perdiendo peso entre varios actores políticos, fundamentalmente aquellos que adhirieron a la caducidad. Gradualmente la idea de dictadura fue perdiendo espacio frente a la metáfora de la guerra que había sido sostenida por los militares durante la dictadura. Esta idea intentó establecer una equiparación entre lo ocurrido en la movilización social y la lucha armada de los 60 y la dictadura. Desde los 90 algunos líderes tupamaros también se incorporaron a esta narrativa, con una mirada algo diferente a la de los defensores de la caducidad.

Días atrás, con motivo de la discusión de la restitución de la placa de Víctor Castiglioni, el senador nacionalista Jorge Gandini se vio en la necesidad de recordar que había sido maltratado en las instalaciones de la inteligencia policial por “ser blanco”.

Se trataba de dos experiencias históricas diferentes que admitían discusiones públicas separadas, pero que en virtud de esa apelación general al conflicto entre orientales se terminaban unificando. Por ese encadenamiento la dictadura era presentada como una respuesta legítima o históricamente inevitable frente a la situación de los 60. Esto llevó a situaciones absurdas, en las que varios políticos de los partidos tradicionales que fueron perseguidos por la dictadura terminaban olvidándose de su propia condición de víctimas. Sin ir más lejos, con motivo de la discusión de la restitución de la placa de Víctor Castiglioni, el senador nacionalista Jorge Gandini se vio en la necesidad de recordar que había sido maltratado en las instalaciones de la inteligencia policial por “ser blanco”. La necesidad de la aclaración da cuenta de la distorsión en las maneras de recordar que ha tenido esa narrativa que encadena lo ocurrido en los 60 con la dictadura.

Históricamente es posible reconocer que en el período comprendido entre 1969 y 1972 existió una situación que admite la noción de guerra civil. Aunque esto es parte de un debate histórico y público, lo que no parece adecuado es equiparar lo ocurrido o establecer una conexión directa entre ese momento histórico y un régimen dictatorial que proscribió a todos los partidos políticos, los sindicatos y múltiples organizaciones de la sociedad civil y que duró 12 años. Este encadenamiento continúa renovándose en la voz de viejos y nuevos actores, y siempre parece ir en una misma dirección: relativizar y banalizar el profundo impacto que tuvo la dictadura en múltiples aspectos de la vida de los uruguayos durante más de una década.

La proclama del Obelisco también aspiró a que las Fuerzas Armadas fueran “reintegradas a sus cuarteles y olvidadas de misiones tutelares que nadie nunca les pidió y que el gran pueblo uruguayo jamás necesitó”. De la dictadura se salió con una evaluación mínimamente compartida de que el creciente rol que las Fuerzas Armadas habían adquirido en la vida política nacional por su papel en la lucha contra la guerrilla había sido uno de los grandes errores del sistema político uruguayo. Wilson Ferreira Aldunate, uno de los principales perseguidos por la dictadura, expresó más de una vez su arrepentimiento por haber avalado los marcos legales que habilitaron la participación de los militares en la política interna.

A la salida de la dictadura, los intentos de construir un partido militar no prosperaron. El poder militar se mantuvo protegido por los diversos ministerios de Defensa Nacional, que actuaron como defensores de la corporación. Incluso en los gobiernos del Frente Amplio, que se desarrollaron políticas de verdad, reparación histórica y algo de justicia, también por momentos algunos ministros actuaron como defensores de la corporación. Pero en ningún caso los militares intentaron avanzar sobre la esfera política.

En los últimos años, desde el ámbito militar parece haber renacido una voluntad de salir de las trincheras del Ministerio de Defensa para avanzar en otros ámbitos de la vida política nacional.

Sin embargo, en los últimos años percibimos ciertos cambios que parecen ir en una dirección contraria. Por un lado, existe una creciente demanda de un mayor involucramiento de los militares en los asuntos internos. Actores políticos se han planteado la necesidad de que las Fuerzas Armadas tengan un mayor involucramiento en la lucha contra el narcotráfico y de otras actividades delictivas. Una iniciativa plebiscitaria que tuvo un importante nivel de adhesión fue en esta dirección. Asimismo, desde el ámbito militar parece haber renacido una voluntad de salir de las trincheras del Ministerio de Defensa para avanzar en otros ámbitos de la vida política nacional. El surgimiento de un caudillo militar como Guido Manini Ríos, amparado en las administraciones del Frente Amplio, y el desarrollo de Cabildo Abierto como un partido con un importante componente militar entre sus cuadros da cuenta de un cambio que resultó inédito. Dicho cambio pareció ir en contra de uno de los consensos de aquella oposición antidictatorial que asumía que los militares no debían participar en la vida política nacional ni en la represión de los asuntos internos. En un contexto de renacimiento de la participación militar en procesos políticos en diversos países latinoamericanos, como Brasil, Bolivia y Venezuela, estos hechos deberían generar mayor inquietud.

Por último, la proclama del Obelisco imaginó “una Patria en la que sólo estarán proscriptas la arbitrariedad y la injusticia, una Patria sin perseguidos y, fundamentalmente, sin perseguidores, y en la cual, por consiguiente, se liberará de inmediato a todos los que fueron privados de su libertad por causa de sus ideas y se repararán, en todo cuanto resulte posible, las arbitrariedades cometidas a lo largo de una década de ejercicio discrecional del Poder”. La idea de que había sido una década marcada por arbitrariedades y que era necesario reparar dichos daños fue algo que se mantuvo por sectores amplios hasta que el debate de la ley de caducidad desarticuló esa idea consensuada. Inicialmente la justificación en torno a la imposibilidad de justicia fue argumentada de forma realista: no era posible juzgar a los militares porque aún tenían poder. Dicho argumento luego se transformó explícitamente en la voluntad de reconciliación a través del olvido. Sin embargo, la idea de que la dictadura había significado un daño moral y que dicho daño debía repararse no fue descartada totalmente.

Desde 1996 la Marcha del Silencio ayudó a retomar la idea de reparación histórica, al menos en relación con los desaparecidos. En el siglo XXI, gracias a la movilización social, un tímido apoyo político de algunos sectores de los partidos tradicionales y un respaldo mayor del Frente Amplio, la demanda de verdad acerca de lo ocurrido sobre el destino de los desaparecidos renació. Las diversas administraciones de este siglo: Jorge Batlle, Tabaré Vázquez, José Mujica y hoy Luis Lacalle Pou, al menos declarativamente reconocieron la legitimidad de dicho reclamo. Esto significó un avance frente a lo que ocurrió en los 90, cuando dicho reclamo fue prácticamente negado. Sin embargo, la reparación histórica por las arbitrariedades cometidas por la dictadura es continuamente relativizada cuando autoridades estatales defienden formas de violencia ilegal desarrolladas por militares en la dictadura y prácticas represivas ilegales desarrolladas por la Policía en democracia, incluso en contextos actuales.

En toda América estamos viviendo una creciente degradación de las instituciones democráticas. Además de lo que escuchamos en los medios de comunicación sobre la publicitada Venezuela, las denuncias sobre serias violaciones a los derechos humanos vinculadas a las prácticas de policías y militares recorren de norte a sur el continente. Además, el creciente rol de los militares en la política interna y el desarrollo de liderazgos autoritarios amenazan a numerosos sistemas democráticos, entre otros la “ejemplar” democracia estadounidense. En ese contexto, resulta útil evaluar qué ha pasado con los consensos que la sociedad uruguaya mantuvo en relación con lo ocurrido en la dictadura. No sólo por una preocupación acerca del pasado, sino porque esos acuerdos delinearon la democracia en la manera que la conocemos actualmente. Algunos aspectos de esa valoración común han venido cambiando por ya largo tiempo, mientras que otros emergen ahora. Los riesgos de cambiar esos acuerdos en este momento resultan algo inquietantes como para dejarlos reducidos a la mera discusión académica sobre el pasado. A diferencia de lo que decía Julio María Sanguinetti en los 80 acerca de que lo mejor que podía pasar con el pasado era “dejárselo a los historiadores”, el problema parece demasiado serio para que sólo ellos se hagan cargo.

Aldo Marchesi es historiador y se especializa en historia reciente de Uruguay y la región.

La clase obrera va al paraíso

27 de junio de 2020 

 Escribe: Álvaro Rico 

Costó alcanzar el cuórum del Senado en aquella última noche de la democracia uruguaya. Ya pasaban 25 minutos de las 0.00 cuando comenzó la sesión presidida por Eduardo Paz Aguirre. Carlos Julio Pereyra retomó su intervención interrumpida el día anterior sobre ANCAP mientras los rumores y los gestos en la sala le confirmaban lo peor. Tal como habían acordado para respetar el Reglamento (¡en pleno golpe!), Wilson Ferreira le pidió una interrupción, que concedió. Comenzó entonces su alegato antidictatorial, al que le siguió una sucesión de intervenciones de los demás senadores hasta pasadas las dos de la madrugada. Cuando la voz encendida del último calló, entre saludos entrecortados y lágrimas de emoción, cada uno ganó la calle para perderse anónimo por casi 12 años.

A las cinco de la mañana del miércoles 27 de junio, la cadena oficial comenzó a irradiar “A don José” y “El pericón”, intercalados con marchas militares; 20 minutos después se difundió el Decreto 464: “Declárense disueltas la Cámara de Senadores y la Cámara de Representantes”. El golpe de Estado se consumó y el presidente constitucional, Juan María Bordaberry, se convirtió en dictador. A las siete de la mañana, el Palacio Legislativo fue tomado por los militares. Esteban Cristi y Gregorio Álvarez ingresaron por la puerta del Senado secundados por Juan Queirolo, que comandaba los carros blindados que cercaron el edificio.

Entre la medianoche del martes y la madrugada del miércoles, el Secretariado Ejecutivo de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) se reunió en la modesta sede del Sindicato del Vidrio, en La Teja. De allí salió el histórico “Llamamiento de la CNT a la clase obrera y el pueblo” que empezó a circular entre los huelguistas. A la mañana se reunió la Mesa Representativa de la CNT en la textil La Aurora, en Capurro, y se designó a un comando de la huelga general. También se propuso la incorporación al secretariado de la Central del sindicato de FUNSA, que aceptó.

Un hormigueo de obreros comenzaba a desplazarse desde sus casas en los barrios populares de la capital y las ciudades del interior, desde Nuevo París, el Cerro, La Teja, Belvedere, Maroñas a Salto, Paysandú, Colonia. Con el cambio de turnos a las seis de la mañana, los obreros que entraban ocupaban y los que salían, ocupaban. También sucedió lo mismo en algunas facultades de la Universidad de la República (Udelar).

En la noche de miércoles murió Francisco Paco Espínola. El escritor fue velado en la sede del Partido Comunista, al que se había afiliado. Se tuvo que acondicionar de apuro el local de la calle Sierra 1720, que estaba cerrado desde hacía días. Resultó un hecho sin precedentes la presencia de monseñor Carlos Parteli dialogando con Liber Seregni, Rodney Arismendi, Óscar Maggiolo, Juan Pivel Devoto, Jorge Zabalza, Víctor Licandro, antes de partir en un multitudinario cortejo por 18 de Julio al Cementerio Central.

Los obreros de FUNSA ocuparon la fábrica con los directivos adentro y el Ejército intervino por primera vez para desalojarlos por la fuerza a las diez de la mañana. Días después, el barrio de Villa Española fue ocupado y FUNSA desalojada con un despliegue de guerra: siete tanques y un helicóptero. El transporte circulaba parcialmente con custodia militar. Vestido con su uniforme de marino y la pistola cargada, sosteniendo un cartel, se leía: “Soy el Capitán Óscar Lebel. ¡Abajo la dictadura!”.

Ferias vecinales, colas para el querosén, misas en las parroquias de barrio, plazas y paradas de ómnibus, canchitas de baby fútbol y los muros de la ciudad eran la escenografía de la resistencia, del mano a mano y el boca a boca, la “radio bemba”. Los vecinos ayudaban con colectas de dinero (poco) y frazadas; los comerciantes, con alimentos para las ollas sindicales en las fábricas ocupadas. Muchas de las actividades barriales se organizaban desde las Mesas Zonales de la CNT, vinculadas a comisiones vecinales, de fomento, clubes deportivos, parroquias, escuelas, y al entramado infinito de solidaridades en las zonas populares.

Las facultades ocupadas permanecieron abiertas y las clases continuaron dictándose para tener a los estudiantes nucleados; en la noche del día del golpe se reunió el Consejo Directivo Central y sacó una declaración pidiendo la renuncia del dictador. Al otro día sesionó la Asamblea General del Claustro presidida por el rector, Samuel Lichtensztejn, con la presencia de Óscar Maggiolo. Una primera movilización relámpago de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay recorrió un tramo de 18 de Julio.

En las fábricas el frío calaba hondo, en un invierno con un grado bajo cero en Montevideo y ola de frío polar en el interior. Los grandes galpones no eran lugares adecuados para vivir tantos días, a pesar del calor humano; se colocaban estufas y hasta se fabricaban, se apreciaba la donación de mantas y cualquier maderita venía bien para el fogón y calentar a quienes hacían guardia en los portones. El querosén escaseaba y el gas se cortaba por las medidas de lucha. El abasto de carne tenía dificultades y se agotaban los stocks de fiambres y embutidos, según el Centro de Almaceneros Minoristas; tampoco el expendio de fideos alcanzaba a satisfacer la alta demanda. “Durante la huelga muchos gatos y palomas marcharon a la olla sindical”, cuenta Dari Mendiondo.

Los niños correteaban jugando entre las máquinas en las textiles de Maroñas y La Teja, donde predominaba la mano de obra femenina; con el paso de los días la situación familiar se complicaba, al no tener con quién dejarlos porque los maridos también ocupaban. De día, para mantenerse activos, los ocupantes se visitaban en las fábricas vecinas y se contaban las experiencias en reuniones fraternas: “Eso nos entusiasmaba”. Teatro callejero y artistas del canto popular animaban las ocupaciones los fines de semana: Alfredo Zitarrosa, Manuel Capella, Yamandú Palacios, Washington Carrasco, Pancho Viera. Era fin de mes y el sueldo ya no alcanzaba, aunque numerosos patronos daban adelantos y colaboraban con la olla sindical.

La huelga fue pacífica. Los obreros cuidaban más los locales y las máquinas que su propio cuerpo; desalojados una y otra vez por la fuerza, pasando entre filas de soldados que los golpeaban en el cuerpo y manoseaban a las mujeres al salir. En grupos eran puestos de plantón por largas horas en las veredas para que el vecindario escarmentara. Llevados luego por la fuerza a alguna comisaría hasta que desbordaron, entonces la dictadura habilitó el Cilindro Municipal, el estadio de básquetbol reinaugurado como establecimiento policial para el depósito de sindicalistas y estudiantes presos. Los comunicados diarios y las intimaciones presionaban al reintegro.

El sábado 30 los militares iniciaron la Operación Desalojo, y el Secretariado de la CNT elaboró un instructivo por el que se volvía a ocupar, una y otra vez, pacíficamente. A última hora de ese mismo día, la CNT fue “declarada ilícita” y se dispuso “su disolución”; su sede, en la calle Buenos Aires 344, fue ocupada y saqueada. La dirección de la Central estaba clandestina y vivía a “salto de mata”, cambiando cada noche la fábrica donde dormir o mudando de casas. El 4 de julio se solicitó la captura de sus 52 dirigentes (entre ellos, una mujer), porque “se encuentran en la clandestinidad, conspirando contra la Patria y el patrimonio nacional”. El decreto 518 de la dictadura autorizó los despidos de trabajadores públicos y privados sin indemnización si no se reintegraban al trabajo. Comenzó así uno de los exilios sociales más numerosos a Buenos Aires.

El 3 de julio, la llama de la refinería de ANCAP, un símbolo que se veía recortado desde distintos puntos de la ciudad, se apagó mediante una acción heroica de la CNT que buscó quebrar la idea de “normalidad” laboral que fomentaba la dictadura por los medios de comunicación. Ernesto Vega, que participó en la acción de resistencia, se quebró la pierna al saltar el muro de la centralita de UTE que alimentaba la refinería y tuvo que ser evacuado con ayuda de su compañero, Ernesto Goggi; al cabo de unos días, partieron al exilio en Buenos Aires. Los trabajadores de la refinería ya habían sido militarizados, pero desde ese día se pidió la captura de los 18 dirigentes de FANCAP.

Ramón Peré, militante de la Juventud Comunista y docente universitario, murió baleado por una patrulla cerca de la Facultad de Veterinaria, luego de participar en una movilización; su velatorio se realizó en la Udelar, que fue cercada; en las primeras horas de la madrugada del día 9, mientras pintaba “consulta popular” en un muro en Piedras Blancas, fue asesinado por un policía Walter Medina, liceal y poeta, militante de la Juventud Socialista.

El día 9 fue la despedida de la huelga entre multitudes. Mientras las tanquetas de la Región Militar Nº 1 enfilaban por Agraciada hacia el centro, Ruben Castillo leía un poema de Lorca: “A las cinco en punto”, la hora de largada. Cientos de personas se lanzaron a la calle por 18 de Julio y fueron brutalmente reprimidas por la Policía. La sede del diario El Popular fue asaltada por un comando y destruidas sus instalaciones. A la noche, el presidente del Frente Amplio, el general Seregni, sufría su primera detención bajo la dictadura, junto a Licandro y Zufriategui. Era la Operación Zorro.

La huelga general se levantó a las 0.00 del día jueves 12 de julio, tras una decisión adoptada por la dirección sindical en una reunión clandestina en IMPASA, no sin discusiones y sin unanimidades. Constituyó un ejemplo social único y una patriada obrera de 15 días contra el golpe de Estado que inició la resistencia de casi 12 años contra la dictadura cívico-militar en el Uruguay.

Álvaro Rico es docente universitario y fue decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Udelar.