The Guardian: el plan Cóndor en América Latina

PLAN CÓNDOR

La conspiración de la guerra fría que aterrorizó a Sudamérica

5 Agosto 2020

Por Giles Tremlett

 

  • Durante las décadas de 1970 y 1980, ocho dictaduras militares respaldadas por Estados Unidos planearon conjuntamente el secuestro transfronterizo, la tortura, la violación y el asesinato de cientos de sus oponentes políticos. Ahora, algunos de los perpetradores finalmente se enfrentan a la justicia.

La última vez que Anatole Larrabeiti vio a sus padres tenía cuatro años. Era el 26 de septiembre de 1976, el día después de su cumpleaños. Recuerda el tiroteo, los destellos brillantes de los disparos y la vista de su padre tirado en el suelo, herido de muerte, afuera de su casa en un suburbio de Buenos Aires, Argentina, con su madre acostada a su lado. Luego Larrabeiti recuerda que la policía armada se lo llevó junto con su hermana Victoria Eva, de 18 meses.

Los dos niños se convirtieron en prisioneros. Al principio, los recluyeron en un sucio taller de reparación de automóviles que se había convertido en un centro clandestino de tortura. Eso fue en otra parte de Buenos Aires, la ciudad a la que se mudaron sus padres en junio de 1973, uniéndose a miles de militantes de izquierda y exguerrilleros que huían de un golpe militar en su país, Uruguay. Al mes siguiente, en octubre de 1976, Anatole y Victoria Eva fueron trasladados a Montevideo, la capital de Uruguay, y detenidos en el cuartel general de inteligencia militar. Unos días antes de Navidad, fueron trasladados a un tercer país, Chile, en un pequeño avión que se elevó por encima de los Andes. Larrabeiti recuerda haber contemplado los picos nevados desde el avión.

Los niños pequeños no suelen hacer viajes épicos por tres países en tantos meses sin sus padres o familiares. Lo más parecido que tenían a la familia era una carcelera conocida como tía Mónica. Probablemente fue la tía Mónica quien los abandonó en una gran plaza, la Plaza O’Higgins, en la ciudad portuaria chilena de Valparaíso, el 22 de diciembre de 1976. Los testigos recuerdan a dos niños pequeños y bien vestidos que salían de un automóvil negro con vidrios polarizados. Larrabeiti deambuló por la plaza, de la mano de su hermana, hasta que el dueño de un carrusel de un parque de entretenciones los vio. Los invitó a sentarse en los juegos, esperando que aparecieran algunos padres aterrorizados, buscando a sus hijos perdidos. Pero no vino nadie, así que llamó a la policía local.

Nadie podía entender cómo habían llegado hasta aquí los dos niños, cuyo acento los identificaba como extranjeros. Era como si hubieran caído del cielo. Anatole era demasiado joven para entender lo que había sucedido. ¿Cómo explica un niño de cuatro años que se encuentra en Chile que no sabe dónde está, que vive en Argentina, pero es realmente uruguayo? Todo lo que sabía era que estaba en un lugar extraño, donde la gente hablaba su idioma de una manera diferente.

Al día siguiente, los niños fueron llevados a un orfanato y desde allí fueron enviados, por separado, a hogares de menores. Después de unos meses, tuvieron un golpe de suerte. Un cirujano dentista y su esposa querían adoptar, y cuando el magistrado a caro de los niños le preguntó al cirujano qué hermano quería, éste respondió ‘ambos’. “Dijo que teníamos que estar juntos, porque éramos hermano y hermana”, me dijo Larrabeiti cuando nos conocimos a principios de este año en la capital de Chile, Santiago.

Hoy en día, es un fiscal de 47 años esbelto, elegante, con ojos color avellana y la cabeza rapada. “He decidido vivir sin odio”, dijo. “Pero quiero que la gente sepa”.

Lo que Larrabeiti quiere que la gente sepa es que su familia fue víctima de una de las redes terroristas estatales internacionales más siniestras del siglo 20. Se llamó Operación Cóndor, en honor al buitre de alas anchas que se eleva sobre los Andes, y unió a ocho dictaduras militares sudamericanas –Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay, Brasil, Perú y Ecuador– en una sola red que cubría cuatro -quintos del continente.

UNA SOLA HISTORIA

Han debido pasar décadas para exponer plenamente este sistema, que permitió a los gobiernos enviar escuadrones de la muerte al territorio de otros con el fin de secuestrar, asesinar y torturar enemigos, reales o presuntos, entre sus comunidades de inmigrantes y exiliados. Condor integró y expandió de manera efectiva el terrorismo de estado desatado en América del Sur durante la guerra fría, luego de que sucesivos golpes militares de derecha, a menudo alentadospor Estados Unidos, borraran la democracia en todo el continente. Cóndor fue el elemento más complejo y sofisticado de un fenómeno amplio en el que decenas de miles de personas en Sudamérica fueron asesinadas o desaparecidas por gobiernos militares en las décadas de 1970 y 1980.

La mayoría de las víctimas de Cóndor desaparecieron para siempre. Cientos fueron eliminados en secreto, algunos de ellos arrojados al mar desde aviones o helicópteros después de ser amarrados, encadenados a bloques de concreto o drogados para que apenas pudieran moverse. La madre de Larrabeiti, Victoria, a quien se vio por última vez en un centro de tortura argentino en 1976, es una de ellas. Su padre, Mario, que era un militante de izquierda, probablemente murió en el tiroteo cuando fueron secuestrados por la policía. Sin embargo, han sobrevivido suficientes víctimas para contar historias que, cuando se comparan con un volumen creciente de documentos desclasificados, equivalen a una sola historia espantosa.

En las últimas dos décadas, la historia de Larrabeiti se ha contado y vuelto a contar en media docena de cortes y tribunales de todo el mundo. En ausencia de un sistema de justicia penal global completamente formado, los perpetradores de Cóndor están siendo llevados a los tribunales a través de un proceso fragmentado. “El problema con las fronteras es que es más fácil cruzarlas para matar a alguien que perseguir un crimen”, dice Carlos Castresana, un fiscal que ha perseguido los casos de Cóndor y los dictadores detrás de ellos en España. Quienes buscan justicia han tenido que depender de una telaraña judicial de leyes nacionales, tratados internacionales y fallos de tribunales de derechos humanos. Los individuos a los que persiguen son a menudo ancianos decrépitos e impenitentes, pero una tenaz red de sobrevivientes, abogados, investigadores y académicos, como los cazadores de nazis de la posguerra, ha asumido el desafío de garantizar que tal terror estatal internacional no quede sin probar.

El proceso es dolorosamente lento. La primera gran investigación criminal centrada en Cóndor, con víctimas y acusados ​​de siete países, comenzó en Roma hace más de 20 años. Todavía no ha terminado. En un sofocante día de julio de 2019, un juez en el caso de Roma condenó a cadena perpetua a un expresidente de Perú, un canciller uruguayo, un jefe de inteligencia militar de Chile y otras 21 personas por su papel en una campaña coordinada de exterminio y tortura. Los acusados ​​están apelando y el veredicto final debe emitirse dentro de un año.

Mucho de lo que sabemos ahora sobre Cóndor se ha desenterrado o reconstruido en Roma, Buenos Aires, y en docenas de casos judiciales, grandes y pequeños, en otros países. Otra evidencia proviene de los documentos de inteligencia de Estados Unidos que tratan con Argentina y que fueron desclasificados por orden de Barack Obama. En 2019, Estados Unidos completó la entrega de 47.000 páginas a Argentina. Estos documentos muestran cuánto sabían los gobiernos de EE. UU. Y Europa sobre lo que estaba sucediendo en Sudamérica y lo poco que les importaba.

Cuando tenía siete años, Anatole Larrabeiti descubrió su verdadera identidad, gracias a su tenaz abuela paterna, Angélica, quien localizó a los hermanos. Las historias habían aparecido en la prensa chilena cuando desaparecieron en 1976, aunque los titulares afirmaban que fueron abandonadas por “padres terroristas rojos” no identificados. Durante los siguientes años, la noticia del paradero de los niños desaparecidos se difundió de una organización humanitaria a otra, antes de llegar finalmente al grupo brasileño de derechos humanos Clamor, que tenía activistas en Valparaíso, la ciudad de Chile donde vivían Larrabeiti y su hermana. Después de un ‘soplo’, los activistas fotografiaron en secreto a los niños de camino a la escuela y enviaron fotografías a Angélica, quien inmediatamente reconoció a sus nietos. “Mi hermana era una réplica de mi madre cuando era niña”, explicó Larrabeiti. “Y tengo sus labios”.

De acuerdo con sus abuelos biológicos, los niños permanecieron con sus padres adoptivos en Chile. Cuando Victoria Eva cumplió nueve años, le informaron sobre su verdadera identidad y los niños comenzaron a hacer visitas familiares a Uruguay. “Eran buenos padres”, dijo Larrabeiti, de la pareja que los adoptó. “Mantuvieron los vínculos con Uruguay y tuvimos apoyo sicológico, que necesitaba cuando me convertí en un adolescente muy enojado”.

TERROR Y RENDICION

Los crímenes cometidos por los regímenes militares de América Latina durante la guerra fría siguen acechando al continente. Solo una combinación perversa de poder y paranoia puede explicar por qué estos regímenes se otorgaron el derecho no solo de asesinar y torturar, sino también de robar niños como los Larrabeitía. Los hombres que perpetraron tales crímenes se vieron a sí mismos como guerreros en una guerra mesiánica y sin fronteras contra la expansión de la revolución armada en América Latina.

Sus fantasías eran exageradas, pero no del todo infundadas. En 1965, el revolucionario argentino Ernesto “Che” Guevara se despidió emocionado de su compañero de armas Fidel Castro, dejando Cuba. Prometió iniciar una nueva fase de actividad revolucionaria, extendiendo la guerra de guerrillas por América Latina. El Che murió mientras realizaba su misión en Bolivia en 1967, pero para entonces Estados Unidos veía la revolución en América Latina como una amenaza existencial, recordando cómo las armas nucleares rusas habían llegado a suelo cubano durante la crisis de los misiles de 1962. En un intento por fortalecer las fuerzas anticomunistas, Estados Unidos inyectó dinero y armas a las fuerzas armadas en toda la región, aumentando enormemente el poder de las fuerzas armadas dentro de estos estados y, finalmente, como escribió el periodista estadounidense John Dinges, terminó en abrazo íntimo con asesinos en masa que dirigen campos de tortura, vertederos de cadáveres y crematorios”. En la década de los 70, cuando los golpes militares de derecha y el terrorismo de Estado azotaban el continente, se intentó coordinar una respuesta armada a través de una red flexible conocida como Junta Coordinadora Revolucionaria (JCR). Formado por grupos de Chile, Uruguay, Argentina y Bolivia en 1973, el JCR tenía planes grandiosos para perseguir el levantamiento continental del Che, pero carecía de fondos, amigos y poder de fuego. Mientras tanto, los regímenes militares de América del Sur comenzaron a colaborar más estrechamente, alcanzando inicialmente acuerdos bilaterales que permitieron a los operativos realizar su trabajo en suelo extranjero.

Aurora Meloni, una uruguaya que se había exiliado en Argentina con su esposo Daniel Banfiy dos hijas pequeñas, fue una de las primeras en sospechar que la derecha violenta de América del Sur estaba tramando una red internacional de terror y rendición. A las tres de la madrugada del 13 de septiembre de 1974, Meloni y Banfi se encontraban en su casa en un suburbio de Buenos Aires cuando una media docena de hombres armados irrumpieron por su puerta. Meloni, entonces de 23 años, reconoció de inmediato a uno de ellos como el notorio inspector de policía uruguayo Hugo Campos Hermida. De vuelta en Uruguay, Hermida había interrogado una vez a Meloni y Banfi, entonces estudiantes de literatura e historia respectivamente, después de que participaran en una manifestación en su país de apoyo a la guerrilla de izquierda Tupamaro, al que pertenecía Banfi. “Recordé cómo me había pegado [Hermida]”, me dijo Meloni. “Fue muy agresivo”.

Meloni no podía entender por qué Hermida trabajaba libremente en un país extranjero. En ese momento, Argentina todavía era una democracia, con estado de derecho. (La toma de posesión militar se produjo más tarde, en marzo de 1976.) Los policías extranjeros no tenían derecho a actuar allí. Después de que su apartamento fuera saqueado en busca de pistas sobre el paradero de otros tupamaros exiliados, Hermida se llevó a Banfi. Aurora supuso que pronto descubriría a qué comisaría o cárcel lo habían llevado, pero se hizo el silencio.

AMNISTIA

En septiembre de 1974, esto todavía era un evento extraño. “Nunca antes habíamos oído hablar de personas desaparecidas en Argentina. Estaba seguro de que lo encontraría”, me dijo Meloni. Finalmente, convocó una conferencia de prensa. ¿Cómo podría alguien desaparecer así? La respuesta llegó cinco semanas después, cuando la policía descubrió tres cuerpos con cicatrices de tortura a 120 kilómetros de distancia. Se habían visto faros de automóviles y un grupo de hombres en un lugar remoto por la noche, y había quedado un montón de tierra fresca. Daniel Banfi fue uno de los tres uruguayos asesinados encontrados en la tumba excavada a toda prisa.

Al mes siguiente, Meloni dejó Argentina y finalmente se mudó a Italia, donde, como su padre era italiano, tenía doble nacionalidad. Regresó a Uruguay por tres períodos durante los siguientes 25 años, buscando justicia. Pero, al igual que en Chile y Argentina, el precio de poner fin a la dictadura en Uruguay en 1985 fue una amnistía, que dictaminó que los representantes estatales no podían ser acusados ​​de crímenes cometidos durante los 12 años del régimen en el poder. Parecía que no se podía hacer nada.

No fue hasta finales de siglo que empezaron a aparecer fisuras en el statu quo legal. A finales de los 90, un juez español llamado Baltasar Garzón comenzó a probar una ley previamente ignorada que obligaba a España a perseguir a cualquier presunto abusador de derechos humanos en cualquier parte del mundo, si sus propios países se negaban a juzgarlos. Garzón y un grupo de fiscales progresistas abrieron investigaciones por genocidio y terrorismo contra la ex junta militar argentina y el régimen de Pinochet, y “una conspiración criminal” entre ellos.

Dado que el acusado no vivía en España, la búsqueda de Garzón se consideró quijotesca. “La gente se rió de nosotros”, me dijo recientemente en Madrid el fiscal español que trajo estos casos, Carlos Castresana. Sin embargo, el 16 de octubre de 1998, la policía detuvo a Pinochet en una clínica de Londres tras una operación de hernia menor. Era un visitante frecuente de la ciudad, tomaba el té en Fortnum & Mason y se acercaba a su vieja amiga y aliada Margaret Thatcher.

En medio de los titulares y la avalancha de documentos enviados a Londres durante los días siguientes, pocas personas notaron que la orden inicial de arresto de Pinochet se basaba en un caso de Condor. Nombró a una víctima chilena desaparecida en Argentina, Edgardo Enríquez, y afirmó que “hay constancia de un plan coordinado, conocido como Operación Cóndor, en el que participaron varios países”.

Pinochet estuvo detenido durante 17 meses mientras los lores de la ley británicos aprobaron dos veces la extradición a España. El secretario del Interior del Partido Laborista, Jack Straw, bloqueó la extradición y, en cambio, envió a Pinochet a Chile por motivos de salud. A su regreso, el ex dictador se burló de esa justificación al bajarse de su silla de ruedas para saludar con alegría a sus seguidores. Sin embargo, algo importante había cambiado, ya que fiscales, jueces y activistas se dieron cuenta de que los dictadores de América del Sur y sus secuaces ya no eran intocables.

En 1999, inspirada por Garzón, Aurora Meloni presentó un caso de asesinato en Italia contra funcionarios de seguridad uruguayos sospechosos de matar a Banfi y otros. Las familias de otras víctimas de Cóndor con ciudadanía italiana se unieron a Meloni y el caso se amplió para cubrir los delitos de Cóndor en varios países. Desde su casa en Milán, Meloni, que ahora tiene 69 años, ha mantenido vivo el caso desde entonces. “Ha llevado mucho tiempo”, me dijo. Después de la sentencia del año pasado en Roma, los demandantes estaban encantados, pero Meloni señala que hasta que sepamos el resultado de las apelaciones, la historia no termina.

Cuando Daniel Banfi fue asesinado a fines de 1974, Condor aún no existía formalmente. Su muerte puede verse como un precursor o una prueba. Hermida Campos era una de los pocos oficiales de seguridad uruguayos que estaban probando en secreto formas de cazar exiliados con sus contrapartes argentinas.

Otro de los que preparaba el programa de entregas con Argentina, que luego sería absorto por Cóndor, fue el teniente de la Armada uruguaya Jorge Tróccoli. Tróccoli, ahora un hombre gris y con papada de 73 años, fue el único acusado presente en el juicio de Roma. Se había trasladado a Italia y fue arrestado en Salerno, cerca de Nápoles, en 2007. En los años 90, Tróccoli escribió dos novelas semiautobiográficas sobre cómo los militares de Uruguay habían abrazado la tortura, el asesinato y la represión. En La Hora del Depredador, un torturador que parece actuar como apoderado del autor (aunque Tróccoli insiste en que esto es ficción) declara: “Cuando esto acabe, tendremos que hacer las paces. Y eso no sucederá si usamos métodos como este … Es más, comenzará a sentirse mal por ello a medida que pasen los años “. Sin embargo, en la corte, Tróccoli no mostró ningún remordimiento, alegando inocencia. “Se sentó a mi lado un día”, me dijo Meloni. “Estaba enojado, no avergonzado”.

EL CLUB

La mayor parte de lo que sabemos sobre la Operación Cóndor surgió solo años después de que terminó. Existían oficinas formales de coordinación en varios países, y la red generaba un papeleo considerable a medida que se enviaban documentos y cables cifrados de ida y vuelta a través de una red de comunicados dedicada llamada Condortel. Pero en ese momento las víctimas no entendieron la magnitud de la conspiración internacional.

Durante más de una década, el conocimiento público de la Operación Cóndor se limitó en gran medida a una oscura nota del FBI citada en un libro, publicado en 1980, por John Dinges y su colega periodista Saul Landau. Investigaban los asesinatos de un ex embajador chileno y su asistente estadounidense, quienes fueron asesinados en Washington DC en 1976 por agentes de Pinochet. En un cable enviado poco después de los asesinatos, un oficial del FBI escribió: “Operación Cóndor es el nombre en clave para la recopilación, intercambio y almacenamiento de datos de inteligencia sobre izquierdistas, comunistas y marxistas que se estableció recientemente entre los servicios cooperantes en América del Sur”. La nota continuaba mencionando “una fase más secreta” de Cóndor, que “involucra la formación de equipos especiales de los países miembros que deben viajar a cualquier parte Más allá de eso, se sabía relativamente poco. Fue en Paraguay donde se produjo el primer gran avance. En 1992, un joven magistrado, José Agustín Fernández, recibió un soplo sobre el paradero del archivo policial secreto del ex hombre fuerte del país, general Alfredo Stroessner, quien tomó el poder en 1954 y permaneció hasta 1989. Al amanecer, tres días antes de Navidad, Fernández hizo una visita sorpresa a una comisaría en las afueras de la capital, Asunción. Con una caravana de cámaras de televisión como compañía, pero armado únicamente con una orden firmada por su propia mano, el magistrado obligó a la otrora intocable policía de Paraguay a entregar los documentos. “Los periodistas tuvieron que prestarnos una camioneta para llevarlo todo al juzgado”, me dijo Fernández. “Quizás lo más impactante fueron las fotografías. Incluían personas que fueron desaparecidas por Cóndor ”.

El botín de Fernández se conoció como el Archivo del Terror. Aquí, enterrada entre medio millón de hojas de papel que detallan tres décadas de represión doméstica bajo Stroessner, estaba la historia de cómo y quién creó la Operación Cóndor. No era lo que Fernández había buscado en un principio, y se sorprendió. “Habíamos escuchado las historias al respecto, pero aquí había una prueba escrita”, me dijo.

Los documentos establecieron que Cóndor se creó formalmente en noviembre de 1975, cuando el jefe de espías de Pinochet, Manuel Contreras, invitó a 50 oficiales de inteligencia de Chile, Uruguay, Argentina, Paraguay, Bolivia y Brasil a la Academia de Guerra del Ejército en La Alameda, la avenida central de Santiago. Pinochet les dio la bienvenida en persona. “Subversión ha desarrollado una estructura de liderazgo que es intercontinental, continental, regional y subregional”, les dijo Contreras, refiriéndose a la resistencia organizada de los opositores a los regímenes militares del continente. Propuso una red sofisticada unida por “télex, microfilm, computadoras, criptografía” para rastrear y eliminar enemigos.

El club, con los primeros cinco países como socios, nació el 28 de noviembre. Brasil se unió al año siguiente, mientras que Perú y Ecuador se unieron en 1978. En su apogeo, Cóndor cubría el 10% de la masa de tierra poblada del mundo y formó lo que Francesca Lessa de la Universidad de Oxford llama “un área sin fronteras de terror e impunidad”.

Los documentos del Archivo del Terror eran reveladores, pero en gran parte eran registros burocráticos secos. Detrás de ellos se esconde una realidad del secuestro, tortura, violación y asesinato de al menos 763 personas, según una base de datos que está construyendo Lessa. Sin embargo, fue solo después de que se encontró el archivo, y especialmente después de que se nombrara a Cóndor en el caso Pinochet de Garzón, que las historias desconectadas de las víctimas comenzaron a unirse en una historia más grande.

AUTOMOTORES ORLETTI

Laura Elgueta vive en un cul-de-sac con portón y de buen gusto. Una casa de ladrillos en La Reina, un vecindario de Santiago donde florecen frondosos jacarandás de tonos morados. Ella es una de los sobrevivientes de Cóndor. Su amiga Odette Magnet -cuya hermana de 27 años, María Cecilia, desapareció en Argentina en 1976 (luego de que un Golpe de Estado introdujo la dictadura en marzo) – vive a cinco minutos de allí caminando. “Cuando estaba buscando una propiedad para mudarme, quería que fuese cerca de ella”, Odette explica mientras caminamos a casa de Laura. Entre ellas dos, han llevado la carga de explicar el Plan Cóndor a los chilenos.

El tráfico de los detenidos atravesó las fronteras en todas las direcciones, pero principalmente se tradujo en la cacería de exiliados políticos, refugiados y aquellos que buscaban asilo en Argentina, que fue la última nación del Plan Cóndor en caer bajo un gobierno militar. Las víctimas incluyeron demócratas pacifistas, opositores armados a la dictadura e izquierdistas revolucionarios.  Escuadrones Cóndor de Uruguay y Chile emplearon una serie de cárceles improvisadas y centros de tortura. El primero fue un taller mecánico abandonado llamado Automotores Orletti contiguo a una vía ferroviaria en el barrio de Floresta, en Buenos Aires. Aquí es donde Anatole fue detenido por primera vez y su madre Victoria fue vista aquí viva por última vez. Anatole aún recuerda el jarro de metal reluciente donde se depositaban los anillos de matrimonio.

Hacia fines de 1976, las víctimas de Cóndor empezaron a ser llevadas al Club Atlético, una clave para el sótano de un cuartel policial en Buenos Aires. Hasta aquí llegó Laura Elgueta, de 18 años, vendada con su cuñada Sonia, quien recién había llegado de México con un bebé de seis meses) luego de que chilenos y argentinos armados las sacaran de su hogar por ahí cerca en julio de 1977. La familia chilena de Laura -parte de ella ya estaba en el exilio- aún buscaba a su hermano activista Kiko, quien había desaparecido en julio de 1976. “Sabíamos que había sido secuestrado, pero eso era todo”, me dijo ella.

El abuso sexual, físico y verbal comenzó en el auto. Eso, y la tortura, continuaron por horas después de que fueran conducidas al Club Atlético. Desnudadas, esposadas y se le entregaron sus números, K 52 y K53. Los torturadores chilenos no hicieron ningún intento de disfrazar su nacionalidad. “El que pasaba a tu lado te insultaba, o te golpeaba o te tiraba al suelo”, recuerda Laura. Podían escuchar a otros prisioneros caminando con cadenas. Ella y Sonia fueron trasladadas a la pieza de tortura por turnos. Golpizas, más abuso sexual y electroshocks las esperaban. “Decían; ‘Ahora de verdad puede comenzar la fiesta´. Pese a todo lo que sabemos y hemos leído, uno no puede imaginarse de lo que son capaces los seres humanos. Era una casa de terror”, me dijo. “Cuando mi cuñada salió de una sesión de electroshocks aún estaba temblando.”

Después de ocho horas, Laura y su cuñada fueron liberadas. Sus torturadores habían caído en la cuenta de que no sabían nada de los adversarios políticos o armados de Pinochet. Aunque no todos querían que fuesen liberadas. “Cuando iba saliendo, uno que había decidido que yo era su novia gritaba: “¡No se la lleven, quiero estar con mi nena!” Laura aún estaba vendada cuando se la llevaron, y la botaron en una esquina frente a su casa.

Pese a que Elgueta y Magnet han hecho campaña por años para que el Plan Cóndor sea investigado en Chile, los medios y los políticos sólo se han interesado después de que Garzón lograra la detención de Pinochet en Londres”. “Los países no querían reconocer que habían permitido que unidades de otros países operaran en sus territorios. La ignorancia aquí sobre Cóndor era increíble.”

LAS PROTESTAS

El conocimiento del cóndor ahora está más extendido y muchas muertes finalmente están siendo investigadas por los tribunales, pero eso no significa que todos los chilenos piensen que fue una mala idea. De hecho, al igual que en Argentina, Uruguay y Brasil, una pequeña pero significativa parte de la sociedad chilena defiende la dictadura y sus ejecutores.

Una tarde de marzo en Santiago, caminé hasta La Alameda, la amplia avenida principal, que oficialmente se llama Avenida Libertador Bernardo O’Higgins, donde se libraban batallas diarias entre manifestantes que lanzaban piedras y policías armados con gases lacrimógenos. Las protestas que exigían reformas al estado neoliberal y la constitución impuestas por Pinochet habían retumbado desde octubre de 2019, lo que reflejaba una amplia ira por las resacas de esa época, incluidas las acusaciones de abuso policial bajo el gobierno conservador del presidente multimillonario Sebastián Piñera, el quinto hombre más rico del país. cuyo hermano sirvió como ministro bajo Pinochet. Las presuntas víctimas, muchas de las cuales eran manifestantes, hablan de torturas, violaciones, asesinatos e intentos de asesinato. “Nunca pensamos que tendríamos que volver a Chile en estas circunstancias”, declaró José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, cuando presentó un informe que contabiliza las lesiones de más de once mil personas en protestas hasta noviembre de 2019. “Pensamos esto era historia “.

En la avenida, un bote de gas lacrimógeno vacío, que yacía entre piedras recién arrojadas, llevaba por coincidencia el nombre de “Cóndor”, una empresa que desde hace tiempo abastece al ejército y la policía chilenos. Los manifestantes afirmaron que les disparaban directamente a la cara de las personas, lo que contribuyó a explicar más de 400 lesiones oculares. Piñera al principio condenó a los manifestantes por estar “en guerra contra todos los buenos chilenos”, pero desde entonces ordenó investigaciones y reemplazó a su ministro del Interior, Andrés Chadwick (ex partidario de Pinochet y primo de Piñera), quien luego fue castigado por el parlamento con la prohibición de realizar cargo público durante cinco años. Un referéndum sobre el cambio constitucional, que se había pospuesto debido al Covid-19, está programado para el 25 de octubre.

En las afueras de la ciudad, Magnet me llevó a Villa Grimaldi, un centro de detención en un antiguo complejo de restaurantes donde las víctimas a veces eran encerradas durante días dentro de pequeñas cajas de madera. Ahora es un museo que incluye dibujos de la doctora inglesa Sheila Cassidy, quien fue torturada allí luego de atender a un líder herido de la oposición armada a Pinochet. Cassidy contó más tarde cómo las mujeres prisioneras recibieron descargas eléctricas en la vagina y fueron violadas, incluso por perros. En Villa Grimaldi se exhibe una de las vigas de concreto a las que se ataron las víctimas antes de que fueran llevadas al mar desde helicópteros.

Magnet y yo buscamos el nombre de su hermana María Cecilia entre las 188 pequeñas placas de cerámica colocadas junto a los rosales para conmemorar a cada una de las víctimas femeninas de Pinochet. La hermana de Magnet había sido parte activa de la oposición en el exilio. “A veces desearía que ella no hubiera sido tan valiente y hubiera huido de Argentina antes de que esto sucediera, como hicieron otros”, dijo Magnet. Finalmente encontramos la placa de María Cecilia, junto a un arbusto de rosas amarillo pálido.

Aunque muchos de los hombres que llevaron a cabo la Operación Cóndor eran exalumnos de la Escuela de las Américas del ejército de Estados Unidos, un campo de entrenamiento en Panamá para militares de regímenes aliados en todo el continente, esta no fue una operación dirigida por Estados Unidos. Sin embargo, revelaciones recientes muestran cuánto sabían los servicios de inteligencia occidentales sobre Cóndor.

ORGANIZACIÓN COOPERATIVA

Poco antes de viajar a Chile en marzo, surgieron noticias alarmantes sobre una empresa suiza que, durante décadas, había suministrado máquinas de criptografía a agencias militares, policiales y de espionaje de todo el mundo. La compañía, reveló el Washington Post, había sido propiedad secreta de la CIA y del servicio de inteligencia BND de Alemania Occidental. Cualquier mensaje enviado a través de sus máquinas de criptografía podría, sin el conocimiento de los usuarios, ser leído por Estados Unidos y Alemania Occidental. Entre los clientes de la empresa se encontraban los regímenes de Argentina, Brasil, Chile, Perú y Uruguay. Como dijo el Washington Post, la CIA “estaba, en efecto, suministrando equipo de comunicaciones amañado a algunos de los regímenes más brutales de América del Sur y, como resultado, en [una] posición única para conocer el alcance de sus atrocidades”.

La nueva información sobre las máquinas criptográficas amañadas sigue las revelaciones, de un documento desclasificado entregado a Argentina por Estados Unidos el año pasado, de que los servicios de inteligencia de Alemania Occidental, Gran Bretaña y Francia incluso exploraron la posibilidad de copiar al menos parte del método Condor en Europa. Un cable de la CIA muy redactado de septiembre de 1977 se titula: “Visita de representantes de los servicios de inteligencia de Alemania Occidental, Francia y Gran Bretaña a Argentina para discutir los métodos para el establecimiento de una organización antisubversiva similar a Condor”. La visita coincidió con campañas terroristas transfronterizas de la banda alemana Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas de Italia y el Ejército Republicano Irlandés. Según el cable, los visitantes explicaron que “la amenaza terrorista / subversiva había alcanzado niveles tan peligrosos en Europa que creían que era mejor si juntaban sus recursos de inteligencia en una organización cooperativa como Cóndor”.

No hay evidencia de que este plan haya ido más lejos, pero sabemos que en ese momento, los países Cóndor estaban planeando una campaña de asesinatos en toda Europa. Chile ya había llevado a cabo de forma independiente ataques en Europa, incluido un intento de asesinato en Roma, en octubre de 1975, contra el político chileno exiliado Bernardo Leighton. Ahora, los equipos de Condor iban a matar a personas de cualquier nacionalidad que vivieran en Europa y que consideraran líderes terroristas, aunque, según se informa, “los no terroristas también eran candidatos”, según revela un informe de la CIA de mayo de 1977. El informe afirma que “los líderes de Amnistía Internacional [al] fueron mencionados como objetivos”.

Afortunadamente para aquellos en la lista de blancos, el nacionalismo fanfarrón de los generales en diferentes países de América Latina, que habían pasado gran parte de sus carreras preparándose para luchar entre sí, en lugar de “subversivos” en casa, llegó a un punto crítico en 1978, cuando Chile y Argentina cayó sobre sus fronteras marítimas en el Canal Beagle. La disputa hizo imposible la cooperación militar entre ellos y finalmente provocó el colapso de la red más amplia de Cóndor, poniendo fin a la campaña en Europa. Solo unos años después, Chile ayudaría en secreto a Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas, que, a su vez, conduciría a la caída de la junta militar argentina en 1983.

PINOCHET Y GARZON

Las dictaduras cayeron, una a una, durante los años 80. A raíz de estos trastornos, los intentos de enjuiciar a los abusadores de los derechos humanos en los países de Cóndor fueron inexistentes o se estancaron fácilmente, en medio del temor generalizado de que los militares se rebelarían y volverían a imponer la dictadura. Los ex líderes de la junta de Argentina fueron juzgados y declarados culpables de abusos contra los derechos humanos en 1985, pero pronto fueron indultados y se promulgó una ley de amnistía. En Uruguay, se aprobó una amnistía en 1986, horas antes de que los oficiales de Condor y otras personas debieran comparecer ante el tribunal por primera vez. Parecía que algunos de los crímenes más atroces del siglo XX estaban destinados a quedar impunes.

Eso comenzó a cambiar con el arresto de Pinochet en Londres. “Fue Garzón quien despertó al mundo con esto”, me dijo Laura Elgueta. Como destacó el arresto de Pinochet, las leyes de amnistía no brindaban protección universal y Cóndor era un punto débil. En retrospectiva, quienes esperaban impunidad de por vida por su participación en Condor cometieron tres errores clave. En primer lugar, robaron niños, delito que ni siquiera las amnistías cubrían. En segundo lugar, asumieron erróneamente que las amnistías cubrirían los delitos cometidos en suelo extranjero. Finalmente, ocultaron sus asesinatos haciendo desaparecer a las víctimas, convirtiendo así esos crímenes en secuestros continuos y no resueltos que, a diferencia de un asesinato en el que se encuentra un cuerpo, no pueden ser cubiertos por un estatuto de limitaciones o una amnistía por hechos pasados. Estos errores permitieron a un audaz grupo de fiscales y jueces eludir las leyes de amnistía en un puñado de casos cuidadosamente seleccionados. Estos, a su vez, revelaron verdades tan espantosas que algunos gobiernos se sintieron avergonzados de anular las leyes de amnistía.

En Argentina, el juicio de uno de los secuestradores chilenos de Elgueta, por un asesinato separado en 1974, produjo un fallo judicial en 2001 que dictamina que la prescripción no se aplica a los crímenes de lesa humanidad, que incluyen tortura, asesinato y secuestro. Como se trataba de crímenes habitualmente cometidos por un régimen militar que había “desaparecido” a más de 20.000 de sus ciudadanos durante la llamada guerra sucia, este fallo socavó las leyes de amnistía argentinas y fueron anuladas en 2003. La ley de amnistía de Uruguay, en tanto, fue nula en 2011 a instancias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en Costa Rica, luego de que se investigara el caso de un bebé secuestrado que había estado retenido con Anatole Larrabeiti y su hermana en el cuartel general de inteligencia militar en Montevideo.

La ley de amnistía de Chile sigue vigente pero, para 2002, una serie de decisiones judiciales la habían dejado casi ineficaz, declarando que no podía aplicarse a operaciones en el exterior, desapariciones forzadas o casos con niños víctimas. De los principales países Cóndor, solo Brasil conserva intacta su ley de amnistía y sigue siendo el país donde se ha avanzado menos en la persecución de los crímenes cometidos por su dictadura militar.

Para 2011, con la mayoría de las amnistías canceladas o consideradas en gran parte inaplicables, los casos de Cóndor finalmente pudieron investigarse con mayor libertad, y la información comenzó a fluir entre los investigadores en varios países. Dos casos de larga duración, el instigado por Aurora Meloni en Italia, junto con otro en Argentina, han llegado a sentencia en los últimos cinco años. En 2016, el juicio en Argentina, que se centró en 109 víctimas de Cóndor de seis países, terminó con 15 sentencias de prisión, incluida la del ex presidente de la junta, Reynaldo Bignone, que entonces tenía 87 años. Otros siete acusados murieron durante los tres años del juicio. La sentencia fue la primera en reconocer “una conspiración ilegal transnacional… dedicada a perseguir, secuestrar, repatriar a la fuerza, torturar y asesinar a activistas políticos”. Argentina, agregó, se había convertido en “un coto de caza”.

El caso de Roma extendió la investigación a sospechosos de Perú, Bolivia y Chile. Al igual que en Argentina, requirió una colaboración sin precedentes, aunque lenta y en ocasiones fallida, entre países, pero la conclusión fue la misma: Condor era una red internacional ilegal de terror estatal. Ambas sentencias proporcionaron no solo justicia, sino también, en su detallada investigación y descripción de lo sucedido, un relato histórico.

Gracias también a docenas de casos más pequeños en ocho países, muchas víctimas de Cóndor han tenido su día en los tribunales. Francesca Lessa ha contabilizado un total de 469 víctimas de Cóndor durante su fase más coordinada, entre 1976 y 1978, y otras 296 en los años de más operaciones bilaterales inmediatamente anteriores y posteriores al período principal del Cóndor. Incluyen 23 casos relacionados con niños y al menos 370 asesinatos. Casi el 60% de esos casos han pasado por los tribunales, o están en proceso de hacerlo, y 94 personas recibieron sentencias de cárcel (aunque a menudo a hombres que no pueden ser extraditados de sus países de origen para cumplirlas).

NADIE HA CONFESADO

Según los estándares de las investigaciones de derechos humanos, donde el progreso suele ser lento y vacilante, ese es un buen trabajo. Sin embargo, dada la enormidad de los crímenes, es difícil sentir que realmente se ha hecho justicia. Solo unas pocas docenas de personas, en su mayoría hombres ancianos que ya están en la cárcel, han sido declaradas culpables. Muchos otros, como Campos Hermida, murieron sin tener que justificar sus acciones. Nadie ha pedido perdón ni ha revelado dónde están enterrados los cuerpos. “Aquí nadie ha confesado”, dijo la fiscal uruguaya Mirtha Guianze, cuyo país tiene la mayor cantidad de víctimas pero solo un puñado de condenas.

El miedo a la violencia de la extrema derecha todavía acecha a América del Sur, especialmente entre los supervivientes. La defensa del presidente brasileño Jair Bolsonaro de la dictadura de su país es especialmente preocupante. La idea de que algún día vuelva a aparecer una red similar a Condor no es descabellada. El mejor escudo contra eso es garantizar que los perpetradores del terrorismo de estado vayan a la cárcel, incluso si eso lleva décadas. “Sería presuntuoso afirmar que la tiranía cesará por esto”, me dijo Pablo Ouviña, el fiscal que dirigió el juicio de Buenos Aires. “Lo que podemos demostrar, sin embargo, es que si reaparece, probablemente será juzgado en un tribunal más adelante”. Ese es el regalo que las víctimas de la Operación Cóndor pueden dejar para las generaciones futuras.

Anatole Larrabeiti se acerca al final de su maratón judicial personal. “Ha sido continuo durante casi toda mi vida adulta”, dijo. Él y su hermana llevaron su caso por primera vez a un tribunal civil en Argentina en 1996, como una forma de determinar la verdad de lo que les había sucedido y recibir una compensación. Después de dos décadas de intentos infructuosos de encontrar una reparación y los constantes rechazos de los tribunales argentinos, en 2019 su caso fue tomado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que puede pedir a los estados que paguen una indemnización y cambien las leyes. “Estoy bastante seguro de que ganaremos”, dijo Larrabeiti. La decisión del tribunal podría obligar a Argentina a cambiar la forma en que maneja casos como este y sentar un precedente para otros países. También puede significar que Larrabeiti y su hermana finalmente reciban una compensación. Pero eso no es lo que más le importa. “Hasta ahora, la tarea de encontrar pruebas ha recaído en nosotros con demasiada frecuencia. Queremos que eso cambie”, dijo.

Cuando terminamos de hablar, Larrabeiti admitió que había sentido que se le quebraba la voz mientras hurgaba en sus recuerdos, pensando en sus padres o en los otros niños robados. “¿Te diste cuenta? Estaba en mi garganta”, dijo. “Mi hermana era muy joven y, a diferencia mía, no tiene recuerdos concretos de nuestros padres, pero eso no significa que no haya cicatrices emocionales”. La justicia en los tribunales es importante para evitar que se repita el pasado, cree, pero también lo es la memoria. “Podemos contribuir a eso”, dijo.

El propio Anatole ha optado por vivir sin amargura, tragándose la rabia que alguna vez sintió, incluso hacia sus padres biológicos y los peligros a los que exponían a la familia. “Estaba furioso. ¿Por qué tuvieron hijos? Entonces me di cuenta de que era un acto de fe”, me dijo. “Así como es un acto de fe hablar de ello ahora, aunque la gente pueda pensar que es imposible que algo así pudiera haber sucedido”.