Uruguay: en el semanario “Brecha” artículos sobre la actualidad

Ofrecemos una serie de artículos del semanario “Brecha”, que principalmente tratan sobre la actualidad de la epidemia de coronavirus, y al mismo tiempo la denuncia de un sistema socio-económico que demuestra su incapacidad ante las circunstancias.

Pasará, pasará

En defensa del cuerpo.

Soledad Castro Lazaroff

3 abril, 2020

Dirigente del Colectivo de Feriantes Tristán Narvaja entrega una carta a Presidencia por las dificultades que están enfrentado los trabajadores

Esto pasará, como todo pasa, dicen varias letras del cancionero popular. Las personas comparten palabras de esperanza, porque si hay algo que nos resulta difícil, es abandonar el concepto lineal del tiempo y modificar la ilusión de que seguimos un sentido, de que avanzamos. También nos cuesta mucho darnos cuenta, de una vez por todas, de que, por más que hagamos un montón de dibujos para disimularla, la muerte está ahí nomás, bien cerca. Deseamos que esto pase, que quede en el pasado, como si el pasado no nos visitara constantemente en forma de fantasma, como si no supiéramos, todavía, lo que el disciplinamiento sistemático de los cuerpos ha significado para nuestras subjetividades del tercer mundo.

Esto pasará, pero el imperativo de quedarse en casa tiende a consolidarse en una nueva forma de moral. Cada día es necesario introyectar la idea de que tu cuerpo es, en su sola existencia, peligroso para la vida de los demás. La supervivencia de la especie en términos globales parece haberse transformado en la meta máxima que debemos cumplir, a cualquier costo. Hay que mantenernos vivos y para eso tenemos que aislarnos, aun cuando esa soledad suponga perder todo derecho al riesgo. Aun cuando implique la suspensión de las preguntas vinculadas al control social y a las libertades individuales. Esto pasará, y cuando pase podremos volver a algo que no sabemos qué es, pero que, si tenemos suerte y conducta cívica, nos encontrará respirando.

“Pasó de moda el Golfo, como todo, viste vos, como tanta otra tristeza a la que te acostumbrás”, cantaban los Redonditos de Ricota a mitad de los noventa, en plena adaptación al neoliberalismo menemista. En los inicios del siglo XXI algunas de esas tristezas pasaron y otras quedaron, porque las nuevas formas de consumo e intercambio habían cambiado el lenguaje y los vínculos humanos, y la gente tuvo que adaptarse para sobrevivir. Frente a la pandemia, impacta el empuje que la situación le está otorgando a la tecnología como gran mediadora de las relaciones personales, económicas y políticas. Parece que se impone reconocernos cyborgs, aquellas criaturas mezcla de elementos orgánicos y dispositivos cibernéticos que, tratando de transmitir desconfianza en la tecnología, supieron describir los escritores de ciencia ficción, nuestros verdaderos profetas del siglo XX (y cuyas palabras, como decían Simon y Garfunkel, se perdieron en los sonidos del silencio). El abandono del mundo histórico –eso que, con miedo, todavía llamamos “realidad”– venía desarrollándose sin parar, pero ahora se ha convertido en una necesidad de primer orden, y no hemos tenido tiempo de discutir en profundidad, en términos de derechos, sobre la gestión social del desborde tecnológico. Apenas tenemos alguna ley reguladora; resulta urgente pensar en cómo haremos para distribuir en forma equitativa los supuestos beneficios que la virtualidad trae a la vida para que no se trate solamente de un nuevo mecanismo de segregación. Tenemos que pensar qué va a pasar (y qué está pasando) con aquellos que no logran adaptarse; aquellos demasiado pobres, o demasiado viejos, o jóvenes, o locos, o sensibles, o libres. Y en cómo exigiremos políticas públicas si no podemos reunirnos, ni juntarnos, ni manifestarnos. Y si tiene sentido dirigir los reclamos, únicamente, a los Estados nacionales.

Apostar a la capacidad de adaptación, a la educación virtual, a la telemedicina, a las compras a distancia y a otro sinfín de interacciones online es también una decisión política, aunque no nos demos cuenta. Acá estamos, todos los que tenemos casa y computadora, sintiéndonos un poco mejor a la tercera semana, acostumbrándonos al abandono del contacto porque hay que trabajar, porque hay que sostener, porque nos debemos el intento desesperado y responsable de llegar a otros, sí, pero también porque en este nuevo escenario el castigo a quien no se adapta implica la pérdida de un rol activo, codiciado en un mundo donde los potenciales enemigos no tienen cara, ni olor, ni piel. El impulso a conformarnos mientras colaboramos con el mantenimiento de la productividad es realmente fuerte (al final no era tan malo, nos decimos). Ese “aceptar” opera en conjunto con la demanda de seguridad que instalaron las fuerzas conservadoras, pero que también existe, muchas veces, dentro del movimiento social: milito con quienes se me parecen, en un espacio predecible, donde sé que ninguna persona me va a poner en riesgo.

¿Qué es, exactamente, lo que se pierde cuando se pierde el cuerpo? ¿Es posible sentir verdadera empatía sin verse, sin tocarse ni olerse? Abandonar el cuerpo es dejar atrás el territorio del erotismo entendido como la exploración en torno a aquello que, en la interacción con otra persona, no se puede controlar. Es abandonar la conexión del deseo con el peligro, con la inseguridad. La improvisación, la sorpresa, el despojo, la vulnerabilidad: ¿qué implica perder el contacto con esas vivencias? En las videoconferencias vemos, al mismo tiempo que a los demás, nuestra propia imagen. Eso nos permite esconderlo casi todo, armar un encuadre en dos dimensiones, enmascarar nuestra energía. Olvidar la dimensión física como fuente de conocimiento implica adormecer nuestra capacidad de experiencia, de conexión posible con lo trascendente, de modificación real de aquello con lo que venimos. ¿Cómo no hacer lo que se supone que debemos hacer si nunca dejamos entrar el vacío que nos traen los cuerpos desconocidos? ¿Cómo saldremos de nuestro núcleo primario, de aquello que tenemos “dado”? Y si no queremos perder nuestro derecho al riesgo, ¿cómo hacemos, frente a la amenaza constante, para articular ese reclamo con la idea de responsabilidad común, es decir, de comunidad?

Abandonar el cuerpo también es, en términos concretos, abandonar la gestión de la muerte de aquellos que amamos. En Uruguay, por la pandemia, ya no se pueden hacer velatorios. Los cuerpos muertos van a depósitos, y luego los creman. En Ecuador hay tantos muertos que los cuerpos se pierden y se mezclan entre sí. En Filipinas, el presidente mandó matar a quienes rompieran la cuarentena. Cedemos el cuerpo para combatir el coronavirus, pero tenemos que estar atentos para que no se convierta en excusa de avasallamiento a los derechos humanos. ¿Cuál será la concepción de la vida si perdemos los rituales que nos conectan con nuestra memoria histórica? ¿A qué es, exactamente, a lo que estamos renunciando?

Esto pasará, y frente al hecho consumado de tener que quedarse en casa, la paranoia no ayuda. Pero las personas que entendemos que los espacios públicos son un territorio de disputa fundamental en la resistencia contra el patriarcado y el capitalismo tenemos que tener paño para pensar en los efectos que el control médico y el nuevo higienismo antipandemia ejercerán a partir de ahora. Los feminismos latinoamericanos vienen haciendo un trabajo enorme para desmontar los alcances del biopoder y desnudar la manera en que se articulan economía y salud para violentar y reprimir a los cuerpos feminizados. A la hora de transitar lo que se viene, no podemos desconocer el conocimiento acumulado en estos años de lucha.

Tenemos que poder seguir diciendo que para las mujeres la casa no es el espacio de la emancipación, sino del encierro. Este contexto nos ha devuelto al hogar, a los roles de cuidado, a tener que satisfacer demandas que no habíamos elegido. Porque la calle es el espacio al que escapamos para estar juntas, es el refugio donde nos salvamos y potenciamos; tal vez por eso ahora somos, también, protagonistas a la hora de activar las redes de solidaridad y la organización de ollas comunitarias y otros mecanismos colectivos de colaboración. Aunque nos adaptemos y respetemos la cuarentena, sepamos que nuestra rebeldía seguirá estando atada a ejercer nuestro derecho a lo inmoral, a lo inseguro, al ejercicio posible de un erotismo libertario. Tenemos que seguir peleando por eso ahora más que nunca, e intentar imaginar, aun con todo en contra, cómo queremos que sea ese futuro donde nuestros cuerpos, al fin, puedan desplegarse en toda su potencia creativa, en todo su placer revolucionario.

Decir que “no estamos solas” parece cómplice con este nuevo orden de las cosas. Estamos solas, sí, agotadas, encerradas, mediadas por pantallas. Pero esto pasará y volveremos a la calle. Así, en un enorme abrazo caracol, volveremos a poner nuestros cuerpos en juego para resistir la instalación de la soledad como norma del bienestar. Será difícil, no hay duda, pero si alguien sabe de resiliencia y resurrección, somos nosotres.

  El valor solidario ante la pandemia

de coronavirus

Ante la brutal reestructura del mundo del trabajo.

Marcos Supervielle

3 abril, 2020

 

Nos sorprende haber dejado de oír, en estos días, la cantinela de la relevancia de los equilibrios macroeconómicos y la virtud de la regulación por el mercado; la cantinela de que toda intervención del Estado genera su distorsión y, en función de ello, toda la sociedad lo paga, y la cantinela de la necesidad de reducir los gastos del Estado y abrir las fronteras para que nuestros mercados reciban nuevas inversiones, etcétera. Son máximas que, por ser constantemente repetidas, aparecen como verdades absolutas. En una palabra, se subordina nuestra convivencia social a las leyes económicas, que, además, se presentan como imposibles de cambiar.

La pandemia del coronavirus nos ha hecho volver a la realidad de forma estrepitosa. Vivimos en sociedad y cada sociedad forma parte de una comunidad de sociedades. A su vez, la sociedad está conformada por interrelaciones sociales entre seres humanos, desde las más simples, que implican contactos personales, hasta las más complejas y sofisticadas, que se dan a través de los medios electrónicos (las redes) y los medios masivos de comunicación.

Tener en cuenta que vivimos en la sociedad y dependemos de ella continuamente nos lleva a preguntarnos cómo esta es posible, nos obliga a reflexionar sobre cuestiones centrales: cómo la construimos, aun cuando sabemos que es una unidad compleja, y cómo logramos su cohesión interna. Por otro lado, casi como consecuencia de lo anterior, nos preguntamos también cómo tomamos decisiones colectivas que tengan vocación de ser unánimes para todos los que vivimos en la sociedad.

El gran mecanismo de cohesión en una sociedad es la solidaridad social. La perspectiva solidaria modifica ampliamente nuestra mirada sobre el mercado de trabajo y, en particular, sobre cómo evaluamos el trabajo, no por su valor económico, sino, justamente, por su valor solidario.

  1. La cohesión social en torno a la lucha contra el coronavirus.

En una primera línea solidaria encontramos al personal de la salud, que se la está jugando en esta lucha. El ministro de Salud señalaba (en cifras muy preliminares) que el 10 por ciento de los enfermos de covid-19 son trabajadores de la salud. Posiblemente, este es el sector en el que se concentra la mayor cantidad de infectados por el momento. Todo indica, además, que en las siguientes fases de la pandemia en nuestro país trabajarán sometidos a cada vez más presión. Debemos ser solidarios con ellos, porque ellos son solidarios con toda la sociedad. También debemos serlo con quienes asisten a enfermos, ancianos y niños con dificultades, en sus casas o en hogares, porque estos trabajadores están muy expuestos a contagiarse. Es el caso de los asistentes personales del Sistema Nacional de Cuidados, quienes juegan un papel fundamental en este contexto. La experiencia de los países desarrollados muestra que es en los hogares de ancianos donde más mueren enfermos en fase de contagio generalizado. ¿No sería necesario buscar la forma de que tanto el personal de la salud como el personal de asistencia tuvieran un apoyo muy fuerte y controles regulares (test) para prevenir eventuales contagios en una fase temprana, tanto por ellos mismos como por la población de alto riesgo?

En una segunda línea de fuego están quienes trabajan en la cadena de la alimentación y otros servicios básicos. Mantener esta cadena en plena actividad es crucial para que la sociedad siga funcionando. Por lo que se sabe, se han tomado medidas de apoyo para los trabajadores de este sector, pero fundamentalmente con los que tienen una relación directa con el público. Aun así, nuestra percepción es que algunas de las medidas tomadas no se cumplen. El sábado, en el horario reservado para los adultos mayores, pululaban en los supermercados personas de todas las edades. Es necesario saber si no deberían también adoptarse medidas para quienes están en las fases intermedias de la alimentación, como la de distribución. Es muy importante la activación, ante los riesgos de contacto, de cadenas de venta directa para que el consumidor reciba los alimentos directamente en su casa sin tener que concurrir a los centros de acopio ni a los supermercados. Esto es muy positivo, ya que reduce interrelaciones sociales y, con ello, posibles contagios. Pero ¿se están tomando todos los recaudos para evitar el contagio en estas cadenas? En muchos países se han prohibido las ferias; en otros se ha regulado la distancia entre los puestos de venta de fruta y verdura, y se controla el acceso a ellos limitando a 100 la cantidad de clientes que pueden comprar al mismo tiempo. También en esta cadena larga y compleja están los trabajadores rurales que producen alimento. En Francia, se han creado protocolos para que en las actividades rurales se mantenga una distancia estándar entre los trabajadores. No olvidemos que estos lugares de trabajo, en su mayoría, están alejados de los centros de salud. En la alimentación, los protocolos de seguridad sanitaria y su vigilancia, tanto para los trabajadores como para los clientes, son imprescindibles, ya que no existe en este sector la tradición que puede haber en el de la salud.

Otro sector de la segunda línea es el de los servicios públicos, empezando por quienes los utilizamos cotidianamente, porque justamente son eso: servicios públicos. Nos sería muy difícil vivir en medio de la pandemia sin luz, agua, electricidad y medios de comunicación, y dejar de percibir nuestras jubilaciones, pensiones y asignaciones familiares. Podríamos seguir con una lista muy larga de servicios imprescindibles para la sociedad. Mantenerlos de forma eficiente también supone que muchos de los trabajadores que permiten que sigan funcionando corran el riesgo de contagiarse. ¿Qué medidas y previsiones se están tomando para que sigan funcionando si la pandemia se agrava?

Una tercera línea de fuego está en quienes trabajan fabricando productos indispensables para combatir la enfermedad, como el alcohol en gel y las máscaras de protección, que difícilmente podremos importar en esta coyuntura. Por su actual demanda y su potencial crecimiento, la producción de estos requiere una rápida capacidad de adaptación a partir de las líneas ya existentes. Ello será posible gracias a la gran capacidad de adaptación de nuestros trabajadores. Una pregunta central es la siguiente: el Latu o quien sea, ¿está supervisando la calidad de estos productos, fabricados a veces en forma artesanal? Por ahora, no se ha escuchado hablar de los lentes protectores para los trabajadores de los hospitales. En muchos países, se les está cambiando el formato para que no perjudiquen a los trabajadores que los usan muchas horas por día. ¿Se está haciendo algo al respecto aquí, en Uruguay? Celebramos los convenios del Msp con la Udelar y el Instituto Pasteur sobre los test de diagnóstico de la enfermedad, superando absurdas reticencias ideológicas (el diario El País evitó reconocer a la Udelar y sus científicos, y le otorgó todo el crédito al Msp). Sabemos que países como Corea y Singapur han logrado extraordinarios resultados al detectar tempranamente el virus, con el objetivo no de curarlo, sino de aislar a los contagiados para que no expandieran la enfermedad. Preocupa, con todo, la producción de respiradores para las nuevas fases de la pandemia. Lo que sabemos es que esto se está transformando en un auténtico cuello de botella en países como Italia, Estados Unidos y Francia, por lo menos. Tenemos noticias de alguna iniciativa privada aquí, en Uruguay, para adaptar equipos y transformarlos en respiradores. ¿No sería una buena cosa solicitarle a la Facultad de Ingeniería de la Udelar que diseñara equipos que pudieran transformarse rápidamente en estos respiradores? Sabemos que en Italia se han adaptado con este fin equipos originalmente destinados a la pesca submarina. Por la competencia de muchos de nuestros trabajadores, tenemos total confianza en que rápidamente accederían a fabricarlos si se les dieran las condiciones para hacerlo. Este enorme esfuerzo de creatividad y adaptación tiene también un fuerte valor solidario. Aun así, el cierre definitivo de Funsa no nos permite pensar cómo podrían producirse guantes de látex, tan necesarios en este momento.

  1. La cohesión social contra el efecto devastador del coronavirus en el mercado de trabajo.

La pandemia ha tenido otro impacto negativo: la contracción generalizada del mercado de trabajo. Esta afecta, sobre todo, a los trabajadores que se encuentran en una situación de mayor fragilidad. Según la encuesta que el 20 y el 21 de marzo hizo el Monitor Trabajo de Equipos Consultores: “El 80 por ciento de los trabajadores considera que es probable que el covid-19 cause importantes dificultades económicas en su hogar. En el caso de los cuentapropistas, este porcentaje aumenta hasta el 94 por ciento”. El 6 por ciento de los trabajadores (asalariados) declara que se ha despedido a algún trabajador de su empresa –valor que asciende al 10 por ciento en el sector del comercio– y el 27 por ciento considera que es probable o muy probable que se lo envíe a seguro de paro.

En cuanto a los cuentapropistas y los patrones: “El 52 por ciento declaró haber tenido que cerrar o paralizar sus actividades productivas. Casi el 70 por ciento de estos trabajadores declara que hubo días en que no pudo salir a trabajar, que trabajó menos horas y que dejó de percibir ingresos. Estas consecuencias se vieron con mayor intensidad en el caso de los cuentapropistas y patrones informales que en los formales”.

En este clima de grandes dificultades, una nota positiva es que a los trabajadores de las empresas les han informado claramente de los planes de acción vinculados al covid-19 (un 70 por ciento lo afirma) y que, en este contexto, el 61 por ciento siente que los responsables del trabajo se preocupan por su bienestar –aunque este porcentaje baja al 52 por ciento en los empleados del comercio.

Aunque en los barrios populares y los pueblos del Interior la población no necesitó conocer las estadísticas para lanzarse a organizar ollas populares con trabajo voluntario solidario, se nos viene una ola de pobreza como en la crisis del principio del siglo XXI. Estos emprendimientos, aunque inevitables, presuponen la concentración de personas, lo que puede ser riesgoso desde el punto de vista sanitario si no se toman recaudos.

Más allá de las canastas alimentarias y los ajustes de los seguros de paro que el gobierno ha implementado, más allá de redistribuir la masa salarial y parte de la renta de los jubilados para favorecer a los más necesitados, ¿no habría que pensar que a los sectores más pudientes de la sociedad –que, por cierto, no son los asalariados públicos ni la gran mayoría de los jubilados– también habría que “forzarlos” a ser solidarios con el resto de la población para encarar esta crisis social y sanitaria? ¿No habría que pensar que en esta situación trágica que vivimos se requiere una auténtica ley de urgente consideración, que deje para más adelante las temáticas de los borradores que se habían elaborado? Total, las mayorías parlamentarias se tienen –y no van a cambiar– como para sacar leyes como si fueran decretos.

*    Sociólogo

  Coronavirus y la necesaria

superación del capitalismo

Ana Agostino

3 abril, 2020

 

La llegada del coronavirus a Uruguay ha puesto a la población en alerta y ha transformado la cotidianeidad. El llamado a quedarse en casa no puede ser respondido de la misma manera por todas las personas, tanto por la actividad que desempeñan como por las posibilidades reales de hacer frente a situaciones extremas en un marco en el que, por el momento, no se han puesto en práctica suficientes medidas de protección social. Pero lo cierto es que –en línea con lo ocurrido en otros países afectados–, ya sea voluntariamente, por medidas sugeridas por las autoridades o medidas impuestas (con mayor o menor marco democrático), los cambios en la vida cotidiana han sido radicales porque la población percibe que hay un peligro inminente. El virus está en circulación y es real la posibilidad de que las personas enfermen o, en casos graves, mueran. Contener y trasformar la situación exige políticas públicas que den respuestas equitativas y una sociedad informada y activa. Es un problema colectivo que tiene causas (no del todo claras) y consecuencias visibles.

Por lo menos desde la década del 70, cuando se organizó la primera Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, la humanidad cuenta con información que establece con absoluta claridad que el modelo dominante de producción y consumo, al igual que el coronavirus, enferma y mata, además de destruir la naturaleza y los diversos ecosistemas, lo que pone en riesgo la vida de las generaciones presentes y futuras. Desde hace 50 años, la respuesta universal ha sido mantener el mismo modelo, encubriéndolo con declaraciones y términos que se van poniendo de moda como estrategia negacionista para seguir alabando el crecimiento económico como condición indispensable para el bienestar de la humanidad. Anualmente se organizan múltiples conferencias y se ponen en marcha programas para que la producción y el consumo sean “sustentables”, se propone que la economía sea “verde”, que la industria y la tecnología desarrollen prácticas “resilientes”, y podría seguir la lista de palabras que buscan maquillar la continuidad de un modelo destructivo, injusto, discriminatorio, excluyente y, fundamentalmente, que pone en riesgo la continuidad de la vida.

El capitalismo ha producido sociedades desiguales, en las que millones de personas mueren a diario por múltiples causas: hambre, enfermedades prevenibles, violencia, contaminación ambiental, destrucción de ecosistemas, etcétera. Además, ha colocado en la centralidad el individualismo, y el consumo casi como una forma de la existencia. En las últimas décadas se han escrito una infinidad de libros y artículos, se organizaron innumerables cursos universitarios y populares, se crearon redes para promover estilos de vida que no sólo ponen en cuestión el modelo capitalista, sino que, fundamentalmente, convocan a reconocer la existencia de otras formas de ser y habitar en nuestro planeta común. Los movimientos feministas y ecologistas, así como los de economías solidarias-comunitarias, vienen planteando de manera sistemática la necesidad de considerar el cuidado, la reciprocidad y la superación del extractivismo como procesos centrales para alcanzar sociedades verdaderamente sustentables, igualitarias y justas.

Cuando la pandemia haya pasado y todas las personas reconozcamos que vivimos en un mundo otro (en el que miles ya no estarán, no sólo las víctimas directas de la pandemia, sino quienes no fueron atendidos por otras enfermedades –a causa de sistemas públicos de salud inexistentes o débiles que colapsaron frente a la crisis–, quienes habrán perdido su sustento porque no contaron con sistemas de protección que garantizaran su derecho a la vida y al bienestar), los modos de ser en el mundo y las políticas públicas que habiliten su desarrollo jugarán un rol central en la prevención de nuevas crisis. Por eso en este momento es importante poner sobre la mesa los conocimientos, las visiones y las prácticas que plantean que el virus no es una anomalía o un monstruo, sino que es un factor que evidencia la monstruosidad del modelo dominante.1

LA CENTRALIDAD DE LA VIDA. En ese mundo otro, los cuidados deberán ser más importantes que las ganancias: el centro deberá colocarse en la vida y no en el dinero. El cuidado es una función intrínseca de lo social, históricamente asociada a lo femenino y a los mandatos de género, y por ello su contribución y su relevancia han sido devaluadas. Es importante incorporar una nueva visión vinculada a la ética del cuidado, que abra la posibilidad de tener la esperanza de un mundo mejor, en el que la dimensión comunitaria se vuelva central, en el que el cuidado sea la base para las conexiones, no sólo entre los seres humanos, sino también con la naturaleza. El cuidado promueve medios de vida más sostenibles en la medida en que la satisfacción de las necesidades no está exclusivamente vinculada a los mercados (y al crecimiento económico), sino, y principalmente, a la reciprocidad y a la solidaridad. El Estado no es ajeno a estos procesos; muy por el contrario, juega un rol central en lo anterior.

La actual pandemia es un excelente ejemplo de la falacia asociada a la promoción de soluciones individuales y evidencia que la única salida de la crisis es cuidando y cuidándonos. Cada persona que necesita atención está imbricada con su entorno más inmediato, con la comunidad y con el conjunto de la ciudadanía, y el Estado tiene el rol fundamental de proveer los recursos y distribuirlos con un criterio de justicia e igualdad social.

Pero el cuidado va mucho más allá de nosotras, las personas. El modelo de producción capitalista asume que la naturaleza no es más que la fuente de recursos para satisfacer necesidades supuestamente infinitas, y que, por lo tanto, la oferta de bienes y servicios debe ser ilimitada a los efectos de garantizar un crecimiento económico permanente que genere puestos de trabajo, consumo, explotación de la naturaleza, nuevos productos, nuevas fuentes de trabajo, consumo, y sobre todo ganancia permanente. Esta ganancia, invertida en los mercados especulativos, permite el enriquecimiento sin responsabilidad social y sin ofrecer ninguna clase de beneficios o asistencia a la mayoría de la población que, con suerte, hace uso de alguna de esas fuentes de trabajo y del consumo. Ese consumo sigue dependiendo de la explotación de la naturaleza y sigue contribuyendo al enriquecimiento del famoso 1 por ciento que concentra el 44 por ciento de la riqueza mundial.2 Esta es la monstruosidad del sistema que depreda ríos, especies, plantas, suelos, animales; que crea estratos y clases condenando a amplios sectores de población a situaciones de explotación por su condición de sexo, género, orientación sexual, clase, capacidad, lugar, edad, etnicidad; que pone en riesgo la propia continuidad de la vida sin ofrecer bienestar ni cuidados; y que favorece la emergencia de enfermedades que un día nos hacen caer en la cuenta de que todos los bienes acumulados no sirven ni siquiera para empezar a responder al desafío.

NATURALEZA E INTERDEPENDENCIA. Desde una perspectiva feminista y desde una ética del cuidado, es posible afirmar que la visión dominante del capitalismo no reconoce el valor intrínseco de la naturaleza y su interrelación con la diversidad de la vida. Por el contrario, la posiciona como una mera proveedora para los seres humanos, y ello es lo que ha justificado los usos no sustentables y la sobreexplotación, con las consecuencias conocidas en términos de cambio climático, contaminación y otros. El reto es precisamente reconocer la interdependencia, los necesarios límites en su uso, la existencia de necesidades propias de la naturaleza que requiere respeto de ciclos, protección, cuidados y manejos adecuados, así como la reposición y la restauración de determinados procesos. La lógica extractivista que guía la explotación de la naturaleza es opuesta a la lógica del cuidado, y, al igual que ocurre con las personas y las sociedades, no sólo daña al sujeto de esas acciones de explotación (en este caso la naturaleza), sino al sistema interdependiente en su conjunto. Los relatos que llegan de diversas partes del mundo respecto a cielos que vuelven a ser azules, mejoras en la calidad de las aguas y del aire, como resultado de la disminución de la actividad económica, son indicios de que los cambios en el modo de producción impactan muy rápidamente en la naturaleza.

Estos cambios, sin embargo, y como vimos al principio, responden a la emergencia y en gran medida al miedo. Los cambios de largo plazo requieren una nueva mirada sobre el sentido de la vida y el bienestar: pasar de la centralidad de lo económico a la centralidad de la vida; de la autoidentificación como consumidores y consumidoras a ciudadanos y ciudadanas; de nacionales de un país particular a habitantes de un planeta compartido; de receptores de políticas públicas a cohacedores de una realidad que celebra la diversidad y se nutre de conocimientos y saberes plurales.

Habrá quien plantee que se trata de una mirada romántica. Pero es, justamente, en el cuidado recíproco, con Estados que garanticen políticas igualitarias y de protección social, que permitan superar desigualdades y discriminaciones, con prácticas productivas que reconozcan y respeten la interdependencia con la naturaleza, que nos jugamos la superación de esta crisis hoy, hacia adelante.

  1.   Bram Ieven y Jan Overwijk, “Este es el orden normal”, De Groene Amsterdammer, 18-III-20: ‹https://www.groene.nl/artikel/dit-is-de-normale-orde›.
  2. Global Inequality: ‹https://inequality.org/facts/global-inequalit/≠global-wealth-inequality›.

No protestarás

Trabajadores producen y sostienen los servicios esenciales.

Venancio Acosta

3 abril, 2020

Las diferencias con las cámaras empresariales intensifican la división entre las dos tendencias sindicales de la Federación de Obreros de la Industria de la Carne 

Las hordas no han bajado del Cerro. La llama de la refinería sigue encendida. El campo continúa la zafra. La carne se despacha. La fruta se reparte. La basura se recoge. Las grandes superficies y el medicamento continúan facturando. Los sindicatos –no sólo ellos– multiplican las ollas populares, mientras reclaman protocolos de salud y garantías para los que cumplen tareas esenciales, en medio de un país donde el sentimiento nacionalista frente a la pandemia tiende a desaprobar los posicionamientos de clase (de la clase trabajadora).

“Estoy hablando contigo y mirando la cosecha. Están todos trabajando.” El hombre que mira es Richard Olivera, representante del Sindicato Único de Trabajadores del Arroz y Afines en el Arrozal 33. Los que están trabajando: peones que, según el sindicalista, llegaron a la zafra –como es habitual– amontonados de a quince en pequeños camiones de la empresa. Olivera opina que el rubro no se ha topado, de momento, con problemas que impidan continuar con la producción. “Lo único que nos preocupa –dice– es que no sabemos qué pasará con nosotros si nos llega la pandemia, porque no estamos incluidos en la flexibilización del seguro especial por desempleo”, remarca.

Aunque el sector rural se ha mantenido activo, reclaman al ministerio extremar las inspecciones al advertir que en muchas empresas faltan suministros de higiene y equipos de protección, un aspecto que entienden necesario atender antes de la llegada del invierno. “Las actividades zafrales, sobre todo los grandes cultivos de arroz y de soja, pero también el citrus, están ahora en marcha. Abril y mayo es el pico. Y después actividades como la producción avícola y la cría de animales siguen funcionando normalmente”, dijo a este semanario César Rodríguez, referente de la Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines (Unatra): “Son miles los trabajadores que desde la llegada del virus están al pie del cañón”, agregó.

SECOS Y MOJADOS. Comercio y servicios han sido los sectores que más trabajadores han enviado al seguro de paro en las últimas semanas. Les sigue la industria manufacturera. Al respecto, la Cámara de Industrias realizó una encuesta según la cual 74 por ciento de las firmas prevé enviar parte de su plantilla al seguro mientras que, hasta el momento, sólo el 37 lo ha hecho. Los principales afectados serían los pequeños y medianos emprendimientos. Entretanto, las empresas de alimentos y bebidas vienen siendo las que menos han padecido la embestida.

Los principales envíos a seguro de paro en el comercio corresponden a tiendas y al comercio minorista, donde –sin mediar instancias de negociación– hubo un ingreso masivo de solicitudes al Bps. El supermercadismo es la rama más importante que continúa con sus actividades. A impulso de Fuecys se realizó una reunión tripartita con la Asociación de Supermercados del Uruguay, en la que sólo se logró un protocolo sanitario general.

“Ahora estamos intentando convocar a una reunión para protocolizar un primer escenario de contagio, tanto a nivel sanitario como a nivel salarial”, dijo a Brecha Favio Riverón, presidente de Fuecys. “Por ejemplo, ¿a los afectados se les va a confinar con pérdida salarial, cuando se les estuvo planteando que sostuvieran hasta último momento su trabajo? Todavía no hemos tenido respuesta”, apuntó. Según Riverón, las empresas han puesto la facturación por encima de la seguridad laboral. “Te pongo dos ejemplos concretos –indicó–: en dos cadenas de supermercados (Devoto y Géant) en estos días se habilitó una promoción de ‘todo a 25 pesos’ y se pusieron prendas de ropa a 50 pesos. Dos ofertas masivas de productos. Es un escenario donde lo que importa es la venta. Los supermercados facturaron en estas semanas por encima de las fiestas tradicionales”.

“En el caso de la industria del medicamento, que al día de hoy está facturando al doble que sus ingresos mensuales, tuvimos una reunión tripartita ante la inspección de Trabajo, porque no hemos logrado nada con las cámaras”, dijo a este semanario Nicolás Touron, secretario general de los trabajadores del medicamento. Aseguró que el sector “más complicado” es el de los visitadores médicos, “que ante esta situación han sido enviados de licencia y después de abril no sabemos qué va a pasar”.

DESCONCIERTOS. Hasta ahora, las medidas ad hoc con relación a la salud laboral fueron tomadas en forma tripartita en el Consejo Nacional de Salud y Seguridad en el Trabajo. La primera resolución al respecto es del 13 de marzo. Participaron el Pit-Cnt, las cámaras de Industria y Comercio, y representantes del Bps, Bse, Trabajo y Salud. En aquella instancia, se consensuaron varias acciones de prevención sanitaria. Casi una semana después –el 19 de marzo–, el mismo órgano se vio obligado a “actualizar” el protocolo anterior con medidas más específicas y exhaustivas, sugiriendo incluso sanciones a las empresas que las incumplan.

Walter Migliónico, veterano integrante de la comisión de salud laboral del Pit-Cnt, destacó los acuerdos intersectoriales de la comisión, pero a la vez señaló a Brecha incongruencias en relación con otros aspectos de las políticas del gobierno, “porque se violenta la negociación colectiva al imponer un recorte a los públicos. Y por otro lado se convoca a negociar colectivamente las medidas sanitarias. Nosotros vamos a negociar de buena fe las medidas sanitarias, pero luego nos tiran por el piso los acuerdos en el otro aspecto”.

GRIETAS. Las diferencias con las cámaras empresariales agudizaron esta semana una división interna de larga data en la Federación de Obreros de la Industria de la Carne (Foica). La tendencia “de la Ciudad Vieja” –dirigida por sectores afines al sindicato de la bebida– se distanció de la medida tomada por el sector “del Cerro” –liderado por dirigentes del Partido Comunista–, que decidió contravenir a las cámaras y realizar una semana de paro por razones sanitarias.

El sector se viene reuniendo desde hace dos semanas en forma tripartita. Una de las medidas propuestas en ese ámbito –en su momento por parte de las dos tendencias de la Foica– fue “una ventana de diez días de paro sanitario” para “reorganizar” la producción, ajustando los protocolos de seguridad. La medida no contaba con aprobación por parte de una de las gremiales empresariales. Cuando aún no se había arribado a un desenlace, y la tendencia de la Ciudad Vieja ya había declinado asumir la medida de paro, los sindicalistas del Cerro decidieron llevarla adelante de forma unilateral.

La influencia de cada tendencia sindical se distribuye en alrededor de 50 plantas en todo el país. La rama del Cerro controla las plantas de mayor tamaño. “Nos cayó mal a todos”, dijo a Brecha Luis Muñoz, integrante de la Foica Ciudad Vieja, “porque no había razones de peso para un paro con pérdida salarial de este tenor. Y además en la instancia tripartita estábamos negociando una solución salarial para que, si tuviéramos que parar sí o sí, todos los trabajadores (que muchos de ellos no tienen seguro de paro) contaran con una solución paliativa”. Martín Cardozo, representante de la Foica del Cerro, declaró a Brecha: “Tenemos la necesidad de hacer una pausa sanitaria en nuestro trabajo, por un problema que no podemos resolver, que es el hacinamiento. Con una semana de resguardo sanitario nos reorganizamos (desfasar turnos, resolver el tema de la población de riesgo, acordar licencias, etcétera). En la mayoría de la industria se trabaja a destajo y esto implica discutir medidas económicas. Y con eso, parte de las cámaras no quieren saber nada”.

En el sector empresarial, la Asociación de la Industria Frigorífica del Uruguay (Adifu) nuclea a los frigoríficos más grandes, y se encuentra mayoritariamente bajo la órbita sindical de la Foica del Cerro. La Cámara de la Industria Frigorífica (Cif), por su parte, nuclea a medianos y pequeños, y la mayoría de sus plantas está bajo la égida de la tendencia de la Ciudad Vieja. Según Cardozo, el conflicto se desarrolla a raíz de la negativa de tres plantas de la Cif –donde trabajan afiliados a la Foica del Cerro– a ofrecer garantías económicas a los trabajadores durante la discusión del parate, al contrario de Adifu, que “tiene espalda” para sostener la medida y ya había accedido a otorgar un seguro especial.

Como consecuencia, al ver a sus afiliados afectados por la decisión de la gremial empresarial, la rama del Cerro decidió tomar la medida unilateralmente. Esta se cumplirá hasta el 8 de abril, con alcance en los principales frigoríficos exportadores del país. En tanto, las empresas que responden a la Cif –con despliegue en el mercado interno– continuarán funcionando. La Foica de Ciudad Vieja decidió no parar y continuar las negociaciones de forma independiente, buscando acordar medidas de protección para trabajadores sin seguro de paro, ante una eventual cuarentena obligatoria.

Las cámaras hicieron circular una evaluación del cumplimiento de la medida según la cual el paro se estaría cumpliendo en todos sus términos al menos en los frigoríficos Carrasco, Las Moras, Colonia, Tacuarembó y Breeders and Packers. En otros tres casos (Solís, La Caballada y Las Piedras) las propias empresas decidieron suspender o reducir drásticamente su actividad.

 La prisión hogareña

Confinamiento y alienación en el cine.

 

Diego Faraone

3 abril, 2020

La idea idílica de que la interconectividad y la globalización favorecerían la integración parece hoy un sueño ingenuo y hasta ridículo. En las sociedades actuales, la insatisfacción, la incomunicación y la soledad se han ido acentuando, y el cine lo viene avisando desde hace tiempo.

Hace ya 45 años, David Cronenberg exhibía su primera película de terror, Shivers, en la que la tendencia a la reclusión voluntaria de las clases acomodadas era puesta en relieve. En ella, una invasión de parásitos reptantes –que se parecen nada menos que a heces humanas– ataca a los moradores de un lujoso complejo residencial. El asunto adquiere tintes inequívocamente cronenbergianos cuando los humanos contaminados se convierten en zombis desbocados de lujuria. No deja de ser llamativo ver a un contigente de clase alta arrojado a relaciones sexuales anárquicas que involucran a todos los contaminados y en las que dejan de importar el género, la edad o la etnia. Pero lo más interesante es que el complejo habitacional donde transcurre la acción, cuya arquitectura había sido ideada para aislar los sonidos y crear un ambiente apacible y confortante, cuando el ataque sucede, opera en forma contraria a su razón de ser: confina a las víctimas y causa incomunicación entre ellas. La alienación del individuo en apartamentos compactos se revierte sólo gracias a la liberación sexual, en una vuelta del hombre a sus orígenes.

La película india Trapped juega con el mismo concepto: se trata de un drama de supervivencia extrema, con la particularidad de que el protagonista no es el náufrago en una isla desierta, ni está perdido en una selva o en algún páramo desolado, sino que debe sobrevivir incomunicado y confinado en el interior de un rascacielos deshabitado, en pleno centro de Bombay. Sin las posibilidades económicas de alquilar un cuarto, el protagonista, empleado de un call center, termina arrendando por bajo costo un apartamento sin muebles en el inmenso Swarg, un complejo de apartamentos que se encuentra temporalmente cerrado por problemas legales. Como el celador no lo vio entrar, nadie sabe de su presencia allí, y, al habérsele agotado la batería de su celular, queda enclaustrado por la blindada e infranqueable puerta del apartamento, con la llave del lado de afuera. Puede asomarse al balcón, pero se encuentra tan alto y lejano de la calle que nadie puede verlo ni escuchar sus gritos deseseperados. Sin comida, agua ni electricidad, debe recurrir a métodos extremos para su supervivencia, como alimentarse de cucarachas, hormigas, palomas y ratas, y hasta construir un cartel escrito con su propia sangre. Quizá lo más terrible del planteo sea su final (siguen spoilers), ya que cuando el protagonista logra escapar, luego de tan arduo y agónico confinamiento, se entera de que ninguno de sus amigos más cercanos se percató de su ausencia.

Pero no es necesario irse tan lejos para encontrar reflejos de un fenómeno mundial. La película argentina Medianeras es una comedia romántica con una interesante reflexión: es posible que dos personas “hechas” la una para la otra, dos perfectas medias naranjas, vivan muy cerca, a tan sólo unos pasos. De hecho, podrían vivir en dos edificios enfrentados, pero debido a las dinámicas de las grandes urbes, ambos podrían cruzarse una infinidad de veces sin nunca percatarse el uno del otro. En esta película, tanto Mariana, una talentosa decoradora que acaba de sufrir una separación y vive en un departamento tan de-sordenado como su psiquis, como Martín, un diseñador web fóbico a casi todo y que trabaja recluido en su monoambiente, sufren la soledad urbana. Sus ventanas están enfrentadas, pero viven en una zona densamente poblada de la ciudad de Buenos Aires. Aunque tuvieran la suerte de verse, ¿de qué forma podrían saber algo del otro o entablar un diálogo casual? La película desarrolla con interés (aunque también, vale decir, con algún subrayado excesivo) temáticas como la dependencia virtual, la influencia de la arquitectura en las personas y las neurosis del mundo moderno.

La película Canino, del gran director griego Yorgos Lanthimos (Langosta, La favorita), es una alegoría en la que tres hermanos adolescentes pasan confinados en la vivienda paterna. Sus padres los educan con mentiras, inoculándoles miedos y controlándolos ya desde el lenguaje: a ciertas palabras “conflictivas”, que puedan tentarlos a escapar, les inventan definiciones inocuas. La “autopista” es un viento muy fuerte, el “mar” es una silla y “vagina” es una lámpara grande. Así, los muchachos viven bajo un sistema autoritario que, con la excusa de la seguridad, les impone la pérdida de la libertad.

A Touch of Sin, quizá la mejor de las películas del mejor director chino de la actualidad, Jia Zhang-ke, vendría a ser como el Relatos salvajes del país asiático. Al igual que en la película argentina, se exhiben varias historias cuyo eje central es la violencia, pero se trata de una violencia diferente y bastante alejada de la que acostumbramos a ver en el cine de acción y de géneros, ya que está enquistada en lo social, intrínsecamente vinculada a las grandes transiciones ocurridas en lo que va de este siglo, al ensanchamiento de las brechas sociales, a la injusticia. El cine de Jia Zhang-ke es un incomparable registro de las brutales metamorfosis que ha sufrido China como consecuencia de su incorporación a la economía de mercado en 1978, la cual cambió la cara de los paisajes urbanos radicalmente, con graves perjuicios en el tejido social.

En uno de los episodios, un muchacho joven prueba suerte en diversos trabajos, cada cual más exigente y extenuante. La alienación del chico es extrema: presumiblemente provenga de alguna zona rural y se encuentre a grandes distancias de cualquier hipotético familiar, pero a esto se le agrega el servir dentro de una fábrica –en la que, además, debe sentirse privilegiado de trabajar– durante interminables jornadas. Cabe decir que este fragmento es, de los cuatro que componen la película, el más triste. Y la violencia ejercida por el muchacho no es, como en los anteriores, hacia otras personas, sino hacia sí mismo.

La soledad en las grandes urbes es, desde hace años, una constante del cine de autor producido dentro del continente asiático. En el cine de Wong Kar-wai (Chungking Express, Con ánimo de amar, 2046) ya era omnipresente en forma de bello existencialismo, acompasada con boleros, jazz y música latina, colores vivos, una lluvia copiosa, el humo de los cigarrillos concentrándose en pequeñas habitaciones de paredes descascaradas. En ambientes similares, pero sin la elegancia ni la cadencia de Wong, las películas de Tsai Ming-liang son desmesuradamente lentas y tediosas, pero tienen un extraño mérito: cualquiera de ellas es inolvidable, y su cine ilustra con incomparable precisión un “estado de cosas” vivenciado por las clases media-bajas y trabajadoras de algunas regiones de China, personajes de rostros cansinos que deambulan o reptan, alternándose entre trabajos insatisfactorios, relaciones sexuales frías, polución y contaminación crecientes, y una calidad de vida en notorio declive. Viva el amor y El río son claros ejemplos de ello, pero la obra completa del director es una bolilla imprescindible para el estudio de la incomunicación y el confinamiento en las sociedades modernas.

En el cine japonés, si bien hace más de sesenta años el director Yazuhiro Ozu registraba notablemente el fenómeno de la desintegración de las familias, hoy esta clase de alienación se ha potenciado. La brillante Nobody Knows, de Hirokazu Kore-eda, es el reflejo de una doble atomización: los abuelos suelen vivir lejos de las familias nucleares y de sus nietos (con lo que los padres quedan sin nadie a quien recurrir para cuidar a sus hijos) y, además, la creciente desaparición de los vínculos entre vecinos propicia la desaparición de los lazos de cercanía y solidaridad, al punto de ser algo totalmente común no tener ni la más vaga noción de quién vive en la casa o el apartamento contiguos. La película japonesa exhibe una situación verídica: cuatro niños son abandonados por su madre en un departamento de Tokio, sin que nadie se entere durante meses. Justamente ese “nadie sabe” del título refiere a tragedias que podrían ocurrir ahora mismo, a escasos metros de nuestra apacible cotidianeidad.

El creador de distopías y de varios de los más demenciales delirios cinematográficos vistos en el último siglo, Shinya Tsukamoto (Tetsuo, Vital), dijo con acierto: “Tengo una imagen de Tokio en mi mente: es una imagen de una ciudad llena de habitaciones de concreto, con un cerebro atrapado en cada una de ellas”. Varias de sus horripilantes películas, y en especial Haze, son grandes alegorías referidas a este confinamiento. Otro director japonés que ha profundizado en el tema ha sido Kiyoshi Kurosawa, maestro del terror existencial. En Kairo, un extraño portal de Internet promete contactar a los usuarios con gente muerta. Pero Kurosawa logra, con gran poder de sugerencia, exhibir a los vivos como verdaderos “muertos en vida”. Hay figuras tenebrosas y extrañas frente a monitores en penumbras, que de hecho recuerdan a muchos “zombis” cybernautas: individuos alienados, depresivos e insatisfechos.

 Cuarentena a la israelí

Enfermarse bajo el apartheid.

María Landi

3 abril, 2020

Soldados israelíes amenazan a manifestantes palestinos durante una protesta contra la ocupación en el Valle del Jordán.

¿Cómo quedarse en casa cuando el poder ordena demolerla? ¿Cómo hacerlo cuando los soldados irrumpen a la madrugada para arrancarte de la cama y llevarte a un lugar desconocido? Ante el avance de la pandemia, los palestinos se encuentran en una situación de extrema vulnerabilidad.

La semana pasada, Malik Ghanem, uno de los 60 mil palestinos de Cisjordania que trabajan en Israel, se sintió afiebrado. Llamó a un hospital cercano a Tel Aviv y pidió una ambulancia. Como le exigían pagar casi 100 euros, Ghanem fue por su cuenta al hospital. Ahí llamaron a la Policía, que, a su vez, lo entregó al Ejército israelí. Los soldados lo llevaron al checkpoint de Beit Sira (uno de los que conectan los territorios ocupados con Israel) y lo tiraron a la carretera del lado palestino, diciéndole: “En Israel no hay sitio para ti. Que la Autoridad Palestina te ponga en cuarentena”. Estuvo tres horas así hasta que una ambulancia palestina lo recogió. Finalmente, Ghanem dio negativo: no tenía covid-19.

Cinco días más tarde, el 26 de marzo, a alrededor de las 7.30, el Ejército israelí llegó con una excavadora y dos camiones con grúas a la comunidad palestina de Jirbet Ibziq, en el norte del Valle del Jordán. Confiscaron postes y lonas que debían formar seis carpas, dos para una clínica de campaña y cuatro para viviendas de emergencia para personas evacuadas de sus hogares. También se llevaron un generador de energía, bolsas de arena y cemento, cuatro palés de hormigón para los pisos de las carpas, y destruyeron otros cuatro.

De acuerdo a la organización israelí de derechos humanos B’Tselem: “Mientras el mundo entero lucha contra una crisis sanitaria sin precedentes, el Ejército de Israel dedica tiempo y recursos a acosar a las comunidades palestinas más vulnerables de Cisjordania, a las que ha intentado expulsar de la zona durante décadas. Destruir una iniciativa comunitaria de primeros auxilios durante una crisis sanitaria es un ejemplo especialmente cruel de los abusos habituales que se infligen a estas comunidades y va en contra de los principios humanitarios básicos durante una emergencia.”

En el mismo sentido, Adalah (centro para los derechos de la minoría árabe en Israel) denunció, el 10 de marzo, que las autoridades no prestan ningún servicio sanitario básico a ninguna de las 45 comunidades árabes que alojan a más de 75 mil habitantes en el desierto del Naqab, con el pretexto de que son ilegales. También señaló la insuficiencia de información en árabe sobre la pandemia. “Israel ha mantenido durante años una política de negligencia y discriminación a la hora de proporcionar servicios de salud de rutina y emergencia a los ciudadanos beduinos”, dijo la organización. “Ante la crisis del coronavirus, esta política estatal resulta un peligro inmediato para los residentes locales y el público en general.”

Esto no es nuevo, observa el periodista gazatí Musaab Bashir: el último informe estadístico oficial evidencia una importante brecha sanitaria entre la población judía y la minoría árabe en Israel (un 20 por ciento de los ciudadanos). Según el informe, la esperanza de vida de la primera es de 81 años, mientras que la de la segunda es de 77. La mortalidad neonatal de los árabes de Israel es de 4,8 por mil, mientras que la de los judíos es de 2,5 por mil.

En tanto, con las escuelas cerradas debido a la pandemia, el Ministerio de Educación está brindando clases por Internet, pero más de la mitad del estudiantado palestino con ciudadanía israelí vive por debajo la línea de pobreza y no tiene acceso a la red. En el Naqab, el 70 por ciento de los estudiantes ni siquiera tiene acceso a la electricidad.

BUSINESS AS USUAL. Mientras que en todo el mundo los gobiernos han redirigido sus recursos y políticas a combatir el covid-19, en los territorios palestinos ocupados el Ejército y los colonos israelíes ilegales aprovechan la cuarentena forzada para expandir la colonización, destruir propiedades y robar más tierra y agua a las comunidades palestinas. La violencia represiva de los ocupantes tampoco ha cedido: continúan las ejecuciones extrajudiciales y los arrestos nocturnos. Eso sí: ahora los soldados van protegidos con trajes especiales para evitar el contagio (cuando hay confirmados más de 4.300 casos de covid-19 en Israel y sólo un centenar en los territorios palestinos).

El 25 de marzo, Stop the Wall, la campaña palestina contra el muro y las colonias, emitió un llamamiento “a la comunidad internacional y las organizaciones de derechos humanos para que intervengan y apoyen al pueblo palestino en su lucha por estar a salvo tanto del coronavirus como de la ocupación israelí”. “Mientras la población palestina sufre una escalada de agresiones, los privilegiados colonos israelíes ilegales son atendidos y protegidos, incluso cuando [nos] atacan”, asegura Stop the Wall.

El documento reseña sucesos recientes en los que, a pesar de la situación excepcional, las fuerzas israelíes continuaron sus prácticas habituales en los territorios ocupados: mientras que los palestinos obedecen la cuarentena ordenada por sus autoridades locales, Israel avanza con su plan de anexión del estratégico Valle del Jordán, ordena o ejecuta la demolición de viviendas palestinas (lo que convierte la consigna “Quedate en casa” en una amarga ironía), asesina a jóvenes que defendían su tierra o simplemente viajaban en auto por la noche, y no aplica a los 5 mil presos palestinos las medidas de prevención del virus puestas en práctica en las cárceles comunes.

GAZA: RECETA PARA LA CATÁSTROFE. Con una decena de casos confirmados y una densidad demográfica de 5.500 personas por quilómetro cuadrado, grupos de derechos humanos advierten de un inminente desastre masivo en caso de que surja un brote generalizado de covid-19 en la Franja de Gaza. “Sus habitantes están entre los más vulnerables del mundo a la pandemia”, declaró en los últimos días la organización Al-Haq, que agregó que la falta casi total de agua potable y saneamiento, y un sistema de salud llevado al colapso por 14 años de bloqueo socavan “la capacidad de Gaza para prevenir y mitigar adecuadamente el impacto del covid-19”.

La doctora Mona El-Farra, jefa de salud de la Media Luna Roja Palestina en Gaza, señaló la semana pasada que hay escasez de camas, equipos de protección y kits de prueba. El domingo, el Centro Palestino para los Derechos Humanos lanzó un llamado urgente a la comunidad internacional para apoyar el sistema de salud gazatí, que cuenta con sólo un centenar de camas de cuidado intensivo (un 70 por ciento de ellas, actualmente ocupadas) y 93 ventiladores para una población de 2 millones. También exhortó a presionar a Israel para que cumpla sus obligaciones ante el derecho internacional, levante el bloqueo y permita la entrada de suministros médicos para enfrentar la pandemia.

LASCIATE OGNI SPERANZA. En esta crisis de coronavirus, se ha difundido que Israel donó (a pedido de la Autoridad Palestina) 200 test para Gaza y “otorgó la residencia israelí” a palestinos que todos los días cruzan los checkpoints para trabajar en Israel. Nada más alejado de la realidad, como explica Musaab Bashir: la cantidad de kits es simbólica, cuando lo que hace falta es recuperar el sistema sanitario de Gaza de la crisis en que lo han dejado 14 años de bloqueo israelí (sin olvidar que, según el derecho internacional humanitario, como potencia ocupante Israel debería ser responsable del bienestar de la población ocupada).

En cuanto al asunto de la residencia israelí, algunos trabajadores palestinos apenas recibieron permiso para pernoctar en Israel durante un par de meses (en los locales de trabajo y con total restricción de movimiento), simplemente porque las empresas no quieren prescindir de esa mano de obra barata. Esos trabajadores saben que tienen más posibilidades de contagiarse en Israel y que allí no recibirán el tratamiento que puedan necesitar. Únicamente la necesidad de alimentar a sus familias los obliga a correr ese riesgo.

No hay virus que pueda alterar el racismo institucional contra la población palestina a ambos lados de la Línea Verde. Como dijo estos días el autor israelí Miko Peled –analizando el desenlace de la tercera elección israelí en un año, celebrada a comienzos de marzo–, “desde la política electoral hasta la respuesta al coronavirus, en Israel reina la mentalidad de apartheid”. En un insólito giro consumado el 22 de marzo, Benny Gantz, rival del actual primer ministro de Israel, Biniamin Netaniahu, con quien había empatado técnicamente en lo comicios, prefirió cederle a este último la victoria y renunciar a la posibilidad de convertirse en premier antes que aliarse a la Lista Conjunta, de los partidos árabes. Estos son actualmente la tercera fuerza en el Parlamento israelí y estaban dispuestos a darle sus votos a Gantz para desbancar a Netaniahu. Moraleja: mantener la pureza del Estado judío a cualquier precio es más importante que articular cualquier proyecto político que incluya a “los árabes”.