DERECHOS HUMANOS EN EL URUGUAY: LA MENTIRA TRATADA COMO VERDAD Y LA VERDAD PROSCRIPTA.
ALGUNAS PRECISIONES PREVIAS.
En la región y en nuestro país desde los años 70 el tema de los derechos humanos se ha integrado como asunto permanente de la agenda política. Sin embargo, en este caso la expresión derechos humanos ha adquirido un significado muy específico. Quizás sea necesario retrotraernos al legado de la Ilustración para encontrar el origen de la expresión derechos humanos. Al referirse a los derechos humanos aquellos hombres hacían referencias a ciertos derechos que tenían todos los hombres, universales, por el sólo hecho de ser hombres: el sustento teórico era el Derecho natural, estos derechos eran naturales a la condición humana; y el contractualismo, los hombres a través del contrato social los garantizaban y hacían efectivos para toda la sociedad.
Más tarde, estos derechos se explicaron como un producto histórico social, no como una característica esencial de un hombre abstracto, sino como el resultado del desarrollo histórico social protagonizado por hombres concretos. Soy de los que considera acertada, más allá de la ecléctica y superficial mirada acusadora posmoderna, esta concepción del desarrollo social del hombre, adhiero a ella por su carácter científico. Adoptar este punto de vista como sustento de mi análisis explica, por lo menos tengo la esperanza que así sea, los juicios y valoraciones que realizaré en torno al tema en cuestión.
Pero, como decíamos más arriba, en la “historia reciente” de la región y de nuestro país la expresión derechos humanos ha adquirido un sentido muy específico: la lucha por la verdad y la justicia en torno a la represión y los crímenes del terrorismo de estado en las últimas dictaduras del continente. Las afirmaciones que siguen se apoyan en estas dos patas: lo expresado en la oración final del párrafo anterior y lo expresado en el inicio de éste. En nuestra dimensión espacio-temporal los otros derechos del hombre han tenido que buscar caminos alternativos para hacerse oír, para representarse.
Seguramente reconquistarán su denominación “natural” en tanto nuestros avances en la verdad y la justicia y, fundamentalmente, en una síntesis histórica que sea arma espiritual en manos del accionar conciente de los sectores subalternos liberen o vuelvan a ampliar los significados posibles del concepto Derechos Humanos. Y esto es así porque la conmoción y ruptura social, política, cultural y psicológica provocada por el terrorismo de estado exigió una representación y un tratamiento exclusivo.
Por lo tanto, todo análisis sobre los Derechos Humanos en este sentido “restringido” exige una definición precisa de quienes eran y que objetivos se proponían las víctimas del terrorismo de estado, así como que fuerzas sociales y políticas los enfrentaron y reprimieron y por que. Estoy convencido que un análisis acertado de la evolución política de los derechos humanos en el país no puede aislarse, separarse metafísicamente del conjunto de la trama política nacional.
No parece serio, por ejemplo, tomar un país de la región y decir: se creo tal organismo a nivel del estado, se juzgaron tantos criminales, se encontraron tantos compañeros desaparecidos, etc., en consecuencia la lucha por los derechos humanos en tal país avanzó más que en el nuestro. No importa si en el hipotético país los avances y retrocesos están más ligados a los movimientos de las elites políticas y no a un proceso de concientización de las grandes masas del pueblo que a la elección siguiente reeligen por un margen aún mayor al más conspicuo representante del neoliberalismo en la región. Y no es que aquellas medidas no sean positivas, que las desprecie.
No; pero el problema es más complejo.En general, los compañeros que sufrieron cárcel y tortura, o cayeron, o fueron desaparecidos durante la dictadura tenían ciertas características comunes. En su inmensa mayoría, podría decir salvo alguna excepción, eran militantes concientes, con definición antiimperialista y anticapitalista (lo que no supone homogeneidad ideológica), y provenientes de sectores subalternos; trabajadores, estudiantes, intelectuales, capas medias en general. El objetivo de su acción política y social, más allá de matices, era la transformación social, subvertir el orden existente y la construcción de una realidad más justa.
La clase dominante criolla y el imperialismo norteamericano aplicaron la represión y el golpe de estado como estrategia contraofensiva ante el avance de las fuerzas sociales y políticas portadoras del cambio, para conservar el orden establecido y, más aún, para implementar un reajuste económico, social, político, ideológico y cultural regresivo. Contaron para ello con la estructura de los partidos tradicionales mientras les fue posible, en todo momento con importantes sectores de los mismos que integraban e integran “la cooperativa de votos” con aquellos sectores de los mismos partidos que llegados a un punto del desarrollo del proceso se volvieron opositores y dejaron de prestar apoyo a los aspectos más agresivos de dicha política. Es decir, la lucha por el cambio social y el antiimperialismo y la contraofensiva reaccionaria son la expresión política de un profundo proceso subyacente de lucha de clases. Lo que se debatía en los años 60 y 70 en el país y en la región, no única y fundamentalmente en el campo de las ideas sino en la relación de fuerzas sociales y políticas de la sociedad, era la alternativa entre el avance del cambio social o la conservación y retroceso de las estructuras existentes.
Esto es muy sencillo y conocido, lo sé. Mas, lo expongo porque tengo mis serias dudas que los análisis que pululan sobre la cuestión de los derechos humanos sean sistemáticos, consecuentes con este necesario punto de partida.Considero que es imposible comprender la situación actual de los derechos humanos en el país y realizar una acertada evaluación de su evolución sin abordarla y medirla desde este punto de vista. No se trata de un problema exclusivamente moral ni, sin dejar de atender la enorme carga emocional que tiene, de un asunto estrictamente sentimental en el sentido más superficial. Es un problema político y como tal hay que abordarlo.
Es imprescindible un análisis desde el origen, su desarrollo y actual transformación del asunto como un componente más de la lucha de clases, del combate entre el cambio social y la reacción. Sólo en este contexto es posible estimar el avance en la lucha por los derechos humanos y comprender el itinerario que recorrió fundamentalmente desde la salida de la dictadura evitando extraviarse o caer en la confusión promovida por el accionar de los partidos tradicionales; seamos claros, de los protagonistas directos o cómplices, por acción o protección, durante estas cuatro décadas de los crímenes más infames que recuerda la historia del Uruguay.
Y, por último, realizada esta operación es posible proponerse un estudio analógico con otros países, nunca una comparación basada en el traslado mecánico de ciertos datos. Se trataría, en todo caso, de ubicar la cuestión de los derechos humanos en la correlación de fuerzas sociales y políticas de los países tomados, el grado de avance y unidad de las fuerzas del cambio, del nivel organizativo de estas fuerzas, de los pasos dados en la construcción de una nueva hegemonía ético-política en torno a la cual alzar un nuevo consenso social y político, como contrapartida la fortaleza y los márgenes de maniobra y acción de los grupos dirigentes y sus instrumentos políticos, si existen residuos importantes en la sociedad, por fuera de los grupos dirigentes, dispuestos a prestar apoyo activo a los asesinos y torturadores, en que medida el pueblo visualiza correctamente la defensa de los derechos humanos con las fuerzas portadoras del cambio social e identifica a los sostenedores de la impunidad con los impulsores de las políticas neoliberales y regresivas, etc., etc.
O sea, mi punto de partida es que carece de todo sentido, es incorrecto aislar metafísicamente la cuestión de los derechos humanos del conjunto del movimiento político nacional. No realzamos el tema si lo convertimos en un asunto “privilegiado”, por fuera de la lucha política, de la elaboración estratégica y táctica, sino que lo bastardeamos. Este problema político convive con otros asuntos políticos (cuestiones económicas, sociales, institucionales, educativas, culturales, etc.), y se alternan en el tiempo unos y otros en el papel central y dinamizador del conjunto del complejo movimiento de la vida política del país.
Hoy se nos presenta en el centro de la palestra política un asunto que desplaza al que pensábamos era el de mayor importancia y mañana éste es desplazado por otro y así sucesivamente. Nada se pierde, nada “desaparece”, todos los problemas se concatenan, se alternan, se transforman e influyen mutuamente y la resolución de uno de ellos puede promover el avance de otro o volverlo a poner en la escena política. Éste es el movimiento de la política real. Tenerlo presente nos permite definir en cada momento cual es la cuestión clave de la política nacional centrándonos en la cual, tensando las fuerzas allí posibilita el camino para un avance global, poniéndonos en mejores condiciones para continuar la lucha y posicionarnos para avanzar en la resolución de otros problemas. Tenerlo presente impide que nos extraviemos, que veamos derrotas donde hay triunfos, que consideremos que retrocedemos cuando en realidad estamos avanzando y viceversa.
Bien, no se trata de un problema jurídico; no se resolvió, no se resuelve, ni se resolverá apelando exclusiva y fundamentalmente a argumentos jurídicos ni a tratados internacionales. No se obtiene la victoria en esta lucha recorriendo juzgados ni con buenos abogados, no es un asunto para elites. Es un problema esencialmente político y como tal se avanza en un sentido que coadyuve en la transformación social (única manera en que entiendo podemos y debemos avanzar) con la organización, la militancia y la conciencia popular. Naturalmente que las leyes y los tratados expresan victorias producto de determinadas relaciones de fuerzas creadas en el proceso de la lucha social y política. Pero en cada proceso y momento del combate la relación, la dinámica entre las disposiciones escritas y las correlaciones de fuerzas que las hicieron posibles se vuelven a poner a prueba; y el problema sólo se resuelve de manera política: en el terreno de las correlaciones de fuerzas políticas y sociales.
No despreciamos la importancia de estos aspectos, pero deben subordinarse a la elaboración estratégica y táctica de las organizaciones políticas y sociales y no a las decisiones jurídicas de técnicos.
LOS DDHH EN EL URUGUAY DE HOY
Desde el 2005 el problema de los derechos humanos ha tenido una indiscutible evolución positiva para quienes hemos luchado contra la impunidad. Se ha conocido la suerte corrida por compañeros desaparecidos, incluso se han encontrado los restos de los compañeros Chavez Sosa y Fernando Miranda, fueron juzgados y están presos los principales responsables de la represión y los crímenes y se siguen procesos contra otros represores. Téngase presente, además, que no sólo militares han sido juzgados y detenidos sino civiles y, como en el caso del dictador Juan María Bordaberry, elementos de las propias clases dominantes del país (situación no tan común en otras realidades).
Se trató, y se trata, de una brega difícil, dura y prolongada. En el transcurso del combate en todos estos años muchas veces estos objetivos parecían inalcanzables, pero, en cuanto se levantaba la vista más allá del horizonte que permite divisar la lucha política cotidiana era indudable que el movimiento popular y la izquierda uruguaya avanzaban en el sentido correcto y los resultados maduraban ineluctables. Lo que vivimos hoy no es el resultado de procesos espontáneos, de circunstancias azarosas o inexplicables, o la influencia mecánica de fenómenos externos. No; es el resultado de la aplicación coherente y sistemática de una elaboración política, de una concepción estratégica t táctica. Una vez más, como decía Alfredo (Zitarrosa), de “aquello que para el tonto es causa de su fracaso”. Precisamente por estas razones sería un gravísimo error de la izquierda y de las fuerzas populares equivocar el camino ahora. También lo sería no ayudar a realizar o realizar incorrectamente el salto que garantiza la victoria definitivamente: la síntesis en la cabeza de las masas, la verdad histórica no sólo en relación a los actos de la dictadura sino a los verdaderos responsables de lo que ocurrió en las dos décadas siguientes.
¿Por qué planteo esta preocupación? ¿Cuáles son los relatos, el proceso y las explicaciones que se difunden a través de los grandes medios de comunicación? ¿Cuáles son las razones que esgrimen los políticos tradicionales para explicar su conducta respecto de la impunidad y por qué en general los periodistas de estos medios difunden de forma acrítica estas “verdades”? Pero, peor aún, ¿por qué muchos dirigentes de la izquierda y de las organizaciones populares (¿y la intelectualidad?) no cuestionan tales explicaciones que amenazan convertirse en sentido común? ¿Avanzamos si permitimos que se construya este sentido común? Todos los días se pueden escuchar con postura de seria argumentación afirmaciones del tipo: “fue preciso que transcurrieran todos estos años para que pudieran procesarse los avances actuales en materia de derechos humanos” y “en aquellos años la solución sobre los derechos humanos se enfrentó a presiones, se abordó en un contexto signado por la inestabilidad institucional, de democracia amenazada” (se refieren a los años inmediatamente posteriores a la salida de la dictadura), Estas falsedades históricas y políticas derivadas de tergiversaciones y análisis superficiales que no resisten ninguna argumentación seria se repiten como verdades indiscutibles. Al punto que la propaganda que convocaba al acto por la anulación de la ley de impunidad[1] esgrimía entre las razones de la iniciativa: “porque la ley fue votada bajo presiones” (sobre los parlamentarios en 1986 y sobre la ciudadanía el 16 de abril del 89). ¿Bajo presiones de quién? Sólo cabe una respuesta. Según las mentiras difundidas por los jefes principales de los partidos tradicionales, y algunos analistas que posan de imparciales y objetivos siempre dispuestos a hacerse eco de patrañas de este tipo, se trataba de las presiones de “influyentes” y “poderosos” elementos de las Fuerzas Armadas.
Estas presiones habrían puesto en riesgo la institucionalidad democrática por aquellos años, era necesario que transcurriera el tiempo para que los ánimos se aplacaran y la democracia se fortaleciera antes de proponerse resolver el problema de los derechos humanos (no me detengo aquí en la discusión sobre la barbaridad filosófica y política implícita en la falsa contradicción entre resolver un problema esencialmente democrático y el fortalecimiento de la democracia, en la incomprensión de la dialéctica fortalecimiento-consolidación-profundización de la democracia). Lo interesante es que desde algunos sectores de la izquierda surgieron entonces análisis que convalidaban estas posiciones de los partidos de la derecha; tal es el caso de la tesis de la “democracia tutelada”[2].
“Tutelada”, ¿Por quién o por quiénes?
Por los sectores golpistas de las Fuerzas Armadas que aparentemente mantenían la capacidad de subordinar a la institución. Como muchos otros compañeros en aquellos años consideré, y la considero hoy, un grave error teórico y político la tesis de la democracia tutelada como caracterización de la situación política nacional a partir del año 85. Pero lo que es error en la izquierda es punto de vista nada ingenuo en la derecha, sabiduría e intencionalidad; acertada estrategia política. Si los sectores golpistas aún tenían poder e influencia, si podían inestabilizar la vida política, la institucionalidad, si eran capaces de amenazar la democracia recién renacida, ¿Qué actitud debían adoptar los políticos democráticos? No cabe duda: defender la democracia, ese es el primer objetivo al que se subordinan todos los demás; si caía la democracia se retrocedía en todos los frentes. Y si tal era el poder de los militares fascistas que tenían capacidad de “tutelar” la democracia o, en la versión de la derecha política, de amenazar la estabilidad democrática, ¿Cómo se defendía la democracia? Sin duda, sin provocarlos en situaciones inconvenientes para las fuerzas democráticas y populares, evitando el choque frontal en condiciones desfavorables y esperar el advenimiento de tiempos más propicios. Esta parecería la conducta de todo buen estratega. ¿Cuán amplio era el abanico de opciones, que margen de maniobra quedaba al gobierno y sus aliados? Desde semejantes análisis de la situación del país en los años 80 es inevitable llegar a conclusiones como las siguientes: a la salida de la dictadura era incompatible, o harto difícil de compatibilizar, la continuidad democrática y la aplicación de la justicia.
Sólo el transcurso del tiempo crearía las condiciones para obtener la verdad y la justicia. Entonces, los avances registrados en el actual período de gobierno no son producto de años de lucha del movimiento popular y de la decisión política del gobierno del Frente Amplio; no, son el resultado de la seriedad y la cautela de los gobiernos anteriores (léase, de la aplicación de la impunidad). Peor aún, ¿que juicio histórico y político cabría a los dos jefes políticos artífices de la impunidad: Julio María Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate?
Por lo menos el reconocimiento como defensores consecuentes y responsables de la democracia, como políticos que sortearon con hidalguía y sabiduría la prueba de lidiar con una realidad nada deseable para cualquier amante de la verdad y la justicia. Pero, abiertas las puertas, en un futuro podrían llegar a ser reconocidos como aquellos hombres que sentaron las bases que hicieron posible los procesos actuales (las investigaciones sobre el paradero de los compañeros desaparecidos, el conocimiento de quienes fueron los responsables de los asesinatos de nuestros muertos y los juicios a los culpables) y los que vendrán; los artífices de la verdad y la justicia. ¿Paradójico no? Estas conclusiones son el producto natural de una mirada trivial sobre los acontecimientos históricos y políticos.
Por un lado, acometer un estudio sin sobrepasar el nivel del “sentido común” que impide superar la unilateralidad e ir más allá de las apariencias para descubrir los nexos y determinaciones profundas de los procesos sociales, matizando un superficial liberalismo con un infantil antimilitarismo. Por otro lado, como estrategia de la clase dirigente se trata de una conciente y premeditada falsificación histórica con claros objetivos políticos e ideológicos: de un lado, impedir en los sectores subalternos una síntesis política de la experiencia vivida solidaria con sus intereses; por otro, rescatar a los partidos tradicionales y a sus principales jefes a los que se vio obligada a sacrificar en unas condiciones en que, como veremos, comprendió que no le quedaba margen de maniobra. Pero, intentemos ir más allá de estos análisis, crucemos las fronteras del sentido común. Si a mediados de la década del 80 los militares fascistas tenían aún capacidad para detener el proceso democrático y recuperar el poder, surge inmediatamente una pregunta que se cae por su peso, ¿por qué “abandonaron” el poder,…precisamente a mediados de los años 80?
En 1980[3] la dictadura fue derrotada en su estrategia de institucionalizarse; en 1982[4], sufre una nueva derrota, triunfaron en las urnas los grupos políticos con clara definición antidictatorial más la inocultable presencia del voto en blanco; en 1983 y 1984 (ya lo señalamos)[5], el protagonismo popular se torno incontenible; en 1984 la dictadura cayó sin ningún apoyo activo y militante de elementos populares (ni siquiera entre las capas medias).
Si la dictadura no tuvo fuerza para detener desde el poder las presiones del pueblo, ¿cómo podrían los fascistas contrarrestarlas “desde el llano”? ¿Qué datos permiten afirmar con seriedad que un pueblo que realizó semejantes pronunciamientos antidictatoriales y democráticos prestaría, a uno o dos años de recuperada la democracia, apoyo de consideración a un intento golpista? Asimismo, sería un descuido inaceptable no integrar otro elemento fundamental para la valoración de los momentos políticos; esto es, los números de las elecciones de 1984 enseñan una victoria contundente, una mayoría absoluta de los sectores democráticos.
O sea, haciendo incluso el ejercicio de aguzar la imaginación para hacer verosímil la existencia de riesgo institucional en el Uruguay de los años 80 como consecuencia de la sola acción de los grupos golpistas obtendríamos el siguiente resultado: la creación de un frente del pueblo compuesto por las organizaciones sociales populares y los partidos y grupos políticos democráticos (las organizaciones sociales populares en su conjunto, el Frente Amplio y los sectores mayoritarios de los partidos tradicionales que se habían pronunciado inequívocamente por la verdad y la justicia) era invencible para las fuerzas golpistas (ni hablar del protagonismo, los niveles de organización y militancia y el fervor democrático que caracterizaba a vastos sectores del pueblo en aquellos años, elemento que hoy puede resultar extraño para las generaciones más jóvenes maceradas en Uruguay, como en el mundo, por más de dos décadas de posmodenidad y neoliberalismo).
Es necesario, imprescindible diría, integrar otros factores para que el cuadro quede completo. El golpe de Estado en Uruguay se enmarca en un proceso de reacción antidemocrática en el continente, de dictaduras triunfantes que se desparramaron en la región.
A fines de los 70 y comienzo de los 80 la situación era muy otra, por el contrario, desde la revolución sandinista y la guerrilla salvadoreña, la recuperación democrática en Argentina, Brasil, Uruguay, etc., se creó un contexto regional poco propicio para aventuras golpistas. Por otra parte, los golpes de Estado de los años 70 respondían a una estrategia que iba más allá de nuestros países y las clases dominantes criollas (lo que no supone su marginación, sino su encuadramiento). Como lo demuestran los documentos y estudios históricos las dictaduras que se expandieron por Latinoamérica integraban la contraofensiva del imperialismo norteamericano. Sin embargo, es evidente que en los años 80 (salvo excepciones, manotazos desesperados, quizás por ejemplo Granada), la opción golpista se había agotado, momentáneamente, para los EEUU, la tendencia general iba por otros carriles.
Es decir, para sostener con solidez la tesis del golpe de Estado y la crisis institucional como una alternativa real en el Uruguay de los años 80 hay que integrar estos elementos, y otros que se demuestren pertinentes, y comprobarla contrastándola con los mismos. Como es evidente, ni las condiciones nacionales, ni las regionales, ni la orientación política general para el continente de la principal potencia del mundo proporcionan argumentos ni habilitan a sostener tal posición. Menos aún, me parece, en un país con las tradiciones y la estabilidad democrática del Uruguay (siempre en términos relativos, por supuesto).
A no ser, claro está, que retrocedamos en nuestra concepción de la historia, en nuestros enfoques de los procesos y fenómenos sociales. Entonces podríamos, con cierta arbitrariedad, mantener enhiesta aquella tesis. Es decir, será necesario volver a marginar de la escena de la historia a los pueblos, a las masas y su protagonismo, abstenernos de integrar en los estudios históricos y sociales los fenómenos que se procesan en las profundidades del desarrollo social y su concatenación. Restableceremos seguramente una historia de grandes personalidades, de héroes y de elites que hacen y deshacen a su antojo, en tanto las masas se nos presentan cual rebaño sin personalidad ni protagonismo. Entonces sí, un grupo de gorilas caídos en desgracia y con incontinencia (permítaseme la exageración), sin base social, devienen elemento preponderante y decisivo, demiurgo del destino de la democracia uruguaya reconquistada. Por supuesto, nada de esto es cierto. No digo que en aquellos tiempos se descartara en absoluto todo peligro para la democracia uruguaya (en ningún momento sería aconsejable proceder de esta manera), o posibilidades de retroceso, pues algo de esto puede haber ocurrido. De lo que se trata es de “descubrir” a los verdaderos responsables. No eran las Fuerzas Armadas por su acción exclusiva las que podían hacer retroceder la democracia o impedir su fortalecimiento y profundización; eran los partidos tradicionales y sus principales jefes, en tanto expresión política de las clases dominantes, que habían recuperado su valor como instrumento de dominio en la nueva etapa.
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[1] Me refiero aquí no a la lucha por los derechos humanos que se desarrolló entre 1986 y 1989 y que dio “fin” a una etapa el 16 de abril de ese año, sino a la convocatoria a un plebiscito para anular la ley de impunidad realizada bajo el gobierno del Frente Amplio.
[2] Para beneficio del proceso de acumulación de fuerzas de las clases y sectores que combatían por la democracia, la independencia y el cambio social esta tesis la sostenía una minoría, generalmente radicalizada, en el seno del movimiento popular y de la izquierda. Como suele ocurrir en estas tendencias, que siempre aparecen en los movimientos que luchan por la transformación social, se expresan en ella una mezcla de añoranza por el pasado (por una democracia burguesa idealizada que ya no sería lo que había sido en el país) y una permanente inclinación por transmitir frustración al pueblo producto de la confusión de su estado de ánimo con la realidad y el sentir de las masas (y en el entendido de que “cuanto peor, mejor” o “de derrota en derrota llegaremos a la victoria”). En cambio, Rodney Arismendi, Secretario General del Partido Comunista, quien desde finales de los años 70 y principios de los 80 había advertido con insistencia sobre los riesgos de que se abriera paso la estrategia de una “democracia tutelada”, estimó acertadamente los alcances y la profundidad del movimiento antidictatorial y no equiparó la democracia recuperada (con todas las cuestiones que quedaban por resolver) con una “democracia tutelada”. Es decir, la estrategia de la “democracia tutelada” suponía la sustitución de la dictadura por una democracia “recortada” y condicionada, en un marco de pasividad y/o debilidad y división de las clases subalternas y de la izquierda en el seno del frente antifascista. Es evidente que eso no ocurrió en Uruguay: la movilización obrera y popular fue arrolladora, unificada y con un programa definido (bastaría señalar los 1º de mayo del 83 y el 84, la Semana Del Estudiante de setiembre del 83, el Acto del Obelisco de noviembre del 83, sólo por citar hechos que pasaron a la mejor historia de las luchas de nuestro pueblo), los ejemplos serían interminables, otros, por su simbolismo, antes de las elecciones del 84 todas las organizaciones y personalidades militaban libremente en el país, la decisión y concreción del Parido Comunista de autolegalizarse en el año 84, el retorno de los dirigentes políticos, los cantores populares y la gente de la cultura antes de la caída de la dictadura que se convertían en enormes pronunciamientos por la democracia y contra la dictadura (ni mencionar el retorno del mismísimo Arismendi, el 3 de noviembre, que provocó una de las caravanas más grandes que registra la historia del Uruguay; como veremos, se frustraron las negociaciones del Parque Hotel que procuraban excluir a la izquierda; sólo hubo proscriptos en las elecciones de 1984 aceptadas tras una profunda y seguramente inteligente valoración de las fuerzas populares y la izquierda (principales víctimas de la represión y las proscripciones) más allá de esta instancia no quedaba ningún partido ni personalidad prohibida en la futura democracia; los presos políticos que aun quedaban fueron liberados en cuanto asumió el gobierno electo, en marzo de 1985; ni las FF.AA. ni militar alguno quedaron ocupando cargos “institucionalizados” en la legalidad de la nueva democracia, etc. Es decir, la democracia nacía sin condicionamientos producto de la unidad y la lucha popular. Como veremos, lo que ocurrió posteriormente es de entera responsabilidad de los gobiernos electos y sus socios (más conocidos en la actualidad como la “coalición blanquicolorada”).
[3] Cuando se plebiscitó la constitución propuesta por la dictadura para institucionalizarse.
[4] En las elecciones internas de los partidos permitidos por la dictadura; por supuesto, el FA estaba prohibido. Y, sin embargo, tampoco así logro el fascismo acallarlo, la izquierda llamó a votar en blanco para marcar su presencia y un inusitado porcentaje de votos en blanco apareció en los resultados electorales.
[5] Agreguemos solamente que hablamos de movilizaciones de cientos de miles de compatriotas en un país con una población de poco más de 3 millones que aún vivía bajo dictadura (en el Acto del Obelisco, “el río de libertad”, se estiman más de cuatrocientos mil uruguayos, y siempre haciendo referencia sólo a Montevideo). Pero estas victorias populares tienen una explicación más profunda que se remonta a los procesos anteriores, no son un fruto caído del cielo. Para no extenderme no iré más allá del 27 de junio de 1973, el día del golpe de estado. como lo había definido ya en 1964, cuando el golpe en Brasil, el movimiento obrero respondió al golpe con una huelga general de quince días que no logró derrotar inmediatamente a la dictadura, pero la aisló del pueblo; la dictadura nació sin apoyo de masas, lo que se confirmó, sólo para mencionar los hecho más sobresalientes, con la derrota de los golpistas en las únicas elecciones universitarias realizadas en los once años de dictadura y con el estrepitoso fracaso en el intento de crear un sindicalismo amarillo y dócil y, por el contrario, con el surgimiento del Plenario Intersindical de Trabajadores, continuidad histórica y “legal” de la CNT (hoy PIT-CNT). Todo lo cual fue posible por una correcta y comprobada estrategia antifascista: no se “desensilla hasta que aclare” y unidad y convergencia, o sea, una política basada en la dialéctica de amplitud y profundidad: promover la convergencia con todos los sectores democráticos y antifascistas en un frente único antidictatorial; mantener los niveles de acumulación de fuerzas, unidad y definiciones políticos ideológicas alcanzados por las fuerzas revolucionarias, no sólo sin retroceder sino creando las condiciones para un nuevo salto en calidad cuando las condiciones lo permitan.