20 años de un discurso memorable

Reproducimos el discurso pronunciado por Luis Perez Aguirre,”Perico”, en 1996, en Santiago de Chile, con motivo de expresar fundamentalmente el combate necesario y que hoy mismo continúa, de la IMPUNIDAD.

Marco Institucional de la Impunidad

LA IMPUNIDAD IMPIDE LA RECONCIALICION NACIONAL

Luis Pérez Aguirre

“No conseguiremos jamás el progreso de nuestra felicidad si la maldad se perpetúa al abrigo de la inocencia. Llegado es el tiempo en que triunfe la virtud y que los perversos no se confundan con los buenos”

José Artigas

La frase que abre esta reflexión, del fundador de la nacionalidad libre de los uruguayos (al Cabildo de Montevideo, el 18 de Noviembre de 1815), tiene la virtud de permitirnos centrar en sus justos términos el complejo tema de las consecuencias éticas que la impunidad tiene en la vida de un pueblo.

He dicho en otras oportunidades que yo no soy jurista. Tampoco soy un político y menos un analista social. No tengo la capacidad terapéutica de un psicoanalista ni el poder de un estadista. Entonces, para comenzar, no me queda más remedio que analizar el tema propuesto desde el lugar y con la perspectiva de quien observa la realidad de a pie, es decir, aquel ser humano que vale para los analistas principalmente a la hora de hacer complejos y sesudos planteos teóricos sobre las razones y las sinrazones que tiene el Estado para justificar la impunidad de quienes cometieron crímenes aberrantes.

perezaguirre

Sucede que siendo un ciudadano común, por dos veces me he encontrado cara a cara con mi propio torturador en las calles de Montevideo. Personaje siniestro que se pasea por la ciudad con total impunidad, simulando ser un honesto compatriota. No tengo otra carta de presentación para hablar que ésta: el haberme encontrado y haber podido perdonar a mi verdugo. Quizás el único crédito que pueda entonces pedir ahora sea el de hablar y razonar desde la óptica de una víctima y no desde la asepsia de un intelectual neutral.

Y deberíamos empezar por un silencio, por escuchar. Porque en esto no somos nosotros quienes tenemos el derecho a la primera palabra; no nos toca a nosotros abrir el diálogo. Hace demasiado tiempo que a las víctimas no se les ofrece un diálogo. Sólo ellas pueden iniciarlo y cuando empiecen a hablar a nosotros sólo nos cabrá escuchar. Ese es nuestro actual y primer deber. Escuchar de una vez por todas lo que las víctimas tienen para decirnos de sí mismas y sobre sí mismas.

¿Estaré muy lejos de la verdad si digo que los defensores de los derechos humanos hablamos demasiado sobre nuestras ideas, nuestras concepciones políticas y nuestros análisis de la realidad, mientras dejamos a las víctimas con su palabra atragantada en la boca? Debemos lograr una nueva relación con quienes padecen injustamente la impunidad de sus verdugos. Establecida la impunidad ya no podemos andar reflexionando entre nosotros, sino del brazo junto a las víctimas. Sólo así -lo insinúo con prudencia- llegaremos a un nuevo tipo de solidaridad, de confianza mutua entre las víctimas sufrientes y los ciudadanos dispuestos a no banalizar nunca más el dolor que queda atenazado en la impunidad por razones de Estado o de “instituciones salvadas”.

Pero por lo expuesto al comienzo, no analizaré aquí -ni está en mi competencia- la manera cómo la impunidad viola groseramente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Ni por qué está en abierta colisión con los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas. Quizás los juristas podrán mostrarnos cómo, en los planos tanto nacionales como internacionales, la impunidad es inadmisible ante la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad. Sabrán también decirnos cuáles son los mecanismos legales más idóneos para luchar contra esa impunidad.

Tampoco me incumbe aquí analizar las consecuencias psicológicas en las víctimas directas de esa impunidad, tarea propia de un psicoanalista o de un psiquiatra. No es ésa mi competencia. Yo me limitaré a expresar algunas preocupaciones éticas que me surgieron a partir de la experiencia personal vivida en mi país -Uruguay- y desde la óptica que puede tener un ciudadano común preocupado por estas cosas.

El delito permanente

Es en este contexto ético que importa ubicar el caso de los torturados y los desaparecidos. Pero la situación de los desaparecidos es, sin duda alguna, un caso límite, paradigmático y ejemplar. Afirmamos esto porque el desaparecido no es un caso del pasado, para la memoria. Es siempre víctima de un delito actual, del presente, insoslayable. De un delito “permanente”. El desaparecido es considerado como un no-ser; el Estado que garantiza la impunidad no quiere reconocerle su carácter de humano.

La condición de los desaparecidos es un caso extremo de “alteridad” ética: la sociedad les quita toda cualidad humana. ¡Se les niega su condición humana! Se procura suprimirles el último lazo que tenían con la sociedad: se les niega hasta el derecho de estar en un lugar y una fecha determinadas. Sus familiares son forzados a vivir en una penumbra habitada de dudas y fantasías. Se les mantiene en un estado de crueldad y tortura permanente. Es un caso extremo de maldad (que va más allá de lo imaginable en la situación de los niños desaparecidos) puesto que para los familiares es una angustia suspendida en el tiempo, no pueden ni saben si están vivos o muertos, y en este último caso, no pueden ni enterrar a sus muertos que no están y, por lo tanto, tampoco pueden elaborar el proceso de duelo

Para tener una idea cabal de esta situación basta pensar que no es equiparable a la de una tumba del “soldado desconocido”, que ayuda a canalizar el dolor de tantos familiares, desde el momento en que allí yacen restos reales de un soldado que pueden ser los de su familiar. No hay tumba posible del “desaparecido desconocido”. No dudamos que esta llaga abierta, esta penumbra en el alma respecto de la situación de los desaparecidos, trasciende la situación de los familiares directos y afecta a toda la sociedad.

En una sociedad no reconciliada la tristeza campea en la humillación

Triste es tener que conservar para siempre en la memoria colectiva el hecho fatal de que por la impunidad impuesta nos hemos convertido en un pueblo pusilánime, doblegado por abyectas amenazas de algunos delincuentes que obligan a olvidar y a dejar impunes sus crímenes. Es insoportable convivir para siempre con la propia vergüenza y con la dignidad perdida. La paz verdadera, que siempre es fruto de la justicia restablecida, se vuelve una ilusión inalcanzable y nostalgiosa.

Es una ilusión pretender poner un “punto final” al horror vivido amparando y confundiendo en un mismo bando a perversos y malvados junto a los inocentes. Amparando y dejando dentro de “casa” precisamente a aquéllos que violaron los derechos humanos desde el aparato del Estado y a quienes se habilita para convivir con sus víctimas en el mismo espacio.

Será necesario de alguna manera conocer la profundidad de las lastimaduras, las llagas abiertas, la infección dejada en el alma del pueblo, para curarle la tristeza. La impunidad lo impide y sabemos que sólo se sana de la tristeza incrustada en el corazón si, para el diagnóstico y la posterior búsqueda de terapias ético-sociales adecuadas, se es capaz de acceder a su verdad.

Cabe acotar que, paradójicamente, ante la presencia ausente de las víctimas inocentes, el futuro que parecía vedado está siempre abierto. Ese sufrimiento no se justifica ni debe transformarse en resignación. El sufrimiento está ahí: ciego, tiránico, absurdo. Desde las víctimas inocentes de la impunidad afecta a todos. Ese dolor de las víctimas y su reclamo de justicia entristece a todos pero también los prueba, los desafía, no para que adopten una determinada actitud política, sino para acrisolarlos, para buscar la vida en justicia, para imaginar y luchar por una tierra sin lágrimas.

La reconciliación imposibilitada

Si no se puede demostrar que la impunidad no tiene cabida en la sociedad porque se ha logrado acceder a la verdad de lo que pasó y hacer justicia para crear las condiciones de la reconciliación, esa sociedad se está haciendo un harakiri político, está transitando por un despeñadero hacia una suerte de suicidio ético y social.

El mero transcurso del tiempo nunca es suficiente para sanar a una sociedad de la infección que padece por la impunidad. El problema queda enquistado en la conciencia nacional mientras no se le de el remedio adecuado. Aún más, esa enfermedad permanecerá y será alimentada por el mismo transcurso del tiempo indefectiblemente.

Cerrar heridas y reconciliarse no es olvidar. El olvido es signo de debilidad y es miedo al futuro. Quienes pretenden tender un “manto de olvido” sobre los crímenes aberrantes que se han cometido buscan impedir, en los hechos, toda reconciliación. Los crímenes sucedieron; mientras están impunes afectan la conciencia o la inconsciencia colectiva nacional. La historia se hace con lo que el pueblo conserva en su memoria. Tendrá que conservar el hecho inocultable de los crímenes. Pero no le sumemos a esa memoria la impunidad, sino la capacidad de perdón y reconciliación. La investigación de los crímenes siempre procura colaborar en la creación de las condiciones éticas para una reconciliación.

Sin tocar por medio de algún tipo de reconciliación esa herida purulenta que viene del pasado, es imposible pretender consolidar el Estado de Derecho. Porque la consolidación institucional y democrática pasa por restablecer la actitud ética en todos sus niveles y en todas sus instituciones.

Muy a menudo se argumenta que hurgar en acontecimientos del pasado es abrir nuevamente las heridas. Nosotros nos preguntamos por quién y cuándo se cerraron esas heridas. Ellas están abiertas y la única manera de cerrarlas será logrando una verdadera reconciliación nacional que se asiente sobre la verdad y la justicia respecto de lo sucedido. Pero la reconciliación tiene algunas condiciones básicas para ser auténtica.

El perdón bien entendido

Para una verdadera reconciliación nacional será necesario en algún momento pasar por acto del perdón. Pero la palabra perdón corre el peligro siempre de evocar imágenes que desfiguran su sentido y que empobrecen el profundo significado del gesto. Efectivamente, por ese término no podemos referirnos a un perdón que sea olvido. Es decir, se cierran los ojos porque ya no es posible hacer nada y se quiere a toda costa salvaguardar la paz. En este sentido, el perdón sería un signo de debilidad o de miedo al futuro y a enfrentarse con el verdugo.

Tampoco nos referimos a un perdón que sea entendido como indiferencia . Ella esencialmente implica una huída de la realidad por falta de convicciones, entonces cada uno, ante la impunidad del verdugo, hace lo que se le cante; en realidad la indiferencia significa que no existe ningún vínculo real entre uno y otro y, por lo mismo, ninguna amenaza concreta.

No entendemos tampoco el perdón como ingenuidad, dispuesta a creerse todo y librada a cualquier fácil manipulación de conciencia, a borrarlo y olvidarlo todo.

Somos conscientes de que muchos piensan que el perdón y la reconciliación son casi debilidades humanas, síntomas de poquedad y de cobardía. Ciertas personas en actitud colérica impaciente no pueden vislumbrar otra salida que la revancha o la violencia para no verse degradadas o acomplejadas por la impunidad del verdugo. Esto es no entender la verdad del perdón, es estar sumido en la peor confusión. Se confunde el perdón con debilidad, el ser valiente con la venganza o la ira justa con el no saber perdonar. Pero la realidad es muy otra. Se precisa ser muy valiente para no sucumbir a la tentación de venganza o al rencor en medio de la justa ira. El perdón, contrariamente a lo que popularmente se entiende, es un acto difícil, arriesgado, heroico. Es actitud propia de personas fuertes y nobles. Sólo se puede dar cuando alguien lesiona o amenaza efectivamente a otra existencia, a otro en su ser o en sus derechos. No se trata, por tanto, de olvido, ni de indiferencia, ni mucho menos de la ingenuidad o debilidad.

El perdón siempre es, debe serlo, un acto lúcido. Quien es capaz de perdonar juzga que quien le hizo daño es menos persona que quien lo padeció. Su acto tiene el objetivo de romper ese círculo hechicero del mal, ese “acorazamiento” del malhechor dentro de su maldad. Quien verdaderamente perdona está procurando romper ese círculo siniestro en el que naufraga toda comunicación humana. Tampoco se quiere dejar dominar por el mal que envuelve y trasuda el verdugo. Implica riesgos porque su única fortaleza está en la esperanza de que la bondad brindada abrirá en el malhechor un espacio distinto en su corazón del que le presenta su actual lógica perversa. Quien perdona no quiere dejarse aprisionar por el mal que emanó de su adversario. No cura la violación con la violación, ni la tortura con la tortura, ni la agresión con la agresión. Procura crear una nueva relación, es una invitación para que el mal no tenga la última palabra. Busca y apuesta a la posibilidad de abrir al verdugo a unas relaciones sociales positivas y nuevas con él.

Esto nos está indicando varias realidades a tener muy presente y que debemos saber distinguir. Por un lado está el perdón solicitado a la víctima por parte de un victimario que se arrepintió del mal cometido. Por otro lado está el perdón ofrecido por iniciativa libre y generosa de la víctima al verdugo. Nunca está de más insistir también en que jamás se puede perdonar en forma abstracta. Uno no puede lanzar un perdón al aire esperando que caiga en la persona que corresponde, no se puede perdonar sin saber a quién. El perdón nunca es un acto impersonal, teórico o abstracto. Por eso, todo perdón exige como condición previa conocer la verdad y conocer al culpable en forma personalizada. Menos puede uno pretender perdonar en lugar de otro, en nombre de un tercero, porque en ese caso el perdón al verdugo se convierte en crueldad para con la víctima. Sólo puede perdonar al verdugo aquél que ha sido torturado o vejado por él. Aquí creo que está el argumento más fuerte y radical contra las leyes de impunidad que dicta alguien o alguna instancia social (Poder Ejecutivo, Parlamento, etc.) en nombre de las víctimas (y otras veces, en nombre de motivos más espúreos). Sólo puede mostrar la impotencia y estupidez del odio y la injusticia aquél que ha sido objeto de ese odio y víctima de su intención destructiva. Sólo podrá verdaderamente ofrecer el perdón a quien le hirió u ofendió aquél que cree y espera que su acto heroico de perdonar será creador de una nueva historia de relaciones fraternales y sanas entre ambos.

En suma, dentro de una sociedad que ha sido dominada por las injusticias, la reconciliación tiene que provocar necesariamente enormes tensiones que no se resuelven con un perdón abstracto. El perdón deberá asumir ese conflicto y deberá partir de la misma realidad conflictiva. En todo caso el perdón auténtico, entendido como lo explicamos aquí, ofrecido o dado en respuesta por parte de las víctimas, aparecerá siempre como un desafío, una exigencia profunda de la pacificación nacional y será la única garantía genuina de reconciliación.

El perdón y sus diferentes niveles

Así como existe una distinción obligatoria entre el perdón pedido por el verdugo a su víctima y el perdón ofrecido por la víctima al verdugo con la esperanza de tocar su corazón y crear una relación nueva, hay que atender también a la distinción entre lo que es el perdón en el plano de las relaciones interpersonales, entre individuos, y el perdón en el plano político y social.

En las situaciones interpersonales, cuando perdonamos a otro, arriesgamos el equivocarnos, poniendo en ese alguien nuestra confianza y esperando que, con ese gesto, la conciencia y el corazón del otro se sacudirán, que podrán cambiar y habrá una reconciliación, un reencuentro, un sanamiento y creación de relaciones nuevas. En este sentido, el perdón es una actitud positiva, profundamente optimista ante el ser humano. Quien perdona cree que el ser humano es capaz de cambiar realmente y que el mal no tendrá la última palabra. Es casi un exceso de confianza, aunque nunca ingenua, por la que una persona se pone en manos de la otra apoyándose en la esperanza de que cambiará, y esa esperanza es alimentada por toda la comunidad. El perdón será entonces un gesto límite con el que se pretende superar situaciones límite de ruptura entre los individuos.

Pero debemos advertir también que si esto es así en la relación interpersonal, en los niveles sociales y políticos la cosa cambia. No se pueden emplear idénticas categorías o parámetros cuando hablamos de perdón o reconciliación fuera del ámbito interpersonal, en el nivel de una sociedad política en conflicto. En este caso, el perdón y la reconciliación tienen que ser analizados también desde categorías sociales y políticas no tan simples e inmediatas. En este nivel tampoco hay recetas o procedimientos simples y automáticos. Está en juego el destino y la vida de muchos. Y hay que medir los riesgos desde diferentes perspectivas. Ante todo, habrá que poner los medios para superar el círculo vicioso de las revanchas, de los desquites y las venganzas por mano propia. Pero nunca a costa de incorporar a la comunidad al enemigo no arrepentido, con su odio y con su injusticia, prescindiendo de un análisis serio y profundo de sus propósitos. Sería como meter al lobo en medio del rebaño de corderos.

En esta situación ayuda considerar la experiencia secular de las iglesias cristianas, que jamás concedían el perdón a quien lo pedía y la reconciliación con la comunidad a nadie que hubiese pecado si antes no cumplía con algunos requisitos elementales, con algunas condiciones que se explicitaban en todos los catecismos, a saber: examen de la propia conciencia, arrepentimiento del mal cometido, firme propósito de no volver a cometerlo, expresar la culpa ante la comunidad y Dios, además de cumplir con una penitencia reparadora del daño cometido.

A este respecto, el Papa Juan Pablo II corroboraba lo arriba explicado diciendo en su carta Encíclica Rico en Misericordia (n.14): “Es obvio que una exigencia tan grande de perdón no anula las objetivas exigencias de justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo, la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón, ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con el escándalo, la injusticia, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injusticia, la satisfacción del ultraje, son condición del perdón”.

Lo que aprendimos

Desde la experiencia que nos tocó vivir, no nos cansaremos de decir que para la impunidad no hay soluciones totales y unívocas. Lo decimos porque, entre otras razones, cada vez que se propuso una “solución”, salió escaldada. Pero ello no debe llevarnos a dejar caer los brazos ni a eludir nuevas búsquedas de solución a la impunidad en todos los campos posibles. Somos conscientes de que sin soluciones articuladas y múltiples, es decir, sin soluciones técnicamente viables (en el plano jurídico, político, social y humanitario) no hay solución posible, sino un nuevo problema que añadir a los ya existentes.

La conclusión es tan obvia como tajante: las enfermedades del cuerpo social producidas por la impunidad, como las del cuerpo humano, no se curan con exorcismos, fantasías utópicas o actitudes voluntaristas. De poco le serviría a un enfermo de cáncer que “condenásemos” rotundamente la enfermedad o que hiciésemos seminarios sobre sus terribles sufrimientos. Al final, ese enfermo sólo podrá confiar en el avance de la ciencia y en su correcta aplicación.

En estas realidades sólo los ignorantes y algunos desahuciados recurren, quizás en su desesperación, a magos y curanderos. En el campo de las enfermedades sociales, como la de la impunidad, también dictan cátedra como “doctores” no pocos “hechiceros” y alquimistas que, como los antiguos charlatanes de feria, ofrecen remedios maravillosos para esos males. Pero entre tanto, ¿qué sucede? Pues que la impunidad de siempre, enfermedad endémica de muchas de nuestras sociedades, sigue ahí, acaso más arraigada y extendida que nunca. ¿Cómo combatir ese mal que parece incurable? ¿Qué hacer? Quizás empezar por lo que decíamos al principio: empezar por hacer silencio y escuchar a las víctimas, atender a sus gestos. Luego juntarnos y buscar unidos las soluciones posibles. Escuchando también a quienes hablan en serio y que son expertos en estos asuntos, cada uno desde su disciplina y desde su corazón sensible y solidario. Pero, ¿quién escucha a los que hablan desde el corazón? Parece como si únicamente prestáramos atención a los demagogos. ¡Tal vez por eso sigue campeando la impunidad!

 

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