Reflexiones con sabor de “migas de pan”

ladiaria 30/08/2016presas

Caballos, víctimas y espectadores

Cuando era niño sólo sabía una cosa de la dictadura: estaban prohibidos los cumpleaños. Me lo había dicho mi madre expresamente: “Mauri, en aquella época no podías festejar los cumpleaños porque la Policía no te dejaba hacer reuniones con más de cuatro personas. Así que imaginate, un cumpleaños con cuatro personas, tremendo aburrimiento”. Cuando pensé en escribir este texto, hace unos días, le pregunté por qué me lo dijo, pero no se acuerda. Es más, dice que nunca dijo algo parecido y que lo más seguro es que sean inventos míos. Mi vieja ya pasó los 60 y yo defiendo una norma según la cual no hay derecho a discutirle la memoria a nadie que haya llegado a esa edad, pero más allá de eso, debe tener razón, porque en realidad me olvidé de preguntarle.

El caso es que me gusta imaginar esa frase como un buen recurso didáctico de ella para explicarme por qué los de la dictadura eran malos sin verse obligada a abordar cuestiones más espinosas. Porque me quedó clarito que los de la dictadura eran flor de soretes, pero, más allá de eso, el tema dejó de interesarme. A lo sumo podré haber preguntado por qué no dejaban festejar los cumpleaños y seguramente la respuesta haya sido “porque sí” y con eso me habrá bastado, puesto que me crié jugando atrás de una comisaría y ya sabía por experiencia que a un milico nunca se le piden razones.

Con el tiempo supe que los de la dictadura eran malos por motivos que iban más allá de su escaso apego a los onomásticos. Primero me enteré de que no dejaban votar a la gente. Si bien no me acuerdo cómo lo supe, estoy casi seguro de que también lo aprendí en casa. No me extraña, porque el mecanismo represivo denunciado era similar al anterior: nadie podía soplar las velitas y nadie podía poner el sobrecito en la urna. Todos sufríamos lo mismo.

Pero luego conocí que esa maldad estaba relacionada con prácticas más jodidas, como encarcelar gente del barrio que yo sabía que era buena o meterla en un cuartel y torturarla hasta que se muriera. De eso en casa casi no se hablaba, y supongo que es porque introducía una cuña en el relato. En efecto, había qué explicar por qué esas personas (y no todas, como sucedía con el voto o el cumpleaños) habían sido víctimas de esas aberraciones. Para hacerlo había que resolver el reparto de las culpas. Y ese reparto, durante los años 90, para una familia del interior no politizada y ajena a los circuitos intelectuales, estaba lejos de zanjarse. Por un lado, la respuesta apuntaba a que la víctima “había estado metida”. ¿En qué? No sé explicaba, pero esto cargaba las tintas. Sin embargo, por otro lado, la víctima siempre era recordada como un ser entrañable, un viejo compañero del liceo al que quería todo el mundo o el hijo del doctor que atendía gratis a medio pueblo. Y era así, supongo, porque la respuesta estaba armada a partir de la sedimentación de dos cosas: el terrorismo de Estado -sobreviviente en el marco de un relato institucional que hablaba de fuerzas políticas antidemocráticas y antinacionales con oscuros propósitos, cuyos integrantes, a fin de cuentas, se habían buscado su destino- y la experiencia compartida con las víctimas, el recuerdo de la vida común y corriente, bajo el cual el enemigo público volvía a ser Ricardo, Cachito o María, buena gente que, más allá de aventuras políticas más o menos ajenas a la ley, no se merecía lo que le habían hecho.

Al recordar esto, es inevitable pensarme (y a mí familia también) como el producto de una batalla por la memoria. Como buenos espectadores de la historia, fuimos el objeto de deseo de aquellos que se disputaron las formas de recordar el pasado, ya fuera para afirmar el régimen posdictadura como para impugnarlo. Cuando yo era niño, venía ganando por robo el sanguinettismo, pero en mi adolescencia cobró fuerza el discurso de los derechos humanos y en gran parte eso explica que yo esté escribiendo este texto. No miente la derecha cuando habla de luchas por el sentido del pasado; miente cuando dice que el que lucha es uno solo.

Espectadores. La palabra sirve también en otro sentido.

Hace poco fui a ver Migas de pan, la película de Manane Rodríguez sobre la prisión política femenina en dictadura

Me gustó de una forma muy concreta: como testimonio aleccionador. Ya sé que decir esto significa acercarla al terreno de la propaganda, pero no creo que eso sea necesariamente malo. En varios puntos me hizo acordar a La espera, de María Condenanza, ese libro-testimonio que es difícil leer sin sentir mucho orgullo ajeno por las mujeres que sufrieron el terror en carne propia.

Durante los días siguientes comenté la película con varias personas y me sorprendió una reacción común entre aquellos que pertenecen a la generación de mis padres. Si bien hablo sólo de tres y el número no es representativo de nada, los tres dejaron claro de que no irían a verla. Ninguno sufrió la prisión política, pero todos pertenecen al círculo de los “amigos o hermanos de”, es decir, aquellos que en esa época vivieron una vida, dentro de todo, normal (estudiaron, se casaron, tuvieron hijos) pero que a la vez tienen una o más historias para contar acerca de cómo el terror les picó de cerca. Todos coincidieron en que ya sabían suficiente, que ya habían visto suficiente. Que era bueno y saludable que las nuevas generaciones fueran a ver la película, pero que para ellos ya estaba.

A veces me pregunto de dónde viene esa negación. Y sospecho que se relaciona con una culpa, soterrada, por haber sobrevivido a los procesos de selección, persecución, secuestro, tortura, cautiverio y, en algunos casos, exterminación. “Es como una deuda”, dijo Manane Rodríguez, entrevistada la semana pasada en la diaria, acerca de sus motivaciones para hacer la película, “un compromiso y una deuda que nadie me quiere cobrar”, pero que sin embargo muchos sienten que tienen que pagar.

Hablé de dos tipos de sujetos que atravesaron la experiencia dictatorial cuya voz se ha escuchado muy poco. Y eso se debe a que les cuesta hablar. O a que nadie les ha preguntado. Pero hay un tercero.

mujeres

Hace poco conocí el caso de Brunhilde Pomsel. ¿Les suena? Difícil. Brunhilde es una señora alemana de 105 años que hace mucho tiempo, a comienzos de los años 40 del siglo pasado, se afilió al Partido Nacionalsocialista. No era una fanática nazi. Era “apolítica”. Pero quería un buen trabajo. Era escenógrafa y mecanógrafa, y sólo afiliándose al partido podía conseguir que la consideraran para un puesto en el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. “¿Por qué no iba a hacerlo?”, se pregunta Brunhilde en Una vida alemana, el documental sobre ella que se estrenó hace poco en su país, “si todo el mundo lo hacía”.

Brunhilde afirma no saber qué pasaba en los campos de concentración, aunque sí conocía su existencia. También recuerda no haber dado la más mínima pelota cuando escuchó a su jefe directo -Joseph Goebbels, uno de los ministros más poderosos del Tercer Reich- jurarles la guerra total a los aliados y comprometer al pueblo alemán a seguir al führer hasta las últimas consecuencias, pasara lo que pasara, en pos de la victoria. “No escuchaba, no me interesaba”, dice Brunhilde, con una sencillez que desarma, porque contra el fanatismo se puede discutir, incluso pelear, pero contra la apatía hay que entregarse.

En la reseña del documental que hizo The New York Times -la Revista Ñ de Clarín la tradujo hace poco- se consigna el desprecio de Brunhilde hacia todos aquellos que se han atrevido a juzgarla: “Esas personas que hoy dicen que hubieran hecho más en favor de aquellos pobres judíos perseguidos, creo que lo sienten sinceramente. Pero no lo hubieran hecho, tampoco”. Yo le creo.

Los hombres y mujeres grises, los que no ejercieron el terror pero aquellos sin los cuales el terror no podría haber sido. Los que no se preguntaron nada. Los que miraron para adelante, como caballos.

Mauricio Bruno

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migas

¿Qué quiere provocarle al espectador la película Migas de Pan?

Ya dije que me gustó de una forma muy concreta: como testimonio aleccionador. Pero luego me pregunté qué es un testimonio aleccionador; para qué sirve, cuál es su eficacia.

He leídos varias críticas de la película y alguna que otra entrevista a la directora, pero no tengo respuestas. De todas formas, tengo hipótesis. Puedo plantear, sin sentir que estoy diciendo algún disparate, que la película pretende extender, entre el público uruguayo, la conciencia del horror de la dictadura. Ahora bien, ¿para qué? Para formar ciudadanos más atentos, empáticos y sensibles ante el terrorismo de Estado. ¿Y para qué? Para que podamos compartir la lucha de las víctimas y sus familiares, para que enfrentemos ese terrorismo -que vive, muta e incluye a otros tipos de víctimas-, para desencadenar en nosotros algún tipo de acción política. Para que hagamos algo.

Esto es una propuesta de lectura. Es mía. No se le puede cargar a la directora ni a nadie más que haya estado involucrado en la producción de la película. Dudo que la suscriban. Tal vez sí, aunque sin dudas no en los términos esquemáticos en que lo estoy haciendo.

Esta propuesta inscribe a Migas de pan en una tradición del arte político; más concretamente, en aquella que pretende que las intenciones de un autor pueden trasladarse a su obra, y esta las puede trasladar a los espectadores, con el fin de desencadenar en ellos una reacción específica, como si entre las ideas o emociones del autor, por un lado, y la conciencia y acción de los espectadores, por otro, se moviera un péndulo capaz de recorrer fluidamente la distancia entre los dos. Y ese péndulo se llama obra.

No digo nada nuevo. Por eso, para decirlo mejor, le pido ayuda a Jacques Rancière.

En varios de los ensayos incluidos en su libro El espectador emancipado, Rancière expone el caso de una serie de fotografías de la artista estadounidense Martha Rosler, titulada Bringing the War Home (algo así como “trayendo la guerra a casa”), de comienzos de la década de 1970. Las fotos de Rosler eran collages. Contenían, por un lado, un símbolo de la vida lujosa y confortable que disfrutaban (o que el sentido común yanqui pretendía que disfrutaban) los estadounidenses; por ejemplo, la imagen del interior de una residencia moderna de clase media alta. Por otro lado, impresa sobre aquella, una imagen del horror que Estados Unidos estaba provocando en Vietnam mediante la guerra: subiendo por la escalera del living de esa casa aparecía una madre vietnamita cargando a su bebé muerto. Con ello, Rosler pretendía (o dice Rancière que Rosler pretendía) hacer consciente al espectador de que su disfrute de los bienes de consumo que hacen a la felicidad doméstica estaba directamente relacionado con la política imperial de su país. Más claro: que ustedes, American people, pueden vivir en el lujo porque gozan de los recursos que Estados Unidos extrae por la violencia a los pueblos subalternos. Mírenlo, ¿no entienden? Sí, eso, que la casita preciosa que te compraste en las afueras de Nueva York, que el toque de decoración vanguardista que tus ingresos de primer mundo pudieron permitirte, que incluso el hecho de que estés en esta sala del MOMA mirando arte con la cabeza ligeramente ladeada y una copita de champagne en la mano sólo es posible porque sos parte, aunque sea por omisión, de la política de exterminio llevada a cabo por el mismo Estado que garantiza tu disfrute de todos esos chiches.

Se supone que abrir los ojos ante este hecho, sigue Rancière, debería comprometer a los espectadores en la lucha, debería sacudirlos por dentro hasta el punto de que no pudieran soportar su vida más que por medio de un cambio radical que los redirigiera hacia el compromiso antiimperialista.

Pero este efecto no se podía verificar. Porque las imágenes de Rosler, es cierto, eran difíciles de soportar, pero no hay razón para creer que su contemplación fuera a concientizar sobre la culpa del imperialismo y, además, fuera a transformar esa conciencia en militancia. Porque para que eso pasara, el espectador debía estar convencido de antemano de que la culpa de la guerra de Vietnam debía cargarse a la cuenta del imperialismo, y no a explicaciones apolíticas del estilo “la locura del género humano”. También debía creer previamente que su prosperidad estaba asociada al imperialismo y no a otras causas, por ejemplo, su esfuerzo personal. En una palabra, termina Rancière, el espectador debía sentirse ya culpable de mirar la imagen que debía provocarle sentimiento de culpabilidad. Ergo, la imagen sólo convencía a los convencidos.

Capaz que me equivoco. Es problable. Pero creo que hay un límite bien marcado para ficciones como Migas de pan. Y ese límite somos nosotros. Soy yo, que escribo sobre la película. Sos vos, que pasaste la mitad de este texto y seguís leyendo. Son los que fueron a verla como parte de un ritual de sanación. Y son los que me dijeron que no irían porque esa historia ya la conocen y no quieren revivirla. Quiero decir que para participar en eso llamado Migas de pan hay que ser parte de un convencimiento previo sobre la relevancia y las responsabilidades de aquello que se está mostrando. Pero además, quiero decir que tampoco eso alcanza. Porque al igual que ocurre con el espectador neoyorquino que se inventa Rancière -que debía haber relacionado, antes de ver la obra, su vida de confort con el imperialismo y no con otras causas-, el uruguayo debe creer previamente que Liliana, la protagonista de Migas de pan, es una abnegada mujer que sacrifica su seguridad por el bien colectivo, y no una adolescente ingenua e inconsciente que pone su vida en riesgo por ideas irrealizables y que, además, lo hace a costa de abandonar a su hijo.

Y que esa conexión suceda no es para nada evidente. Y mucho menos evidente lo es para la gente de mi generación, aquellos que nacimos al borde del final o luego de la dictadura, los que crecimos en el mundo que ha ridiculizado las utopías o las ha resignificado como ideas cool para el mercado publicitario (a todo esto, me vuelvo conservador, lo admito, pero por favor, que alguien les prohíba a los publicistas el uso del concepto de revolución para vender facturas electrónicas u otros fetiches tecnológicos. Basta, señores, ganaron, no peguen en el piso).

Temo no ser claro y, mucho más, ofender. Saludo la película y me alegra que lleve varias semanas en cartel. Pero me pregunto por las representaciones que nos faltan, por las formas de abordar el horror que podrían sacudirnos, incomodarnos, perturbarnos, desorientarnos, dejarnos al final del viaje en un lugar diferente a aquel por el que comenzamos. Me pregunto por un arte que no funcione como un ariete chocando contra la puerta de la fortaleza con la esperanza de que esta alguna vez ceda, sino como una bomba de fragmentación que limpie el terreno y sacuda lo que hay en él. Me pregunto por esas ficciones que pueden desacomodar a los seguros, a nosotros, a los que compartíamos el universo de referencias y estamos “de acuerdo”, y a veces tan de acuerdo que quedamos girando como un trompo en torno a nosotros mismos.

Claro que no tengo respuestas. Pero intuyo que un camino es abrir la cancha de las voces, y, para eso, nada mejor que la ficción. Hacer hablar a los perpetradores, al hombre común, a los impostores. Reconstruir la trama de sentidos que se pusieron en juego en el pasado tal vez pueda servir de espejo para iluminar las redes que nos sostienen y sujetan. Porque hoy tambien hay Lilianas y hay Garones. Y hay maridos, nueras e hijos de Liliana, aunque no tengan voz ni nombre.

Me quedé sin espacio. Quería hablar de Jack Nickolson en A Few Good Men, gritándonos a la cara que no estamos preparados para la verdad. Quería hablar de Jihad Diyab. Pero supongo que ya habrán entendido.

Mauricio Bruno

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MIGAS DE PAN

…Y las denuncias de torturadores y violadores

migas

Por Karina Thove

Que hayan transcurrido más de 30 años de vida democrática en el país y más de cuatro décadas desde que se instalaron en la región fuertes dictaduras que aplastaron todos los movimientos revolucionarios que se gestaron en la década del 60, debería hacer reflexionar sobre qué ha sucedido para que películas como “Migas de pan” y, más allá de ella, denuncias como la que hicieron un grupo de expresas políticas en 2011, no emergieran antes. P ueden existir muchas explicaciones sobre por qué la sociedad uruguaya ha sido y sigue siendo tan silenciosa respecto al abordaje de temas tan oscuros y dolorosos para tantas generaciones de uruguayos. No tengo dudas que la impunidad y el no juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad del período dictatorial han cubierto y sellado las posibilidades de acercarnos al tema. Porque no han hablado los que tienen que hablar pero tampoco lo han hecho sus víctimas quienes, por cuestiones de sobrevivencia en un clima que continuó siendo de ocultamiento de la barbarie, han concentrado sus energías en rehacer sus vidas y dejar atrás todo aquello. Esto es particularmente llamativo para el caso de las mujeres que estuvieron presas. El proyecto “Memoria para armar” surgió poco antes de que comenzara este siglo y claramente demostró lo necesario que era darle voz a esas vivencias. Tres tomos de relatos recogió ese proyecto y, aún así, pocos abordaron el registro directo de la violación y las torturas sexuales a las que fueron sometidas las presas en su condición de mujeres. Es recién en el año 2011 que un grupo de expresas políticas radica una denuncia penal, que expone el tema de las violaciones como una forma de tortura que especialmente se ensañó sobre el cuerpo de las mujeres. Y es ahí que encontramos a Liliana, el personaje ficticio central y protagonista de la película “Migas de pan”, que encarna un poco a todas, formando parte de esa denuncia. Maternidad y militancia El personaje es encarnado en su madurez por Cecilia Roth y en un flashback hacia los ‘70 por Justina Bustos. Liliana es una uruguaya radicada en España desde hace mucho tiempo -un exilio que comienza poco después de su liberación de la cárcel de Punta de Rieles en 1982- que siente que aún tiene cuentas pendientes que saldar con su antigua vida: el vínculo cuasi inexistente que tiene con su hijo y que ahora se torna más acuciante con la llegada de una nieta. La joven militante tiene un hijo de apenas 2 años cuando cae presa. Su entorno familiar más cercano no acompaña su militancia política y se pone en evidencia el mal juzgamiento que hacen de ella por colocar a la maternidad en un segundo plano. Liliana es rubia, de ojos claros, universitaria, pertenece a un sector acomodado de la sociedad. Por eso, en la mirada de muchos, su opción es inentendible y, de alguna manera, una traición a su clase y al papel que como esposa y madre debería cumplir. El abordaje de la maternidad y el compromiso con la militancia política en jóvenes de los ‘70 ya ha aparecido en la filmografía que evoca esta época -casi nunca uruguayacomo una realidad nada fácil de asumir para los niños ante la desaparición o la violencia (“Infancia clandestina”, “Kamchatka”). En este caso, el golpe más bajo lo recibirá Liliana al perder la patria potestad de su hijo y no poder recuperar el vínculo una vez que sale de prisión.

Nosotras y ellos

El título de la película nos recuerda a “Pulgarcito”, aquel cuento de infancia en el que un niño va tirando migas de pan para no perderse en el bosque. Una va predispuesta a imaginarse que esas migas de pan, al igual que en el cuento infantil, cumplirán algún rol de ayudar a “no perderse en el bosque” del aniquilamiento y la destrucción personal, que pretendió hacerse desde la tortura y la cárcel con los cientos de miles de uruguayos que pasaron por ella desde antes de 1973 y hasta marzo de 1985. Y, efectivamente, las migas de pan era algo que utilizaban las presas para hacer artesanías/muñecos o, como se ve claramente en un pasaje de la película, cuando algunas de ellas eran recluidas en celdas de castigo, les dejaban una bola de miga de pan con alguna semillita dentro en señal de que no estaban solas. Es interesante ver el posicionamiento que toman las presas en ese espacio reducido y de hacinamiento permanente, donde todas se niegan a llamarse por sus números -como constantemente son nombradas por el personal de la cárcel- y mantienen sus lugares con toda la creatividad que les es posible a salvo de requisas y de la mirada omnipresente de quienes vigilan (cartas, libros, bordados, tejidos, canto, teatro con sombras). Una idea bien clara de resistencia que la directora Manane Rodríguez toma del relato de una expresa política, Ivonne Trías: “Con la sabiduría que te dan los 20 años nos centramos en una sola idea: de las rejas para adentro, nosotras; de las rejas para afuera, ellos”.

La vida es bella ya verás

La protagonista mantiene vínculos con sus excompañeros de militancia y una entrañable amistad con Graciela (Stefanía Crocce-Andrea Davidovics); ha conseguido desarrollar una profesión exitosa en España y rehacer su vida. Lleva el dolor de todo lo vivido, particularmente, el escaso contacto y difícil relacionamiento con su hijo, pero Liliana es una mujer fuerte a la que no han derrotado. Es valiente al asumir junto con otras compañeras que es necesario denunciar lo que han vivido y hacerlo desde el testimonio, claro y directo, de la historia personal. Aunque hayan pasado muchos años y se pueda caer en el reproche fácil de cuestionarles “¿pero por qué no lo hicieron antes?!!!”. Aunque esté la ley de caducidad inquebrantable y todos los pactos de silencio que se irán a la tumba de víctimas y victimarios para seguir actuando con la misma hipocresía de siempre: “pero si acá no pasó nada” y seguir barriendo para debajo de la alfombra. Aunque la sociedad lo reciba con imponente frialdad y bastante indiferencia: después de todo, siguen agrediendo violenta y sexualmente a muchas mujeres en el marco del Uruguay democrático y libre sin que esas cifras nos conmuevan o escandalicen, más allá de las campañas “Ni una menos” o las multitudinarias marchas de cada 25 de noviembre. Las escenas finales son las que más me han emocionado porque cuando simplemente se escucha, hay esperanza de acercamientos, de encuentros, de reconciliación. Y porque, ya lo dice esa canción emblemática, en la voz de Paco Ibáñez, que alguna vez alguien escribió para legarle a su hija: “La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor”…

LA DENUNCIA

La denuncia penal por torturas y violaciones firmada por 28 expresas políticas que aparece en la película se presentó en octubre de 2011. También, en ese mismo año, otro grupo de 90 expresos y presas presentaron una denuncia por las torturas y tratos degradantes cometidos en las prisiones uruguayas, que llega ron a albergar unos 6.000 presos políticos. Parte de la fundamentación de la denuncia de las expresas sostiene que los delitos sexuales tenían como finalidad “la destrucción física, moral y psicológica de las detenidas, con particular énfasis en su condición de mujeres”, con prácticas como “la desnudez, la introducción de objetos en la vagina y ano, tocamientos […] llegando en muchos casos a la consumación de la violación”. “Las detenidas eran doblemente victimizadas, tanto por su ideología como por su condición de mujer, utilizándose su cuerpo como un botín de guerra”. Los represores buscaban “morbosamente el placer, no se contentaban con utilizar mecanismos re- ñidos con la ley para obtener información, sino que por el contrario disfrutaban perversamente de sus acciones”. “La violación sistemática de los derechos humanos de las detenidas con particular énfasis en su condición de mujeres se traduce indudablemente en violencia de género ejercida por agentes del Estado”. Se solicitó la categorización de crímenes de lesa humanidad. La jueza Penal de 16º Turno, Julia Staricco, aceptó esta tesis y se pronunció por la imprescriptibilidad de estos hechos en el año 2013. En noviembre de 2015, trascendió el pedido de la fiscal Stella Llorente de citar, en calidad de indagados, a treinta militares retirados -algunos con grado de oficial y otros subalternosa partir de la denuncia presentada por las expresas. El exmilitar Asencio Lucero Machado y el extupamaro Amodio Pérez fueron procesados con prisión, a partir de esta causa

LOS DENUNCIADOS

Esta es la lista de represores presentada por el equipo de abogados del colectivo de expresas en 2011, según surge de los testimonios: Jorge Silveira, José Nino Gavazzo, Gilberto Vázquez, Cap. Chiosi, comandante “La Momia”, soldados enfermeros Sunna y Techera, soldados mujeres Rivero, Izmendi, Selva De Mello, Lestón; coronel Barrabino, Abi Vique, teniente Echeverría, Cap. Parisi, médicos Rosa Marsicano, Marabotto, Cap. Gustavo Criado, sargento Díaz, Dr. Abu Arab, Cap. Herrera, soldado “Mosquito” Modernel, Uruguay Ortega, cabo Luciano González, Dr. Simeone, jefe del Batallón Laborde, cabo Armando Paz, alférez Abella, mayor Bonilla, Ohannessian, comandante Chialanza, sargento Pérez, Miguel Dalmao, teniente 1o. Araujo, teniente Cuello, Cap. Segnini, Cap. Antonio Tucci, teniente 1o. Mario Menjou, alférez Altes, Alférez Castiglioni, suboficial mayor Bobadilla, teniente Casco, Cresci, Achavarría, Victorino Vázquez, Jorge Grau Olaizola (alías Gonzalo), Wellington Asarle (alías Simón), Sargento Silva, Dr. Serkisian, enfermero Techera, Sargento González (mujer), Cap. Martínez, alférez Abella, Dr. Rivero, sargento Silva, jefe de la Unidad Taramasco, Ariel, Cap. Aguirre, alférez o teniente Silva de Caballería, ambos de la OCOA, Sargento Gómez y Cap. Aquines, Cap. Felipe Gómez, teniente Viera, teniente Braida, sargento “El Gato”, teniente coronel Rodríguez, mayor Lucero, teniente coronel Albornoz, coronel Orozco, mayor Kuster, teniente coronel Brasca, teniente coronel Alemán, mayor Maurente, teniente de Coraceros Centurión, teniente de Coraceros Gau, teniente de Artillería Bonaboglia, teniente Ramón Barboza, capitán Fernández, comisario Lucas, comandante González, coronel Camps, Cap. Omar Lacaza, Dr. Herneder, Dr. Revetria, Pomoli, Gresi, Tuceli, Fons, Ariel Ubillos, Cap. Manuel Cordero, comandante Washington Varela, teniente Ramón Barboza, Cap. Fernández, comandante o sargento Lucas, comandante González, sargento Pedro Faliú, Durán, sargento Mello, Rodríguez, Maurín, Wolf, Caballero, Juana González, Carlota Vázquez, Pyñeiro, Benítez, Leites, Sánchez, Suárez, Lito Vsky, teniente Silva, Armando Méndez, Aguirre. Y todos los oficiales y suboficiales que entre el período 1972 y 1985 se encontraban en los siguientes establecimientos: Penal de Punta de Rieles, 300 Carlos, Regimiento de Caballería No. 9, Cuartel Km. 14 Cno. Maldonado, Establecimiento La Tablada, Casa de Punta Gorda, Cárcel de Pueblo (Parque Rodó), Regimiento de Caballería No. 4, Hospital Militar, Artillería No. 1 (Cuartel La Paloma), Batallón de Ingenieros No. 1, Batallón de Infantería No. 5 de Mercedes, Batallón 5o. de Artillería, Cuartel de Infantería No. 7 de Salto, Cuartel No. 13, Cuartel No. 6 de Caballería.

Las denunciantes Alicia Cadenas, Lucía Arzuaga Gilboi, María Herminia Ferraro Scoteguazza, María Alicia Chiesa Pennino, María Angélica Montes Estévez, Silvia Sena, Gloria María Telechea Mondino, Antonia Yañez Barros, Elena Medina Barriere, Ana Amorós, Brenda Nilena Sosa Fernández, Carmen Canoura Sande, María Corina Iriondo Chiesa, Beatriz Benzano Seré, Beatriz Myriam Weismann Blus, Blanca Luz Menéndez Mariño, Graciela Nario López, Gianella Peroni Ugarte, Mirta Macedo, María Ivonne Klinger Launardie, Jackeline Guruchaga, Edin María Artigas Miranda, Anahít Aharonian Kharputilan, Rosario del Río, Alicia Blanco Alvárez, Margarita María Lagos Mederos, Ana María Espinoza Cargarello.

 

 

 

 

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