DERECHOS HUMANOS EN EL URUGUAY: LA MENTIRA TRATADA COMO VERDAD Y LA VERDAD PROSCRIPTA.
Aldo Scarpa
ALGUNAS PRECISIONES PREVIAS
En la región y en nuestro país desde los años 70 el tema de los derechos humanos se ha integrado como asunto permanente de la agenda política. Sin embargo, en este caso la expresión derechos humanos ha adquirido un significado muy específico. Quizás sea necesario retrotraernos, por lo menos, al legado de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII y la Ilustración para encontrar el origen de la expresión derechos humanos bajo la forma de “derechos del hombre”, que tras un largo y complejo proceso se fueron (y se siguen) ampliando. Al referirse a los derechos del hombre estas revoluciones y estos pensadores exigían ciertos derechos que tenían todos los hombres, universales, por el sólo hecho de ser hombres: el sustento teórico era el Derecho natural, se trataba de derechos naturales a la condición humana; los hombres a través de un contrato social, según el contractualismo, los garantizaban y hacían efectivos para toda la sociedad. Más tarde, estos derechos se explicaron como un producto histórico social, no como una característica esencial de un hombre abstracto, sino como el resultado del desarrollo histórico social protagonizado por hombres concretos. Así se explica porque fue posible empezar a negar derechos considerados sagrados por su supuesto carácter natural y comenzar a imponer otros, no por su origen natural, sino por la lucha de olvidadas fuerzas sociales. Soy de los que considera acertada, más allá de la ecléctica y superficial mirada acusadora posmoderna, esta concepción del desarrollo social, adhiero a ella por su carácter científico. Adoptar este punto de vista como sustento de mi análisis explica, por lo menos tengo la esperanza que así sea, los juicios y valoraciones que realizaré en torno al tema en cuestión.
Pero, como decíamos más arriba, en la “historia reciente” de la región y de nuestro país la expresión derechos humanos ha adquirido un sentido muy específico: la lucha por la verdad y la justicia en torno a la represión y los crímenes del terrorismo de estado en las últimas dictaduras del continente. En nuestra dimensión espacio-temporal los otros derechos del hombre han tenido que buscar caminos alternativos para hacerse oír, para representarse. Seguramente reconquistarán su denominación “natural” en tanto nuestros avances en la verdad y la justicia y, fundamentalmente, en una síntesis histórica que sea arma espiritual en manos del accionar conciente de los sectores subalternos liberen o vuelvan a ampliar los significados posibles del concepto Derechos Humanos. Y esto es así porque la conmoción y ruptura social, política, cultural y psicológica provocada por el terrorismo de estado exigió una representación y un tratamiento exclusivo.
Por lo tanto, todo análisis sobre los Derechos Humanos en este sentido “restringido” exige una definición precisa de quienes eran y que objetivos se proponían las víctimas del terrorismo de estado, así como que fuerzas sociales y políticas los enfrentaron y reprimieron y por que. Estoy convencido que un análisis acertado de la evolución política de los derechos humanos en el país no puede aislarse, separarse metafísicamente del conjunto de la trama política nacional. No parece serio, por ejemplo, tomar un país de la región y decir: se creo tal organismo a nivel del estado, se juzgaron tantos criminales, se encontraron tantos compañeros desaparecidos, etc., en consecuencia la lucha por los derechos humanos en tal país avanzó más que en el nuestro. Para estos análisis no importa si en el hipotético país los avances y retrocesos están más ligados a los movimientos de las elites políticas y no a un proceso de concientización de las grandes masas del pueblo que a la elección siguiente reeligen por un margen aún mayor al más conspicuo representante del neoliberalismo en la región. Y no es que aquellas medidas no sean positivas, que las desprecie. No; pero el problema es más complejo.
En general, los compañeros que sufrieron cárcel y tortura, o cayeron, o fueron desaparecidos durante la dictadura tenían ciertas características comunes. En su inmensa mayoría, podría decir salvo alguna excepción, eran militantes concientes, con definición antiimperialista y anticapitalista (lo que no supone homogeneidad ideológica), y provenientes de sectores subalternos; trabajadores, estudiantes, intelectuales, capas medias en general. El objetivo de su acción política y social, más allá de matices, era la transformación social, subvertir el orden existente y la construcción de una realidad más justa. La clase dominante criolla y el imperialismo norteamericano aplicaron la represión y el golpe de estado como estrategia contraofensiva ante el avance de las fuerzas sociales y políticas portadoras del cambio, para conservar el orden establecido y, más aún, para implementar un reajuste económico, social, político, ideológico y cultural regresivo.
Contaron para ello con la estructura de los partidos tradicionales mientras les fue posible, en todo momento con importantes sectores ultraderechistas de los mismos que integraban e integran la “cooperativa de votos” con aquellos sectores de los mismos partidos que se opusieron de forma inconsecuente o los que llegados a un punto del desarrollo del proceso se volvieron opositores y dejaron de prestar apoyo a los aspectos más agresivos de dicha política. Es decir, la lucha por el cambio social y el antiimperialismo y la contraofensiva reaccionaria son la expresión política de un profundo proceso subyacente de lucha de clases. Lo que se debatía en los años 60 y 70 en el país y en la región, no única y fundamentalmente en el campo de las ideas sino en la relación de fuerzas sociales y políticas de la sociedad, era la alternativa entre el avance del cambio social o la conservación y retroceso de las estructuras existentes. Esto es muy sencillo y conocido, lo sé. Mas, lo expongo porque tengo mis serias dudas que los análisis que pululan sobre la cuestión de los derechos humanos sean sistemáticos, consecuentes con este necesario punto de partida.
Considero que es imposible comprender la situación actual de los derechos humanos en el país y realizar una acertada evaluación de su evolución sin abordarla y medirla desde este punto de vista. No se trata de un problema exclusivamente moral ni, sin dejar de atender la enorme carga emocional que tiene, de un asunto estrictamente sentimental en el sentido más superficial. Es un problema político y como tal hay que abordarlo. Es imprescindible un análisis desde el origen, su desarrollo y actual transformación del asunto como un componente más de la lucha de clases, del combate entre el cambio social y la reacción. Sólo en este contexto es posible estimar el avance en la lucha por los derechos humanos y comprender el itinerario que recorrió fundamentalmente desde la salida de la dictadura evitando extraviarse o caer en la confusión promovida por el accionar de los partidos tradicionales; seamos claros, de los protagonistas directos o cómplices, por acción o protección, durante estas cuatro décadas de los crímenes más infames que recuerda la historia del Uruguay.
Y, por último, realizada esta operación es posible trazar una analogía con otros procesos, nunca una comparación basada en el traslado mecánico de ciertos datos. Se trataría, en todo caso, de ubicar la cuestión de los derechos humanos en la correlación de fuerzas sociales y políticas de los países tomados, el grado de avance y unidad de las fuerzas del cambio, del nivel organizativo de estas fuerzas, de los pasos dados en la construcción de una nueva hegemonía ético-política en torno a la cual alzar un nuevo consenso social y político; como contrapartida, la fortaleza y los márgenes de maniobra y acción de las clases dominantes y sus instrumentos políticos, si existen residuos importantes en la sociedad, por fuera de los grupos dirigentes, dispuestos a prestar apoyo activo a los asesinos y torturadores, en que medida el pueblo visualiza correctamente la defensa de los derechos humanos con las fuerzas portadoras del cambio social e identifica a los sostenedores de la impunidad con los impulsores de las políticas neoliberales y regresivas, etc., etc.
O sea, mi punto de partida es que carece de todo sentido, es incorrecto aislar metafísicamente la cuestión de los derechos humanos del conjunto del movimiento político nacional. No realzamos el tema sino que lo bastardeamos al convertirlo en un asunto “privilegiado” por su alto contenido ético sin tener en cuenta las concepciones sociales y políticas en juego, por fuera de la lucha política, de la elaboración estratégica y táctica. Este problema político convive con otros asuntos políticos (cuestiones económicas, sociales, institucionales, educativas, culturales, etc.), y se alternan en el tiempo unos y otros en el papel central y dinamizador del conjunto del complejo movimiento de la vida política del país. Hoy se nos presenta en el centro de la palestra política un asunto que desplaza al que pensábamos era el de mayor importancia y mañana éste es desplazado por otro y así sucesivamente. Nada se pierde, nada “desaparece”, todos los problemas se concatenan, se alternan, se transforman e influyen mutuamente y la resolución de uno de ellos puede promover el avance de otro o volverlo a poner en la escena política. Éste es el movimiento de la política real. Tenerlo presente nos permite definir en cada momento cual es la cuestión clave de la política nacional en el momento dado centrándonos en la cual, tensando las fuerzas sobre ella, posibilita el camino para un avance global, poniéndonos en mejores condiciones para continuar la lucha y posicionarnos para avanzar en la resolución de otros problemas. Esto impide que nos extraviemos, que veamos derrotas donde hay triunfos, que consideremos que retrocedemos cuando en realidad estamos avanzando y viceversa.
Por lo tanto, no se trata de un problema jurídico; no se resolvió, no se resuelve, ni se resolverá apelando exclusiva y fundamentalmente a argumentos jurídicos ni a tratados internacionales. No se obtiene la victoria en esta lucha recorriendo juzgados ni con buenos abogados, no es un asunto para elites. Es un problema esencialmente político y como tal se avanza en un sentido que coadyuve en la transformación social (única manera en que entiendo podemos y debemos avanzar) con la organización, la militancia y la conciencia popular, con movilización a nivel de masas. Naturalmente, las leyes y los tratados expresan victorias producto de determinadas relaciones de fuerzas creadas en el proceso de la lucha social y política. Pero en cada proceso y momento del combate la relación, la dinámica entre las disposiciones escritas y las correlaciones de fuerzas que las hicieron posibles se vuelven a poner a prueba; y el problema sólo se resuelve de manera política: en el terreno de las correlaciones de fuerzas políticas y sociales. No despreciamos la importancia de estos aspectos, pero deben subordinarse a la elaboración estratégica y táctica de las organizaciones políticas y sociales y no a las decisiones jurídicas de técnicos.
LOS DDHH EN EL URUGUAY DE HOY.
Desde el 2005 el problema de los derechos humanos ha tenido una indiscutible evolución positiva para quienes hemos luchado contra la impunidad. Se ha conocido la suerte corrida por compañeros desaparecidos, incluso se han encontrado los restos de los compañeros Chavez Sosa y Fernando Miranda, fueron juzgados y están presos los principales responsables de la represión y los crímenes y se siguen procesos contra otros represores. Téngase presente, además, que no sólo militares han sido juzgados y detenidos sino civiles y, como en el caso del dictador Juan María Bordaberry, elementos de las propias clases dominantes del país (situación no tan común en otras realidades).
Se trató, y se trata, de una brega difícil, dura y prolongada. En el transcurso del combate en todos estos años muchas veces estos objetivos parecían inalcanzables, pero, en cuanto se levantaba la vista más allá del horizonte que permite divisar la lucha política cotidiana era indudable que el movimiento popular y la izquierda uruguaya avanzaban en el sentido correcto y los resultados maduraban ineluctables. Lo que vivimos hoy no es el resultado de procesos espontáneos, de circunstancias azarosas o inexplicables, o la influencia mecánica de fenómenos externos. No; es el resultado de la aplicación coherente y sistemática de una elaboración política, de una concepción estratégica t táctica. Una vez más, como decía Alfredo (Zitarrosa), de “aquello que para el tonto es causa de su fracaso”.
Precisamente por estas razones sería un gravísimo error de la izquierda y de las fuerzas populares equivocar el camino ahora. También lo sería no ayudar a realizar o realizar incorrectamente el salto que garantiza la victoria definitivamente: la síntesis en la cabeza de las masas, la verdad histórica no sólo en relación a los actos de la dictadura sino a los verdaderos responsables de lo que ocurrió en las dos décadas siguientes.
¿Por qué planteo esta preocupación? ¿Cuáles son los relatos, el proceso y las explicaciones que se difunden a través de los grandes medios de comunicación? ¿Cuáles son las razones que esgrimen los políticos tradicionales para explicar su conducta respecto de la impunidad y por qué en general los periodistas de estos medios difunden de forma acrítica estas “verdades”? Pero, peor aún, ¿por qué muchos dirigentes de la izquierda y de las organizaciones populares (¿y la intelectualidad?) no cuestionan tales explicaciones que amenazan convertirse en sentido común? ¿Avanzamos si permitimos que se construya este sentido común?
Todos los días se pueden escuchar con postura de seria argumentación afirmaciones del tipo: “fue preciso que transcurrieran todos estos años para que pudieran procesarse los avances actuales en materia de derechos humanos” y “en aquellos años la solución sobre los derechos humanos se enfrentó a presiones, se abordó en un contexto signado por la inestabilidad institucional, de democracia amenazada” (se refieren a los años inmediatamente posteriores a la salida de la dictadura), Estas falsedades históricas y políticas derivadas de tergiversaciones y análisis superficiales que no resisten ninguna argumentación seria se repiten como verdades indiscutibles. Al punto que la propaganda que convocaba al acto por la anulación de la ley de impunidad1 esgrimía entre las razones de la iniciativa: “porque la ley fue votada bajo presiones” (sobre los parlamentarios en 1986 y sobre la ciudadanía el 16 de abril del 89). ¿Bajo presiones de quién?
Sólo cabe una respuesta. Según las mentiras difundidas por los jefes principales de los partidos tradicionales, y algunos analistas que posan de imparciales y objetivos siempre dispuestos a hacerse eco de patrañas de este tipo, se trataba de las presiones de “influyentes” y “poderosos” elementos de las Fuerzas Armadas. Estas presiones habrían puesto en riesgo la institucionalidad democrática por aquellos años, era necesario que transcurriera el tiempo para que los ánimos se aplacaran y la democracia se fortaleciera antes de proponerse resolver el problema de los derechos humanos (no me detengo aquí en la discusión sobre la barbaridad filosófica y política implícita en la falsa contradicción entre resolver un problema esencialmente democrático y el fortalecimiento de la democracia, en la incomprensión de la dialéctica fortalecimiento-consolidación-profundización de la democracia). Lo interesante es que desde algunos sectores de la izquierda surgieron entonces análisis que convalidaban estas posiciones de los partidos de la derecha; tal es el caso de la tesis de la “democracia tutelada”2. “Tutelada”, ¿Por quién o por quiénes? Por los sectores golpistas de las Fuerzas Armadas que aparentemente mantenían la capacidad de subordinar a la institución.
Como muchos otros compañeros en aquellos años consideré, y la considero hoy, un grave error teórico y político la tesis de la democracia tutelada como caracterización de la situación política nacional a partir del año 85. Pero lo que es error en la izquierda es punto de vista nada ingenuo en la derecha, sabiduría e intencionalidad; acertada estrategia política. Si los sectores golpistas aún tenían poder e influencia, si podían inestabilizar la vida política, la institucionalidad, si eran capaces de amenazar la democracia recién renacida, ¿Qué actitud debían adoptar los políticos democráticos? No cabe duda: defender la democracia, ese es el primer objetivo al que se subordinan todos los demás; si caía la democracia se retrocedía en todos los frentes. Y si tal era el poder de los militares fascistas que tenían capacidad de “tutelar” la democracia o, en la versión de la derecha política, de amenazar la estabilidad democrática, ¿Cómo se defendía la democracia? Sin duda, sin provocarlos en situaciones inconvenientes para las fuerzas democráticas y populares, evitando el choque frontal en condiciones desfavorables y esperar el advenimiento de tiempos más propicios. Esta parecería la conducta de todo buen estratega. ¿Cuán amplio era el abanico de opciones, que margen de maniobra quedaba al gobierno y sus aliados? Desde semejantes análisis de la situación del país en los años 80 es inevitable llegar a conclusiones como las siguientes: a la salida de la dictadura era incompatible, o harto difícil de compatibilizar, la continuidad democrática y la aplicación de la justicia. Sólo el transcurso del tiempo crearía las condiciones para obtener la verdad y la justicia. Entonces, los avances registrados en el actual período de gobierno no son producto de años de lucha del movimiento popular y de la decisión política del gobierno del Frente Amplio; no, son el resultado de la seriedad y la cautela de los gobiernos anteriores (léase, de la aplicación de la impunidad). Peor aún, ¿que juicio histórico y político cabría a los dos jefes políticos artífices de la impunidad: Julio María Sanguinetti y Wilson Ferreira Aldunate? Por lo menos el reconocimiento como defensores consecuentes y responsables de la democracia, como políticos que sortearon con hidalguía y sabiduría la prueba de lidiar con una realidad nada deseable para cualquier amante de la verdad y la justicia. Pero, abiertas las puertas, en un futuro podrían llegar a ser reconocidos como aquellos hombres que sentaron las bases que hicieron posible los procesos actuales (las investigaciones sobre el paradero de los compañeros desaparecidos, el conocimiento de quienes fueron los responsables de los asesinatos de nuestros muertos y los juicios a los culpables) y los que vendrán; los artífices de la verdad y la justicia. ¿Paradójico no?
Estas conclusiones son el producto natural de una mirada trivial sobre los acontecimientos históricos y políticos. Por un lado, acometer un estudio sin sobrepasar el nivel del “sentido común” que impide superar la unilateralidad e ir más allá de las apariencias para descubrir los nexos y determinaciones profundas de los procesos sociales, matizando un superficial liberalismo con un infantil antimilitarismo. Por otro lado, como estrategia de la clase dirigente se trata de una conciente y premeditada falsificación histórica con claros objetivos políticos e ideológicos: de un lado, impedir en los sectores subalternos una síntesis política de la experiencia vivida solidaria con sus intereses; por otro, rescatar a los partidos tradicionales y a sus principales jefes a los que se vio obligada a sacrificar en unas condiciones en que, como veremos, comprendió que no le quedaba margen de maniobra.
Pero, intentemos ir más allá de estos análisis, crucemos las fronteras del sentido común. Si a mediados de la década del 80 los militares fascistas tenían aún capacidad para detener el proceso democrático y recuperar el poder, surge inmediatamente una pregunta que se cae por su peso, ¿por qué “abandonaron” el poder,…precisamente a mediados de los años 80? En 19803 la dictadura fue derrotada en su estrategia de institucionalizarse; en 19824, sufre una nueva derrota, triunfaron en las urnas los grupos políticos con clara definición antidictatorial más la inocultable presencia del voto en blanco; en 1983 y 1984 (ya lo señalamos)
5, el protagonismo popular se torno incontenible; en 1984 la dictadura cayó sin ningún apoyo activo y militante de elementos populares (ni siquiera entre las capas medias). Si la dictadura no tuvo fuerza para detener desde el poder las presiones del pueblo, ¿cómo podrían los fascistas contrarrestarlas “desde el llano”? ¿Qué datos permiten afirmar con seriedad que un pueblo que realizó semejantes pronunciamientos antidictatoriales y democráticos prestaría, a uno o dos años de recuperada la democracia, apoyo de consideración a un intento golpista? Asimismo, sería un descuido inaceptable no integrar otro elemento fundamental para la valoración de los momentos políticos; esto es, los números de las elecciones de 1984 enseñan una victoria contundente, una mayoría absoluta de los sectores democráticos. O sea, haciendo incluso el ejercicio de aguzar la imaginación para hacer verosímil la existencia de riesgo institucional en el Uruguay de los años 80 como consecuencia de la sola acción de los grupos golpistas obtendríamos el siguiente resultado: la creación de un frente del pueblo compuesto por las organizaciones sociales populares y los partidos y grupos políticos democráticos (las organizaciones sociales populares en su conjunto, el Frente Amplio y los sectores mayoritarios de los partidos tradicionales que se habían pronunciado inequívocamente por la verdad y la justicia) era invencible para las fuerzas golpistas (ni hablar del protagonismo, los niveles de organización y militancia y el fervor democrático que caracterizaba a vastos sectores del pueblo en aquellos años, elemento que hoy puede resultar extraño para las generaciones más jóvenes maceradas en Uruguay, como en el mundo, por más de dos décadas de posmodenidad y neoliberalismo).
Es necesario, imprescindible diría, integrar otros factores para que el cuadro quede completo. El golpe de Estado en Uruguay se enmarca en un proceso de reacción antidemocrática en el continente, de dictaduras triunfantes que se desparramaron en la región. A fines de los 70 y comienzo de los 80 la situación era muy otra, por el contrario, desde la revolución sandinista y la guerrilla salvadoreña, la recuperación democrática en Argentina, Brasil, Uruguay, etc., se creó un contexto regional poco propicio para aventuras golpistas. Por otra parte, los golpes de Estado de los años 70 respondían a una estrategia que iba más allá de nuestros países y las clases dominantes criollas (lo que no supone su marginación, sino su encuadramiento). Como lo demuestran los documentos y estudios históricos las dictaduras que se expandieron por Latinoamérica integraban la contraofensiva del imperialismo norteamericano. Sin embargo, es evidente que en los años 80 (salvo excepciones, manotazos desesperados, quizás por ejemplo Granada), la opción golpista se había agotado, momentáneamente, para los EEUU, la tendencia general iba por otros carriles. Es decir, para sostener con solidez la tesis del golpe de Estado y la crisis institucional como una alternativa real en el Uruguay de los años 80 hay que integrar estos elementos, y otros que se demuestren pertinentes, y comprobarla contrastándola con los mismos. Como es evidente, ni las condiciones nacionales, ni las regionales, ni la orientación política general para el continente de la principal potencia del mundo proporcionan argumentos ni habilitan a sostener tal posición. Menos aún, me parece, en un país con las tradiciones y la estabilidad democrática del Uruguay (siempre en términos relativos, por supuesto).
A no ser, claro está, que retrocedamos en nuestra concepción de la historia, en nuestros enfoques de los procesos y fenómenos sociales. Entonces podríamos, con cierta arbitrariedad, mantener enhiesta aquella tesis. Es decir, será necesario volver a marginar de la escena de la historia a los pueblos, a las masas y su protagonismo, abstenernos de integrar en los estudios históricos y sociales los fenómenos que se procesan en las profundidades del desarrollo social y su concatenación. Restableceremos seguramente una historia de grandes personalidades, de héroes y de elites que hacen y deshacen a su antojo, en tanto las masas se nos presentan cual rebaño sin personalidad ni protagonismo. Entonces sí, un grupo de gorilas caídos en desgracia y con incontinencia (permítaseme la exageración), sin base social, devienen elemento preponderante y decisivo, demiurgo del destino de la democracia uruguaya reconquistada. Por supuesto, nada de esto es cierto. No digo que en aquellos tiempos se descartara en absoluto todo peligro para la democracia uruguaya (en ningún momento sería aconsejable proceder de esta manera), o posibilidades de retroceso, pues algo de esto puede haber ocurrido. De lo que se trata es de “descubrir” a los verdaderos responsables. No eran las Fuerzas Armadas por su acción exclusiva las que podían hacer retroceder la democracia o impedir su fortalecimiento y profundización; eran los partidos tradicionales y sus principales jefes, en tanto expresión política de las clases dominantes, que habían recuperado su valor como instrumento de dominio en la nueva etapa
1Me refiero aquí no a la lucha por los derechos humanos que se desarrolló entre 1986 y 1989 y que dio “fin” a una etapa el 16 de abril de ese año, sino a la convocatoria a un plebiscito para anular la ley de impunidad realizada bajo el gobierno del Frente Amplio.
2Para beneficio del proceso de acumulación de fuerzas de las clases y sectores que combatían por la democracia, la independencia y el cambio social esta tesis la sostenía una minoría, generalmente radicalizada, en el seno del movimiento popular y de la izquierda. Como suele ocurrir en estas tendencias, que siempre aparecen en los movimientos que luchan por la transformación social, se expresan en ella una mezcla de añoranza por el pasado (por una democracia burguesa idealizada que ya no sería lo que había sido en el país) y una permanente inclinación por transmitir frustración al pueblo producto de la confusión de su estado de ánimo con la realidad y el sentir de las masas (y en el entendido de que “cuanto peor, mejor” o “de derrota en derrota llegaremos a la victoria”). En cambio, Rodney Arismendi, Secretario General del Partido Comunista, quien desde finales de los años 70 y principios de los 80 había advertido con insistencia sobre los riesgos de que se abriera paso la estrategia de una “democracia tutelada”, estimó acertadamente los alcances y la profundidad del movimiento antidictatorial y no equiparó la democracia recuperada (con todas las cuestiones que quedaban por resolver) con una “democracia tutelada”. Es decir, la estrategia de la “democracia tutelada” suponía la sustitución de la dictadura por una democracia “recortada” y condicionada, en un marco de pasividad y/o debilidad y división de las clases subalternas y de la izquierda en el seno del frente antifascista. Es evidente que eso no ocurrió en Uruguay: la movilización obrera y popular fue arrolladora, unificada y con un programa definido (bastaría señalar los 1º de mayo del 83 y el 84, la Semana Del Estudiante de setiembre del 83, el Acto del Obelisco de noviembre del 83, sólo por citar hechos que pasaron a la mejor historia de las luchas de nuestro pueblo), los ejemplos serían interminables, otros, por su simbolismo, antes de las elecciones del 84 todas las organizaciones y personalidades militaban libremente en el país, la decisión y concreción del Parido Comunista de autolegalizarse en el año 84, el retorno de los dirigentes políticos, los cantores populares y la gente de la cultura antes de la caída de la dictadura que se convertían en enormes pronunciamientos por la democracia y contra la dictadura (ni mencionar el retorno del mismísimo Arismendi, el 3 de noviembre, que provocó una de las caravanas más grandes que registra la historia del Uruguay; como veremos, se frustraron las negociaciones del Parque Hotel que procuraban excluir a la izquierda; sólo hubo proscriptos en las elecciones de 1984 aceptadas tras una profunda y seguramente inteligente valoración de las fuerzas populares y la izquierda (principales víctimas de la represión y las proscripciones) más allá de esta instancia no quedaba ningún partido ni personalidad prohibida en la futura democracia; los presos políticos que aun quedaban fueron liberados en cuanto asumió el gobierno electo, en marzo de 1985; ni las FF.AA. ni militar alguno quedaron ocupando cargos “institucionalizados” en la legalidad de la nueva democracia, etc. Es decir, la democracia nacía sin condicionamientos producto de la unidad y la lucha popular. Como veremos, lo que ocurrió posteriormente es de entera responsabilidad de los gobiernos electos y sus socios (más conocidos en la actualidad como la “coalición blanquicolorada”).
3Cuando se plebiscitó la constitución propuesta por la dictadura para institucionalizarse.
4En las elecciones internas de los partidos permitidos por la dictadura; por supuesto, el FA estaba prohibido. Y, sin embargo, tampoco así logro el fascismo acallarlo, la izquierda llamó a votar en blanco para marcar su presencia y un inusitado porcentaje de votos en blanco apareció en los resultados electorales.
5Agreguemos solamente que hablamos de movilizaciones de cientos de miles de compatriotas en un país con una población de poco más de 3 millones que aún vivía bajo dictadura (en el Acto del Obelisco, “el río de libertad”, se estiman más de cuatrocientos mil uruguayos, y siempre haciendo referencia sólo a Montevideo). Pero estas victorias populares tienen una explicación más profunda que se remonta a los procesos anteriores, no son un fruto caído del cielo. Para no extenderme no iré más allá del 27 de junio de 1973, el día del golpe de estado. como lo había definido ya en 1964, cuando el golpe en Brasil, el movimiento obrero respondió al golpe con una huelga general de quince días que no logró derrotar inmediatamente a la dictadura, pero la aisló del pueblo; la dictadura nació sin apoyo de masas, lo que se confirmó, sólo para mencionar los hecho más sobresalientes, con la derrota de los golpistas en las únicas elecciones universitarias realizadas en los once años de dictadura y con el estrepitoso fracaso en el intento de crear un sindicalismo amarillo y dócil y, por el contrario, con el surgimiento del Plenario Intersindical de Trabajadores, continuidad histórica y “legal” de la CNT (hoy PIT-CNT). Todo lo cual fue posible por una correcta y comprobada estrategia antifascista: no se “desensilla hasta que aclare” y unidad y convergencia, o sea, una política basada en la dialéctica de amplitud y profundidad: promover la convergencia con todos los sectores democráticos y antifascistas en un frente único antidictatorial; mantener los niveles de acumulación de fuerzas, unidad y definiciones políticos ideológicas alcanzados por las fuerzas revolucionarias, no sólo sin retroceder sino creando las condiciones para un nuevo salto en calidad cuando las condiciones lo permitan.
EL PROCESO REAL Y DE CÓMO SE FALSIFICÓ LA HISTORIA.
Puede formularse la siguiente pregunta: ¿por qué en Uruguay la política de impunidad y olvido se impuso de forma tan inflexible? ¿Por qué se votó una ley de impunidad? Una respuesta superficial pero que aparece como evidente a primera vista: por la fortaleza de la derecha uruguaya y la debilidad de la izquierda y el movimiento popular, tales las condiciones que explicarían esta “derrota”. Sin embargo, propongo una aproximación que intenta ser más comprensiva a partir del análisis de las relaciones de fuerzas sociales, políticas, ideológicas en el Uruguay de aquellos años.
La dictadura uruguaya no fue la obra de un grupo de militares ni de las Fuerzas Armadas como institución. Las fuerzas Armadas fueron el instrumento, en condiciones peculiares jugaron el papel de partido político, de otros intereses. Ningún estudio serio resiste a esta altura el reconocimiento de que el golpe de estado expresa la estrategia del imperialismo norteamericano y la clase dirigente criolla. Además, es imprescindible tener presente los objetivos de la dictadura: implantar un nuevo modelo de desarrollo dependiente; derrotar los proyectos antiimperialistas y de izquierda y dividir a las fuerzas sociales y políticas del cambio (según la expresión de alguno de sus jerarcas, “que por más de cincuenta años no haya Partido Comunista en Uruguay”); provocar el retroceso cultural e ideológico de vastos sectores del pueblo. No es aconsejable emprender un estudio sobre la génesis de la dictadura, su desarrollo y caída y el proceso post-dictatorial soslayando estos dos elementos: los intereses y objetivos que promovieron el golpe.
Y, partiendo de estos elementos, es posible comprobar que la dictadura tuvo consecuencias profundamente negativas, dejó “espinas” difícil de extirpar del cuerpo y la conciencia de la sociedad. Entre ellas podemos citar grosso modo: sentó las bases para la aplicación del modelo neoliberal; asestó durísimos golpes a las fuerzas del cambio; provocó una destrucción cultural y un trauma en la conciencia nacional difícil de evaluar. Mas, si no se integran otros elementos resultaría un punto de vista unilateral y erróneo. Junto con estos procesos negativos la experiencia fascista en el país dejó otras enseñanzas y resultados que sería una ceguera política despreciar y no valorar en su real significado. Por lo menos destaco tres consecuencias políticas fundamentales: uno, la dictadura nunca logró consolidar una base social y mucho menos un apoyo activo en grupos subalternos; dos, la izquierda y el movimiento popular mantuvieron su unidad y, por el papel jugado en la resistencia, emergieron fortalecidos de la clandestinidad; tres, el Frente Amplio, inclusive los partidos de ideología marxista y marxista-leninista, acrecentó su influencia política, cultural e ideológica en vastas masas del pueblo. Estas realidades políticas son insoslayables, tienen una importancia de primer orden. No es común que los pueblos superen experiencias de este tipo logrando mantener en lo sustancial tales conquistas en lo ideológico, político y organizativo; consolidando los niveles de acumulación de fuerzas alcanzados previamente y creando el terreno para avanzar a partir de este nivel de desarrollo de las condiciones subjetivas (desgraciadamente bastaría con echar una mirada a la situación de las fuerzas del cambio en el continente a la salida de las dictaduras para comprobar la validez de esta afirmación).
Por lo tanto, sostengo una opinión diferente, o mejor dicho contraria: ¿es correcta la apreciación que la imposición de la ley de impunidad expresa la fortaleza de la derecha y la debilidad de la izquierda y el movimiento popular? No; por el contrario, expresa una correlación de fuerzas política e ideológica en la que la derecha se sentía débil y amenazada por la capacidad de desarrollo de las organizaciones sociales del pueblo y del Frente Amplio1. Considero que este punto de partida, esta evaluación del momento político, tiene una particular trascendencia político-práctica. El punto de vista que se adopte determinará, no sólo la valoración del hecho político, sino fundamentalmente la conducta política a seguir, la estrategia a elaborar y si se promueve el escepticismo a nivel popular o confianza en las propias fuerzas y perspectivas de avance más allá de las dificultades. La cuestión es si estimamos los procesos sociales de manera subjetivista o con criterio histórico, desde nuestros tiempos personales o desde un pueblo que construye “sin apuros” su historia (“nada más sin apuro que un pueblo haciendo su historia”, decía, una vez más, Alfredo y es que el arte tan diferente de la ciencia nos aproxima al conocimiento por otros caminos). En definitiva, se trata de establecer si nos consideramos el ombligo del proceso o aceptamos que somos protagonistas concientes de un complejo movimiento de lucha entre fuerzas sociales.
En este sentido, los conflictos en torno a los derechos humanos integran, en momentos como factores centrales en otros como aspectos secundarios, un complejo político global y dinámico. Es necesario tener presente la globalidad y permanente movimiento; el proceso en su conjunto, en su devenir y las contradictorias tendencias de desarrollo ulterior latentes en su interior. Sólo sobre esta base se puede apreciar correctamente los avances y retrocesos, acertar en la valoración de los hechos y momentos políticos, comprender el itinerario recorrido por la cuestión de los derechos humanos.
Sin duda, la derecha asestó un durísimo golpe al pueblo y a la izquierda con la impunidad y remontarlo implicó enormes sacrificios y mucha inteligencia y madurez política. Pero, ¿qué otra cosa es la lucha de clases? Por otro lado, ¿acaso este reconocimiento habilita la conclusión simplona de que la impunidad fue una victoria de la derecha producto de la debilidad de la izquierda? No; como veremos la impunidad fue, en el mejor de los casos, una “victoria a lo Pirro” de la derecha. Se preguntará entonces, ¿por qué los partidos tradicionales impulsaron tal política de derechos humanos?
Recordemos que, a pesar del objetivo de las fuerzas golpistas de derrotar y dividir a las fuerzas populares y a la izquierda, en la renaciente democracia uruguaya aparecía una izquierda unida y con enormes potencialidades de crecimiento. En este contexto político se planteaban, en líneas generales, dos estrategias posibles: consolidar y profundizar la democracia para que por esta vía avance la construcción de una hegemonía popular o limitar y recortar la democracia reconquistada para evitar esta transformación negativa para la clase dirigente en la correlación de fuerzas política, social y cultural. La lucha por la verdad y la justicia en un escenario político caracterizado por la presencia de una izquierda y una red de organizaciones populares unidas y con creciente influencia política adquirió una enorme potencialidad democratizadora, una peculiar capacidad para provocar en el pueblo una síntesis antiimperialista, democrática y popular sobre el significado de la dictadura. La “verdad y la justicia” se transformaron en una verdadera amenaza para el proyecto de los grupos que se habían beneficiado con la dictadura, para el nuevo “consenso democrático” que se proponían construir. Es decir, a mediados de los años 80 el problema de los derechos humanos era un asunto central en la vida política nacional. En otras palabras, lo que Lenin denominaba el eslabón clave, central de la cadena, al cual si identificamos acertadamente y sobre su “correcta” resolución tensamos nuestras fuerzas logramos hacer avanzar el conjunto del proceso político en el sentido de nuestros intereses. Ciertamente, la clase dominante advirtió el papel político que pasaba a desempeñar este asunto y decidió asirse fuertemente a él…, pero la izquierda y el movimiento popular también lo advirtieron.
O sea, la presencia del Frente Amplio, del PIT-CNT y la vasta red de organizaciones sociales que giraban en torno a estas dos fuerzas no dejaban margen de maniobra a la derecha en el tema derechos humanos. El problema se planteaba de la siguiente manera: “verdad y justicia”, lo que actuaría como un catalizador de la acumulación política de las fuerzas populares2; o la impunidad para frustrar o retrasar (según fuera la respuesta del campo popular) este proceso de acumulación. La clase dominante y la derecha política no tenían alternativa, no había espacio para la flexibilidad, no había posibilidad de maniobrar. Sus contendientes eran muy poderosos, los campos en el Uruguay estaban divididos y determinados de manera precisa. Había que jugar la carta de la impunidad y tras esta estrategia era imprescindible alinear al grueso de sus fuerzas políticas y a sus principales jefes aunque eso supusiera, como ocurrió, “sacrificar” a sus dirigentes y grupos más “renovados”, a los que sostenían un discurso más democrático para presentarse ante la ciudadanía como alternativa a la izquierda. Evidentemente, esto no es una expresión de fortaleza y libertad, sino de necesidad.
¿El 16 de Abril de 1989 la mayoría de la ciudadanía votó por la impunidad? No; la ciudadanía votó por la democracia. Con razón se me podrá replicar que si la institucionalidad democrática no estaba en riesgo, según mi propia opinión, porque la ciudadanía votaría en defensa de la democracia. ¿De qué era necesario defenderla? Reconozco que es justa la observación. Sin embargo, a nivel de la ciudadanía se difundió la idea y se creó la sensación de riesgo de ruptura institucional, de una democracia amenazada. ¿Quiénes realizaron esta campaña política? ¿Acaso los militares? Por supuesto que no. ¿Cuál era el objetivo de esta campaña? La Impunidad. A amplios sectores de la ciudadanía se logro convencerlos de que la justicia pondría en peligro la democracia, podría abrir el camino de retorno al pasado, por confianza en sus representantes. Fueron las mayorías de los partidos tradicionales y sus principales figuras quienes se encargaron de crear este clima político en la ciudadanía, en particular en sus votantes. Los partidos blanco y colorado estaban llamados a ser el instrumento político de esta estrategia, las Fuerzas Armadas no eran un interlocutor válido para la mayoría de la ciudadanía que indiscutiblemente sostenía posiciones democráticas3. La aplicación de la impunidad exigía la persuasión de la mayoría de la población.
Una vez más le toco al Partido Colorado y a Julio María Sanguinetti ponerse al frente de esta operación política y al Partido Nacional subordinarse a la misma. El reclamo de verdad y de justicia había sido una bandera levantada por la absoluta mayoría de los sectores políticos del país. Era imprescindible encontrar una razón de peso para justificar ante la ciudadanía el abandono de las banderas que se habían alzado cuando era necesario conquistar su voluntad. Y si razones no existían se crearían. A esta tarea se abocó con paciencia y firmeza el presidente Sanguinetti. ¿Qué mejor razón después de once años de dictadura que el peligro de su retorno? Sólo se trataba de usar a las Fuerzas Armadas para montar el simulacro. Y así fue, el presidente puso en marcha el plan. Si mal no recuerdo el Cnel. (r) Oscar Pereyra ha afirmado que Sanguinetti utilizó en esta ocasión, una vez más, a las Fuerzas Armadas, las subordinó a sus planes. Obsérvese que según esta opinión, absolutamente verosímil, no sólo la democracia no estaba tutelada por las Fuerzas Armadas sino que, por el contrario, éstas quedaron “tuteladas” por la operación política de los partidos tradicionales en tanto representantes de la voluntad de la clase dirigente. La opinión del Cnel. Pereyra desmonta toda la mentira. Pero no se trata sólo de la posición de Pereyra sino de cantidad de documentos, declaraciones, denuncias, análisis de grupos y actores políticos de primer orden. No obstante, analistas, periodistas, dirigentes políticos continúan machacando con esta falsedad.
Sin embargo, el presidente Sanguinetti tenía que resolver otro problema en la implementación de su plan para lo cual se urdió otra mentira más siniestra y canallesca aún. Era necesario conseguir los votos para establecer la impunidad. Naturalmente, no era en la izquierda donde el presidente podía conseguirlos. Se trataba de conquistar al Partido Nacional, o en su defecto a la mayoría del mismo, para su estrategia. Este objetivo exigía atraer a los sectores mayoritarios del nacionalismo y, por consiguiente, a su jefe: Wilson Ferreira Aldunate. Y aquí se planteaba un problema nada sencillo de resolver. En su carrera por la presidencia del país, desde su regreso del exilio, Ferreira había cometido una serie de errores y para enfrentarlos fue enredándose en una secuencia de movimientos políticos derivando a una posición incómoda, ajena a su concepción política, ideológica y, por sobre todo, a su voluntad política condicionada por los intereses a los que representaba, por su carácter de clase.
Tras su retorno al país y detención4 la dictadura prohibió, como a muchos de los principales dirigentes del FA, su candidatura en las elecciones de noviembre de 1984. Entonces Ferreira, cuyo partido no había adoptado la misma posición cuando las restringidas negociaciones del Parque Hotel (en 1983, en las que participaban representantes de los PPTT, de la Unión cívica y de la dictadura, mientras se marginaba al Frente Amplio), se automarginó de las negociaciones del Club Naval. Errores sobre errores, y en este caso con un preocupante componente ético que contrastaba con la generosidad y la responsabilidad de los dirigentes de la izquierda muchos de los cuales habían pasado años de cárcel y tortura (en primer lugar destaca la figura del Gral. Seregni): subordinar el destino del pueblo a su suerte personal desde el punto de vista político-electoral. Por este camino Ferreira radicalizó su discurso, pero no más que esto. La cuestión ahora era como iniciar el retorno, como cumplir con las exigencias de su verdadera base social y atender las señales del presidente sin estrellarse con el reclamo de coherencia y actitud consecuente de su electorado. Para eso fue necesario proceder a una increíble falsificación de la historia. Si Ferreira daba sus votos a la iniciativa del presidente, éste debía “tirarle” un salvavidas para intentar evitar su defunción política. Se trataba de echar el costo político de la impunidad sobre el FA. Así se inventó la falacia sobre las negociaciones del Club Naval como el origen de la impunidad. Ferreira otorgaba los votos para consagrar lo que había negado insistentemente y Sanguinetti le concedía la mentira sobre el Club Naval. Es difícil imaginar tanta hipocresía y canallada. Sin embargo, y lo que confirma la confianza en el pueblo, fue inevitable que los costos políticos cayeran en los responsables de la felonía. Por eso he dicho que ante la trascendencia política que adquirió la cuestión de los derechos humanos la clase dominante no vaciló en sacrificar a quien fuera necesario, aunque el precio pagado pudiera complicar aún más el consenso sobre el que descansaba su dirección política. No había alternativa.
Este análisis no es original. Por aquellos años lo realizaron partidos de izquierda y sus principales dirigentes. Sin embargo, es inevitable recordar y hacer referencia a quien en esta etapa de la lucha por los derechos humanos se convirtió, desde el parlamento (como antes, durante la dictadura, desde CX 30), en la voz de la verdad y la justicia, lo que le costó la decapitación; por supuesto, hablamos del compañero José Germán Araújo5. Cuando se repasa su libro-entrevista, “IMPUNIDAD. Y SE TODOS LOS CUENTOS”, no se puede evitar la sorpresa al escuchar a analistas, periodistas y políticos repitiendo como verdades las mentiras y canalladas montadas sobre este asunto. A casi veinte años de escritas estas páginas! ¿Es sólo ingenuidad o conducta intencional?
Permítaseme detenerme un instante en este trabajo de Araújo (que no debería faltar en ningún estudio serio sobre la historia del Uruguay de las últimas décadas). En torno a la mentira sobre la crisis institucional puede encontrarse en el libro un análisis coherente e inteligente sostenido por documentos irrefutables. Pero por un natural problema de espacio reproduciré sólo dos de estas fuentes. La primera es un extracto del discurso pronunciado el 18 de mayo de 1986 por el teniente general Medina, ni más ni menos. Puede leerse:
“Mucho se ha hablado, ríos de tinta han corrido y resmas de papel se han gastado en la consideración y en el enjuiciamiento de actos presuntamente cometidos por militares. Permítaseme una reflexión al respecto. La Ley Nº 15.737, del 8 de marzo de 19856, establece una división clara y tajante entre quienes pueden ser merecedores de amnistía y quienes no, excluyendo de la misma a texto expreso a las Fuerzas Armadas y a la Policía. Las leyes no se discuten, las leyes se acatan y es lo que hemos hecho”, y tras dar su opinión de que no se había sido ecuánime con la institución a la que representaba continúa, “Esperamos confiados el fallo de la Justicia conscientes de la fuerza de nuestra razón”7. Más claro imposible. En palabras de una connotada figura de la dictadura; las FF.AA. no se planteaban desacato alguno (además no había condiciones reiteramos), reconoce que la ley del 85 no abarcaba a los crímenes de la dictadura y de hecho se niega la existencia de “pacto” alguno que garantizara la impunidad para los dictadores. la crisis institucional fue una fantasía creada por civiles.
Y citando al Doctor José María Anzó, ni más ni menos que Subsecretario de Defensa Nacional, en declaraciones del 31 de diciembre de 1986:
“Si hubo algún militar inquieto, la inquietud es de algún militar y no de las FF.AA. Todo el mundo individualmente tiene derecho a estar inquieto por algo, pero las FF.AA. como cuerpo no dieron, como tales, ninguna manifestación de inquietud. Y ahora seguiremos en el mismo estado de espíritu. Las FF.AA. están sometidas al poder civil y no hay por qué revolver sobre supuestas intranquilidades que presuponían sobre posibilidades de desacato”8. Como se ve, la hipocresía no tiene límites. Obsérvese la fecha, a sólo 9 días de haber aprobado la impunidad, el trabajo sucio estaba hecho y con total desparpajo no cuidan ni las formas para ocultar la calumnia y el engaño al pueblo. Así despreciaron y subestimaron a la ciudadanía durante décadas.
En cuanto a la canallesca mentira sobre el Club Naval el libro es demoledor. En primer lugar, me detendré en las razones que esgrime Araújo sobre el por qué de esta falsificación de la historia (razones con las que coincidimos como militantes en aquellos años y las reiteramos en este trabajo). Dice Araújo:
“Como se recordará, el Partido Nacional no sólo intentó justificar su proceder aduciendo que todo se debía al “pacto del Club Naval”, sino que además, obligó al Partido Colorado a reconocer lo que siempre había negado. Una falacia que para vergüenza de sus autores y para desgracia de nuestro pueblo, quedó estampada en el texto de la propia ley”9. Y, tras reconocer que el Partido Colorado cumplió con sus “obligaciones” afirma: “Efectivamente. De no haber sido así, jamás hubiese sido posible incluir tamaña falsedad en el propio texto de la ley. Ese fue parte del precio que el Partido Colorado pagó al Partido Nacional para que éste contribuyera con sus votos a la aprobación del proyecto”10.
Ahora bien, Germán Araújo se aboca a argumentar y demostrar estas acusaciones. En ese sentido, comienza refiriéndose a los acuerdos de la CONAPRO (Concertación Nacional Programática)11 que, de acuerdo con su opinión, tienen “la virtud de tirar abajo todo el andamiaje de falsedades”. Dice entonces:
“Cotejemos las fechas de uno y otro acuerdo. Al hacerlo, comprobamos que el acuerdo del Club Naval se realizó en el mes de agosto de 1984 y que los de la concertación, tuvieron lugar más de dos meses después, a fines de octubre del mismo año”.
“Si eso es así, y lo es, ¿cómo se puede afirmar entonces, que en agosto se pueda establecer el compromiso,-por parte de las organizaciones políticas con los integrantes de las Fuerzas Armadas- de consagrar la impunidad, y dos meses más tarde, en la Concertación Nacional Programática (todavía bajo la dictadura), las mismas fuerzas políticas y también el Partido Nacional, se hayan comprometido a promover la acción de la justicia,…”12. Como ya he aclarado en la CONAPRO se estableció un compromiso con la verdad y la justicia que no dejaba lugar a dobles lecturas.
Otro “argumento” que refutaba ya en aquellos años Araújo es la consideración de la impunidad como el segundo acto de un “compromiso” que habría comenzado a cumplirse con la aprobación de la llamada “Ley de amnistía” para los presos políticos, del año 85 (las citadas declaraciones de Medina sobre este punto son concluyentes). Para demostrar esta otra falsedad, el senador del FA recordaba en el debate parlamentario el contenido del artículo 5 de dicha ley:
“ARTICULO 5- Quedan excluidos de la amnistía los delitos cometidos por funcionarios policiales y militares equiparados o asimilados, que fueran autores, coautores o cómplices de tratamientos inhumanos, crueles o degradantes en la detención de personas luego desaparecidas y por quienes hubieren encubierto cualquiera de dichas conductas.”
“Esta exclusión se extiende asimismo a todos los delitos cometidos aun por móviles políticos, por personas que hubieran actuado amparadas por el poder del Estado en cualquier forma o desde cargos de gobierno”13. O sea, toda referencia a la amnistía del 85 para los presos políticos con el objetivo de justificar la impunidad a los asesinos de la dictadura no tiene andamiento alguno.
Las declaraciones públicas del propio Ministro de Defensa Nacional y dirigente de la Unión Cívica, doctor Juan Vicente Chiarino, quien había representado a su organización política en las conversaciones del Club Naval, desmentían toda la maniobra montada por los partidos tradicionales. Chiarino estaba de acuerdo con la impunidad, pero no con la falsedad sobre el Club Naval. El 20 de diciembre de 1986 la Unión Cívica remite una carta al Presidente del Senado, doctor Enrique Tarigo, en la que reafirma lo expresado públicamente por el Ministro de Defensa. Se leía en la misiva:
“La Junta Ejecutiva Nacional de la Unión Cívica, en consideración al proyecto presentado por el Partido Nacional sobre caducidad de la acción punitiva del Estado, en relación a los delitos contra los DD.HH. cometidos por funcionarios militares o policiales durante el período de facto, solicita al señor Presidente del Senado, dé conocimiento al Cuerpo de su digna Presidencia, las siguientes puntualizaciones:
-
Rechaza en forma terminante los fundamentos expresados en la exposición de motivos y en el artículo 1º en cuanto asevera la existencia de un acuerdo, celebrado entre partidos políticos y Fuerzas Armadas, en agosto de 1984, para eximir de responsabilidades a éstas por los delitos expresados.
-
Denuncia la falsedad de tal aseveración, ya que el único objetivo de los acuerdos celebrados fue asegurar la convocatoria a elecciones y el traspaso del gobierno a los poderes legítimamente constituidos, lo cual, se concretó en el Acto Institucional Nº 19.
-
Considera la actitud del Partido Nacional un agravio a los partidos políticos participantes y especialmente hacia sus delegados en las reuniones del Club Naval, doctor Juan Vicente Chiarino y señor Humberto Ciganda, y ratifica su plena confianza en la honorabilidad de éstos y en la veracidad de sus informaciones acerca de las gestiones cumplidas”14.
La carta llevaba la firma del Presidente de la Unión Cívica Humberto Ciganda.
También recuerda Germán Araújo que en el debate parlamentario aportó otras pruebas en torno a las canalladas inventadas sobre el Club Naval. En este caso se trataba de un compromiso internacional contraído por el Presidente de la República, el doctor Sanguinetti, y que tiene que ver con la reanudación de relaciones diplomáticas con la República de Venezuela. Recordó declaraciones del Presidente de la República en Venezuela en 1985 sobre el caso de la desaparición de la maestra Elena Quinteros, según un cable de “France Presse”:
“Los militares que hubieran incurrido en violaciones de los derechos humanos durante el gobierno de facto, serán juzgados por la Justicia Ordinaria…”15
Y del propio doctor Sanguinetti, extractos de un reportaje concedido a la revista argentina “Siete Días”, fechado en diciembre de 1984:
“Periodista: ¿De qué forma se juzgarán los excesos cometidos por las Fuerzas Armadas?
Sanguinetti: Todo aquello que sea delito militar, será juzgado por los jueces militares, mientras que los delitos comunes, serán juzgados por los jueces civiles. Para ser más concreto: si mañana se investigara el horrible crimen de los diputados Zelmar Michelini y Gutiérrez Ruiz cometidos en Buenos Aires, y hubiera algún militar implicado, será el Juez Penal Ordinario el que tenga la causa porque se trataría de un delito común. En este caso se debe hacer valer el estado de derecho.
Periodista: ¿La amnistía englobará también a los militares que han cometido delitos?
Sanguinetti: No, señor. Hemos dejado bien claro en las reuniones del Club Naval, que no habrá amnistía para los militares. Ni la planteamos nosotros ni los delegados de los otros partidos”16.
Estos textos eximen de comentarios para cualquier persona honesta y esa honestidad también debe ser un imperativo en la creación intelectual.
Para ir finalizando con estas citas que nos tomamos el atrevimiento de extraer del excelente y valiente trabajo de Araújo, permítaseme detenerme brevemente en dos personajes de particular trascendencia por las responsabilidades que ocupaban, y en el caso del segundo, además, por la imagen que se ha intentado construir de su figura y su conducta que no parecen condecir con su proceder real.
En el primer caso hablamos del Vicepresidente de la República, Enrique Tarigo, quien el 24 de diciembre de 1986 declaró:
“No puedo admitir, entonces la opinión de que en el pacto del Club Naval estuvo, expresa o tácitamente contenida ninguna obligación o acuerdo con respecto a la violación de los derechos humanos”17.
Préstese atención a la fecha, a dos días de votada la ley de impunidad! El trabajo sucio ya estaba hecho, se había logrado el concurso de la mayoría nacionalista para su concreción y, sin ninguna vergüenza, desmentían su propia mentira.
En el segundo caso me refiero al mismísimo Wilson Ferreira Aldunate, quien en su agitada andanza política nunca ha dejado de sorprendernos. Así, afirmó el 3 de junio de 1986:
“No solamente no afirmé que el pacto del Club Naval estableciera esa impunidad, sino que dije expresamente: eso no está establecido en el pacto”18. Pero además, el 29 de agosto de ese mismo año dijo: “…Si del texto surge cuanto se ha anunciado, el nacionalismo no acompaña una amnistía. Porque no es justa, porque no pacifica, y porque en vez de salvar, compromete definitivamente el honor de las Fuerzas Armadas, cuyos integrantes quedarán todos igualados con la excepción que deshonró el uniforme”19. Y el 2 de octubre: “…Salir de esto de una buena vez por todas y paralelamente tratando de que haya justicia, que es lo que la gente reclama”20.
Es decir, según el propio Ferreira, en el Club Naval no se pactó la impunidad; no existía entonces ningún compromiso que cumplir. Por otra parte, en su opinión la amnistía a los agentes del terrorismo de estado era un camino que no solucionaba los problemas sino que, por el contrario, los agravaba; razones por las cuales compromete el rechazo del “nacionalismo” a una iniciativa de este tipo. Por fin, a poco más de dos meses antes de aprobarse la ley de impunidad continúa reafirmando su compromiso con la justicia. Y entonces, ¿por qué termina acompañando y defendiendo la impunidad? Si no se tienen presentes los intereses políticos y sociales que se movían por atrás, todo aparece como un sin sentido cervantesco. Pero, todo tiene un sentido muy preciso que acompaña intereses bien definidos; y Ferreira no duda, una vez más, en guardar fidelidad a esos intereses.
Algunas preguntas: Si existía realmente una crisis institucional, ¿Por qué los principales dirigentes del Partido Nacional, e incluso colorados, siguieron prometiendo verdad y justicia hasta fines de 1986? ¿Por irresponsabilidad política? Si la impunidad estaba pactada desde el Club Naval, ¿por qué blancos y colorados desde el retorno a la democracia hasta fines de 1986 continuaron proclamando su compromiso con la verdad y la justicia? ¿Le mintieron a la ciudadanía?
Como se ve, el precepto que tanto le gusta recomendar a los fascistas, “repetir una mentira mil veces para que adquiera la apariencia de verdad” funcionó a las mil maravillas en este caso. Paradójicamente, las mentiras con las que se justificó la necesidad de la Ley de Caducidad gozan en la actualidad de mayor impunidad que la impunidad misma. La derrota definitiva de la impunidad va más allá de la propia ley, incluso de los progresos de la verdad y la justicia. La derrota de la impunidad exige una síntesis política correcta a nivel del pueblo y de las organizaciones populares sobre el significado profundo de la dictadura, sobre los oscuros intereses que impulsaron la impunidad, sobre los verdaderos artífices y responsables de la misma. No derrotamos la impunidad ni creamos las condiciones para cerrar el paso a nuevas tentativas de atropello de los derechos humanos si pensamos con los instrumentos políticos e ideológicos elaborados por los promotores de la impunidad, si nosotros internalizamos como verdaderas las falsedades inventadas para argumentar la infamia. Lo primero para no perderse en el proceso zigzagueante de la lucha social es “armar la cabeza”.
1 Naturalmente, los términos debilidad y fortaleza se utilizan en sentido relativo, una vez más, dando por supuesto que se trata de democracias burguesas y en contextos regionales en que, en general, ni la revolución ni el cuestionamiento del orden capitalista estaba en el orden del día.
2 La aclaración es innecesaria, sin embargo, y a riesgo de caer en una perogrullada me adelanto a posibles bobaliconas acusaciones. Para la izquierda y el movimiento popular la lucha por verdad y justicia no era cuestión instrumental o de oportunismo, integraba su concepción ideológica, su ética y su programa. Ni hablar que, salvo honrosas excepciones, de sus filas habían salido los presos, los torturados, los muertos y los desaparecidos.
3A mediados de los años 80 Rodney Arismendi sostenía que en Uruguay, y en la región en general, predominaba una conciencia democrática a partir de la cual la tarea era, desde su punto de vista, elevarla a conciencia revolucionaria a través del avance en democracia
4Ferreira regresó al país, tras su exilio, a mediados del año84. La dictadura lo detuvo al desembarcar (evidentemente, no en las condiciones que sufrieron los presos del movimiento popular y la izquierda), pasados unos meses fue liberado.
5La ley de impunidad se aprobó con los votos de las mayorías blancas y coloradas el 22 de diciembre de 1986. En aquella jornada la traición del bloque conservador blanquicolorado no se redujo a este vergonzoso episodio. También expulsaron al Senador Germán Araújo del parlamento, “a los culpables los perdonan y a don Germán lo condenan”, algo así cantaba la murga Araca la Cana en febrero del 87. Germán se había convertido en un símbolo de la lucha contra la dictadura como director de la radio CX 30 y desde su audición “Diario 30”. Había llegado al senado en las elecciones de 1984, como primer candidato de la lista 10001 (expresión legal de la proscripta 1001). Su actividad en el parlamento la desarrolló como un clásico militante de izquierda, un verdadero tribuno popular. Tiene responsabilidad directa en el primer hallazgo de un niño uruguayo desaparecido durante la dictadura; Amaral García. A despecho de sus verdugos, algunos de los cuales no volvieron al parlamento, Araùjo vuelve al senado en las elecciones de 1989 como primer candidato, ahora si, de la lista 1001, la más votada en todo el país. Una vez más, Germán no pudo terminar el período legislativo, pues tras la extenuante campaña contra la ley de privatizaciones de las empresas públicas que culminó con el rechazo de la ley en el plebiscito del 13 de diciembre de 1992, muere con poco más de 50 años.
6 Se trata de la ley que establecía la liberación de los últimos presos políticos en marzo de 1985.
7 Araújo, José Germán, “IMPUNIDAD. Y SE TODOS LOS CUENTOS”. CUF. Montevideo-Uruguay, 1989, p. 28.
8 Ibid., p. 26.
9 Ibid., p. 13.
10 Ibid., p. 14.
11 Se trata del acuerdo para la reconstrucción del país firmado por todas las fuerzas antidictatoriales, las cuales asumieron el compromiso de su cumplimiento, (los partidos tradicionales, la Unión Cívica y el Frente Amplio). El acuerdo incluía el compromiso con la verdad y la justicia y el cambio de la política económica. Ambos compromisos violados por el gobierno de Sanguinetti con los votos prestados, en lo fundamental y con el argumento de la “gobernabilidad”, de la mayoría del Partido Nacional.
12Araújo, José Germán, ob. cit., pp. 13-14.
13Ibid., p. 35.
14Ibid., p. 103.
15Ibid., p. 37.
16 Ibid., pp. 37-38.
17 Ibid., p. 66.
18 Ibid., p. 66.
19 Ibid., p. 51.
20 Ibid., p. 17.
UNA RESPUESTA ACERTADA PRODUCTO DE UNA CONCEPCIÓN ESTRATÉGICA MADURA.
El 22 de diciembre de 1986 se votó la ley de impunidad. La Ley de Caducidad es parte de una estrategia en procura de un proyecto de país para el cual había que poner coto al protagonismo popular, impedir la profundización de la democracia y recortarla lo más posible. Era necesario impedir u obstaculizar toda síntesis política correcta a nivel de cientos de miles de compatriotas sobre el significado de la dictadura y las enseñanzas de la lucha en la resistencia. Evitar la profundización de la conciencia democrática del pueblo que en su desarrollo necesariamente conduce a la crítica de la hegemonía de la clase dirigente. El avance de este democratismo encuentra un terreno especialmente propicio en un contexto político signado por: la derrota del fascismo, auge de la lucha democrática expresado en una inusitada tendencia a la organización y movilización de grandes masas, unidad del movimiento popular y la izquierda. En este marco la cuestión de los derechos humanos se convierte en tema central, eslabón clave, del devenir político nacional y así es que debe entenderse la conducta política de la derecha. No había alternativa, había que jugar todo y a cualquier precio a la carta de la impunidad. En este sentido, desplazar este asunto de la palestra política, promover la cultura del olvido y perpetuar el miedo a nivel popular se transforma en tarea de primer orden para los partidos tradicionales. Que los derechos humanos adquieren el carácter de tema central en la vida política nacional lo comprueba su función catalizadora de la toma de posiciones y división del escenario político en dos grandes bloques, ningún partido político puede evitar definirse en torno al mismo sin correr el riesgo de suicidio político; en que recompuso el mapa político y las correlaciones de fuerzas en torno a dos visiones de país.
Pero esto fue así porque el movimiento popular y la izquierda (el FA), actuaron con la inteligencia y sabiduría política necesarias para frustrar los planes de la derecha. De otra manera, esta recomposición del escenario político hubiera ocurrido al margen del pueblo, paralizando su protagonismo y experiencia; el bloque conservador habría inflingido un golpe demoledor y de proyecciones futuras a las fuerzas del cambio.
Votada la impunidad por una mayoría parlamentaria, ¿cuál era la respuesta que debían oponer las fuerzas progresistas? Si la derecha se proponía resolver el problema entre cuatro paredes y desplazarlo definitivamente de la agenda política y la preocupación del pueblo, ¿Cuál debía ser la estrategia de quienes mantenían la bandera de la verdad y la justicia como cuestión fundamental en la brega por la profundización de la democracia y la construcción de una sociedad más justa? Sin duda, no podía ser la parálisis ni el derrotismo, tampoco la radicalización de pequeños grupos, o la invocación de tratados internacionales firmados por el país ni de cuestiones jurídicas (elementos que integran la lucha pero que no son lo sustancial de la misma), no se resolvía con abogados recorriendo juzgados. Era un asunto eminentemente político y como tal había que abordarlo. Sólo una respuesta que impusiera el problema de los derechos humanos en el centro de la vida política del país y al pueblo como el protagonista fundamental en la resolución del mismo frustraría los planes de las fuerzas conservadoras. Se trataba de vincular la cuestión de las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, la denuncia del terrorismo de Estado, la necesidad de la verdad y la justicia a la vida y la conciencia del pueblo. La cuestión exigía una respuesta de masas. Este es el sentido político del plebiscito sobre los derechos humanos; una respuesta que expresa una impresionante madurez política y profundidad de miras. Una de las páginas más importantes escritas por el movimiento popular uruguayo, cuyas consecuencias profundas, más allá de la inmediatez de algunas evaluaciones, determinarán (y contribuyen a explicar) el desarrollo político ulterior del país.
Para alcanzar una justa valoración de los procesos sociales e históricos es imprescindible elevarse por encima de las expectativas y decepciones personales, dejar de lado nuestros tiempos personales y siempre tener presente los tiempos de los pueblos, que son los tiempos de la historia. Es necesario explorar los movimientos políticos e ideológicos de las multitudes, los cambios en las correlaciones de fuerzas de la sociedad que generalmente burlan a las miradas superficiales, a los análisis políticos orientados por la impaciencia personal y no por una concepción política madura.
Entonces, ¿cómo valorar el proceso que culmina el 16 de abril de 1989? Una primera respuesta que surge, y que correspondería a lo que podríamos llamar “el sentido común”, es considerarlo una derrota popular, de las fuerzas que luchan por el cambio social. Por supuesto, se trata de una evaluación desde la decepción personal que impide elevarse más allá de la apariencia del fenómeno, de la superficie del proceso que es objeto de estudio. Equivale al juicio del periodista deportivo que al concluir un partido de fútbol y constatar que el equipo A hizo dos goles en tanto el equipo B sólo uno, sentencia de forma inapelable: el equipo A conquistó la victoria, el B fue derrotado. Pero, así discurren las competencias deportivas, no los procesos sociales.
Cabe entonces otra evaluación. Una evaluación con proyección histórica y perspectiva política. Es indiscutible; el voto a favor de la ley de impunidad fue mayoritario respecto al voto en su contra. Pero, con ser importante, ¿esto fue lo único que ocurrió en tres años? Más aún, ¿desde el punto de vista político, fue lo más trascendente? Incluso, tomando en cuenta la conciencia popular, ¿esta respuesta nos proporciona una imagen real del cuadro y su dinámica? No; en absoluto. Si la derecha se había propuesto desplazar el tema de la vida política; la estrategia del movimiento popular lo impuso como primer punto de la agenda por tres años. Y, sin duda, esta diferencia debe haber tenido consecuencias nada despreciables para un estudio que tenga pretensiones de seriedad. Además, la derecha construyó los acuerdos en las sombras y definió el problema dentro de las paredes del recinto parlamentario; mientras el movimiento popular lo democratizó, educó ciudadanía, poniéndolo a consideración y definición del pueblo. Otro elemento nada despreciable para entender lo que ocurrió en el desarrollo posterior de la vida política nacional.
Téngase presente lo siguiente: Uno, para imponer la ley de impunidad la derecha estuvo obligada a desnudar públicamente durante el año 1986 sus contracciones, marchas y contramarchas y soportar las denuncias y presiones de la izquierda; dos, durante el año siguiente se recogieron firmas (más de 632 mil), lo que supuso que, como nunca antes, las organizaciones sociales del pueblo y el Frente Amplio tomaran contacto directo con, aproximadamente, un millón y medio de uruguayos; tres, durante el año 1988 se puso en el orden del día la defensa de las firmas a través de denuncias públicas, movilizaciones, ocupaciones, etc. (y el hecho, para nada intrascendente, de que los partidos tradicionales hayan pagado incluso el precio de poner en cuestión la honorabilidad de la Corte Electoral, presionando para que se anularan firmas y así evitar el pronunciamiento popular)1; cuatro, 1989, año electoral!, se convirtió en el año de definición y, por lo tanto, de discusión pública ineludible sobre los derechos humanos.
Resultados: lejos de ser desplazada, la cuestión de la violación de los derechos humanos durante la dictadura y el reclamo de justicia marcó la agenda política del país por más de tres años; la izquierda, tuvo la oportunidad de romper la barrera que la separaba de amplios sectores de la sociedad y abordó a cientos y cientos de miles de uruguayos; el instrumento plebiscitario devino arma poderosísima en manos de las organizaciones populares lo que se expresará en combates posteriores en los que se detuvo aspectos fundamentales de las políticas neoliberales de los años 90; por último, un elemento fundamental, a pesar de que, vaya casualidad, siempre este ausente en los análisis más “sesudos”: el voto verde2, cuya base política fundamental era el FA, obtuvo ni más ni menos que 800 mil votos, triunfó frente a los dos partidos tradicionales en Montevideo y apenas seis meses después el FA gana por primera vez la capital del país para no perderla más desde hace 20 años.
Repito, ¿Puede obtenerse una aproximación acertada, una comprensión sobre el desarrollo real de la cuestión de los derechos humanos en el Uruguay, aislándolo del proceso político en su conjunto? ¿Qué valor tiene, para quienes luchan por la transformación social, una lectura de este tipo? ¿Cuál es el sentido de una clasificación de países en torno ha como avanzó el tema de los derechos humanos sin tener en cuenta la realidad política de los países comparados? Es evidente que aquí estamos ante un problema de concepciones ideológicas. Sin comprender, sin tener presente este proceso de acumulación de fuerzas del movimiento popular uruguayo y del FA, no se puede entender cabalmente el proceso posterior (y, demás esta decirlo, los avances actuales a nivel de los derechos humanos).
Se podrá intentar refutar estas afirmaciones a partir de las siguientes “acertadas” constataciones: si este proceso no fue, en lo fundamental, una derrota y un retroceso en la conciencia popular ¿como se explica la mayoría por el voto amarillo? En primer lugar, considero que toda interpretación de procesos sociales y políticos exige horizontes más amplios para obtener una aproximación correcta del devenir histórico de los pueblos. Por otra parte, estamos hablando del predominio de una conciencia democrática del pueblo y obsérvese que la absoluta mayoría de los uruguayos no votaron por la impunidad de los fascistas, votaron por la democracia. Es cierto esto ocurrió, como lo demostramos antes, porque se monto una canallesca mentira para engañar al pueblo, no por los fascistas sino por la mayoría de los representantes electos democráticamente por la ciudadanía y a los cuales, naturalmente, sus votantes guardaban confianza. La mayoría absoluta de los uruguayos tenían una conciencia democrática y antifascista y votaron en concordancia con su conciencia. Quienes propiciaron la impunidad nunca se presentaron ante la ciudadanía como contrarios a la verdad y la justicia, a la profundización de la democracia o justificando los crímenes cometidos por los fascistas. No; por el contrario, los promotores del voto amarillo se presentaron como los verdaderos defensores de una democracia amenazada, presentando ante la ciudadanía la falsa opción verdad y justicia-crisis institucional. Y en este escenario ellos eran demócratas “responsables” y el voto amarillo una necesidad para evitar la caída de la democracia y el retorno de la dictadura. Por eso convocaban a votar amarillo, y en ese sentido voto la absoluta mayoría de la ciudadanía; por la democracia. Estas afirmaciones tienen una confirmación irrefutable para cualquier militante por la justicia que haya vivido este proceso: la noche del 16 de abril de 1989, cuando se conocieron los resultados, el Uruguay fue un cementerio, no se registró un solo festejo. Los fascistas nunca tuvieron apoyo de masas en el Uruguay y por eso hoy no encontramos una sola manifestación en apoyo a los gorilas y dictadores que van a declarar ante los jueces ni cuando son conducidos a su saludable internación.
Permítasenos detenernos en una vivencia personal para comprender como responden los pueblos cuando los procesos políticos transcurren de acuerdo a su conciencia. Compárese la noche del 16 de abril con el lunes 19 de diciembre del 88. Aquél lunes de madrugada nos fuimos a dormir un poco después de que por “la 30” (“La Radio”), Enrique Rodríguez3 nos convocaba a mantener la militancia hasta las 14 horas, plazo final para la “ratificación de firmas”. Nadie que lo haya vivido podrá olvidar cuando, tras recorrer casas y casas, aproximadamente a las 14 horas sentimos que Germán desde “la 30” dejó de hablar unos segundos, apenas se lo escuchaba murmurar, para luego decirnos aquél “no aflojen compañeros, pero ya llegamos”. Para aquella generación será inolvidable la explosión de pueblo que se produjo en segundos, el pueblo parecía brotar del suelo y tomar 18 de julio, la gente dejó su trabajo espontáneamente y corría abrazándose en “18” con personas que no conocían. Eso era la conciencia democrática del pueblo uruguayo y eso no había muerto ni iba a morir. El 16 de abril la mayoría del pueblo voto contra su voluntad, presionado, no por los militares, sino por las cúpulas blancas y coloradas. Todo discurso que olvide esto, por radical que parezca, le esta haciendo el trabajo, más allá de sus intenciones, a los artífices de la impunidad.
Se podrá afirmar que se habría avanzado con mayor velocidad si no hubiera existido la ley de impunidad. Por supuesto, pero que tiene que ver eso con la historia, con los procesos reales. En la lucha de clases juega el enemigo y las derrotas o victorias es incorrecto evaluarlas a partir de un punto de vista lineal; la tendencia general se abre paso a través de retrocesos y avances que se entrecruzan y la cuestión es saber percibir e infundir a nivel de las masas el sentido general del proceso. De otra manera, ¿cómo explicar la realidad política del Uruguay de hoy?, ¿cómo un resultado azaroso, el producto de peculiares condiciones internacionales, etc.?
ALGUNAS REFLEXIONES FINALES.
A la derecha le costo caro la impunidad y tras un aparente golpe mortal al movimiento popular y a la izquierda, lo que emergió fue, en el mejor de los casos para la reacción, una victoria pírrica. Por el contrario, a partir de lo que para el impaciente aparecía como una derrota irreversible de las fuerzas del cambio, una concepción (y una práctica) política madura construyó un avance de proyección histórica. A nivel de las fuerzas políticas el Uruguay quedó dividido entre quienes defendían la impunidad y los que luchaban por verdad y justicia. Pero, más importante aún, fue más fácil advertir que en esta división se expresaban dos proyectos de país contrapuestos. El proceso posterior se desarrollo en torno a la lucha entre estos proyectos en el contexto de la correlación de fuerzas emergente del plebiscito del 89.
Los derechos humanos no desaparecieron de las preocupaciones y los programas de las organizaciones sociales, gremios, el FA; no hubo aniversario que no se conmemorara, no hubo evento importante en que no se recordarán. La lucha por la verdad y la justicia nunca murió, estas cuestiones no renacen de la nada, son el producto de un constante y sostenido trabajo de la militancia que para el soberbio resulta tedioso y pasado de moda en momentos difíciles. Pero, cuando se pasa a la ofensiva los hechos vertiginosos que se suceden lo encandilan de tal modo que no logra comprender las causas profundas de lo que esta viviendo y, cual círculo vicioso, vuelve a encontrar respuestas protegido en su soberbia; o sea en falsas explicaciones que subestiman, una vez más, la conciencia y el protagonismo del pueblo. Sin embargo, es posible desenredar la madeja: el pueblo no dejó de luchar; fue él que en su momentánea decepción había evadido el compromiso hasta que la lucha popular lo volvió a rescatar. Los “20 de mayo”4 no fueron una creación original desde la nada, sino una respuesta política que sólo fue posible por favorables condiciones de conciencia y organización preexistentes y actuantes. La positiva situación actual de los derechos humanos no surgió de las cenizas, sino de una realidad viviente que la parió.
Lo que ocurrió hasta el 16 de abril fue sencillamente que la lucha por los derechos humanos se desarrolló hasta sus últimas consecuencias en un contexto político e institucional determinado y en el mismo agotó su potencial catalizador después de reconfigurar la correlación de fuerza social y política en el país. Los derechos humanos no desaparecieron de la lucha, la memoria y la reivindicación popular. Sólo alternaron este potencial con otros temas que se transformaron en el eslabón fundamental del devenir de la política nacional: en particular, el combate por frenar los aspectos más negativos de la reestructuración económica promovida por la “utopía reaccionaria neoliberal” de los años 905. Y no tener en cuenta estos cambios objetivos, las nuevas prioridades que la realidad política pone sobre la mesa, no sólo es peligroso porque impide resolver positivamente estos asuntos, sino porque su no resolución arrastra a todos los principios del programa, afecta la situación política global, imprime un retroceso en todos los frentes. Se produce un cambio desfavorable en las correlaciones de fuerzas que, en nuestro caso, hubiera influido negativamente entre otros aspectos en la lucha por los derechos humanos. Sin embargo, esto no ocurrió en nuestro país porque el movimiento popular supo definir en cada momento cual era el combate central sobre el que debía tensar todas sus fuerzas. En mi opinión, sólo así se explica el positivo desarrollo de las correlaciones de fuerzas para el campo popular y, en ese proceso global, el avance a nivel de la verdad y la justicia.
El problema que tenemos hoy sobre la mesa es definir acertadamente en que asunto del combate general se sintetiza todo el proceso político. Los derechos humanos, la lucha por la verdad y la justicia con toda su importancia, ¿es el tema central de la vida política del país? ¿Es aquí donde debemos tensar todas nuestras fuerzas? O, por el contrario, ¿para seguir avanzando en esta cuestión es imprescindible asegurar la victoria en otros aspectos? El problema clave que garantiza la continuidad de los avances del pueblo en todos los frentes, incluido los derechos humanos, es el avance del proceso revolucionario. En el Uruguay de hoy esto se traduce en: unidad, unidad de acción del pueblo y la izquierda para que la conciencia popular avance en un 60 o 70% hacia el FA en el 20096.
En síntesis:
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Reconquistadas las democracias en la región, la impunidad integra los planes del imperialismo norteamericano en la nueva etapa: neoliberalismo y democracia vaciada de contenido.
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Esta estrategia general se expresó concretamente en cada país según las condiciones políticas, sociales e ideológicas.
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En este sentido, la derecha uruguaya no tuvo margen de maniobra en relación al problema derechos humanos; tras la derrota del fascismo la correlación de fuerzas y el potencial de desarrollo del movimiento popular eran una amenaza real para su hegemonía política.
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La verdad y la justicia eran un catalizador de la conciencia democrática de la ciudadanía en una realidad caracterizada por un movimiento obrero y una izquierda unidos y con creciente respeto ante el pueblo; la transformación de la conciencia democrática y antifascista en conciencia antiimperialista y de izquierda a nivel popular era una amenaza concreta.
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La imposición inflexible, a rajatabla y a cualquier precio de la impunidad expresa la conducta política de una derecha que advierte esa amenaza y que se enfrenta a un enemigo poderoso.
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La impunidad no es el producto de las “presiones” y amenazas militares, de los riesgos de crisis institucional; por el contrario, es la estrategia implementada por los partidos tradicionales a la cual subordinaron a las jerarquías militares. Otra lectura es una especie de romanticismo militarista y de un superficial liberalismo, el resultado de una concepción histórica para la cual los procesos sociales son la creación de grandes individualidades y de elites aisladas por encima del poder de los pueblos, que en la historia no serían más que la pura pasividad.
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La crisis institucional y las falsedades sobre las negociaciones del Club Naval fueron sólo el montaje diseñado para minimizar los costos políticos ante la conciencia democrática de la ciudadanía.
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En la dinámica de golpes y contragolpes que caracteriza la lucha de clases no corresponde percibir a los bloques en pugna como agentes pasivos y es necesario desentrañar la tendencia de desarrollo general que adquieren los procesos más allá de las dificultades y retrocesos momentáneos de las fuerzas en lucha. Se trata de evaluar correctamente si las respuestas de un grupo social a las políticas de su oponente son acertadas y, por lo tanto, capaces de convertir un posible retroceso en avance. Así habría que justipreciar los procesos políticos y sociales.
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De esta manera considero la respuesta del movimiento popular y la izquierda uruguaya a la impunidad: el plebiscito creó las condiciones para abrir nuevos cauces de acumulación y avance de las fuerzas del cambio y obligó a la derecha a poner en juego todo su ejército político sacrificando destacamentos importantes del mismo.
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El conjunto de los combates protagonizados por el pueblo: la lucha contra la impunidad, la brega para detener aspectos fundamentales de las políticas neoliberales, los progresos de la izquierda, etc., no son procesos inconexos, indiferentes los unos de los otros, sino el desenvolvimiento global de una concepción política y estratégica.
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Los progresos actuales en torno a los derechos humanos son consecuencia directa de la aplicación sistemática de esta estrategia y no el resultado de “el tiempo transcurrido” que, cual bálsamo social, creó las condiciones para la verdad y la justicia.
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Continuar avanzando exige una síntesis correcta a nivel popular de la experiencia política; de otro modo los progresos son aparentes y se corre riesgo de retrocesos posteriores.
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Unidad y evaluación correcta de los momentos políticos son imprescindibles para alcanzar nuevas victorias en torno a los derechos humanos, como en todos los grandes temas que afectan y preocupan al pueblo. Todo lo cual se anuda hoy en el objetivo de que los partidos tradicionales no retornen al gobierno y el FA crezca en tanto expresión política de los grupos subalternos.
Setiembre, 2008.
PD
Considero que en ocasiones predomina una visión metafísica, en su sentido antidialéctico, sobre el concepto de “lucha”. Es decir, una contraposición antidialéctica entre movilización, confrontación y negociación. Como si luchar significará sólo la confrontación; o sea, provocar permanentemente el choque frontal con el enemigo sin consideraciones de oportunidad, de conveniencia, sobre las correlaciones de fuerzas, la situación de las propias fuerzas, de las del enemigo, etc. Tengo la impresión de que se trata de un punto de vista unilateral. Cierta incomprensión de “viejas” enseñanzas de importantes procesos y dirigentes revolucionarios, bastaría recordar las indicaciones leninistas sobre la conclusión de la etapa de ofensiva y la necesidad de los bolcheviques de “aprender” a luchar en la defensiva (y Lenin no era precisamente, más allá de acuerdos o desacuerdos, un conciliador); teorizaciones que retomará Gramsci sobre las relaciones entre “guerra de movimientos” y “guerra de posiciones”. La lucha implica la unidad dialéctica de la ofensiva y la defensiva, de la confrontación y la negociación, etc. Las clases subalternas encuentran espacios de negociación, en general, cuando son fuertes, en circunstancias que han adquirido cierta fortaleza y “obligan” a las clases dominantes a negociar, las cuales siempre que les es posible imponen sus posiciones.
Naturalmente, existen tendencias políticas conciliadoras que “caen” en la posición contraria, absolutizan la negociación y, combatiendo el “molesto” protagonismo del pueblo, transforman la política en una sucesión de “arreglos” y “pactos” entre cúpulas que traicionan los intereses populares. Pero, las tendencias conciliadoras no justifican el “infantilismo” político. En el fondo, ambas tendencias son tributarias del mismo desvío, la “incomprensión” del punto de vista dialéctico.
Las fuerzas que se proponen la transformación social promueven la movilización, organización y elevación de la conciencia política de las masas populares, esto es el fundamento de toda su concepción política y, al mismo tiempo, no pagan tributo al estéril “verbalismo revolucionario”. Poseen la madurez política para evaluar en cada momento de las correlaciones de fuerzas políticas y sociales hasta donde se puede llegar con el choque frontal, cuando es posible seguir adelante con éxito para el proceso de acumulación de fuerzas; o, cuando se han abierto caminos de negociación que son una victoria de la lucha popular y su aprovechamiento una exigencia para continuar el desarrollo progresivo de esta acumulación, provocando una síntesis política correcta de la experiencia de las masas capaz de promover superiores niveles de conciencia, unidad y organización y evitar someter a las fuerzas populares a golpes innecesarios que sólo generan retrocesos y, por el contrario, proteger y reagrupar las fuerzas creando las condiciones más favorables para los futuros combates.
Allá, por los años 84 u 85, recuerdo una “charla” en el edificio central de la Universidad de la República con un jefe guerrillero del FMLN de El Salvador (creo que era el Comandante Zamora). En un momento de la exposición definió los cuatro frentes de lucha del movimiento revolucionario: el primero, decía, es el frente de masas, la movilización popular; el segundo, la lucha guerrillera; el tercero, la solidaridad internacional; el cuarto, la negociación, porque, según el jefe guerrillero, es deber de todo verdadero revolucionario ser responsable ante su pueblo para evitarle sufrimientos innecesarios, siempre que sea posible, y procurar los caminos menos dolorosos para avanzar.
Por razones de conocimientos (o desconocimiento), no me puedo detener aquí a evaluar los distintos procesos de la transición democrática de nuestros países. Lo que sí afirmo es que realizar una clasificación sobre las “transiciones” y ubicar el proceso uruguayo en una serie de procesos que dieron lugar a una “democracia tutelada” o a una “democracia restringida” o “pactada” pues, a través de un supuesto “pacto” sin protagonismo popular o a espaldas del mismo, se habrían hecho importantes “concesiones” a las FFAA que condicionaron la futura democracia, es, por lo menos, una ligereza. Por supuesto, esto no es responsabilidad de investigadores extranjeros. Como he dicho, es el producto de una operación política e ideológica orquestada desde las máximas direcciones políticas de las clases dominantes y que cuenta con la complicidad, quizás no intencional pero objetiva y esto es lo que cuenta desde el punto de vista político, de algunas tendencias de la izquierda que minoritarias en su momento justifican así sus errores tácticos y estratégicos y de algunos sectores de una intelectualidad mediática que en busca de status y reconocimiento (quizás de buenos salarios también), se creyó el cuento que para ser considerado un intelectual serio y acceder a ciertos medios hay que confundir neutralidad y objetividad.
O sea, como lo registran las líneas precedentes, la dictadura uruguaya no desapareció por un pacto o voluntad de los dictadores. Fue derrotada. Derrotada en cada uno de sus intentos de conquistar sólidos y mayoritarios apoyos en el pueblo; derrotada una y otra vez. Señalo, a riesgo de ser reiterativo, la dictadura se instauró y se vio aislada por una huelga general de quince días en los cuales se ocuparon todos los lugares de trabajo y estudio, se propuso crear un movimiento sindical dócil y subordinado al régimen y el fracaso fue estrepitoso, quiso “hacer pie” en la Universidad y se hundió y sólo la intervención y represión más salvaje le permitió “controlarla” momentáneamente pero siempre en soledad. En los años siguientes no pudo desterrar la organización clandestina y la resistencia, fechas significativas como los 1 de mayo, por ejemplo, no dejaron de ser recordados por las más diversas formas ni un sólo año. Esta resistencia y aislamiento permanente es lo que explica que, cuando la dictadura quiso institucionalizarse e imponer su “cronograma” político, recibió un golpe mortal. Esto fue el plebiscito de 1980 cuando el pueblo uruguayo le dijo NO a la constitución fascista. Aquí comenzó la transición en el Uruguay, lo que no quiere decir que no restaran años muy duros aún. Pero, obsérvese que no se estaba aún en el estallido de una crisis económica ni el país había vivido una “catástrofe” internacional que desencadenara esta transición.
Los años siguientes se caracterizan por una serie de derrotas sucesivas de la dictadura: las elecciones de 1982 y la irrupción incontenible de la movilización popular (con la central obrera en el centro), que emerge de la clandestinidad a la semilegalidad y a la legalidad, combinándose las tres formas de lucha y organización.
También fracasó en los intentos de erradicar a la izquierda de la vida política nacional. Fue derrotada en el objetivo de destruir al FA, e incluso de aislarlo y marginarlo en la transición. Por el contrario, el FA se convirtió en el eje político que “empujó” a la convergencia antidictatorial a la mayoría absoluta del sistema político.
¿Se puede sostener seriamente que en un proceso político de estas características, que en la realidad política que sobre todas estas premisas cristalizó en 1984 cuando el proceso de derrumbamiento de la dictadura se aceleró de manera incontenible, podía haber condiciones políticas para que el régimen exigiera concesiones que condicionaran la futura democracia?
Tal cosa habría sido posible si la dictadura hubiera logrado destruir y/o dividir a la central obrera y al FA, generando las condiciones para aislar y marginar de la transición a los sectores subalternos y a la izquierda. En un contexto de este tipo las características predominantes de la transición probablemente habrían sido el desinterés y la pasividad de las masas, algo así como el “pasotismo” español. Quien conozca el proceso, y más aún si fue protagonista del mismo, sabe que nada de esto ocurrió. Por el contrario, en la transición uruguaya nos encontramos con la existencia de una central obrera unida y clasista aliada a una constelación de organizaciones sociales populares de clara definición democrática, antifascista y, en general, antiimperialista. Y, si esto fuera poco, con una izquierda unida que ganaba respeto y confianza a nivel de sectores cada vez más vastos de las masas y quien fue, junto al movimiento popular, la que puso los presos, torturados, muertos y desaparecidos. Este bloque político-social primero, mantuvo la resistencia; y, segundo, tras ser la fuerza que preparó y explica la victoria del 80, frustró el “cronograma” de la dictadura y, poco a poco, paso a la ofensiva derrotando uno a uno los intentos del régimen de lograr una “salida” con una central y una izquierda proscripta y con presos políticos.
El año 1984 se inició con la liberación del reconocido matemático a nivel internacional y uno de los principales dirigentes del Partido Comunista Ing. José Luis Massera, los anuncios y posterior liberación del Gral. Liber Seregni (símbolo de la resistencia) y el retorno de Alfredo Zitarrosa (declarado antifascista y miembro del Partido Comunista). En el correr del año retornaron todos los dirigentes exiliados, comunistas, socialistas y de la izquierda en general. Lo mismo ocurrió con los compatriotas de la cultura y la intelectualidad que debieron dejar el país. La dictadura se vio obligada a iniciar la liberación masiva de presos a partir de la definición de que quienes tenían más de la mitad de la pena cumplida serían liberados. De esta manera recobraron la libertad centenares de presos que habían pasado años de tortura y prisión y se reintegraban inmediatamente a la militancia. Entre ellos destacan, por ejemplo, los dirigentes obreros y comunistas Alberto Altesor (cuyo hijo cayó en 1979 combatiendo en el Frente Sandinista), Rosario Pietrarroia, Jaime Pérez, a quien los fascistas torturaron con particular odio y crueldad. todas las fuerzas políticas y las organizaciones sociales se fueron legalizando de hecho, las autolegalizó la lucha popular.
En cuanto asumió el gobierno democrático en marzo de 1985 fueron liberados los últimos presos políticos que quedaban en el país. No había ninguna fuerza política ni organización social proscripta. A nivel institucional no quedó reservado para las FFAA ni para ningún jerarca militar espacio político alguno. ¿Cuáles fueron los condicionamientos a la democracia reconquistada, más allá de los que le impusieron las mayorías blanquicoloradas tras la derrota de la dictadura?
¿Qué significaron entonces las negociaciones del Club Naval?
En el correr de 1984, sobre este clima político caracterizado por un sentimiento de libertad recuperada y movilización permanente, se reiniciaron las negociaciones que se habían frustrado en 1983, cuando el Parque Hotel. Pero, esta vez sin exclusiones, la dictadura sufrió una nueva derrota en sus planes; se le impuso la aceptación y el reconocimiento de la izquierda como interlocutor. No fue un acto voluntario de los fascistas, sino una victoria del movimiento popular y de la izquierda.
¿Cuál era la postura a adoptar por una izquierda madura y revolucionaria? ¿Despreciar los frutos de sus propios avances? ¿Sacrificar el camino más rápido y seguro para el pueblo por una estrategia que no era clara, que ponía en riesgo lo alcanzado y cuyo desenlace era una peligrosa incógnita? Así se discutió en la izquierda, y la gran mayoría del FA definió que si el objetivo de las negociaciones era que la dictadura cayera en 1984, se debía negociar.
Por supuesto, la izquierda discutió concepciones estratégico-tácticas, no posibles concesiones que pusieran en riesgo la futura democracia. Ni hablar que, quien tenga una idea de lo que es el FA lo sabe, sería imposible siquiera imaginar una maniobra o una traición de este tipo al conjunto de los partidos y movimientos que integraban la coalición y, menos todavía, al movimiento de los Comités de Base. Pero, además, la sola suposición de esta posibilidad es propia de algún espíritu ruin. Implica sembrar dudas sobre la conducta y la ética de muchas de las principales figuras y dirigentes del FA, las cuales pasaron las más diversas pruebas. Así, por ejemplo, sobre el Gral. Seregni; el Gral. Víctor Licandro que sufrió diez años de prisión y que hoy con ochenta años largos continúa su militancia en el FA; el Dr. Juan José Crottogini, un reconocido ejemplo de dignidad; José D’Elia, fundador de la CNT y presidente honorario del PIT-CNT hasta su muerte hace pocos años en las condiciones de cualquier trabajador humilde de la patria; el Dr. José Pedro Cardozo, dirigente histórico del Partido Socialista, de conducta intachable y presidente en aquellos momentos del Comité de Solidaridad con la revolución Sandinista, etc.
¿Cuál fue la evaluación del FA para definir el camino de la negociación?
De acuerdo al desarrollo del proceso 1984 se había definido como el año de realización de elecciones y del fin de la dictadura. En el transcurso de este año se desencadenaron una serie de hechos, algunos los reseñamos, que crearon las condiciones para tal objetivo: el estado de ánimo antidictatorial y democrático a nivel de las grandes masas, la irrupción incontenible y permanente de la movilización popular, el desprestigio del régimen, una amplísima convergencia social y política por la democracia y el correlativo aislamiento de la dictadura. La negociación era el camino más corto, seguro y menos doloroso. No negociar teniendo la posibilidad de hacerlo significaba: postergar el proceso sin tener claridad de los tiempos que insumiría otro camino ni las condiciones del desenlace; provocar posibles diferencias y brechas en el bloque político, en la convergencia democrática y antidictatorial y, por lo tanto, confusiones en el pueblo como reflejo de estos desencuentros; darle tiempo, “aire”, a una dictadura que “pedía la toalla” pero que si se le daban los espacios no los iba a despreciar, intentaría reacomodarse, maniobrar, dividir las fuerzas enemigas y reagrupar las propias.
No es un tema menor recordar que mientras el movimiento popular y la izquierda definían los caminos para acabar con la dictadura lo antes posible, había compañeros presos y algunos morían ese mismo año. Por enfermedades provocadas por las condiciones del cautiverio fallecieron a mediados de 1984 en el Hospital Militar Adolfo Wassem y Angel Yoldi, por ejemplo. Otros compañeros, en general veteranos, que fallecieron en sus casas y con sus familias tras la caída de la dictadura, algunos incluso en 1985, habrían muerto probablemente en las cárceles fascistas. Esto también es un asunto que tiene que ver con los derechos humanos y debe considerarse cuando se toman definiciones políticas; en lugar de posar de “radicales”, cuando en realidad no son más que radicalizaciones “infantiles” que pronto devienen frustraciones y después buscan las causas y los responsables de los fracasos en los demás y nunca en las concepciones y errores propios.
Un comentario aparte merece el caso Wilson Ferreira Aldunate y su conducta política. Ferreira volvió de su exilio a mediados de 1984 y fue inmediatamente detenido. Como he dicho, estuvo preso unos meses y las condiciones de su detención no fueron, por suerte, las que caracterizaron a la dictadura. Ferreira era el principal líder del Partido Nacional. Evidentemente, de cara a las elecciones que se realizarían próximamente el FA no poseía aún el peso cuantitativo para obtener la victoria. Las elecciones las ganarían el Partido Blanco o el Partido Colorado, y todo indicaba que, en el caso del primero, el triunfo implicaba la presidencia de Ferreira pues contaba con la mayoría de su partido; en el caso del segundo, Sanguinetti aparecía como el posible vencedor. Cuando se inician las negociaciones Ferreira está detenido, al igual (es un decir) que tantos compañeros. El caudillo blanco en seguida se da cuenta que al quedar marginado de las negociaciones y de la vida política esos meses podía perder peso político, además, al igual que muchos de los principales dirigentes de la izquierda, sería prohibida su participación en las elecciones. Por supuesto, esto no significaba la prohibición de su partido ni de su sector dentro del mismo, que era la mayoría. Tampoco estaban proscriptos los dirigentes blancos más cercanos a su persona y de su mayor confianza; ellos podían ser sus candidatos y de hecho lo fueron. La proscripción era personal.
Ante esta situación, Ferreira radicaliza (aparentemente) su posición y margina a su partido de las negociaciones. Como dije, esta posición no fue la que asumió Ferreira en 1983 cuando su partido y las otras fuerzas políticas permitidas negociaban con la dictadura, mientras, no sólo Seregni, sino la izquierda estaba proscripta y era aún salvajemente perseguida. Sin duda, no hay aquí una posición de principio o aunque equivocada, otra estrategia que apuntara a la radicalización de la lucha “hasta el final”. No; se trata del intento de subordinar al conjunto del movimiento democrático y popular y sus intereses a los objetivos de Wilson Ferreira y, en todo caso, a los de su sector político. Por si fuera necesario, esto se demuestra posteriormente cuando, bajo el gobierno de Sanguinetti, el Partido Nacional dirigido por Ferreira proporciona los votos necesarios, en lo fundamental y con el pretexto de asegurar la “gobernabilidad”, para aplicar el continuismo económico y sancionar la impunidad.
Aquí es donde fue necesario, desde sus intereses, montar las falsedades sobre las negociaciones del Club Naval. Ante el reclamo de Sanguinetti de los votos nacionalistas, y en particular del sector de Ferreira, para aprobar la ley de impunidad, componente sustancial del proyecto de las clases dominantes, el caudillo blanco necesitaba justificar la incoherencia entre sus dichos y sus acciones. Por eso “entrega” sus votos a cambio de exigir al Partido Colorado que acepte incluir como motivo de la ley los supuestos condicionamientos contraídos con la FFAA en el “pacto del Club Naval”. Sin embargo, esta canallada no pudo evitar el desenlace: la muerte política del caudillo.
Como en otros asuntos, con el Club Naval se aplicó la técnica fascista: “una calumnia repetida mil veces…”. También es cierto que, “a un hombre se lo puede engañar todo el tiempo, pero a los pueblos sólo se los engaña un tiempo”. En el Club Naval no hubo condicionamiento alguno a la democracia que renacía,
Sobre la situación política del país a la salida de la dictadura podría agregarse: un elevado nivel de movilización y organización popular y un esperanzado estado de ánimo y optimismo en la población. Las tendencias más reaccionarias y conservadoras perdían sistemáticamente apoyo entre los jóvenes que se volcaban hacia el FA, algo similar ocurría entre importantes sectores de la cultura. Los primeros años posteriores a la caída de la dictadura registran manifestaciones y conflictos de enormes dimensiones (1 de mayo con decenas y decenas de miles de manifestantes, permanentes conflictos obreros y estudiantiles, el día de los mártires estudiantiles convocaba grandes masas, etc.). Desde el punto de vista organizativo, una central obrera única y clasista que agrupaba (y agrupa) a todos los asalariados del país. Un movimiento estudiantil organizado en todos sus niveles: la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, La Federación de Estudiantes de Secundaria, la Federación de Estudiantes del Interior, la CGEUTU que agrupaba a los estudiantes de la enseñanza media técnica, etc. El movimiento cooperativo de vivienda (FUCVAM), el movimiento del teatro, de la música popular, etc.
Las clases dominantes tenían muy claro que, precisamente, estas condiciones eran las que había que transformar en sentido regresivo, este proceso era el que había que detener y en lo posible retrasar. Pero, esto ya no era asunto para dictadores que habían sido derrotados y fracasado en lo fundamental. No. Se trataba de otra cosa. La estrategia era construir un frente político capaz de ejecutar un proyecto de país; y el núcleo del mismo era el bloque Colorado y Blanco. Esta coalición estaba llamada a consolidar un proyecto de país, una verdadera “utopía reaccionaria” como tempranamente la llamó Arismendi, que implicaba: continuismo económico, democracia desplegada en amplitud en sus aspectos formales pero vaciada de contenido, y una reestructura reaccionaria desde el punto de vista ideológico y cultural. Es decir; el proyecto neoliberal.
En estos tiempos es imprescindible nutrir de fundamento teórico a la acción política y retomar la lucha ideológica. La liberación social también supone superar el “sentido común”. Naturalmente, es en este nivel de razonamiento donde operan falsedades o lecturas superficiales de los procesos históricos y políticos. Así ocurre en casos como los de las negociaciones del Club Naval y la supuesta inestabilidad política que obligaba a votar una ley de impunidad. ¿Quién podría dudar que unos hombres como estos, y armados, se pondrían de mal humor si no se cumplía con lo que se les había prometido? Porque es indudable que esta gente dejo el gobierno por algo a cambio, sino con las armas que tenían ¿por qué “se iban a ir”? Y sí, doña María que sale a barrer la vereda de mañana comenta estas cosas con la vecina; y don Juan que se va a tomar algo al boliche de tardecita, después del trabajo, afirma estas “verdades incuestionables” en las charlas con los parroquianos. Así se reproduce el mundo existente, de otra manera ya no existiría.
Es decir; en este caso se trata de la percepción del poder en su forma más inmediata, aparente, exclusivamente como “fuerza”. Una visión militarista, infantil, del poder. Comprender el poder como un producto de las correlaciones de fuerzas entre clases sociales que se mueven de acuerdo a sus intereses y construyen a partir de sus formas de vida concepciones del mundo, comprenderlo como un fenómeno esencialmente político es la tarea de quienes quieren cambiar el mundo y, por lo tanto, el poder. No perder de vista la superioridad de la política, que la coerción o la fuerza militar están determinadas, en última instancia, por las condiciones políticas. Contribuir en la construcción de una nueva “percepción” es impostergable, pues se trata de proporcionar una concepción teórica e ideológica antihegemónica, contraria a la que sustenta el consenso sobre el que descansa el poder y permite su reproducción mecánica en nuestras sociedades y en el mundo.
Junio, 2010.
1 A fines de 1987 el movimiento pro-referendum entregó a la Corte Electoral más de 632 mil firmas, cuando se necesitaban alrededor de 548 mil para someter a la consideración popular la ley de impunidad. La Corte Electoral, organismo que contaba con un respeto generalizado en el país, debía contar las firmas y establecer si alcanzaban para convocar al plebiscito. Transcurría el año 1988, los meses pasaban y no se conocía la definición de la Corte Electoral. Un año tardó el organismo en contar las firmas. El primer resultado comunicado fue que las firmas no alcanzaban; es decir, se habían anulado… más de 80 mil firmas!. Entre otras, las firmas de reconocidas personalidades de todos los ámbitos de la vida social que se habían pronunciado públicamente y trabajaban a favor del plebiscito, o se anularon firmas porque supuestamente a la Corte no le quedaba claro, por ejemplo, si lo que aparecía escrito como serie de credencial (formadas sólo por letras) era una B o un 13. Sin duda, los dirigentes políticos defensores de la impunidad, utilizando los vínculos y el poder que siempre tuvieron, no vacilaron en presionar a la misma Corte Electoral. Sin embargo, la lucha popular en defensa de las firmas adquirió tal profundidad y extensión (movilizaciones, paros, ocupaciones de lugares de trabajo y estudio, etc.) durante todo el año 1988, y las irregularidades eran tan notorias, que la Corte Electoral convocó a un proceso de “ratificación de firmas” los días 17, 18 y 19 (hasta las 14.00 horas) de diciembre de 1988. En esos tres días una impresionante movilización popular hizo posible que se ratificaran una a una las firmas anuladas necesarias para convocar a la ciudadanía a que decida. El gobierno no tuvo más remedio que aceptar el plebiscito.
2 En el plebiscito, el 16 de abril de 1989, la voluntad de mantener vigente la ley de impunidad se expresaba con la papeleta de color amarillo; la voluntad de derogarla mediante la papeleta verde.
3 “Viejo” dirigente obrero, miembro del Comité Central y el Comité Ejecutivo del Partido Comunista, Senador de la República por la lista 1001, exiliado durante la dictadura. Falleció en 1990.
4 El 20 de mayo de 1976 se asesinaron en Argentina, “Plan Cóndor” mediante, a los parlamentarios uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. Desde el 20 de mayo de 1996 se recuerda ese hecho, y en él a todos los caídos en la resistencia antifascista y se reafirma el reclamo por los derechos humanos, con una gran movilización popular.
5 Por ejemplo, combates de las dimensiones y la trascendencia del plebiscito del 13 de diciembre de 1992 que impidió la privatización de las empresas públicas, entre otros.
6 Por primera vez, en décadas, el movimiento popular uruguayo y la izquierda no lograron resolver correctamente este problema. Más allá del triunfo sobre el bloque conservador, se está procesando en este momento el debate autocrítico.