Cuando algunos hombres aún usaban sombreros y sólo algunas mujeres se atrevían a vestir pantalones ajustados a la cintura, yo nací. Y era común que ante un cortejo fúnebre, los hombres se descubrieran la cabeza y las mujeres, recatadamente, detuvieran el paso por respeto al muerto ¿O sería por un simple conjuro para espantar a la parca? No lo sé, pero la actitud era de profunda circunspección y, bueno, también vamos a creer, de un delicado mensaje de solidaridad a los dolientes. Entonces, el muerto seguía tranquilo en su carroza, confiado en que, como decía Manuel Flores Mora, más allá de risas y de lágrimas, la tierra lo iba a recibir porque él jamás la había traicionado.
Pero ahora pareciera que los muertos tuyos y los muertos nuestros no son esa pobre cosa que es un cuerpo humillado y desnudo ante la vieja, honda y fría laguna con barca. Y si lo son, es dado escupir a su paso porque, lisa y llanamente, no nos pertenecen. “Al carajo” -parece que dijéramos de este lado de la civilización-, “ese muerto no es mío”. Y algo peor: los muertos que no fallecieron de puro dejar de vivir, sino porque los mataron, se transforman por un siniestro arte de magia en moneda de cambio o en bandera de hinchada. Y no nos damos cuenta de que los muertos son sólo muertos: una huella de dolor indeleble para los deudos, una herida que irá cicatrizando para los conocidos y una sombra que desaparecerá algún día para el resto. Y si los muertos son moneda o son bandera, sépanlo, ya no son el muerto. Son otra cosa, un metal o una tela que no los representa.
La dictadura sometió a mi familia -toda, y como a tantas otras- a diversos tipos de vejámenes y sufrimientos. Pero aquellos dolores había que aprender a llevarlos como un zurrón parecido a un pedido de campaña que nos formulaba la historia. Sabíamos (aunque nunca se sabe del todo) a qué consecuencias atenernos. Y así lo hicimos, como tantos otros, entre dobleces y enterezas. Pero ese dolor feroz y lastimador nada, absolutamente nada tuvo que ver con el que provocó en mi familia la muerte de Pablito. Él murió hace un año y medio, cuando le estamparon un balazo en la cabeza. El inquietante azar fue el patíbulo que encontró el ser más jubiloso que había sobre la tierra. Y los verdugos fueron tres asesinos que habían llegado a Piriápolis desde un barrio de Montevideo. Ellos -y a eso iba- le hicieron más daño a mi familia que toda la dictadura junta, porque es un dolor que nada tiene que ver con la historia. Ni fue previsible. Tuvo que ver con una bala perdida que nos quitó “como el rayo” a alguien dueño de la sonrisa más increíble, amante de los perros y amado él, tan amado por todos. Su muerte irrumpió a manos de tres asesinos y de algunos otros hijos de puta colaterales, y llegó con el estupor de una descarga que no era para él. (Porque, es bueno decirlo, y quienes lo conocieron lo saben, no había nada más lejano de Pablito que una bala).
Esta muerte reciente de Heriberto Prati, y todas las muertes recientes que tienen nombre y apellido, que tienen familia, estas muertes que pertenecen a sus deudos, pero que merecen el respeto de todos, no admiten ser colocadas en diferentes casilleros, porque la tierra y la memoria a donde vuelven es una para todos. Y no somos quiénes, los vivos, para arrogarnos el derecho de tener muertos diferentes. Por lo tanto, hay asesinos y hay asesinados. Hay víctimas y hay victimarios. Así las cosas. Mientras tanto, algunos hablan de las ollas (que sonaban y que eran legítimas, como cualquier reacción ante el dolor) y evaluaban cuánto podían costar, como si ese pobre dato hablara de la calidad del asesino o del muerto. Otros decían que el que disparó sobre Prati era probablemente una mala persona. ¿No un asesino? ¿No era un asesino? Otros agregaban horror al horror entrando en competencia de muertes violentas, para preguntarse por qué quienes golpeaban las ollas no lo habían hecho por los asesinados en barrios más pobres. Y, mientras tanto, otros distraídos más violentaban la dignidad de todos denostando a quien se cruzara, ironizando con cualquier inquietud de recuperación de los que ellos consideran irrecuperables, voceando contra cualquier derecho que refiriera a los derechos humanos e insistiendo con la renuncia del ministro como una letanía obligatoria y sanadora.
Señoras y señores vivos: dijo Miguel de Unamuno, y no cito por citar, “…locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba”, y no voy a contradecirlo, pero pareciera un misterio más indescifrable aun el de los que seguimos habitando la faz de la Tierra, esos mismos que, sin arrepentimiento, como si fuera otra faz intermedia en este viaje, habitamos el mundo digital diciendo y sumando idioteces, agresiones destempladas y narcisismos varios. Envileciendo el dolor con el uso político de una y cada una de las balas que se disparan. No con la política, que ese es el camino de solución sumado a una adecuada construcción de participación ciudadana que incluya a todos los que se declaran dispuestos a trabajar en ese sentido. Pero, eso sí, con un compromiso cierto, inclusivo, serio. Un pacto que nos honre, porque a veces somos nosotros, los propios ciudadanos, los que por cansancio o absurda voluntad protagónica nos paramos con hostilidad, con bronca y con el dedo acusatorio atropellando el aire, en el único lugar donde nunca, nunca jamás se solucionó nada, que es el lugar del desprecio.
Hay una curiosidad de ciertas culturas africanas que consiste en considerar que la muerte siempre es obra de otro ser humano, y que sucede a través de algún conjuro o de un antepasado irritado por la mala práctica en los rituales o por las infracciones cometidas en vida. Digamos, en esas culturas piensan que la muerte a mano de otra persona está en la naturaleza humana. Quiero pensar que no es así, y que más bien se trata de la necesidad de reinventar la muerte para que no sea real. Porque si esa creencia fuera cierta nos transformaría a todos en asesinos, y no lo somos, claro. Aunque a veces pareciera que el asesino mata y nosotros, con nuestras apabullantes miserias, nos entretenemos matando una y otra vez al muerto. Que a esa altura, a esta altura, lo único que puede hacer es descansar en paz.
Claudio Invernizzi