Por: Silvina Friera
Nunca quiso “palabrear” lo sagrado en Memoria del fuego. Elena Poniatowska revela que cuando leyó sus libros adquirió una conciencia que le hacía mucha falta. La escritora mexicana, que tuvo el privilegio de entrevistarlo, plantea que Eduardo Galeano “se fue despojando uno a uno de todos los atributos de la gloria, de todas las prebendas y los reconocimientos y llegó limpio al final de su vida, desnudo de afeites”. Joan Manuel Serrat, que lo conoció en la sección de discos de uno de los grandes almacenes de Barcelona, a principios de los 80, cuando aún estaba exiliado en Pineda de Mar, un pueblo del litoral catalán, recuerda que en cada uno de sus viajes a Montevideo iba a la casa de la calle Dalmiro Costa a cenar con él. “La cena siempre fue una excusa para prolongar la conversación, aunque más que hablar con él, le escuchaba. Era encantador y coqueto en especial con las mujeres que, entregadas, le devolvían lindezas. Ocurrente y gracioso, tenía un gran talento para inventar historias, una memoria privilegiada para recordarlas y mucha gracia para contarlas. Le he escuchado la misma historia varias veces y siempre ha conseguido divertirme por más que el cuento, como nosotros, fuese cambiando y envejeciendo con el paso de los años –escribe el cantautor español–. En Montevideo o en Buenos Aires, en Barcelona o en Madrid, nos buscábamos hasta dar con nuestros huesos en nuestras risas”. Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso (Siglo XXI) propone una multiplicidad de itinerarios en torno de la vida y la obra del escritor y periodista uruguayo, que murió el 13 de abril de 2015. El editor del libro, Roberto López Belloso, se aleja de la hagiografía para sumergirse en los temas, obsesiones y polémicas de una figura intensa que, más allá de su profunda empatía hacia la revolución cubana, supo cómo “criticar de frente y elogiar por la espalda”.
López Belloso, poeta y periodista uruguayo que fue jefe de redacción del semanario Brecha y es editor de la revista de crónica narrativa Quiroga versus Rocket, escribió un notable perfil de Galeano que comenzó a esbozar durante los encuentros con la viuda del escritor, Helena Villagra. El libro –un homenaje de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) “a la voz que puso nombre a mucho de lo que hoy somos”, como advierte Ernesto Samper Pizano en las “Palabras preliminares”– despliega textos de Poniatowska, Serrat, Sebastião Salgado y de varios cronistas latinoamericanos como José Luis Novoa (Colombia), Álex Ayala Ugarte (Bolivia), Sabrina Duque (Ecuador), Daniel Gatti (Uruguay), Mónica Ocampo (México), Claudia Antunes (Brasil) y Federico Bianchini (Argentina), entre otros. “La relación que tenía con la religión católica era muy complicada. De niño había sido muy creyente, quería ser monaguillo, y tenía una épica del santo que es martirizado por defender su fe, hasta que tuvo su encuentro con el socialismo uruguayo a los 12 o 13 años, con Vivian Trías. Eduardo era culturalmente muy cristiano, pero se peleaba mucho más con la religión católica que con las otras religiones. Eduardo es un ilegal en el paraíso”, explica López Belloso en la entrevista con PáginaI12.
–¿Por qué la obra de Galeano no ha tenido el reconocimiento de la academia ni de los escritores?
–Sus pares de la generación del boom lo reconocieron, pero la generación de la recuperación de la democracia tomó como elemento de parricidio el negar a Galeano y a (Mario) Benedetti. Desde el punto de vista de la academia, que un autor de la proyección de Galeano, tanto internacional como del éxito inédito de ventas que tiene en Uruguay, no haya tenido coloquios cada dos años sobre su obra en la facultad de Humanidades es algo bastante raro. Yo creía que fuera de Uruguay también era ignorado por la academia, pero trabajando para el libro encontré varios estudios. Igual mucho menos de lo que uno se puede imaginar. En Uruguay el éxito es castigado y se lo ve como un autor poco experimental. Si se mira el conjunto de su obra, tiene varios puntos de quiebre. No tiene nada que ver Memoria del fuego con Las venas abiertas de América Latina; son libros distintos. Otro punto de quiebre fue Espejos, que en términos de temática matiza la cuestión latinoamericana con una intención de mirar más el mundo que solamente la región. El punto de quiebre más fuerte de estilo, después de Días y noches de amor y de guerra, es Las palabras andantes, pero fue un quiebre fallido. Si bien es un libro muy bello desde el punto de vista del objeto, porque tiene los grabados de (José Francisco) Borges, es el libro en donde él se encontró más incómodo con los textos. Me parece que la academia está más preparada para trabajar con autores que implican un quiebre mucho mayor con lo que hacen, como Mario Levrero, Marosa di Giorgio o Felisberto Hernández. Esa es la impresión que tengo. El Galeano periodista está sin duda entre los grandes renovadores del nuevo periodismo latinoamericano. Quizá los talones de Aquiles que la academia le puede encontrar al Galeano escritor, no existen en el Galeano periodista. Galeano fue un periodista muy renovador en sus artículos.
–En el libro hace hincapié en cómo impacta en Galeano la lectura de la poesía de Constantino Cavafis, cómo quiere apropiarse y hacer su propio experimento Cavafis, que sería el principio de Memoria del fuego, ¿no?
–Eduardo era mucho más lector de poesía que de narrativa. Yo me lo imaginaba mucho más en la cuerda de la narrativa, cuando hablando con Helena me contó que cuando él tenía que agarrar un libro para leer leía poesía. En narrativa, sus autores favoritos son unos pocos: (Juan) Rulfo y (Juan Carlos) Onetti son sus dos grandes espejos. Y creo que eso también es una dificultad, porque si tenés como espejos a Rulfo y Onetti es muy difícil encontrar tu rostro porque son modelos demasiado potentes. La prosa de Galeano está en el filo de la navaja de la prosa poética.
–¿Qué descubrimientos sobre Galeano le llamaron más la atención?
–Me llamó la atención el joven guerrillero salvadoreño que muere en combate y que tenía en su mochila Las venas abiertas… El libro quedó atravesado por la bala. Helena me lo mostró.
–Cuesta imaginar cómo queda un libro atravesado por una bala…
–Parece una puñalada; es bastante difícil atravesar un libro de ese tamaño. Está un poco quemado también, pero no tanto como uno se puede imaginar que podría quedar chamuscado por un arma de fuego. Eduardo pensaba mucho en la familia de ese joven, en cómo su madre era la que tenía que tener ese libro y no él.
–¿Cómo le llegó a Galeano ese ejemplar de Las venas abiertas …?
–El futbolista uruguayo James Cantero jugaba en un equipo de El Salvador y uno de los dirigentes o allegados a ese equipo era un capitán del ejército salvadoreño, que sacó el libro de la mochila del muchacho, revisando si había algo que tuviera valor de inteligencia. No encontró nada porque no era un dirigente del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional). Ese capitán guardó el libro durante años, hasta que llegó a manos del futbolista uruguayo, que se lo dio a Eduardo.
–¿Nunca se pudo saber el nombre de ese guerrillero lector de Las venas abiertas…?
–No, probablemente haya sido enterrado como NN. Esta anécdota me parece un símbolo de cosas muy buenas y muy malas; revela el poder de la palabra y la indefensión de la palabra. La palabra es tan poderosa que puede llevar a una generación a asumir una postura política de compromiso como para arriesgar la vida. Y a la vez la palabra es tan indefensa que no te puede salvar la vida.
–¿La incomodidad que sentía Galeano respecto de Las venas abiertas…, un libro que según dijo tendría que haber reescrito, quizá tenga que ver en parte con esta historia?
–No, la incomodidad es anterior. Las venas abiertas… es un gran reportaje periodístico en el borde de la academia, con un pie adentro y un pie afuera sin ser un académico, pero los periodistas nunca terminamos de estar conformes con nuestros trabajos periodísticos. Cuando él escribe Memoria del fuego, termina de divorciarse de Las venas abiertas… porque Memoria del fuego es lo que él hubiera querido escribir desde un principio. Pero nadie escribe desde un principio lo que hubiera querido escribir. Las venas abiertas… es un libro de “buenos” y “malos”. Él después abandona eso. Y si bien los “malos” siguen siendo “malos”, los “buenos” ya no son tan “buenos”.
–¿Cómo definiría la relación que tuvo con Cuba y Nicaragua?
–Eduardo tuvo una relación compleja. Él dice que es un hijo de la revolución cubana y que tiene la misma relación difícil que cualquiera tiene con su madre o con su padre. No puede tener la complacencia del turista que cambia pasajes por elogios… creo que usa exactamente estas palabras. No es ninguna infidencia porque lo hemos contado en varios artículos, pero en Brecha la aparición de “Cuba duele” implicó que Idea Vilariño dejara de escribir en el semanario. Hubo también un pequeño distanciamiento de Benedetti. No fue el primer artículo crítico que Eduardo escribió, él tuvo una mirada crítica permanente sobre Cuba. La entrevista que Eduardo le hizo al Che Guevara en el 63 la publicó en Época, en Marcha y él dejó una versión para que saliera en Cuba, pero no se publicó hasta el 2012. Nunca tuvo una mirada hagiográfica del paraíso impoluto revolucionario. Y con Nicaragua tuvo la misma relación. Y me animaría a decir que fue casi más fuerte y empática.
–¿No hubo retorno posible con Nicaragua después del triunfo de Violeta Chamorro?
–Yo creo que fue un divorcio. Si Cuba era el padre o la madre, Nicaragua era la novia, ¿no? De tu padre o de tu madre nunca te divorciás del todo, de tu novia o de tu novio sí… Curiosamente el título del artículo que Eduardo escribió sobre Nicaragua se llama “El niño perdido en la intemperie”. La relación que tenía con Nicaragua era una relación de pasión; entonces el golpe fue muy duro. Eduardo se sintió muy traicionado, incluso por algunos de los que estuvieron directamente involucrados en “La Piñata”, un caso de corrupción. “La Piñata” en un 80 por ciento fue justa porque se habían expropiado un montón de fábricas y de casas y había sido tan poco organizado que no habían entregado títulos de propiedad. Cuando ganó Chamorro, en un mes legalizaron todo con dos leyes. Esa legalización en un 80 por ciento fue para gente que tenía una pequeña casita y la necesitaba, pero hubo un puñado de dirigentes que hicieron negocios. Y muchos eran amigos de Eduardo… Entonces fue muy duro para él y fueron muy duros sus artículos. En uno dice más o menos que los que estuvieron dispuestos a perder su vida en la guerra no estaban dispuestos a perder sus cosas en la paz. Eso a Tomás Borge le tiene que haber pegado muy fuerte. Eduardo nunca quiso volver a Nicaragua, en cambio a Cuba volvió en 2012 y presentó Espejos, un libro que no estaba publicado en la isla porque tenía el famoso texto sobre Fidel (Castro) en el que aparecen los claroscuros. A veces la ortodoxia no entiende que los claroscuros muestran lo mejor de las personas, porque si presentás a un santo todo el mundo podría decir: “esto no es verdad”.
–¿Cuáles fueron los principales aportes de Galeano al periodismo?
–El gran aporte que hizo fue la fundación de Crisis, un animal totalmente nuevo que adelanta veinte años a las revistas del nuevo periodismo de los años 90. Muchos han dicho que fue tan influyente para el periodismo de habla hispana como fue Sur en las antípodas ideológicas. Los cuarenta números de Crisis son antológicos. Yo creo que puso mucho el acento en la mirada del periodista, que se puede traducir en compromiso político y en compromiso estético. Eduardo tuvo el acierto de traducirlo en una combinación de los dos compromisos. En sus artículos había una apuesta muy fuerte porque el periodista fuera alguien muy comprometido con su realidad y con la palabra, lo cual es la mejor manera de estar comprometido con el lector. Hay poetas que después de publicar cuatro o cinco libros de poesía pasan a la novela. El poeta uruguayo Salvador Puig decía que cuando un poeta abandona la poesía corre el riesgo de que la poesía lo abandone a él y que después ya no pueda volver. Eduardo nunca abandonó el periodismo para escribir la novela que todo periodista quiere escribir.