DANIEL GATTI
La causa Cóndor acaba de cerrar su primer capítulo en Roma y aunque hay quienes prefieren ver el vaso medio lleno, entre la gran mayoría de los querellantes uruguayos la decepción, la bronca, es lo que domina. La decepción toma como blanco a los jueces romanos.
Había que documentar, probar, conmover, volver a probar, a redocumentar, nuevamente a conmover. Los jurados populares italianos, dijeron una y otra vez los abogados a los querellantes en la causa Cóndor que acaba de cerrar su primer capítulo en Roma, nada sabían de esa historia que pasó hace más de cuarenta años, tan, tan lejos y que tanto se parece a una película de terror. En el mismo recinto en que a lo largo de casi dos años y hasta este martes fueron juzgados en ausencia alrededor de 30 militares, policías y civiles latinoamericanos acusados de delitos de lesa humanidad –el búnquer de la cárcel de alta seguridad de Rebibbia, en las afueras de la capital italiana–, habían comparecido, en los años ochenta, decenas de capos de la Cosa Nostra siciliana. “Vaya si la mafia es una organización trasnacionalizada y truculenta, pero es nuestra, conocida, sigue operando. Hay una memoria de la mafia, aquí. Eso del Cóndor, una cooperación entre estados, allá lejos en el tiempo y en el espacio, habrá en cambio que hacerlo entender y no será fácil”, comentó por junio de 2016 uno de los abogados de los querellantes latinoamericanos. A los caminos romanos, al menos los denunciantes uruguayos (y fueron muchos: decenas, entre sobrevivientes, familiares, historiadores, periodistas) llegaron con información y documentación (incluso nueva) y testimonios abundantes, tan abundantes que varios temieron saturar a un tribunal que por momentos parecía apabullado por tanto dato que se repetía, coincidente, preciso, contundente. A los declarantes se les pidió, en cierta ocasión, concisión.
Parecía que todo iba bien encaminado, a no ser por los desencuentros reiterados con algunos de los abogados, en especial con el que representaba al Estado uruguayo, Fabio Galiani (véase nota de Eduardo Delgado en Brecha, 30-IX-16), y el escaso apoyo concreto brindado por las autoridades orientales a lo largo de todo el proceso.
Todo había comenzado en 1999, cuando un grupo de familiares de uruguayos de origen italiano desaparecidos en Argentina1 inició una demanda con la intención de hacer justicia aunque fuera a miles de quilómetros de distancia, al estar cerrados en Montevideo todos los caminos para obtenerla. El fiscal Giancarlo Capaldo acogió la demanda y la extendió, abarcando a desaparecidos y asesinados con ciudadanía italiana originarios de otros países del Cono Sur. Se tomó una década larga el hombre para redondear su acusación, aunque esta al final llegó, tardísimo pero llegó, y Roma se proyectó entonces, de cierta manera, como una ciudad abierta para los querellantes uruguayos, en contraste con la cerrazón vernácula. Los imputados originales (uniformados y civiles de diverso rango) llegaron a ser alrededor de 150. Distintos filtros redujeron la lista final a 33, y luego a 27, por la muerte de seis de los acusados. El juicio comenzó finalmente en febrero de 2015. Con todos los auspicios –las esperanzas, en realidad– de que “terminaría bien”.
Cuando llegó a Roma para escuchar el fallo de la Tercera Corte de Asís, María Victoria Moyano Artigas pensaba que en Italia podrían tener sanción los responsables del asesinato de sus padres, María Asunción Artigas y Alfredo Moyano, secuestrados a fines de 1977 en Buenos Aires. Pensaba que el antiguo oficial de la Armada Jorge Tróccoli, que sólo una vez se dignó comparecer ante el tribunal romano –para reivindicar lo actuado décadas atrás, acusar al Estado uruguayo de haberlo “traicionado” luego de haberlo “convocado para combatir a la subversión”, y citar pasajes de su libro La ira del Leviatán, en el que justifica la tortura–, sería por fin sancionado. Tróccoli era, en definitiva, junto al coronel Pedro Mato Narbondo, fugado hacia Brasil en 2013, uno de los dos acusados uruguayos en el proceso romano que estaban libres. “Espero que le llegue su hora”, había comentado María Victoria pocos días antes del fallo. Cierto entusiasmo tenía esta “nieta” recuperada por Abuelas de Plaza de Mayo, a pesar de que su experiencia en otros juicios en Argentina, el país latinoamericano en el que sin embargo más se avanzó en la sanción a los represores, no daba base a esa ilusión. “Participé como querellante en varios juicios, obtuve más de tres sentencias favorables, pero todavía no sé el destino de mis padres. Es escandaloso que las víctimas de las dictaduras latinoamericanas tengamos que viajar miles de quilómetros para que se pueda juzgar a los genocidas porque todavía en sus países gozan de la impunidad que les han brindado los sucesivos gobiernos constitucionales de la región”, declaró desde Italia.
Y agregó: “En Uruguay, por ejemplo, me nombraron ciudadana ilustre por ser hija de desaparecidos uruguayos, pero de manera perversa no me permiten iniciar juicios contra los asesinos de mis padres porque mantienen vigentes las leyes de impunidad”. En Roma, se dijo María Victoria, las pruebas presentadas contra Tróccoli habían sido a fin de cuentas lo suficientemente sólidas como para obtener una condena. Y una de esas pruebas era ella misma, nacida en cautiverio en el pozo de Banfield en 1978 luego de que su madre fuera llevada allí por encargo de la patota del Fusna, los fusileros navales uruguayos, en la que revistaba Tróccoli. A Tróccoli lo ubicaron varios testigos en los campos de exterminio argentinos. Pero los jurados romanos no entendieron (tal vez los abogados no lo explicaron bien, sugirió a La Diaria en Roma Mirtha Guianze, presidenta de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo) que la estructura del Cóndor comprendía cierta autonomía para sus unidades ejecutoras, los grupos de tareas. Tróccoli, además, no sólo ejecutaba, también comandaba, según explicó Martín Ponce de León, que en Roma declaró en relación con la desaparición en Argentina, en 1977, de varios de sus compañeros de los Grupos de Acción Unificadora. “El propio Tróccoli dijo y escribió que no actuaba por órdenes, sino por convicción”, recordó Ponce de León. Lo mismo puede valer para José Nino Gavazzo y sus compinches, que operaban en Automotores Orletti, y para tantos otros.
En Roma prevaleció, sin embargo, el criterio de la obediencia debida: se condenó a los mandos políticos (en el caso uruguayo al ex canciller Juan Carlos Blanco, en el boliviano al ex dictador Luis García Meza y al general Luis Arce Gómez, en el peruano al ex presidente Francisco Morales Bermúdez, al ex primer ministro y general Pedro Richter Prada y a Germán Ruiz Figueroa, en el chileno a los jefes militares Hernán Jerónimo Ramírez y Rafael Ahumada Valderrama, todos ellos considerados como los “ordenantes” de las masacres). A los condenados a perpetua se les adjudicó el delito de homicidio, que en Italia no prescribe, y a los absueltos el de secuestro, que sí caduca. No está incorporado a la legislación peninsular el delito de desaparición forzada, imprescriptible.
Aunque hay quienes prefieren ver el vaso medio lleno,2 entre la gran mayoría de los querellantes uruguayos la decepción, la bronca, es lo que domina. La decepción toma como blanco a los jueces romanos. Pero la bronca se centra en las estrategias seguidas por algunos de los abogados. No son pocos los querellantes que no entendieron (que no entendimos) hacia dónde apuntaba Fabio Galiani, representante del Estado, y que se sintieron solos y sin orientación al llegar a Roma a declarar. Y la bronca va también hacia las autoridades uruguayas, que tanto tardaron en enchufarse en este juicio y que tan poco han contribuido a lo largo de tres gestiones frenteamplistas a destrabar casos, desarchivar información, impulsar el juicio y castigo.
Desde Roma Victoria Moyano deja claro desde dónde habla: “Me voy indignada. Viajé miles de quilómetros para tener alguna respuesta y para tener condena. Tengo 39 años, nací en un centro clandestino, Tróccoli va a salir libre, yo no sé dónde está mi madre y dónde está mi padre, y los militares no tienen condena”. Cuando el vicepresidente, Raúl Sendic, enviado a Roma por el Ejecutivo uruguayo, declaraba ante la prensa qué pensaba hacer el gobierno, si apelará o no el fallo (no sabe, otros de los querellantes ya adelantaron que sí lo harán), Victoria lo cortó: “Tengo todo el derecho a cuestionar al gobierno de Uruguay. Estábamos acá porque en Uruguay los juicios no existen”.
- Armando Arnone, Daniel Banfi, Andrés Bellizzi, Raúl Borrelli, Yolanda Casco, Julio César D’Elía, Edmundo Dossetti, Raúl Gambaro, Ileana García, Gerardo Gatti, Héctor Giordano, María Emilia Islas y Juan Pablo Recagno.
- Aurora Meloni, viuda de Daniel Banfi, ejecutado en Buenos Aires en 1974 junto a Guillermo Jabif y Luis Latronica, comunicó a Brecha desde Roma su emoción por la condena de Juan Carlos Blanco (“esperamos 42 años por esta condena, que se hiciera justicia por Daniel, por Juan Pablo Recagno, por Bernardo Arnone, por Gerardo Gatti, por María Emilia Islas”) y rescató que la sentencia reconoce como probada la existencia del Plan Cóndor. “Chicho” Michelini, hijo de Zelmar Michelini y declarante en el caso Banfi, matizó en el mismo sentido.