Juan Carlos Blanco, otro civil de la dictadura Por Alberto Grille.
“¿Qué dirá el santo padre
que vive en Roma?”
Tal vez fuimos un poco ilusos, pero confieso que el corazón y el pensamiento de la izquierda estuvieron estos días en Roma. En la mismísima Roma, la Justicia de Italia juzgó a 14 uruguayos imputados, entre otros, por el asesinato de ciudadanos italianos cometidos en América Latina en el marco del Plan Cóndor, articulado por los generales Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla y el dictador uruguayo Juan María Bordaberry.
Es verdad que es un poco extraño que en Italia se juzgue a ciudadanos uruguayos por crímenes que se cometieron en Uruguay. Y más extraño, que la Justicia italiana pueda condenar a una persona sin que haya comparecido, al menos, para dar su versión. Más raro resulta si, como contrapartida, la Justicia uruguaya no puede hacer lo mismo con un ciudadano italiano que haya cometido en Italia delitos de los que hayan sido víctimas ciudadanos uruguayos. Pero en esa ardua tarea de juzgar a los culpables de las atrocidades ocurridas en la dictadura, hacer justicia con las víctimas y encontrar a los desaparecidos, los caminos conducían en esta oportunidad a Roma. Y hasta esa rareza, consecuencia de la división del mundo entre poderosos y débiles, nos venía bien.
En el marco de ese Plan Cóndor hoy reconocido por la Justicia italiana, entre muchos crímenes ocurridos en varios países, se asesinó al senador Zelmar Michelini, al presidente de la Cámara de Diputados, Héctor Gutiérrez Ruiz, a Manuel Liberoff y a Rosario Barredo y William Whitelaw, ciudadanos inocentes que cayeron en la redada para disfrazar los crímenes. Los asesinos fallaron por unos minutos en matar a Wilson Ferreira Aldunate, algo que los blancos baratos y algunos un poco más caros nunca recuerdan. Y se secuestró y se desapareció a la maestra Elena Quinteros.
El fallo de la Justicia italiana causó verdadera decepción entre los demócratas uruguayos que no queremos olvidar lo que pasó en esos años terribles. Tanta fue la frustración que en las redes algunos estallaron culpando al gobierno frenteamplista de no haber investigado o de perturbar la investigación de esas barbaridades que se cometieron en el llamado pasado reciente.
Me parece una apreciación incorrecta y una injusticia. En realidad, me parece un error injustificable, que atribuye culpa a quien no la tiene y, de alguna manera, exonera de responsabilidad a los gobiernos blancos y colorados que han hecho cualquier porquería para conservar la impunidad de los criminales de la dictadura. La izquierda –naturalmente, incluyo en ella al Frente Amplio y sus sucesivos gobiernos– ha promovido la investigación de los crímenes, la condena de los culpables, la búsqueda de los desaparecidos, la más amplia consideración de los derechos humanos, incluyendo los derechos de las minorías, el respeto de todas las opiniones y de la disidencia, y los derechos económicos sociales como el de la educación, la salud y el trabajo.
Por eso en este editorial, más allá de la frustración que uno pueda sentir por el dictamen parcial y ya apelado de la romana III Corte de Assise (bien que estamos acostumbrados los uruguayos a que la Justicia tarda mucho), quiero destacar la condena a un civil de la dictadura, uno de los peores asesinos del régimen, que no vestía uniforme sino impecables traje, saco y corbata, cuyo padre y abuelo fueron políticos, legisladores y ministros colorados, y cuya influencia fue peor que la de los uniformados. Al menos, ni siquiera tuvo la excusa de la adrenalina del combate o de la lógica perversa de la guerra. Lo de Juan Carlos Blanco fue pura ideología, odio de clase, cálculo de riesgos y beneficios al vil precio de la oportunidad. Peor aún: todo eso invocando a Dios…
Me gusta que lo hayan condenado a cadena perpetua, no porque tal condena tenga consecuencias prácticas, sino por el valor simbólico de este hecho. Porque Juan Carlos Blanco fue un civil de los estaban detrás de los militares, uno de los que antes y después de la dictadura, en democracia, también gobernaron en filas del Partido Colorado. Y porque se hace justicia nuevamente, porque Juan Carlos Blanco está preso en Uruguay, condenado por la Justicia uruguaya. Porque el pueblo uruguayo no olvidó, porque el gobierno de Tabaré Vázquez, a diferencia de los de Luis Alberto Lacalle, Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle, habilitó la posibilidad de que la Justicia investigara, aprovechando los resquicios que dejaba la ley de caducidad, los delitos más atroces, algunos de ellos crímenes de lesa humanidad.
Juan Carlos Blanco nació en 1934 en una ilustre familia patricia. Siempre militante del Partido Colorado, fue pachequista, bordaberrista y sanguinettista. Se diplomó de abogado, fue funcionario de la Organización de Estados Americanos y en noviembre de 1972 fue designado canciller del entonces presidente legal Juan María Bordaberry. Cuando en 1976 los militares echaron, por ser aún más fascista que ellos, a Juan María Bordaberry (poco después de los asesinatos cometidos en Buenos Aires que mencioné al inicio de este editorial), él se mantuvo en el cargo. En diciembre de ese año fue nombrado embajador ante la Organización de las Naciones Unidas, puesto que ocupó hasta el retorno de la democracia –aun cojitranca y llena de impunidad– en 1985.
Entre 1990 y 1995 fue senador por el sector de Jorge Pacheco Areco, siempre en el Partido Colorado, que no lo expulsó ni lo repudió, como no lo hizo con Bordaberry ni con otro dictador, Gabriel Terra. Todos siguen en el panteón del partido de Fructuoso Rivera, el genocida de Salsipuedes, el alcahuete de Carlos Federico Lecor, el que quiso vender la cabeza de José Artigas y se lo rechazaron.
¡Ojo al piojo! Lo repito para que no lo olviden los que tienen poca memoria y para que lo sepan los más jóvenes: aunque usted no lo crea, el asesino Juan Carlos Blanco, hoy condenado, además, a cadena perpetua por la Justicia de Italia, fue senador en Uruguay, luego de restaurada la democracia, durante el gobierno que presidió Luis Alberto Lacalle, cargo al que accedió al resultar electo por integran una lista del Partido Colorado.
Pero como todas las fiestas llegan a su fin, el 18 de octubre de 2002 fue procesado por el juez Eduardo Cavalli por la desaparición de la maestra Elena Quinteros. Lo enviaron a prisión, pero unos meses después, el 9 de mayo de 2003, obtuvo la libertad provisional. Como tengo buena memoria, todavía recuerdo la foto en la que aparecía en una fiesta de El Observador conversando con su amigo Ricardo Peirano.
El 16 de noviembre de 2006, el juez Roberto Timbal lo procesó y envió a prisión preventiva, junto al dictador Juan María Bordaberry, por los asesinatos de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw, asesinados en mayo de 1976 en Buenos Aires. En ese operativo desapareció Manuel Liberoff y se escapó por minutos Wilson Ferreira Aldunate. Desde entonces permanece en prisión, aunque últimamente parece haber sido premiado con los beneficios de la prisión domiciliaria.
La verdad es que es tan abundante el cúmulo de pruebas de la participación de Juan Carlos Blanco en la cúpula de las decisiones criminales de la dictadura y en la coordinación internacional de las fuerzas represivas en el Cono Sur, que absolverlo en la investigación del Plan Cóndor, hubiera sido un crimen imperdodable. Por eso resultaba imposible que no fuera condenado en Roma.
En 2002, Caras y Caretas publicó un viejo reportaje en el que Wilson Ferreira contaba cómo Juan Carlos Blanco había tenido directa responsabilidad en los asesinatos de Buenos Aires de mayo de 1976. Wilson contó a la revista Guambia, en 1985, que la cancillería, por orden directa de Blanco, canceló los pasaportes de Michelini, Gutiérrez Ruiz y Ferreira, con lo que los dejaron encerrados en una Argentina en la que el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 (encabezado por Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti) había desatado una cacería sangrienta de opositores, que terminó con 30.000 desaparecidos.
Pero no bastó con dejarlos encerrados. Caras y Caretas fotocopió el expediente, firmado por el canciller Juan Carlos Blanco, que informaba oficialmente al gobierno de Videla que Michelini, Gutiérrez Ruiz y Ferreira Aldunate eran tupamaros. “Eso equivalía a condenarnos a muerte”, sostuvo Wilson, ya que las patrullas paramilitares estaban barriendo a los opositores a las dictaduras que aún residían en Buenos Aires, tarea que había empezado, antes de que se consumara el golpe de Estado, la Triple A de José López Rega. No contentos con eso –para que, en aras de la codicia, no tuvieran piedad–, les dijeron a las patotas asesinas que los exiliados estaban administrando las libras de Mailhos; yo, que los traté allí, sé muy bien que andaban muy escasos de plata. “Eso explica la vesanía con que fueron torturados antes de ser asesinados”.
Es muy dura la verdad, pero hay que saberla toda y difundirla. Así murieron nuestros mártires; políticos ejemplares, siempre electos democráticamente, y progresistas. Por eso se los mató, porque eran peligrosos para las dictaduras y porque los milicos como José Gavazzo y Jorge Silveira andaban buscando sangre y guita.
Ese expediente sirvió de prueba plena para procesar a Juan Carlos Blanco, civil destacado de la dictadura como su amigo Ramón Díaz y Jorge Peirano Facio.
No quiero dejar de mencionar que lo del capitán de navío retirado Jorge Tróccoli causa mucho dolor, porque se trata de una gran injusticia. Pero también recuerdo que los otros, a excepción de Pedro Mato, que huyó y se refugió en Brasil, fueron condenados en Uruguay por sus crímenes, y todos, o casi todos, permanecen en prisión. Causa mucho enojo también porque Tróccoli, un torturador confeso, eludió la Justicia uruguaya huyendo de su país y refugiándose en Italia, país donde escapó de la extradición por un error administrativo, aparentemente del embajador uruguayo en Italia de aquel momento, Carlos Abin, que tramitó la documentación fuera de los plazos correspondientes.
Por supuesto que el reclamo de juicio y castigo a los culpables permanece inalterable, que la demanda de que se busque hasta encontrar a los desaparecidos constituye una aspiración nacional innegociable, y que estos traspiés han puesto en evidencia la voluntad de nuestro pueblo de continuar luchando por los derechos humanos, para que juzgue a los culpables y se esclarezcan los crímenes de la dictadura.
Por suerte, nos sentimos acompañados en este reclamo por muchos jueces y fiscales que, con valentía y paciencia, han investigado y condenado a los culpables, por la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo, por todos los uruguayos demócratas de todos los partidos, desde Presidencia de la República por Tabaré Vázquez, y por todo el gobierno nacional.