Temporalidad y atemporalidad en lo traumático de la experiencia del terrorismo de Estado
El trauma perdurable
El análisis de la figura del otro a perseguir en la represión, sus efectos en las víctimas y la sociedad, las consecuencias de la metodología del horror y sus huellas en la subjetividad, la relación entre hechos actuales y aquellos que se presentan como remotos son aspectos que siguen convocando a una reflexión a más de cuatro décadas del golpe.
Por Ana María Careaga *
El terrorismo de Estado que tuvo lugar en la Argentina durante los años 70 y 80 dejó secuelas en el plano político, económico, social y cultural cuyo alcance trascendió ampliamente los años de su implementación. Destinado a instalarse como dispositivo de control social para la implementación de modelos económicos de exclusión que habrían de generar una profunda concentración económica en desmedro de muchos y en beneficio de muy pocos, el llamado Proceso de Reorganización Nacional apuntó a la desarticulación de los lazos sociales y redes solidarias. El secuestro, la desaparición de personas, su confinamiento en Centros Clandestinos de Detención, la tortura, el robo de bebés, la cárcel, y el asesinato masivo y oculto de detenidos-desaparecidos, fueron moneda corriente en un país en el cual el poder necesitaba de una población anestesiada y aterrorizada.
En ese contexto, muchas fueron sin embargo las respuestas generadas, directamente proporcionales a la magnitud del terror sembrado y se fue afianzando así el reclamo y organización de diferentes expresiones del movimiento de derechos humanos en la Argentina y otros actores sociales, en una lucha ejemplar e innovadora.
En ese recorrido nuevos sentidos fueron resignificando constructos teóricos que interrogaban una realidad que se constituía como inasible e inenarrable. ¿Cómo pudo ser? Fue el interrogante que instalaba claramente, entre otras, la pregunta por la condición humana y que aparecía como necesaria frente al intento de tramitación de prácticas aberrantes sufridas en forma directa por algunos sectores que se dieron en llamar “víctimas o afectados directos”, y que aunque aparecía como pretendidamente ajena para otros, alcanzaba en sus consecuencias al conjunto de la sociedad.
El análisis de la figura del otro a perseguir en las distintas etapas de la represión, sus efectos en las víctimas y en la sociedad, el recorrido en la consolidación de los diferentes discursos preponderantes según el momento histórico, las consecuencias de la metodología del horror, sus huellas en la subjetividad, la intersección entre lo individual y lo social, la relación directa entre hechos de la actualidad y aquellos que se presentan como remotos, son algunos de los aspectos que nos siguen convocando a una reflexión a más de cuarenta años del golpe y que atañen a la vigencia de sus derivaciones.
En las directivas secretas que impartían las Fuerzas Armadas a sus tropas para las instrucciones en la metodología represiva estaba específicamente desarrollada la acción psicológica a impulsar tanto en relación a los “blancos específicos” como hacia el conjunto de la población. En el “Documento Final” que la Junta Militar dio a conocer antes de entregar el poder, afirmaba que el accionar llevado a cabo en las operaciones realizadas habían constituido “actos de servicio”.
Slavoj Zizek plantea, tomando “la figura de los judíos en el discurso nazi”, que “cuanto más se los exterminaba, cuanto más se reducía su número, más peligroso se volvía el resto, como si la amenaza creciera proporcionalmente a su disminución en la realidad”.
En una entrevista realizada al entonces general Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en noviembre de 1983 por el semanario español Tiempo, éste se responsabilizó solo él mismo de la desaparición de cinco mil personas y reconoció que algunas habían sido enterradas como N.N. En ese reportaje calificó como útiles las desapariciones y consideró que “no desaparecieron personas sino subversivos” agregando, respecto a los niños, que había que evitar que fueran criados por sus padres porque los iban a educar “en la subversión”.
Los procesos judiciales que investigan los delitos aberrantes cometidos por el terrorismo de Estado ponen de relieve la cuestión de la temporalidad y las consecuencias subjetivas a través del despliegue de los testimonios, el rol de los testigos, el estatuto de verdad, su valor desde la lógica del discurso jurídico frente al carácter clandestino de la represión, la imposibilidad de decirlo todo y la constitución del sujeto y sus marcas.
La asunción por parte del Estado de la responsabilidad en las prácticas represivas y sus implicancias introdujo una dimensión reparatoria que permite la visibilización de aspectos de esas secuelas otrora no explorados. La memoria colectiva, articulada en sinnúmero de memorias singulares, se expresa como entramado necesario en torno a las marcas de una sociedad que aún se encuentra reponiendo el texto de un discurso en el contexto de una historia del que fue arrebatado.
La temporalidad lógica en relación a los procesos traumáticos adquiere una dimensión diferente a la cronológica. Sigmund Freud planteaba, respecto de los procesos inconscientes, que son atemporales, es decir: “no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de éste”. La inclusión de la singularidad del sujeto con frecuencia diluida en lo colectivo de los procesos históricos alcanza así una significación particular.
Como se afirma en El terrorismo de Estado en la Argentina (Bayer et al. IEM, 2010), el golpe de Estado de 1976 “se focaliza en el cambio de las relaciones sociales de producción que se genera a partir de la aplicación de las primeras medidas neoliberales para aggiornar la sociedad al capitalismo de época. Así los principales métodos por medio de los cuales se construye el neoliberalismo en nuestro país fueron la impunidad y el terror sistemáticamente organizado por parte del Estado”. Esta metodología sistematizó en la Argentina la desaparición forzada de personas.
Hoy se repone en el escenario de los juicios, a través de los testimonios de quienes atravesaron el horror de los campos de concentración y de los familiares de las víctimas, el relato que había sido arrancado de la memoria de la sociedad. Se describen esos confines que sembraron de muerte el suelo argentino, negados de toda legalidad, en los que se aplicaba la tortura más descarnada, con procedimientos clandestinos y lugares de muerte en donde el sujeto era sometido a la condición de puro objeto, y en donde mujeres embarazadas daban a luz en circunstancias deplorables a sus bebés que pasaban a formar parte del botín de guerra de sus desaparecedores. En la transmisión de las víctimas, en el marco de una instancia que tiene como propósito sancionar delitos que ofenden a la humanidad toda, resuena aquello que durante años la sociedad no pudo escuchar. Y ese discurso otrora marginado institucionaliza una realidad que, negada, inscribe sin cesar sus efectos en el cuerpo y el alma de la sociedad afectada.
Parada allí en esas filas pobladas de seres enjutos y consumidos, con los ojos vendados y cadenas en los pies, muertos de hambre, de frío, semidesnudos, muertos en vida, en el medio de un olor nauseabundo que ya no sentíamos y sólo adivinábamos por los dichos de los guardias, pensaba que si alguna vez salía de allí tenía que contar lo que sucedía, lo que se podía vivir en el submundo de un sótano de la incivilización. ¿Y cómo contarlo? ¿Cómo poner palabras que recubran la magnitud de lo traumático? ¿Cómo describir limitados por el lenguaje el padecimiento del cuerpo? ¿Cómo alguien podría concebir tan siquiera que eso inimaginable, intransferible, podía estar pasando en algún lado?
Ni bien nos ingresaban al centro clandestino de detención nos ponían una letra y un número y no podíamos decir nuestros nombres. Todo estaba prohibido. No se podía expresar ningún sentimiento, no se podía hablar, no se podía llorar, no se podía reír, no se podía ver –estábamos con los ojos vendados–, no se podía caminar –teníamos cadenas en los pies–, no se podía ir al baño. Muertos en vida, alejados del funcionamiento de un mundo que seguía rodando, escuchábamos desde el interior del campo los ruidos de los colectivos y de los autos, las bocinas, los cánticos de los simpatizantes de los clubes de fútbol. Por debajo de la venda, parada en el piso de la Enfermería adonde me llevaban para ponerme Merthiolate –en marcas que, como me dijo el médico prisionero obligado a realizar trabajo esclavo, no se me iban a ir nunca porque eran marcas de tortura, picana, quemaduras de cigarrillo– veía por debajo de la venda el reflejo de la luz del sol que entraba por un ventiluz y las sombras de transeúntes que pasaban por allí. Tan cerca y tan lejos de la vida, muertos en vida, sabiendo que nuestros familiares nos buscaban y sin que pudieran saber que allí estábamos, vivos aún aunque en la muerte, camino a la muerte pero aún vivos, sin pertenecer ya al mundo de los vivos y tampoco al de los muertos.
Las madres, los familiares buscaban y buscaban sin cesar a sus hijos. La existencia de su familiar desaparecido se detenía en el tiempo, sin estatuto. Si se lo daba por muerto se estaba “matando” simbólicamente a ese ser que podía estar vivo. Si se lo esperaba vivo, no habría de llegar nunca. Mientras tanto cada uno intentaba tramitar de manera singular aquel agujero inescrutable, buscando a sus seres queridos en los rostros de sus nietos, hijos de sus hijos, o en la impronta de sus compañeros. Se fueron inventando modos de “recuperar” a los desaparecidos, de rescatarlos simbólicamente de las tinieblas de la desaparición. Muchos hijos de esa generación portan los nombres de los que no están. De eso se trata la desaparición, de un intento de simbolizar, de inscribir a través de ritos culturales esa presencia permanente de una ausencia.
Mientras estuve secuestrada pensaba todo el tiempo en mis seres queridos, amigos, compañeros. El riesgo de que les pasara lo mismo era cotidiano. El tránsito por la muerte, lo siniestro de la metodología implementada tenía esos efectos. A cualquiera le podía pasar. El tiempo. El tiempo pasaba dolorosamente para los que nos buscaban y era una eternidad en la experiencia mortificante del campo en donde parecía detenido en el hambre, el sufrimiento, la incertidumbre, los tormentos. Contaba lenta y mentalmente: uno, dos, tres…, así hasta 60, para formar con los segundos, minutos y con los minutos, horas que sirvieran para aplacar el hambre desesperante. A veces traían la comida tan caliente que no alcanzaba a comerla antes de que se la llevaran, y así empezaba entonces a contar de nuevo esperando la ración de la noche y el ruido del carrito con los platos de metal que anunciaba los aprontes del nuevo “reparto”.
En las audiencias de los juicios, el tiempo pasado de la penuria que es traída al presente, acaecida 40 años atrás, cobra la dimensión de una presencia traumática que puede tener, entre otros, un efecto aliviador, reparador para ese sujeto del lenguaje que intenta hablar de lo que no puede ser dicho. A la imposibilidad de nombrar la cosa se suma la dimensión de lo traumático.
Fui torturada durante horas y horas que formaban días y días. Todo allí era una tortura permanente. Puedo hablar y hablar de la vida en el campo de concentración, de la muerte en el campo de concentración. Puedo decir de la tortura propia y ajena. Del dolor en el cuerpo atormentado y de lo insoportable de escuchar los gritos de otros, pares, semejantes, que eran torturados día y noche en los llamados ‘quirófanos’, salas de tortura, que estaban contiguas a las celdas. Sin embargo todo lo que diga acerca de la tortura es poco. Sobreviene siempre la impotencia de no poder transmitir la mortificación del cuerpo ni el padecimiento del alma. Los represores nos referían permanentemente que ellos eran los dueños del tiempo: ‘nadie sabe dónde estás’, ‘tenemos todo el tiempo del mundo’, ‘cuando yo me vaya vendrá otro, y otro, y otro…’ y así sucesivamente.
No hay tiempo límite tampoco para lo traumático. Tiene connotaciones perdurables en el presente de cada sujeto y en el común de la sociedad. Y esto es así tanto desde la atemporalidad mencionada en torno a la subjetividad, como en relación al ámbito de la justicia por tratarse de delitos imprescriptibles. Son crímenes que ofenden a la humanidad, no tienen vencimiento, y la desaparición lo es. Su particularidad reside, además, en que se torna en esa presencia sostenida de una ausencia.
Frente a la “solución final” hallada por los represores para deshacerse de los cuerpos a través de los llamados “vuelos de la muerte”, mediante los cuales arrojaban a los prisioneros vivos desde aviones al mar, perpetuando para siempre, indefinidamente, la desaparición, hubo una respuesta también para siempre de quienes sostuvieron esa búsqueda, esos reclamos de justicia, esa lucha, esos modos de hacer con ese agujero negro. Así cobra actualidad un pasado cuyas derivaciones permanentes involucran inclusive a generaciones que no vivieron esos años y aún a generaciones venideras.
El significante inscripto en la piedra. La letra como soporte. Si la muerte no tiene inscripción psíquica, ¿cómo inscribir algo de la desaparición si no a través de un intento permanente cuya condición es precisamente ésa, que no cesa de no inscribirse?
Te busqué siempre. En los rostros y abrazos de otras madres, en las miradas de nuestros hijos, en las fotos del recuerdo. Te imaginé en cantidad de situaciones de la vida cotidiana y te abracé una y mil veces y te lloré otras, muchas, frente a la ausencia. Te soñé una y otra vez, volvías de la desaparición, pero no te quedabas. Te inventé. Quise infinitas veces formularte preguntas que no he podido ni siquiera pronunciar. Pero siguen como interrogantes que se constituyen en enigmas en tanto no logran volverse enunciados. No hay sujeto de la enunciación que formule ni sujeto para responder.
La figura del desaparecido que retorna en el recuerdo pone sobre el tapete la actualidad de la desaparición. Dijo una madre al testimoniar en un juicio sobre su hija ausente: “no hay día que no despierte pensando en ella”.
Muchas veces me pregunté qué habría sentido ella en el campo de concentración, en qué pensamientos se refugiaría en el transcurso de esas horas interminables de aflicción, incluso pensé que seguramente sólo allí habrá podido dilucidar, de la peor manera, lo que intenté contarle cuando le relaté, como pude, lo que me habían hecho a mí en ‘el campo’. ‘Hubiera querido abrazarte fuertemente y sentarte a upa mío como cuando eras pequeña’, me escribió en una carta poco antes de su desaparición. Estando secuestrada, era casi una obsesión pensar, temer que lo peor que podría sucederle a alguno de mis seres queridos, a cualquier persona, era eso que luego le sucedió a mi madre.
La importancia del proceso del duelo y los rituales que a lo largo de la historia de la humanidad se han ido elaborando tienen su expresión en creencias, instituciones, ritos, usos y costumbres propios de la necesidad del hombre de construir respuestas frente a lo enigmático de su condición de ser mortal y hablante. Ante la figura de la desaparición que generó en la Argentina el histórico nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo – que se proponen paridas por sus hijos– resulta paradójica la forma que tomaban las más antiguas sepulturas exploradas que se conocen, de la época paleolítica: los muertos eran colocados con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en sus brazos, como en un sueño del que luego despertarían en una resurrección ulterior. En el antiguo Egipto se aseguraba “el reposo de sus difuntos instalándolos en abrigos indestructibles de granito […] un recinto fresco en un país ardiente, y un reposo profundo, a esto tenían derecho los que habían entrado en otra tierra” (Nicolay, Fernando. Historia de las creencias. Anaconda, 1946).
Los familiares de los desaparecidos fueron privados de sus seres queridos y de los ritos que pudieran simbolizar esa pérdida: el rito de despedida, el del velatorio, el de la sepultura, el de la inscripción del nombre en la piedra, epitafios, lutos, oraciones, flores. Esto fue así independientemente de las creencias que pudieran sustentarlos, que tienen su origen en las culturas antiguas, e independientemente de la modalidad adoptada por cada uno en ese acto simbólico.
Los testimonios sobre el horror nos hablan del concepto de pulsión de muerte que Freud situó como aquello inherente a las guerras, la persecución, el malestar en la cultura. En la reescritura de esa porción de la historia desafectada de su tiempo histórico y actualizada por el testigo en el momento en que transita por su testimonio, cada relato singular reconstruye una porción de verdad de todos y nos advierte sobre la necesidad de acotar, desde la conceptualización de Lacan, ese goce oscuro de los personeros de la muerte, lo que la torna de una actualidad indiscutible en cualquier lugar del planeta.
Esa verdad develada hasta donde eso es posible en la instancia misma del discurso, tiene efectos. La dimensión de ser humano en la mortificación de su existencia habla en ésos y otros escenarios, y es a su vez testimonio vivo que en tanto insiste, materializa no sólo el acto de justicia –y en él, el intento de reparación– sino además la promoción de uno de los valores supremos agraviados: la vida y la dignidad humanas.
* Psicoanalista. Docente en la UBA. El presente artículo es una adaptación del publicado en el libro De la cercanía emocional a la distancia histórica. (Re)presentaciones del terrorismo de Estado, 40 años después
(Reati, Fernando y Cannavacciuolo, Margherita, comp. Prometeo Libros, 2016).
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Ricardo Figueira y Amanda Toubes recuerdan la quema de libros del CEAL
“Eran unos tipos armados que ni sabían prender un fuego”
Un juez platense ordenó incinerar ese material “subversivo y peligroso” y que se registrara fotográficamente la quema. Después de 37 años, los negativos recuperados sirven de base a Memoria en llamas, la muestra que abre hoy en el Centro Cultural de la Cooperación.
Por Karina Micheletto
El 26 de junio de 1980, 24 toneladas de libros del Centro Editor de América Latina, una de las experiencias culturales más formidables que ha dado este país, ardían en un baldío de Sarandí, por orden de la dictadura cívico-militar. Lo de “arder” es un decir, según revelan testigos directos del episodio, porque resultó que los libros estaban húmedos, y la ejecución de la quema fue bastante improvisada. La orden de “desaparición” de esos libros tardó entonces unos tres días en cumplirse y quedó documentada: Ricardo Figueira, archivista y director de colecciones de la editorial, fue obligado a fotografiarla, y a presenciarla junto a Amanda Toubes, otra trabajadora del CEAL. Décadas después, el periodista Alejo Moñino se enteró de que Figueira guardaba los negativos de 29 fotografías que testimonian aquel delito cultural. Esas fotos se convirtieron en la muestra Memoria en llamas, que hoy a las 19 se inaugura en el Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543), y que se mantendrá abierta al público con entrada gratuita.
Subversivo y peligroso
“El policía acercaba el fósforo a la pila de libros, y era obvio que no tenía ninguna chance de éxito. Así que le dije: oiga, ¿por qué no va a buscar un poco de nafta o kerosenne?”, recuerda ahora Figueira, sentado en una mesa del bar del Centro Cultural de la Cooperación, donde, a la vuelta de los años, las fotos que tomó cumpliendo una orden judicial se exhiben convocando la memoria. “Y yo pensaba: ¿Qué hace Ricardo? ¡Encima les da ideas! Entonces vino uno de ellos a pedirnos plata para comprar nafta. ¡Lo único que faltaba! ¡Darles mangos a esos tipos para que quemaran los libros!”, agrega a su lado Toubes. La imagen es surrealista –“patafísica”, se sigue riendo Toubes–, si se observan las fotos grises y se tiene en cuenta que los implicados llegaron a temer por sus vidas, y sobre todo por las de los obreros del depósito, que tras el procedimiento permanecieron presos varios días.
“Había libros, fascículos, y también algunos discos. Eran los que sobraban del sistema de distribución en quioscos que había inventado Boris Spivacow, y que obligaba a tiradas que nunca bajaban de los diez mil ejemplares. Venían todos humedecidos del depósito y, encima, muchos estaban envueltos, encintados. No se iba a quemar así nomás”, sigue repasando Figueira. Toubes le agrega algo de poesía al relato contando que entonces pensaba: “¡Qué buen papel, qué buena encuadernación! ¡Qué buenos libros que hacemos!… En eso comienzan a salir obreros de las fábricas y también chicos de las escuelas: ¡queman los libros, queman los libros!, gritaban. Entonces yo les decía, bajito: Afánenlos. Afánenlos”…
Entre esas publicaciones pudieron estar colecciones como Documentos de Historia Integral Argentina, o la Historia del movimiento obrero, o enciclopedias de los más variados temas, o el recordado Atlas Total, o colecciones para chicos como los Cuentos de Polidoro o Los cuentos de Chiribitil. Se trataba de “material subversivo y peligroso”, que “atentaba contra la Constitución Nacional”, según había concluido el juez federal platense Héctor Gustavo de la Serna. Y por eso había decidido su inmediata quema. No sólo eso: para dar el marco necesario de “legalidad” a aquel procedimiento, y garantizar que su orden fuese cumplida y no que, por ejemplo, los libros fuesen robados o revendidos, ordenó que los propios damnificados por su sentencia fotografiaran el proceso.
“Chiquito, hay que mandar un fotógrafo”, cuenta Figueira que, como jefe archivista y documentalista, le pidió Spivacow. Como no quiso exponer a ninguno de los fotógrafos, cuenta también, él mismo se hizo pasar por fotógrafo de la editorial, aunque en esta materia no era más que un aficionado. Amanda Toubes decidió acompañarlo: ella se hizo pasar por su asistente. “Para ver a la cara a los que quemaban nuestro trabajo”, explica hoy.
Ambos aparecen en una de las fotos que integran la muestra Memoria en llamas. Toubes es la joven que se cruza en la escena intentado protegerse del frío con su chal, sin soltar su maletín de trabajo y algo que parecen carpetas bajo el brazo (¿colecciones que estaría emprendiendo, material para seguir corrigiendo?). De Figueira se ve la sombra, de su cabeza apenas, en el pasto.
Libros y cuerpos
Como vecino de Sarandí, Alejo Moñino dice que siempre sintió cercano aquel episodio que ocurrió cuando él tenía tres años. Fue así como, cuando se cumplieron treinta y cinco años de la quema, ofreció a la Municipalidad de Avellaneda hacer unos micros documentales que concretó junto a Diego Varela y Diego Boulliet. Gracias a este trabajo conoció a Toubes y a Figueira, se enteró de que este último tenía guardados los negativos de la serie completa de fotos, que hasta entonces nunca había sido publicada en su totalidad. Y terminó convirtiéndose, dice, “en una suerte de curador improvisado de la obra de Ricardo, que va girando a medida que las instituciones se enteran y la piden”.
–¿Qué encontró de particular en esta historia?
Alejo Moñino: –Cuando comencé el trabajo, lo primero que encontré googleando fue una contratapa de Página/12 que escribió Mempo Giardinelli, de cuando se habían cumplido treinta años. Lo ubiqué y me contó su parte de la historia. Sin haberla vivido, con la mejor de las intenciones y con su prosa, él había armado en esa contratapa una historia épica, con todo un tono de marcialidad, con ribetes que remiten a la quema de libros del nazismo. Después encontré a Amanda y a Ricardo y, como periodista, se me podría haber caído toda mi hipótesis. Me encontré con una imagen totalmente diferente…
–¿Cuál era esa imagen?
A.M.: –Una más parecida al Conurbano que yo conozco, de esos baldíos que yo conozco. Una historia gris, patética, triste, con unos tipos armados que no sabían ni prender un fuego. No había ninguna voz marcial que dijera “¡Procedan!”, como se había imaginado Mempo… La escena, periodísticamente, en un punto se me caía. Pero, en cambio, adquiría toda otra dimensión humana, mucho más terrible, como tan sabiamente dicen Amanda y Ricardo…
Eso que dicen se escucha en la voz de Amanda en uno de los micros documentales que pueden hallarse por Internet: “La desaparición, muerte, tortura, arrojo al río, quemazón de los cuerpos… eso era nuestro país. Por eso yo digo siempre que los libros se reponen. Los cuerpos no”.
Está también en las dedicatorias y en los nombres que insisten en no olvidar, y que piden repasar también aquí: Daniel Luaces, trabajador del CEAL, asesinado por la Triple A en 1974. Wenceslao Araujo y su esposa, secuestrados en 1976; David Jacovkis, químico, marido de Miriam Polak, importante figura de Eudeba en los comienzos del CEAL, detenido y torturado junto a su hijo. Atilio Cattáneo, Ignacio Ikonicoff, Marta Brea, Graciela Mellibovsky, Diana Guerrero, Conrado Ceretti, Claudio Azur, colaboradores externos desaparecidos. Los obreros Juan Campos Araujo, Benito Villamayor, Alberto Giovanoli, Alejandro Nicoletti, Aníbal Contizannetti, Roberto Gutiérrez, Jorge Cufre, Andrés Avelino Somer, Héctor López y el chofer Eugenio Florio, detenidos tras la sustracción de los libros y presos por varios días.
La prehistoria
Toubes puede reconstruir la historia del CEAL “desde su prehistoria”, esto es, desde que surgió Eudeba, con Spivacow a la cabeza. “Era la prehistoria de verdad, 1956”, se ríe. “Como graduados de Filosofía y desde el Centro de Estudiantes fuimos entonces a plantear la necesidad de una editorial universitaria, para contrarrestar el efecto de la comercialización de apuntes. Así nació Eudeba. Con el golpe del 66 todos decidimos renunciar, y con ese equipo decidió hacer una nueva editorial. De manera casi cómica, me parece hoy…”
–¿Por qué?
Amanda Toubes: –Porque no mediaba más que la decisión de hacer de Boris, ¡y nos pusimos a vender acciones para hacer una nueva editorial, como quien vende bonos de cooperadora! Al poco tiempo de la renuncia, el 21 de septiembre, en una piecita, se inauguró el Centro Editor de América Latina. Con tanta petulancia, ya desde el nombre: Centro Editor… Frente al descreimiento total de todos, salimos. Muy decididos aunque preguntándonos “¿qué vamos a hacer?” Ahí vino un grupo de profesores de Psicología, Economía, Educación, Sociología, gente que no tenía el menor conocimiento editorial, entre los que me contaba. Fueron los años de mayor aprendizaje, porque se formó un clima único de solidaridad entre aquellos que aprendían y enseñaban. Había algo del orden de la educación colectiva: aprendíamos uno del otro, y nunca primó la competencia. Ni con Boris.
–¿Y cómo recuerdan el trabajo en el Centro Editor?
Ricardo Figueira: –¿Infernal! Beatriz Sarlo habló alguna vez de “un infierno de repetición”, y yo creo que está muy bien esa imagen. Porque había que sacar colecciones nuevas todo el tiempo, para abastecer esa cadena de los kioscos y los fascículos que no paraba nunca. Yo estaba encargado del archivo y tenía que abastecer de imágenes todas las colecciones. Con pedidos como los que me hacía Amanda que eran de lo más extraños. “Vaca con garrapata”, por ejemplo. Y cuando finalmente le conseguía la imagen que pedía para ilustrar el tema específico, me decía: Sí, pero: ¿será suficientemente bisexual? (risas).
A.T.: –Era exigencia, responsabilidad, y mucho laburo. Durísimo, contrarreloj, trabajando muchas veces los sábados y domingos. Una mezcla de fuerte trabajo cotidiano, de decisión de todos de hacer una muy buena producción, constante y con pocos medios. Cada uno en su estilo y en sus diversos oficios ponía la cabeza y el hombro, y también el corazón. Entre ellos, tantos compañeros muy queridos como Graciela Cabal y Graciela Montes (quien es, además, esposa de Figueira). Y había algo muy valioso: Cada colección que salía, la podíamos seguir, la mirábamos y la criticábamos. Como dije, había un espíritu de grupo, y eso sumaba mucho también en el resultado editorial. Creo que esta manera colectiva de trabajo fue la que nos dio una especie de señal. Incluso con la gente con la cual no congeniábamos ideológicamente, teníamos discusiones políticas fuertísimas, pero en el momento de laburar, no entraban en el hacer cotidiano. Pocas veces he visto eso.
Quemazones
Ese clima parece volver ahora en la entrevista, entre las anécdotas que Figueira y Toubes entrecruzan, siempre marcadas por la risa. Esta última sigue lamentando, por ejemplo, que colecciones preparadas hasta el último detalle no llegaron a salir por falta de dinero, aun cuando, por ejemplo, en su momento Piaget regaló sus derechos al Centro Editor.
Al acto de inauguración de hoy se sumará una charla debate, el próximo viernes 7 a las 19, también en el Centro Cultural de la Cooperación. Participarán Toubes, Moñino, Jorge Testero y Judith Gociol, una de las que ha investigado en profundidad la historia del CEAL y de su fundador, en libros como Boris Spivacow, el señor editor de América Latina. Mientras tanto, Memoria en llamas sigue itinerando y multiplicándose a medida que escuelas, universidades, bibliotecas, centros culturales, espacios de memoria, se enteran de la existencia de estas fotos y piden darla a conocer. Un paso próximo en esta historia es el de largometraje documental que Moñino ya está preproduciendo.
“El mismo día en que lo conocí, Ricardo me dio los negativos, con una generosidad total. ‘Tomá, si te sirven, usalos’, me dijo, sin más. Las fotos se empezaron a colgar y a medida que la gente se empezó a enterar, las empezaron a pedir para exponerlas. Y yo me convertí en una especie de curador improvisado de la obra de Ricardo, inventándole los epígrafes con cosas que me dijeron ellos”, cuenta Moñino. “Más allá del trabajo que pueda hacer yo o quien fuera que lo encare, lo que surge es también una necesidad de tener a mano esta historia, con todo el peso importante que tuvo el CEAL. La gente hoy quiere conocerla, quiere saber qué fue el CEAL y por qué en un momento de la historia de este país, hubo interés en que eso no fuera más”, advierte.
Hubo algo, “una conexión causal”, advierte Toubes, que hizo que toda esta historia saliera a la luz, creciera y se ramificara cada vez más. El Grupo La Grieta de La Plata, por ejemplo, realizó un trabajo de reconstrucción entre los vecinos de Sarandí, y se encontró con uno que asegura haber hecho caso al consejo de Amanda (“Afanenlos, afanenlos”) y haber guardado algunos libros en su casa. Cuántas historias como ésta quedan por contar, es algo que resta conocer.
Las 29 fotos que integran la muestra Memoria en llamas son del pasado, y son del presente. Así lo dice Toubes: “Yo creo que hay otras quemazones. Otras fogatas terribles. La desocupación de la gente, la miserabilidad actual… El mejor ejemplo es lo que están haciendo con los docentes. Los maestros representan hoy el ejemplo más claro de este gobierno: hay que destruir la escuela pública. Y hay algo más, la gran deuda externa que vuelve a aparecer, la reventada en los barrios, el llamado a las fuerzas de seguridad, la gente pidiendo más policía y no más escuelas y más hospitales… Es la revancha. Una revancha social de estos gerentes, que es la nueva cara de la represión. Esa es hoy la gran quemazón de este país.
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SON 30.000 A 41 AÑOS DEL GOLPE
Los organismos de Derechos Humanos convocaron a Plaza de Mayo en defensa de las políticas de Memoria, Verdad y Justicia amenazadas por el actual rumbo oficial. En el centro de los reclamos están la libertad de Milagro Sala, el repudio al modelo de ajuste económico y a los avances negacionistas desde el Estado.
Una marcha para frenar los retrocesos
“El mismo plan económico, la misma lucha. Paremos la miseria planificada”, es una de las consignas de la movilización, que será también respuesta a las voces negacionistas y al retiro del Estado de las políticas de Memoria, Verdad y Justicia.
Por Alejandra Dandan y Victoria Ginzberg
Detrás de la bandera de los desaparecidos en manos de integrantes de organismos de derechos humanos, avanzará hoy por avenida de Mayo, en primera línea, el Comité por la Libertad de Milagro Sala. Esa será una de las consigna centrales de la marcha de este 41 aniversario del último golpe de Estado. Lo seguirán las columnas sindicales, el movimiento obrero con protagonismo de las juventudes de la CGT, que también tuvo un lugar central el año pasado, tras las primeras olas de despidos del gobierno de Mauricio Macri. “El mismo plan económico, la misma lucha. Paremos la miseria planificada”, es la consigna principal de las Madres de Plaza de Mayo línea fundadora, Abuelas de Plaza de Mayo, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas e HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). Se trata de un reclamo contra la reimplantación de un modelo de exclusión que perciben como continuador del impuesto por José Alfredo Martínez de Hoz y, a la vez, un homenaje al escritor y periodista Rodolfo Walsh, de cuyo secuestro se cumplen mañana 40 años. Otro de los mensajes importantes de la jornada es la reivindicación de los 30 mil desaparecidos y la reafirmación de que aquí se cometió un genocidio. Es la respuesta a la avanzada que quiere destruir los consensos sociales acerca de lo que significó el terrorismo de Estado, en un contexto de retiro del Estado del proceso de Memoria, Verdad y Justicia y cuando el país vuelve a ser convocado por los organismos internacionales defensores de los derechos humanos no ya como modelo, sino para rendir cuentas de detenidos políticos y de la criminalización de líderes sociales y gremiales.
A un año y tres meses del gobierno de Cambiemos, las convocatorias de este 24 de marzo (Madres, Abuelas, Familiares e HIJOS convocan a las 14 a Plaza de Mayo y organizaciones de izquierda y el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia a las 15 a Congreso) aparecen como respuesta a las políticas públicas del gobierno en el amplio campo de vulneración de derechos. También como un escenario que se afilia a las enormes movilizaciones de los últimos meses, pero que muestra una dinámica propia del movimiento de derechos humanos. Para algunos, hay un proceso que está instalado en la sociedad, que tiene muchos años, está consolidado y por eso no tiene marcha atrás. Pero también hay un movimiento que sale a la calle para sostener lo que hasta ahora parecía etapa superada pero ahora peligra: la institucionalización del proceso de justicia y las políticas públicas del Estado en ese área.
“Hay una sensación de vuelta a los primeros tiempos”, dice Jorge Auat, titular de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad. “Cuando los organismos de derechos humanos vuelven a necesitar la calle para instalar un reclamo que parecía cerrado aparece una bisagra que habla de que cómo esto salió de la agenda del gobierno”.
Ese diálogo entre el retraimiento del Estado y la calle, también en el campo de los derechos humanos, es una marca del presente. Pablo Llonto, del colectivo de abogados de lesa humanidad Mario Bosch, explica que allí hay un punto esperanzador. “Quieren joder, pero no pueden. Los juicios siguen. Las investigaciones siguen, hay más genocidas denunciandos, pistas para buscar desaparecidos y nietos. Es cierto que a todo esto quieren ponerle un pie encima, pero los intentos de quienes prueban distintas herramientas para frenar a los juicios, fracasan. Ya sea que se llame resistencia o por el mantenimiento firme de las familias, de los querellantes, de los periodistas, como aquella reacción de los trabajadores del diario La Nación cuando repudiaron el editorial que exigía el fin de los juicios. Las plazas, las marchas, las baldosas y las marcas que siguen haciéndose. Eso lo van a querer frenar, pero evidentemente no han podido”.
Episodios como la marcha atrás del Gobierno con el DNU que trasformaba el 24 de marzo en un feriado turístico parecen mostrar que hay ciertos grandes pisos de consensos que son aún más grandes de lo que se perciben. En eso piensa Gastón Chillier, director del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), cuando menciona la rebelión de intendentes, gobernadores y hasta de voces dentro de la propia alianza de gobierno. “En ese episodio se vio que hay muchos anticuerpos que generó el movimiento de derechos humanos, pero también toda la sociedad – dice– Hay pisos muy altos y consolidados de consenso de la sociedad argentina, pero también hay un reconocimiento de la comunidad internacional sobre Argentina por este proceso. Eso quedó muy claro para el propio gobierno el año pasado con la visita de Barack Obama cuando Macri tuvo que salir a las corridas a organizar una reunión con los organismos. La clase política también es consciente de eso” (ver página 4).
Para atrás
Si una de los datos centrales del ciclo que concluyó en diciembre de 2015 fue el de un alineamiento de los tres poderes del Estado en el impulso de las políticas de Memoria, Verdad y Justicia, lo que siguió es un franco retroceso. Las políticas públicas en esa línea salieron de la agenda, o en el mejor de los casos permanecen en estado marginal.
Entre diciembre 2015 y marzo de 2016, el Ejecutivo desmanteló el área de derechos humanos del Banco Central encargada de investigar el sistema financiero de la dictadura; las tres divisiones de la Dirección Nacional de Derechos Humanos del Ministerio de Seguridad: coordinación de huellas, el Grupo Especial de asistencia para casos de apropiación de niños y luego el área de asistencia a la Justicia en la investigación de documentos de Prefectura, Gendarmería y Policía, con aportes centrales en las causas judiciales como “vuelos de la muerte”. Los Equipos Especiales de Archivos de las Fuerzas Armadas del Ministerio de Defensa –con 10 de los 13 trabajadores originales– no se desarmaron pero no pudieron desclasificar un sólo fondo documental en 2016, no pudieron actualizar la página de archivos abiertos, no realizaron publicaciones ni difusión y no contaron con insumos mínimos para la digitalización de archivos. Los contratos de varios trabajadores vencen el 31 de marzo y aún no saben si continuarán. El desmantelamiento de las áreas de investigación tuvo correlatos. El expediente por la candidatura del Museo Sitio de Memoria ESMA a Patrimonio Histórico de la Humanidad de la Unesco estuvo en un cajón detenido entre febrero y octubre. El Ejecutivo no entregó partidas para la preservación del edificio ordenada por la justicia, dado que es prueba judicial. En el espacio de los juicios, la secretaría de Derechos Humanos mantuvo sus querellas en distintas causas, pero se retiró de algunos expedientes emblemáticos: impulsora de la causa Papel Prensa, dispuso no apelar la decisión del juez Julián Ercolini que sobreseyó a Héctor Magnetto, Ernestina Herrera de Noble y, entre otros, Bartolomé Mitre. Las primeras líneas del gobierno alentaron los arrestos domiciliario de represores que estaban detenidos en cárceles comunes. Se derogó el decreto que prohibió la atención de represores en los hospitales militares y volvió a habilitar la Unidad 34 de Campo de Mayo, ubicada en un predio del Ejército, considerado parte del sistema de cárceles especiales que años atrás provocaron la fuga de detenidos. El programa de protección de testigos quedó a cargo de un subteniente de Caballería del Ejército. Y hubo encuentros no difundidos de funcionarios con las asociaciones que piden impunidad para los represores.
También es cierto que a pedido de los organismos de derechos humanos el gobierno obtuvo el acceso a parte de los archivos de inteligencia de Estados Unidos cuyo análisis aún no arroja resultados significativos y archivos de Francia. Que la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi), creada durante el gobierno de Carlos Menem a instancias de Abuelas de Plaza de Mayo, continúa con su trabajo. Pero uno de los datos de mayor preocupación está en el plano del discurso. Con un presidente que habla de “guerra sucia” y al que nunca se le escuchó en público pronunciar la palabra “desaparecidos”. Con un regreso a conceptos pre Juicio a las Juntas. Con Darío Lopérfido y Juan José Gómez Centurión, dos funcionarios, como símbolos del intento de impugnar que la última dictadura planificó y ejecutó un plan sistemático de desaparición de personas y de apropiación de niños. Como puntas de lanza, junto con algunos comunicadores, de la tarea de desprestigiar a Madres, Abuelas y Familiares y otros referentes de organismos de derechos humanos, que son las voces que representan al país ante el mundo, una constante desde 1983 hasta hoy, más allá de cualquier gobierno. En esa línea, también se asienta el peso simbólico del desfile del 9 de Julio con los militares carapitandas. Escenas que suelen concluir con un funcionario que hace la exégesis del Presidente (o de otro funcionario) y corrige lo incorregible.
“El negacionismo es la batalla cultural más importante de los próximos tiempos. Existe un mecanismo de des-historizar al servicio del presente: aquello aparece como una exacerbación de la grieta, un problema de intolerancia entre argentinos, cuando en realidad la dictadura no fue producto de la intolerancia sino una respuesta impiadosa del imperialismo para detener la avanzada de una lucha por otro país y otra región”, dice Adriana Taboada, de la Comisión de Familiares de Zona Norte.
Antídotos
Uno dato de este año fue el cambio en la dinámica de comunicación entre actores del proceso de Memoria, Verdad y Justicia. La mesa de organismos de derechos humanos, con trece organizaciones, comenzó a reunirse el año pasado, primero mensualmente y luego semanalmente. Diseñaron una red de comunicación de correo para tener a mano mecanismos de consensos rápidos y respuestas inmediatas ante las malas noticias. Las y los abogados de las causas de lesa humanidad se organizaron en 2011 como colectivo, pero en 2016 comenzaron a organizar un modo de datar los retrocesos y presentaron por primera vez un informe a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para pedir una audiencia “ante el nuevo escenario político tras la asunción del nuevo gobierno nacional (en el que) se advierten algunas luces de alarma y preocupación que no pueden dejar de señalarse y corregirse”. También catorce autoridades de las secretarías de derechos humanos de distintas provincias generaron con un espacio para consensuar comunicados en clave de alerta. En ese universo, también puede pensarse al Comité por la Libertad de Milagro Sala, que nació en marzo de 2016 con un nombre que intentó situarla como detenida política y buscó pensarse como herramienta de comunicación en el escenario internacional.
“Hay cuestiones simbólicas, como el desfile del 9 de julio, que al mismo tiempo reflejan las posiciones de lo que no se ve, que es una política de Estado que marque el rumbo sobre el proceso de Memoria, Justicia y Memoria. Pero ante esa falta, hay intersticios. No hay posición única en el Poder Ejecutivo. Y en ese sentido, el principal activo de estas políticas es el consenso social. Es la línea sobre la cual la sociedad argentina decidió trazarla y no retroceder”, asegura Chillier.
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El estado de los juicios por crímenes de lesa humanidad
En tribunales, claroscuros
Por Alejandra Dandan y Victoria Ginzberg
Dentro de la dimensión judicial hay que decir que los juicios siguen en marcha. Y continúa un proceso que expandió las fronteras temporales de la dictadura con condenas por crímenes previos a 1976, como en Mar del Plata. Concluyó el juicio del Plan Cóndor, que dictamino por primera vez a nivel jurídico la existencia de una asociación criminal entre los países de la región y concluyó el juicio de La Perla con 28 condenas a perpetua y una movilización histórica en las calles. También se condenó a Marcos Levin, primer empresario juzgado por su responsabilidad con la dictadura. Pero pese a los avances, los últimos años muestran también retrocesos pronunciados y preocupantes. La Cámara de Casación Penal anuló las condenas del juicio por la masacre de Capilla del Rosario en Catamarca con un fallo que justificó los crímenes con el regreso de la teoría de los excesos. Otra resolución suspendió un juicio oral ya en marcha Santiago del Estero en el que se juzgaban por primera vez a integrantes del poder judicial provincial.
“Aparecen votos de jueces que absuelven e imponen miradas casi justificatorias del terrorismo de Estado o hasta criterios que en rigor responsabilizan a las víctimas en los crímenes que sufrieron. Se dio, por ejemplo, en el caso de la apropiación de Manuel Gonçalves, donde se responsabiliza a su madre”, dice Alan Iud, abogado de Abuelas de Plaza de Mayo.
La dimensión de la responsabilidad económica es la más atrasada. El juez Julián Ercolini ordeno el sobreseimiento de los imputados de Papel Prensa. En diciembre, además, se suspendió nuevamente el inicio del juicio por los trabajadores de la Ford, una investigación que se inició en 2003. La postergación llegó incluso luego de que un acuerdo de la Cámara de Casación dispusiera que los jueces del Tribunal Oral Federal 1 de San Martín sigan exclusivamente las causas de lesa humanidad. Los jueces se pusieron en pie de guerra. Y ante la nueva presidencia dijeron que preferían seguir también con otros juicios. Esta semana, Casación les reclamó que pongan fecha de inicio del juicio. La jurisdicción es en este momento una de los más conflictivas: tiene 21 causas que esperan el juicio.
Los dos últimos informes de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, de diciembre y marzo, muestran una desaceleración de los juicios. Hubo menor cantidad de sentencias y por consiguiente de nuevos imputados sentenciados por año, mayor cantidad de excarcelaciones o de detenciones bajo la modalidad de arresto domiciliario, una tendencia notada en diciembre de 2016 que se profundiza a marzo de este año. La falta de jueces para abastecer tribunales en procesos que siguen activos porque cada juicio produce nuevas pruebas y nuevos imputados, ha generado además un cuello de botella con investigaciones más lentas. Actualmente son mas los imputados libres (1149) que los detenidos (1044). Entre los detenidos, el 48 por ciento (518) está en arresto domiciliario y otros 455 se encuentran en cárceles del servicio penitenciario federal o provincial.
Los juicios registraron una baja en los ritmos. En algunos casos por menos cantidad de audiencias o jornadas de menos horas, como ESMA Unificada, una megacausa que lleva cuatro años de debate en el que aún no se avisora fecha de sentencia. “Sólo el 25 por ciento de aquellos que han sido condenados (un total de 187) tienen al menos una de sus sentencias firme. En el caso de los absueltos, el porcentaje de firmes es 17 por ciento (13 imputados)”, indicó la Procuraduría en el informe. “Cabe señalar -agregó– que el desaceleramiento del proceso de justicia resulta particularmente preocupante pues, a medida que transcurre el tiempo, aumenta considerablemente el número de fallecidos, por tratarse de un proceso de justicia que está teniendo lugar a 40 años de los hechos, en el que la mayoría de los actores centrales (testigos, víctimas e imputados) tienen edad avanzada. Además del desaceleramiento del proceso de justicia, sigue siendo uno de los principales desafíos avanzar en la imputación penal de civiles que fueron responsables de delitos de lesa humanidad, en particular de empresarios y funcionarios judiciales”.
El cuestionamiento alcanza también a los integrantes de una Corte que lideró un proceso de justicia modelo en el mundo y en 2008 creó la Comisión Interpoderes para monitorear y acelerar las causas. Pese a que existió una reunión en septiembre, la Comisión Intepoderes está praæticamente desactivada. Los jueces no generaron aún un programa para planificar el modo de continuar con los juicios, uno de los reclamos de los organismos. Ni aceleraron el ritmo de revisiones de sentencias. Recién esta semana, en vísperas de un nuevo aniversario del golpe de Estado, la Corte pidió a Casación un informe sobre el estado de los expedientes de lesa humanidad. Y confirmó dos sentencias. En ese contexto, también preocupa que hasta aquí, la más importante decisión de la nueva composición de la Corte respecto de las causas vinculadas a represores es un fallo que estrictamente no está vinculado con este universo de expedientes pero generó alarma entre abogados y especialistas en derechos humanos. Fue la resolución dictada en el caso Fontevecchia, en el que los jueces Ricardo Lorenzetti, Elena Higthon, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz aseguraron que los tribunales locales no están obligados a cumplir un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Sólo Juan Carlos Maqueda respetó la jurisprudencia de esa misma Corte (con su anterior composición), que señalaba la responsabilidad internacional del Estado en materia de derechos humanos. El fallo fue leído en clave de Milagro Sala, ya que su detención está siendo impugnada por organismos internacionales, pero le sirvió de argumento al defensor de Santiago Omar Riveros, en el último juicio de San Martín, para pedir la anulación de todo el proceso, algo que no fue concedido por el tribunal.
“Es responsabilidad de la Corte evitar un escenario como el de 2007 y 2008, cuando el entonces juez de Casación Alfredo Bisordi frenaba todos los juicios. Una buena noticia fue que en el oficio que mandaron a Casación esta semana pidiendo informes firmaron los cinco jueces. Pero la Corte tiene que fijar los criterios y delimitar el alcance preciso de la actuación de Casación, revocando aquellos fallos donde se tomaron decisiones que estaban vedadas para ese tribunal, porque no eran materia de recursos. O revocando los fallos que fijen criterios que apunten a responsabilizar a las víctimas en vez de los victimarios, como es el caso de la masacre de Capilla del Rosario”, dice Iud.