Sobre los archivos Berrutti (2)

El cotidiano LA DIARIA, ofrece una serie de artículos encabezados por el títulos: LOS ARCHIVOS BERRUTTiarchivdiaria

Ramiro Alonso

Los archivos Berrutti

El viernes de la semana pasada, el semanario Brecha anunció que había liberado los llamados “archivos Berrutti”: aproximadamente 14.000 documentos elaborados por los servicios de inteligencia que prueban que los militares siguieron espiando a centenas de ciudadanos aún después de la restauración democrática.

archivos Los documentos, que fueron colgados en un servidor abierto, exponen los nombres de las personas espiadas, pero no la de los agentes que los espiaban.

Entre otras polémicas desatadas por la decisión de Brecha de difundir información considerada secreta, hubo diferencias entre los académicos dedicados al trabajo con archivos del pasado reciente.

Aquí, las visiones de los historiadores Vania Markarian, Nicolás Duffau, Carla Larrobla e Isabel Wschebor.

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Por qué sí, pero así no

Nicolás Duffau

Se llamaba Manuel Mena y fue tío de Javier Cercas. Formaba parte de los Tiradores de Ifni, un grupo de elite del autodenominado ejército “nacional” durante la Guerra Civil española. No llegó a cumplir 20 años. Murió en la batalla del Ebro. Es el personaje principal de El monarca de las sombras, última novela de Cercas.

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En Ibahernando, pueblo del que Mena era originario, se recuerda que era falangista; así figura en los pocos documentos (escritos y fotográficos) que se preservan. Sin embargo, Cercas demuestra que la biografía de Mena es más compleja. Que la historia de los que fueron y han sido acusados de “rojos” o “fachas” no resulta tan lineal como parece. Cercas toma los pocos testimonios que mencionan a Mena y no revive los acontecimientos, no intenta mostrar la historia tal cual ocurrió, sino que hace lo que haría cualquier historiador: problematiza una situación y para ello desconfía de los documentos, plantea que todo lo que allí figura es una construcción de quienes elaboraron ese material e intenta conocer la procedencia de esa información. En los documentos Mena seguía siendo un falangista, esa marca era indeleble sólo por figurar en documentación histórica.

Fue inevitable pensar en la historia de Mena cuando leí la noticia de la publicación por parte de Brecha de 14.000 de los tres millones de documentos que formarían parte del llamado “archivo Berrutti”, buena parte de ellos generados en contextos de espionaje, delación o seguimiento de personas. Ni bien esos documentos estuvieron en línea me resultó imposible resistir la “tentación del archivo” y pasé horas leyendo. El criterio de poner en línea ese enorme volumen de documentación (pero ínfimo en relación con lo que sería todo el cuerpo documental) acarrea algunas dificultades. La publicación de 14.000 documentos sin una explicación mínima (sin saber cómo el semanario accedió a las microfilmaciones), sin un contexto capaz de advertir quién generó esa información, por qué y para qué, poco ayuda a entender e interpretar los acontecimientos. Estoy de acuerdo con que esa documentación sea, en algún momento, pública, pero no con la divulgación masiva de información sensible sin un criterio mínimo que permita explicar la “biografía” de esos documentos. Porque allí aparecen nombres de personas cuyas vidas fueron espiadas, cuyas prácticas fueron escrutadas y se les atribuye prácticas, conductas, formas de pensar, que eventualmente no tuvieron. Como Mena, pueden portar una marca indeleble, un mero rótulo.

Sin embargo, esta divulgación masiva de documentos es una extraordinaria oportunidad para comenzar a debatir acerca de los archivos en Uruguay y en particular sobre la situación de la información del pasado reciente. Y cuando me refiero a la situación, aludo directamente a la cuestión política del archivo, a las políticas de archivo o a su ausencia. La preservación y el acceso a determinada documentación es, claramente, un problema técnico, pero es, al mismo tiempo, político: una política de archivo (o su ausencia) es también una de memoria, la legitimación de un relato histórico. Jacques Derrida sostuvo, en un trabajo en el que reflexionaba sobre los arcontes y la construcción del archivo, que la calidad democrática de una sociedad se podría medir por el acceso que esa misma sociedad tiene a los documentos históricos. En Uruguay las políticas de archivo con relación al pasado reciente han estado matrizadas por la negativa al acceso, por el silencio, por una suerte de secretismo.

Los documentos que publicó Brecha constatan el espionaje político en democracia. Pero 14.000 de tres millones de documentos no ayudan a entender, porque faltan 2.986.000 folios que también colaborarían a explicar un contexto. ¿Qué pasa si esa misma documentación entra en contradicción? ¿Qué pasa si en la información que publicó Brecha, y que se usa para una nota de prensa, se dice algo que luego se desdice en otro informe? ¿Qué ocurre si hay errores en esa documentación? ¿Qué pasa si alguien queda asociado a una corriente, figura como informante o tiene una conducta que hoy podríamos considerar condenable? Mucho peor aun si tenemos en cuenta que buena parte de esa documentación pudo haber sido utilizada para presionar a las personas involucradas.

Se ha planteado que la decisión de Brecha de publicar esta información radica en visibilizar la producción de información en forma ilegal, pero una cosa es denunciar esa situación (algo que comparto) y poner la información a a disposición de quienes quieran consultarla, y otra distinta es hacerla accesible sin establecer criterios transparentes para esas consultas o sin corroborar la verificabilidad de esas fuentes y aportar a la reparación del daño a esas víctimas. Si no fuera así, no colaboraría a entender por qué hay grupos militares (o policiales o civiles) que espían a personas o colectivos en democracia.

Si la decisión de publicar estos documentos abre un debate sobre el acceso a los archivos en Uruguay y contribuye a la generación de criterios transparentes sobre el paradero y acceso a información sensible, bienvenida sea. Por el contrario, estamos en una situación muy delicada y esa misma información puede disparar notas de color que expongan a víctimas a situaciones que las revictimicen, puede favorecer que la información sea utilizada con cualquier propósito y no contribuya en nada a explicar un contexto histórico.

El problema sobre el acceso a los archivos y la necesidad de contar con protocolos sin resentir el derecho de los ciudadanos al conocimiento de documentación que es pública o los menciona no se va a saldar subiendo a la web en forma masiva los mismos documentos que han permanecido ocultos. Ante esta situación el objetivo sigue siendo fijar criterios comunes entre todos los interesados en este tipo de documentación para darle un tratamiento adecuado que permita su accesibilidad. Es un problema del patrimonio documental, de los archivólogos, de los historiadores, pero también de la ciudadanía y, por ende, un problema de nuestra vida democrática.

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Brechaleaks: La culpa no es sólo del chancho

Vania Markarian

No puedo defender esta forma de dar difusión a documentos que contienen información sobre la vida privada de cientos de personas. Pero trataré de analizar cómo llegamos a esta situación.

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Ministra de Defensa Nacional Azucena Berrutti

 

Los rollos. En 2006 se localizó, por gestión de la entonces ministra de Defensa Nacional, Azucena Berrutti, una serie de armarios con rollos de microfilm en una sede militar. No los llamaré “archivos Berrutti” para no ofender a la ex ministra, seguramente la de actitud más clara y valiente con respecto a la documentación producida por esa cartera durante la última dictadura. Aunque el procesamiento se realizó casi en total secreto y sin dar a conocer sus criterios básicos, poco a poco se fue filtrando que se trataba principalmente de materiales generados o recolectados por agencias de inteligencia militar durante el período autoritario

Su amparo. En 2009, por previa decisión de la misma Berrutti, los rollos de microfilm y su copia digital fueron trasladados para custodia al Archivo General de la Nación (AGN), donde en 2011 se pusieron bajo reserva por un año. Esto quiere decir que, por ese lapso, los documentos estarían disponibles para los directamente involucrados mediante pedido expreso de ellos, sus familiares o apoderados, y permanecerían abiertos sin restricciones para la Justicia y otras investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos. Estas decisiones se ampararon en el marco normativo vigente y se tomaron mediante consulta formal a la Unidad de Acceso a la Información Pública (UAIP) dependiente de Presidencia de la República.

Otra copia digital. Bajo ese mismo amparo, una segunda copia de esos documentos fue entregada a la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, también dependiente de Presidencia, donde trabajaba un equipo de investigadores contratado por convenio con la Universidad de la República. En ese momento, el grupo se dedicaba a atender pedidos de información originados en causas judiciales. Para ese entonces, era claro que las fechas extremas de la documentación trascendían ampliamente el tramo autoritario.

Más cajas. Por otro lado, en 2015 se incautó, en el contexto de una causa por desaparición forzada, un gran volumen de documentación en el domicilio del militar fallecido Elmar Castiglioni. Todavía se sabe poco sobre el contenido y la procedencia exacta de esos documentos, que permanecen en el ámbito del Poder Judicial. En 2016, luego de varios trascendidos sobre el tenor de los materiales incautados, se creó una comisión investigadora parlamentaria para dilucidar sus orígenes e implicancias y, fundamentalmente, establecer responsabilidades por lo que parecían revelar respecto del mantenimiento de un sistema de espionaje ilegal luego del fin de la dictadura.

Una comisión investigadora. Hasta donde entiendo, esa comisión no pudo hasta el momento acceder a los mismos documentos que motivaron su creación. En aras de avanzar con su mandato, solicitó y obtuvo del AGN un informe detallado sobre el contenido de los rollos de microfilm antes mencionados (los que me rehúso a llamar “archivos Berrutti”). Los legisladores pensaban, supongo, que ese insumo podría ayudarlos a comprender las actividades ilegales de vigilancia y control social en democracia, aparentemente registradas en el “archivo Castiglioni” (el nombre vale, en este caso, porque se trata de quien recolectó los documentos).

El periodista. Paralelamente, comenzaron a aparecer (primero en el semanario Brecha, con la firma de Samuel Blixen, y luego en otros medios) notas que hablaban de la documentación microfilmada y transcribían fragmentos sin referencias claras sobre su procedencia. Su selección e interpretación corría por cuenta de los firmantes de los artículos.

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Muchos los acusaron de tendenciosos y sensacionalistas. En el caso de Blixen, las quejas derivaron en una suerte de ventilación de renovadas querellas internas de la izquierda. Lo cierto es que, sin poder contrastar públicamente sus conclusiones, la operación de difusión fragmentaria se parecía bastante a una campaña de denuncia sobre el manejo posiblemente arbitrario de la información por parte de quienes habían accedido hasta entonces a ella (el equipo de universitarios que trabajaba en Presidencia). En ese contexto, el semanario decidió, la semana pasada, publicar en la web toda la documentación que el periodista decía poseer. Lo hizo sin ningún filtro ni tachadura y, de nuevo, sin dar cuenta de la forma en que se obtuvo.

La polémica. La verdad es que el asunto no despertó el revuelo que podía esperarse, si exceptuamos las diatribas y alegatos que se publicaron en las redes sociales. Me atengo, en esto, a lo que dicen quienes siguen esos foros. A la diaria, por ejemplo, le llevó una semana entera dar cuenta del asunto. No sé las razones de esta omisión. ¿Crítica basada en lo que se asume como ética periodística y manejo de las fuentes? ¿Defensa de lo actuado hasta entonces en el ámbito del Estado? ¿Desconocimiento sobre las derivaciones del asunto en términos de acceso a la información pública?

Los historiadores. No puedo responder a esas preguntas. Quiero, sí, decir un par de cosas sobre este asunto ubicándome en el campo académico de la historia reciente, con todas las indefiniciones y tensiones propias del cruce que le es consustancial entre las reglas de un oficio centenario y sus implicancias políticas en el presente. En Uruguay, como he analizado en otras ocasiones, ese campo se terminó de conformar en estrecha relación con las políticas de “verdad y justicia” implementadas por los gobiernos del Frente Amplio a partir de 2005. Esto no es un defecto ni una virtud. Es la historia de la consolidación de unas prioridades de investigación y unos espacios institucionales que no siempre se desmarcaron de los reclamos de las víctimas y las urgencias políticas de diversos grupos de interés. En ese marco, algunos historiadores aportaron (aportamos) información útil para causas judiciales y políticas de memoria, mientras otros buceaban (buceábamos) en los repositorios documentales para ir generando preguntas e interpretaciones dirigidas a la comprensión global de ese pasado en relación al estado de nuestro desarrollo historiográfico.

Los archivos. En ambos sentidos, vale la pena aclarar que los archivos no deberían concebirse como tributarios de ciertas agendas académicas, políticas o periodísticas, y mucho menos habilitarse como cotos de caza para unas pocas causas determinadas, por más nobles que parezcan. Los archivos, no sólo los del pasado reciente, son artefactos culturales complejos: el resultado de procedimientos técnicos normalizados por especialistas y el producto de procesos sociales contingentes de selección y valoración. Por lo tanto, no contienen “la verdad”, sino una forma de esta: la de las condiciones de producción de cada documento y las de su consignación como materiales de archivo. En el caso que nos convoca, estas condiciones son, simple y llanamente, las del espionaje ilegal de ciudadanos por parte de un Estado democrático mediante procedimientos asentados prolijamente en miles de hojas conservadas en un edificio militar. Es un crimen grave.

El chancho. Es imprescindible y urgente que las autoridades competentes se ocupen de esta situación y garanticen la integridad y la transparencia del manejo de la documentación oficial. Sin eso, seguiremos asistiendo a procedimientos como el que estamos analizando. Estaremos también comprometiendo la función esencial y más perdurable de los archivos públicos, que no es otra que permitir la recreación crítica de las memorias y las historias que cada nueva generación recibe como legado de las anteriores. Por eso, lo del título: en esta ocasión, como en tantas otras, la culpa no es solamente del chancho, sino también de quienes le rascan el lomo.

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Detrás de los “Berrutti Papers”

Isabel Wschebor Pellegrino

Hace varios años, el periodista Samuel Blixen denunció la existencia de archivos de la inteligencia militar montados a partir de un sistema de informantes. La publicación de la semana pasada constituiría, entonces, la confirmación de sus hipótesis. En los meses previos, Blixen había publicado diversos artículos en los que hacía referencias fragmentarias a estos hechos. Tanto en los artículos con informaciones parciales como en el caso de los materiales puestos en línea la semana pasada, se trata de documentos producidos por el Estado, que se encuentran en situación de reserva y, por ese motivo, tampoco conocemos cuál fue el mecanismo de acceso por parte del periodista.

Otro de los asuntos denunciados por Blixen desde hace varios años refería a la existencia de otro archivo en la casa del fallecido coronel Elmar Castiglioni, cuestión que también fue confirmada en octubre de 2015 tras su incautación por la Justicia. En cualquiera de los dos casos, se trata de asuntos denunciados por este periodista mucho tiempo atrás y que siempre generaron ciertos niveles de suspicacia en buena parte de la comunidad implicada con dichas investigaciones.

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Los motivos de intriga y confusión están posiblemente asociados a que los mecanismos de acceso establecidos por el Estado desde mediados de la década de 2000 son de carácter discrecional. Esto genera un ambiente de opacidad y falta de transparencia que se traduce en la forma en que estos son utilizados en publicaciones de diverso tipo.

Me permito, entonces, realizar algunas aclaraciones sobre ciertos términos que vulgarmente se utilizan de manera equivocada y que refieren a la actividad de identificación y puesta en acceso de los archivos públicos.

Como bien lo aclara el semanario, estos documentos son las copias de una porción de las digitalizaciones del archivo. Se trata de copias que este medio obtuvo por fuentes no conocidas públicamente. Por lo tanto, si bien pueden ser de gran utilidad para el conocimiento del pasado más reciente, develando aspectos de la vida institucional que no precisamente nos enaltecen como país, su utilización ante la Justicia debe contar con la debida legalización por parte de los organismos que efectivamente son custodios de esta documentación en la actualidad.

Se trata entonces de una pequeña porción del archivo lacrado y trasladado a pedido de la ministra de Defensa Nacional Azucena Berrutti en 2006, desde los dependencias de la inteligencia militar a la Secretaría del Ministerio de Defensa Nacional.

Con el traslado de este archivo, se produjo –hace una década– la primera sistematización de documentos producidos en dependencias militares, referidos a actividades de inteligencia y seguimiento de las personas durante el pasado reciente.

Hasta el momento en que Berrutti identificó este acervo documental, todas las autoridades habían insistido en que los archivos habían sido destruidos y quemados, no siendo posible contar con documentación sobre el período en este tipo de dependencias.

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Se trataba de rollos de microfilms con copias de documentos producidos por diferentes dependencias de la inteligencia militar desde los inicios de la década de 1970 hasta la década de 1990. Por orden de la ministra, la documentación fue digitalizada en forma íntegra. Los trabajos culminaron durante el mandato de su continuador, José Bayardi, quien en 2008 entregó los materiales tal y como se había programado. La colección completa de materiales analógicos fue trasladada al Archivo General de la Nación, junto con una copia del archivo ya digitalizado para su conservación en una bóveda específica. Otra copia quedó bajo custodia del Ministerio de Defensa Nacional y la tercera fue entregada a Presidencia de la República para el cumplimiento de las actividades de investigación encomendadas a la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente.

Estos fondos documentales permanecieron bajo reserva debido a los mecanismos de acceso discrecional establecidos por el Poder Ejecutivo mencionados anteriormente. No se trata de archivos que estén comprendidos en la legislación amparada por la Ley de Protección de Datos Personales, porque la recolección de informaciones sobre personas fue hecha de forma ilegal e ilegítima.

Como la desclasificación de documentos de archivo en Uruguay constituye un asunto de orden general y no refiere específicamente a los archivos producidos en el pasado reciente, me permito citar comentarios de José Pedro Barrán en 2001, en relación a un proyecto sobre los archivos del movimiento sindical, dirigido por Rodolfo Porrini y del cual fui partícipe. Si bien Barrán celebró la iniciativa, con su espíritu crítico indoblegable nos aclaró que probablemente uno de los principales archivos para conocer a los trabajadores organizados era el de la Policía. Eran los documentos que mostraban al “otro”, considerado peligroso para el orden público, pero también brindaban informaciones sobre su existencia en el pasado y su significación para quienes construían un sentido común de lo que era el “orden público”. La hipótesis del profesor en relación al interés de los servicios de inteligencia por seguir a los trabajadores organizados se ha confirmado de forma sistemática con las desclasificaciones parciales conocidas en los últimos años.

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En aquel momento, el catedrático del Departamento de Historia del Uruguay, uno de los historiadores más prestigiosos en el país, comentó humildemente, en aquel subsuelo de la Facultad de Humanidades, que desde hacía muchos años solicitaban el acceso a los archivos de la Policía, principalmente los referidos a la década del 40, y los denegaban de forma sistemática. Señalo, por mi parte, que 17 años después los archivos de la DNII producidos en la década de 1940 siguen teniendo un acceso restringido.

En aquella oportunidad, el profesor Barrán también comentó que los archivos privados de personas con responsabilidades públicas constituyen en sí mismos documentación de interés para comprender diferentes dimensiones de la vida social en las que lo público y lo privado suelen confundirse. Mencionó en aquel entonces que el archivo personal de José Batlle y Ordóñez, el presidente de la República que había promovido las primeras medidas institucionales y legislativas a favor de las clases trabajadoras, se encontraba en poder de la familia y solo había sido consultado por un investigador extranjero. Aquellas palabras del profesor sobre los archivos privados de interés público y los archivos públicos que refieren a personas u organizaciones privadas resuenan en mi cabeza desde el viernes de la semana pasada.

También por aquellos años, 2005 o 2006, el ministro del Interior, José Díaz, había declarado la intención de convertir el archivo de la DNII en un archivo histórico, como señal política de que este tipo de seguimientos de las personas formarían parte de una etapa superada de la vida del país. Sería bueno retomar la discusión en estos términos.

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¿Buenas prácticas?

Por Carla Larrobla

buenaspracticas2Durante diez años formé parte del equipo de historiadores que llevó adelante las investigaciones sobre detenidos desaparecidos y asesinados políticos por responsabilidad del Estado. Podría decirse que el equipo tuvo un acceso privilegiado a determinados fondos documentales, ya que se trabajaba bajo el régimen de confidencialidad al tiempo que la investigación se enmarcaba dentro de Presidencia República en convenio con la Universidad de la República.

Fue en ese contexto que tuve mi primer acercamiento a la documentación que se califica de “sensible”. Si bien consultamos diversos archivos y fondos documentales, los más reveladores fueron aquellos producidos por los organismos de inteligencia del Estado uruguayo. Se trataba de diversos informes, fichas personales, actas de interrogatorios elaborados y difundidos por estos organismos. El objetivo de la revisión de esos documentos se orientaba a la reconstrucción de los operativos represivos que provocaron la desaparición o muerte de cientos de uruguayos, así como la confección de fichas personales que pudieran recuperar la trayectoria biográfica de la víctima y los caminos que se gestaron en torno a la búsqueda de verdad y justicia.

El acceso que tuvimos a lo que hoy se ha popularizado como el “archivo Berrutti” fueron los rollos que nos entregaron en formato de DVD y que contenían información sobre detenidos desaparecidos; en dichos casos eran informes que ya habíamos visto en el archivo de la DNII y que solían ser distribuidos entre distintos organismos militares y policiales. La novedad, en nuestro caso, fueron las fichas patronímicas o prontuarios confeccionados por el SID y por OCOA. No accedimos a todos los rollos, que quedaron en manos del Archivo General de la Nación; por lo tanto, en mi caso, desconocía los documentos que fueron difundidos por el semanario Brecha.

No es el asunto de esta nota dar cuenta de los criterios de trabajo que se desarrollaron para poder procesar la información y para poder divulgar documentación. Pero este se realizó teniendo presente el cuidado de datos nominativos y la normativa vigente. De todas formas, el acceso del equipo de historiadores a distintos fondos documentales ha sido objeto de críticas y polémicas, y más allá de la posición que cada uno pueda tener frente a este asunto, lo que se pone en el centro de la escena es la problemática que genera el acceso y la información que contienen los “archivos sensibles”.

La cuestión es que las condiciones, formas y criterios de acceso a la documentación sensible han sido objeto de diversos seminarios, encuentros, debates. Han opinado archiveros, historiadores, cientistas sociales, políticos, periodistas, agentes de la sociedad civil, víctimas de la represión. Se han promovido diversas instancias de discusión para llegar a consensos o criterios comunes. Sin ir más lejos, a fines del año pasado se realizó el seminario “Archivos y derechos humanos: aportes para las buenas prácticas”, con el objetivo de realizar una puesta a punto de la situación de los archivos y poner sobre la mesa, nuevamente, la discusión en torno al acceso a la documentación sensible en aras de lograr consensos que permitieran elaborar un protocolo nacional de acceso a la información. El seminario finalizó sin que esto pudiera ser posible, dando cuenta de las dificultades que representa este asunto y de las múltiples posiciones que existen al respecto.

De todas formas, más allá de mi opinión personal, existen organismos y leyes que se encargan de controlar la documentación y de determinar su accesibilidad. Y ellos deberán pronunciarse –o no– con respecto a este nuevo escenario que se abre frente a la divulgación masiva de documentos.

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Uno de las primeros interrogantes que se me plantean cuando veo “los rollos del MDN” colgados en la web, es cómo fue que se accedió a esa información. Porque más allá del impacto que genera el contenido, no puedo dejar de pensar en cómo alguien pudo atravesar la vigilancia de los “custodios del pasado” para obtener copias de esos rollos casi sagrados. No se trata de que se revele la fuente, se trata de que los criterios de seguridad que se suponían que existían en torno a determinada documentación han fallado.

Quizás esto sea una oportunidad para replantearnos, una vez más, pero en otro escenario, cómo podemos acceder todos a esa información. Porque el acceso, si se piensa como tal y en términos de democratizar la información, no puede darse a través de un medio de prensa y por medio de la voluntad de un periodista, y sin ningún tipo de criterio ni cuidado. Es eso último lo que me hace ruido y me conduce a pensar en que se trató de una práctica irresponsable.

Estoy convencida de que los archivos del Estado deben estar a disposición de los ciudadanos, y en muchos casos bajo la órbita de organismos que no sean los productores de dicha información. Si ya existen criterios legales que indican cuándo se puede hacer pública una documentación estatal y que establecen normas para el cuidado nominativo de los implicados, es hora de hacerlas cumplir. Y si están mal y obstaculizan, demos la discusión cuántas veces sean necesarias para modificarlas.

Hacer accesible una información no es simplemente “colgar” miles y miles de documentos en la web. El exceso de información sin un ordenamiento primario, sin una mínima precaución sobre qué y cómo se hace disponible no significa democratizar nada.

¿Para qué se han discutido leyes, condiciones de acceso, etcétera, si simplemente alcanza con difundir masivamente los documentos? ¿Por qué no lo hemos hecho antes, entonces? Todos los que accedimos, de una forma u otra, a este tipo de documentación, ¿por qué no la difundimos masivamente? Si aplaudimos esta práctica de divulgación, ¿qué nos pasó antes?

Varios hilos parecen cruzarse en esta madeja. En primer lugar, creo que hay un acuerdo medianamente consensuado acerca de que deben existir políticas claras para el acceso a la información. Que en el caso de aquella documentación considerada sensible debe generarse un equilibrio entre el derecho a su acceso y la protección de las personas involucradas. Que no se trata de un tema sencillo, pues no se han logrado acuerdos que permitan la elaboración de un protocolo general entre las diversas instituciones interesadas e involucradas.

O sea que se trata un problema que, hasta el momento, ninguno de los actores involucrados ha logrado resolver de una forma transparente y mucho menos que satisfaga a todos.

La vida de los otros

Otra cosa es lo que develan los documentos que fueron publicados. No sé si es una novedad, pero queda al descubierto cómo la red de vigilancia y control de la dictadura siguió operando en tiempos de democracia, y cómo debe seguir operando ahora, de forma más fluida, quizás, gracias a las tecnologías digitales y las redes sociales.

Estamos vigilados. No es una sorpresa. No sólo los sistemas totalitarios tienen la pretensión de poder absoluto sobre sus ciudadanos-súbditos. Nos dejamos vigilar, claro. Pero el asunto no es ese, no es descubrir que somos vigilados. Es constatar que quien nos vigilaba era un espía, era un infiltrado, era parte de la policía secreta. Era mi compañero, mi amiga, mi tío, era mi prima o aquel tipo que seducía a la audiencia con su encendido discurso. Estaba a mi lado, yo le di información. Y era un espía. Era un espía en democracia, ese era su trabajo, el tráfico de información.

Y estos documentos nos permiten espiar nuevamente a la víctima. Es abrir la puerta de “la vida de los otros”, es leer la vida privada ventilada en un documento perdido entre miles de documentos. Y ahí me surge la pregunta sobre si eso aporta. ¿A quién le aporta? ¿Este es un camino para acercarse a la “verdad”? ¿Qué verdad?

Podría revisarse todo el proceso que se llevó adelante con el archivo de la Stasi alemana. En dicha experiencia hay líneas interesantes de trabajo que pueden orientarnos sobre cómo trabajar con el desmantelamiento del espionaje estatal, sobre cómo proteger a las víctimas.

No me queda claro si la divulgación de esta documentación en las condiciones en que se realizó es democratizar la información, si es hacer accesible algo. No me queda claro si eso nos ayuda a avanzar en el conocimiento. No lo sé.

Insisto, los documentos deben ser públicos. Se deben buscar los mecanismos y protocolos para asegurar el acceso, pero también la protección de quienes fueron y vuelven a ser víctimas. Y para eso se ha legislado, mal o bien, pero existe normativa. Podemos eludirla claro, pero el tema es para qué.

 

 

 

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