Sobre “desaparecidos”

 Los desaparecidos y el embrutecimiento renovado

Por Marcia Collazo.

Estuve releyendo en estos días La fiesta del chivo. El chivo-demonio-diablo es el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, quien tiene un poco de todas las personalidades crueles y mesiánicas. En plena lectura de la novela de Mario Vargas Llosa fue que me enteré de la muerte de Carmen, la hija de Francisco Franco, y recordé la sostenida lucha que, por lo menos desde la muerte de este dictador, se viene librando en España y en muchos otros países para juzgar a los culpables de los delitos de lesa humanidad y, más que nada, identificar a los miles y miles de desaparecidos de la guerra civil y del subsiguiente régimen franquista.

En estos meses, días y horas en que parece haber resurgido con fuerza inusitada el fantasma de esa dictadura y sus horrores, se levanta también de las cenizas del olvido un escritor español del que pocos, por desgracia, han escuchado hablar: se llama Arturo Barea y dejó escritas páginas que permanecen llenas de actualidad y de vigencia, al punto que Gabriel García Márquez llegó a decir que su libro La forja de un rebelde (parte de la trilogía conformada por La forjaLa ruta y La llama) es uno de los diez mejores libros escritos en España después de la guerra civil.

En las primeras líneas de La forja de un rebelde, menciona Barea una imagen poderosa y perturbadora. “Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero”. No se trata de fusilados o de ahorcados, como podría suponerse en una primera lectura, sino de la ropa que su madre lavaba para los soldados de la Escolta Real. Ya por entonces, hacia 1910, había una tensión feroz entre el ejército y el pueblo. “Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones”. Es cierto que no está mencionando el franquismo en esas primeras páginas, pero en esos pantalones tendidos al viento está el germen de lo que luego sería una de las dictaduras más sanguinarias de Europa.

¿Cuál es, de entre todas, la peor herida que el franquismo le dejó al mundo? Seguramente la de los desaparecidos, que no son ni perdidos ni extraviados, ni escondidos por voluntad propia, ni accidentados ni suicidas. Son gente suprimida a fuerza bruta, borrada de la faz de la tierra porque al poder de turno le pareció peligrosa e inconveniente. Esa gente no está propiamente muerta; no hay cadáver, ni huellas ni mensaje, sino un puro vacío que se abre hacia adelante como incógnita, estupor y amenaza.

No es sólo que el delito se perpetúe mientras no aparezcan. Es que el delito ni siquiera puede probarse. Se rodea de sombras, de cobardía, de silencio y de dudas, de abuso y más abuso. España lo comete cuando declara, de lo más campante, que los delitos del franquismo son aislados y, como tales, están prescriptos. España es el segundo país del mundo (el primero es Camboya, del que ni nos acordamos) que cuenta aún hoy con más fosas comunes, o sea con el mayor número de desaparecidos, cuya imagen oscila todavía entre el olvido de la gente y el abandono del Estado, al cual semejante olvido le conviene, y cuanto más, mejor.

Recién en el año 2000 se creó en España la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que ya ha identificado a unos 1.400 desparecidos del franquismo. Triste es comprobar que ya no son sus hijos quienes los buscan. Muchos de ellos han muerto, hundidos en esa incógnita hasta el fin de sus días. Los que buscan son nietos y bisnietos. Ya no son, tampoco, solamente españoles quienes se entregan a ese reclamo y a esa tarea, sino descendientes de españoles que han nacido en muchas otras partes del mundo, especialmente en América Latina, a donde vino a dar la mayor parte de los exiliados (o transterrados, según expresión de José Gaos, el filósofo que recaló en México).

Los números del espanto español son tremendos: por ejemplo, en un solo enterramiento (el del cementerio de San Rafael, en Málaga) se hallaron 2.840 restos, todos de fusilados. Hace seis años se estimó que la cifra total de los muertos treparía a unos 114.000. Trujillo, el dominicano, también dejó su tendal, con la diferencia de que hizo arrojar la mayor parte de los cuerpos a los tiburones. A esta altura, tal vez sería importante renovar una pregunta: ¿qué es lo que subyace detrás de la búsqueda de los desaparecidos políticos, en España y en cualquier otro lugar del mundo?

Es cierto que la pregunta misma es absurda y, sin embargo, algún incauto podría llegar a preguntarse por el sentido de semejante búsqueda, que bien podría parecerse a un empecinamiento, a estas alturas inútil. Eso es lo que, con toda seguridad, piensan las autoridades políticas y judiciales en España. Porque, después de todo, han pasado ya tantos años, y todas esas personas están muertas, tanto las víctimas como buena parte de los victimarios; a quién entonces se va a pedir cuentas, a quién se dirigen los reclamos (ya hemos visto que, según su argumento, los delitos han prescripto), y sobre todo, qué podría hacerse aun en el caso de que, en efecto, esos desaparecidos fueran descubiertos e identificados. El problema reside, precisamente, en que no existe una respuesta a esa pregunta, porque la interrogante es y seguirá siendo incontestable, como toda rotunda idea sobre el mal y el bien.

El ser humano, para poder vivir, necesita darle algún sentido al mundo. No se trata únicamente de aceptar las convenciones sociales, lingüísticas y culturales. No se trata tampoco de lamentarse e indignarse ante determinados excesos de poder y de crueldad contra el prójimo, para olvidarse puntualmente de ellos a la media hora, al compás de la avalancha de noticias de que está saturado el ciudadano común y silvestre. Me refiero a otro sentido, ese que se vincula a la racionalidad humana y que mueve no solamente a esta o a aquella persona, sino a colectivos enteros, a humanidad pura y dura. Ese sentido no tiene propiamente fecha de vencimiento y no hay, al respecto, retórica que valga.

Los crímenes perpetrados desde el Estado son y seguirán siendo crímenes de Estado, aquí, en la República Dominicana, en España, en Argentina, en Camboya y en la antigua URSS; vienen reiterándose desde los albores de los tiempos y continuarán haciéndolo, a menos que se desbaraten los mecanismos de su impunidad. Y están también, por otro lado, los grandes movimientos del alma, de la conciencia y de la historia humana, que tampoco tienen comienzo ni final establecido, sino que desatan largos procesos cuyas consecuencias pueden llegar a ser terribles cuando se anulan y se amordazan las posibles respuestas.

Escribe Arturo Barea en La llama, el libro con el que cierra su trilogía: “No era una cuestión de teorías políticas, sino de vida o muerte. Había que luchar contra los enterradores; los Franco, los Sanjurjo, los Mola, los Millán Astray, que ahora coronaban su hoja de servicios cañoneando su propio país para hacerse amos de esclavos y a la vez convertirse para ello en esclavos de otros amos”. Y agrega: “Cuando se corre peligro de muerte se tiene miedo: antes, en el momento o después… Pero cuando el peligro de muerte adquiere caracteres permanentes… o se cae en la bravura insensata o en el embrutecimiento pasivo; o la visibilidad subsiste y se aguza más y más aun, como si fuera a romper las fronteras entre la vida y la muerte”.

Es esa visibilidad que subsiste, la que nos empuja a seguir buscando a los desaparecidos. Porque, como dice Antonio Muñoz Molina, en referencia a los libros de Arturo Barea y su mensaje, “las fosas del franquismo no sólo están en la tierra, están también en una memoria que, como la de este país, oculta más agujeros negros de los que imaginamos”. Y añade: “Una guerra tan destructiva y una dictadura tan larga y cruenta como la española hacen muy difícil y hasta imposible el regreso de los que se fueron. Las vidas humanas son muy cortas y la ausencia crea zanjas de desconocimiento que luego son muy difíciles de remediar”.

 

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