Sensaciones que dejó la Plaza del 10D
Con la sensibilidad en carne viva
16 de diciembre de 2019
Por Horacio Cecchi
“Estamos con la sensibilidad en carne viva”, dice Muri. Está por cruzar Avenida de Mayo a la altura de Chacabuco, pero la tarea es inmensa. Llegar a la vereda sur es atravesar una red de mareas y correntadas que avanzan y retroceden y se cruzan y se empujan y fluyen en remolinos. Aunque resulte raro, cualquiera que haya estado el 10D en la Plaza o en los alrededores lo debe haber percibido: intentar la empresa de cruzar cualquier calle implicó más allá del esfuerzo físico, una extraña sensación de ruptura que se quedaba anclada en la garganta como un nudo.
La monumental concentración de almas, corazones y cuerpos, que coincidían en tiempo, lugar, historia y horizontes, provocaba una energía tan potente que aplastaba. Una alegría aplastante, demoledora y necesitada de gritar y soltarse de los cuerpos. La sensibilidad en carne viva. La carne viva, las heridas, estaban abiertas pero agazapadas, esperaban a la sombra del silencio y la tristeza, del dolor y los embates de una guadaña destinada a cortar uniones.
Cruzar cualquier calle el 10D no consistió en cruzar la calle, o esa fue la tarea más sencilla.
Cruzar la calle era descubrir que ese muro de personas eramos nosotres mismes, era descubrirnos, encontrar a alguien y abrazarse, y llorar porque hasta ese momento abrazarse públicamente era riesgoso y castigado. Volver al abrazo, estrecharse con otres, el encuentro que nos prohibieron y que sin embargo siguió siendo como un río subterráneo que emergía en marchas de reclamos. Marchas duras y de riesgos.
Pensar “ya no más” era descubrirse con la sensibilidad en carne viva. Descubrir que parecía increíble era sentir que la sensibilidad se trababa y no permitía hablar. Y darse cuenta en los ojos de les demás que uno estaba llorando por cualquier cosa.
¿Por cualquier cosa?
¿Dar un solo paso, y escuchar y dejarse llevar por un canto general capaz de arrastrar los cuerpos como una corriente real será cualquier cosa? ¿O será que durante cuatro años nos estuvo prohibida cualquier cosa?
Porque pensar, decir, intercambiar palabras, abrazos, besos, afectos, amores, dolores, dejarse estremecer por lo que le pasa a alguien fuera de uno mismo estuvo prohibido, no solo por represión directa (recordar a Mariana detenida por besar a Rocío en público, o a Constanza detenida por amamantar a su bebé en una plaza, apenas jalones de otras represiones). Estuvo prohibido por un manto de tristeza, de oprobio, de humillación, una sorprendente capa de odio adormecedor que atrofió los músculos empezando por el corazón. Cuatro años del mismo veneno. Cuatro años que nos pesan en el cuerpo, en el alma entristecida, en los movimientos apagados, en los abrazos rotos o distanciados, en los enojos con la vida que nos impusieron a la fuerza y brutalmente.
En un bar, pegado a la esquina de la Diagonal sur, un bar como todos los bares de la zona, ocupado por una multitud que hacía casi imposible diferenciar el adentro del afuera, hay una pantalla de teve bastante grande. En las imágenes habla Cristina. Es la tarde, el anunciado cierre de las 19 que se transformó en más de las 20. La representación real, la Cristina en cuerpo y alma, estaba a 200 metros de allí, sobre el escenario montado exprofeso. Un par de metros detrás está el Alberto que la escucha y la aplaude.
La pantalla del bar hacía posible traer a Cristina y al Alberto de esos 200 metros de distancia imposibles de atravesar, una pared humana de expectativas y ansias, que se abrazaba y se ceñía como un hormigón flexible mirando hacia el Este, hacia el escenario montado de espaldas a la Rosada. Nadie hubiera podido atravesar esas dos cuadras. Por eso el televisor era escuchado en la multitud del bar como si fuera ella. La energía llegaba desde la pantalla. Todes ahí la creíamos hablándonos a pocos metros.
Tanto que en el mismo bar, el tano Dani le quiere decir algo a su hija, algo referido a lo que acaba de decir Cristina, pero no puede, se ve que no puede, se ve claramente que quiere articular la palabra, que sabe perfectamente lo que quiere transmitirle a su hija, pero no puede, se ve el proceso en el que las palabras se le escapan de la voz y se suben por algún misterioso conducto hacia los ojos. Se las ve aparecer entre los lagrimales, se las ve claramente. Da ganas de llorar, y se llora, claro, de ver cómo la hija le entiende claramente lo que le quiere decir mirándolo a los ojos.
Se ve claramente que lo que le está diciendo es que parece todo imposible, que eso que están viviendo parece mentira, que no es, que faltaba mucho todavía, que se había pensado que jamás sería, que la cabeza razonaba que era increíble, pero que el cuerpo, el alma y el corazón se iban por su lado, no obedecían, y nos hacían tocar eso que pasaba, que nos pasaba, que pasábamos nosotres mismes. Porque lo que no se entendía razonando era que nuestros abrazos estuvieran vivos. Eso no se creía.
Nos habían hecho creer que “no vuelven más”.
Y resultó que siempre estuvimos, con la sensibilidad agazapada aunque en carne viva.