Urugu¡ay!, el paisito que había
olvidado a la derecha,
la que hoy se vuelve pesadilla
2 diciembre, 2019
Por Aram Aharonian(*)
Seguramente, el resultado tan ajustado del balotaje, con una remontada final de visos épicos (si no los tuviera no sería uruguayo), no permitirá al Frente Amplio, al menos en lo inmediato, hacer un buen balance y una buena autocrítica de la dolorosa derrota.
No. No ganó la coalición multicolor, el combo derechista-fascista en Uruguay. Perdió el Frente Amplio, su anquilosada burocracia, los viejos dinosaurios que no dejan lugar a las nuevas generaciones. El Frente Amplio no pudo retener el gobierno, fue desalojado del mismo y pasó de tener un parlamento con más del 50% de los votos, a uno con poquito más del 40%.
Fue la militancia frenteamplista la que puso toda la carne en el asador, pese a que la dirigencia optó por deshabilitar los comités de base, desechar la participación popular desde el primer gobierno de Tabaré Vázquez. Porque la historia del Frente no empezó con un triunfo electoral, sino con un largo camino que se inició el 26 de marzo de 1971, con la unidad de las izquierdas y de los grupos progresistas.
La estrategia de correrse al centro no parece haber dado resultados más allá del harakiri. El Frente Amplio se había desconectado de las bases populares, recurriendo a los comités de base sólo en las elecciones y priorizado políticas monetarias e instrucciones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, lejos de las necesidades de los trabajadores y del pueblo en general.
Sin directivas “de arriba” fue la militancia joven madura y vieja, la que salió a discutir voto a voto con los vecinos o compañeros de trabajo. Dirigió los mensajes en las redes sociales con directivas claras de cómo hacerlo, recurriendo a cuanta figura de renombre contara entre sus adherentes, de desatar una campaña intensa apelando al factor miedo aprovechando el inaceptable video de Manini y lo publicado por el Centro Militar. A hacer todo lo que la dirigencia no hizo.
La coalición de derecha-ultraderecha ganó las elecciones con una diferencia de menos de 30.000 votos, apenas superior al 1% de los votos. El 10% de los uruguayos vive en el extranjero, es decir al menos 350.000 ciudadanos no pueden votar, como no podría hacerlo el mismo José Artigas si viviera.
Quizá hoy como nunca, queda claro por qué blancos y colorados se opusieron denodadamente durante dos décadas al voto consular. Hay quienes confunden el domicilio con la ciudadanía, solía decir Eduardo Galeano.
Uruguay tiene un sistema de balotaje por demás estricto, que no supo o no logró cambiar en 15 años de gobierno. Requiere el 50% más uno de votos para ganar en primera vuelta. En la mayoría de los casos en que hay balotaje ese porciento oscila entre 35 y 45% y en otros se condiciona a superar una diferencia del 10%. El Frente Amplio ganó por más del 10% al segundo más votado, el Partido Nacional. O sea, si rigieran en Uruguay las normas argentinas, Daniel Martínez hubiera ganado en primera vuelta.
Hay muchos periodistas, analistas, críticos, expertos que seguramente encontrarán la causa de la derrota y hasta a los culpables: el plan restaurador del imperialismo, los medios de comunicación hegemónicos, el aburguesamiento de las nuevas capas medias. Son excusas para no asumir la responsabilidad de la derrota, autoeximirse.
Claro que hay incidencia de causas exógenas, pero la causa mayor quizá esté en presentar una fórmula presidencial sin carisma ni ángel, incapaz de pescar en la pecera de indecisos.
Lo que ha logrado la dirigencia frenteamplista es de antología. Perdió las elecciones luego de haber logrado subir el salario real un 60%, de haber bajado la pobreza del 40% al 9%, de haber hecho 90.000 cirugías gratuitas de ojo, de ser reconocido como país avanzado con los mejores índices de Latinoamérica en PBI, distribución de la riqueza, agenda de derechos, legislación de avanzada…
Y entonces, seguramente, desde algún canal de televisión, algún vanidoso dirigente, gambeteando la autocrítica, dirá que “no supimos comunicar bien nuestros logros”. Más allá de los argumentos, sigue en vigor la pregunta de por qué la ciudadanía se mantuvo mayoritariamente en su decisión de sacar al FA del gobierno.
Pero me ha extrañado que algunos analistas hayan sacado un tema que los uruguayos suelen guardar bajo la alfombra (los que tienen, claro): el de la soberbia. Porque en la autodefinición, el uruguayo es sobrio, de perfil bajo, no le gusta humillar a los adversarios y, cuando le toca perder, lo hace con dignidad.
Y no se trata de soberbia personal, sino la que manifestó incluso en la forma de presentar la campaña, que pronto llegó a las redes. El proceso fue creciendo en los últimos 15 años, estimulado desde la dirigencia.
“No sea nabo (bobo), Never”, agredió Pepe Mujica al periodista que lo entrevistaba. “Pompitas de jabón”, respondía el presidente Tabaré Vázquez con una sonrisa sobradora ante la pregunta de un periodista que trasladaba una crítica del principal líder de la oposición, el hoy elegido presidente, Luis Lacalle Pou.
“Lacalle no entiende de lo que está hablando” y “cuando no se entiende de lo que se está hablando se cometen errores de razonamiento”, decía el ministro Astori desde su mangrullo de sabiduría, el 23 de agosto pasado, cuando Lacalle dijo que Uruguay podía tener problemas económicos mayores a raíz de la coyuntura argentina, recuerda Alberto Peyrou.
Quizá la dirigencia contrató a asesores de imagen extranjeros para hacer tanta tontería: ser despectivos con los adversarios, arrolladores en el Parlamento, incluso para impedirt comisiones investigadoras o frenar cualquier asunto que pudiera incomodar, creyendo en la teoría de nosotros los buenos (el pueblo, los éticos, inmaculados, sabios) contra ellos los malos (la oligarquía y sus lacayos, incompetentes, y hasta inmorales).
Soberbios hasta el absurdo del alcohol cero para conducir (cuando en la mayoría de países se admiten cantidades de alcohol en sangre que no están reñidas con un buen manejo), o de prohibir los saleros en los restaurantes, tratando a los ciudadanos como niños que no saben o no pueden controlar sus actos. Y ni hablar del cigarrillo.
El paso siguiente a la soberbia, es el sentimiento de impunidad que catapultaron tantos proyectos frustrados como la regasificadora, el puerto de aguas profundas, la planta desulfurizadora, la venta de línea aérea bandera Pluna, Aratirí, Alur, más allá del extractivismo forestal, que está dejando sin agua el país. Y ese sentimiento de impunidad, esa forma de hacer política, permeó hacia la ciudadanía.
Sin dudas, en el Frente Amplio hay mucha gente valiosa, honesta, capaz de verdaderas autocríticas, gente con la que el país necesita seguir contando y sobre todo una juventud capaz de seguir peleando en las calles para que el sueño no se vuelva pesadilla.
Referirse a las cosas como son, y no a como deberían ser, se ha vuelto primero un acto de mal gusto y poco después en delito, actitud que ha calado hondo en el discurso y en la praxis de al dirigencia frenteamplista, convirtiéndose en un mecanismo para negar-ocultar-maquillar toda clase de realidades.
Se habla de asentamientos y de gente por debajo del umbral de la pobreza para ocultar la subsistencia de los cantegriles (villas miseria). Tras quince años de esas prácticas discursivas, buena parte de la militancia frenteamplista creyó vivir en un país de ensueño, y en ello colaboraron las estadísticas oficiales. Para ellos, una derrota electoral del Frente Amplio no sólo era indecible sino también impensable.
Pero la realidad es que muchos protestan en el país por el excesivo privilegio dado a los inversores extranjeros en detrimento de la atención a la producción nacional, o están alarmados por la crisis ambiental, en particular la del agua, y en la gravedad de la situación educativa.
Peor: hoy la estética progresista uruguaya apunta al miedo: miedo al fascismo, que sirvió para recuperar votos en los días anteriores a la segunda vuelta. Lo cierto es que, tras el festejo frenteamplista del domingo, se vive una extraña situación, impensable en los 35 años de democracia: la otra mitad del país se ha coaligado para desplazar del poder al Frente Amplio.
La realidad es que el impulso de cambio del Frente Amplio se detuvo en las puertas de los cuarteles: en 15 años no se tocó la esencia de la institución castrense, ni se la juzgó por los crímenes de lesa humanidad . El gobierno progresista los dotó de armas, aviones, barcos, radares, cámaras de vigilancia y de identificación facial, con el verso del surgimiento de una oficialidad joven o de nuevas policías. La realidad muestra que nada ha cambiado en la mentalidad de los militares.
Y fue ese mismo gobierno progresista y su ministro de Defensa, el que permitió que el hijo de una familia aristócrata y fascista no solo llegara a ser general, sino que le dio la confianza de ser jefe del Ejército, desde donde se cansó de insubordinarse al presidente Tabaré Vázquez, con lo que catapultó su candidatura.
Los tiempos violentos ingresaron al país, lateralmente, “a la uruguaya”, por medio del video de Guido Manini, el exjefe del Ejército convertido en senador y líder del fascista Cabildo Abierto (integrante de la coalición multicolor), recuerda Jorge Zabalza.
Quizá fue el rechazo a la prepotencia castrense de Manini lo que provocó la avalancha de votos que cerró la grieta entre los dos candidatos del balotaje, gracias a la movilización popular bajo la consigna de “milicos nunca más”, la que desarmaron durante tres lustros los dirigentes frenteamplistas.
Al final, cabe recordar también que fue el expresidente José Pepe Mujica quien catapultó al innombrable Luis Almagro como secretario general de la OEA, para desestabilizar la región según el guión de Washington.
Marzo de 2020 encontrará al Uruguay con un poder fragmentado, con un poderoso partido en la oposición, ligado a las centrales sindicales, organizaciones sociales y académicas, con un parlamento variopinto y un Ejecutivo obligado a negociarlo todo, ya con sus socios del frente multicolor, pero también con el Frente Amplio.
Pasará del estado de bienestar al de malestar general, sobre todo después que los primeros apoyos que recibió Lacalle fueron los de dos autoproclamados presidentes: el devaluado venezolano Juan Guaidó y la fascista, racista y xenófoba boliviana Jeanine Añez.
En definitiva, Uruguay es un país chiquitito que en el mapa casi no se ve, de apenas 176 mil kilómetros cuadrados, 3,4 millones de habitantes, país-tapón entre Argentina y Brasil inventado por los ingleses en 1828, que entró a la historia mundial a las patadas: dos veces campeón olímpico de fútbol y dos veces campeón mundial.
Para que se ubique, está al este del río Uruguay (río de los pájaros, en guaraní), sobre ese gran estuario que se llama Río de la Plata. Es la República Oriental del Uruguay. De allí que por años, los uruguayos fueron “orientales”.
Pero también fueron charrúas (los indios que tras luchar por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata fueron exterminados en el genocidio ordenado por el primer presidente, Fructuoso Rivera, fundador del Partido Colorado, en 1831), aunque se identifiquen más con una camiseta: “soy celeste”, suelen decir.
Es el país de Onetti, Benedetti y Galeano, de Viglietti, Zitarrosa, Rubén Rada y Los Olimareños. Cambia, pero seguirá marchando al ritmo del borocotó.chás-chás del candombe, que no permite olvidar la importante incidencia de la cultura afro.
En épocas de exilio, el maestro-periodista Carlos María Gutiérrez solía tener un cartelito en su mesa de trabajo: “El Uruguay no existe, es sólo un estado de ánimo”. Caldeado, hoy.
(*) Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA), dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la) y el canal surysurtv.