Sobre el coronavirus…

  Una vuelta carnero limitada

El coronavirus.

Samuel Blixen

19 marzo, 202

Phileas Fogg, el flemático personaje de Julio Verne, dio la vuelta al mundo en 80 días para demostrar que el planeta era abarcable. En ese mismo plazo, hoy el mundo dio un formidable salto hacia atrás, una pirueta que redujo dos siglos del devenir histórico. La aldea global, ese concepto que imponía la conectividad total de la economía mundial y que condenaba cualquier proteccionismo, desde el 28 de diciembre pasado ha puesto doble candado a las fronteras, dibujando el mismo mapa de aislamiento de la segunda mitad del siglo XIX.

El coronavirus ha constreñido a las poblaciones en sus regiones natales, en sus ciudades, en sus barrios, incluso, e impone nuevos modos de relacionamiento. Expresa, también, de forma exacerbada, algunas características: los italianos, por ejemplo, abren las ventanas de sus casas para cantar lírica y compartir los trinos con sus vecinos; los estadounidenses, previendo la aparición de walking dead o algo parecido, se han lanzado atropelladamente a la compra de armas y municiones.

Con una extraña lucidez para comprender las consecuencias de la expansión del virus, los mandatarios ensayan respuestas –no tan veloces como el virus mismo– para enfrentar la emergencia sanitaria y, a la vez, impedir el colapso de la estructura capitalista. La intervención del Estado, mala palabra neoliberal, va en ayuda del sistema, de las empresas en peligro, en primer lugar. Después de todo, los beneficios de esta estructura se siguen apoyando en el trabajo de la gente. El problema es cómo extraer aquellos beneficios, en su mismo nivel, si las fábricas no producen, si los mercados no tienen productos para el intercambio, si los servicios se detienen y el transporte se paraliza. Las inyecciones de inversiones fabulosas (que no se ensayaron para el mantenimiento de la seguridad social, por ejemplo) serán rescatadas, sin dudas, cuando ya no haya pandemia.

En Uruguay el sistema todavía está en estado de shock. El virus avanzaba, implacable, a las puertas de nuestras fronteras, pero las medidas recién comenzaron a implementarse cuando apareció el primer contagiado. Había cierta confianza en que “nosotros somos distintos”. Bastó que alguien regresara del exterior con el virus en el cuerpo, y asistiera a un casamiento, para que explotara la epidemia.

Pero aun antes de la confirmación del primer caso importado, el coronavirus se hacía presente en el país por la vía de una disparada del precio del dólar. El aumento del entorno del 22 por ciento que experimentó en sólo una quincena mereció el aplauso del ministro de Ganadería, no por su condición de funcionario público, sino por el de productor agropecuario. No hubo medidas de contención y de disuasión –como las aplicadas por el anterior gobierno– y recién ahora las autoridades económicas se proponen mantener la cotización razonablemente controlada –interviniendo en el mercado– cuando el precio del dólar subió 10 pesos. Esa cifra marca, inevitablemente, un nuevo récord para la inflación, que ya había recibido un empujoncito cuando se decretaron las nuevas tarifas de los servicios públicos.

El coronavirus tuvo la virtud de dejar en un segundo plano el debate sobre las políticas económicas, que 15 días atrás revelaban un alto grado de ofuscamiento. El aumento de las tarifas públicas resultó “inevitable” porque, según el gobierno, fue una medida que el Frente Amplio eludió taimadamente adoptar; no corresponde, por tanto, señalar que se incumplió la promesa de la campaña electoral. Pero la reducción a dos puntos del Iva de los descuentos en los pagos con tarjetas (y de 9 a 5 cuando se trata de gastos en restoranes) que vino de contrabando con las nuevas tarifas fue un aumento impositivo, que desmiente los compromisos electorales sobre no incrementar impuestos. Expertos económicos reclaman suspender toda medida que atienda al “ahorro” de 500 millones de dólares para encarar el déficit fiscal, lo que implicaría modificar aún más el esquema inicial del gobierno en materia económica.

Criticar al gobierno cuando este se enfrenta al desafío de combatir la epidemia, parece afectar las “buenas maneras” que deben primar ante la emergencia. De ahí que se esté aplazando el análisis de algunas consideraciones mínimas y que se reducen a una sola pregunta: ¿quién carga con el precio de la desocupación, que será la primera consecuencia de la restricción de las actividades comerciales y productivas? ¿Serán los trabajadores, serán los empresarios, será el gobierno? Es evidente que los servicios del sector privado, y en especial el transporte, serán las primeras víctimas, y las consecuencias serán mayores si, ante el avance de la epidemia, resultara imprescindible decretar la cuarentena general, como reclaman algunos expertos médicos.

Por ahora no hay respuestas. “Se está estudiando”, coinciden el secretario de la Presidencia y el ministro de Industria. “Primero es atender el aspecto sanitario”. Salvo algunos anuncios generales sobre la aplicación de seguros de enfermedad para quienes padezcan el virus o sean obligados a la cuarentena, todavía no se ha concretado esa intención de encarar las consecuencias económicas.

Sin embargo, la tímida actitud respecto de algunas “patologías capitalistas” inducen a pensar que la crisis sanitaria no desmantelará la ideología económica del gobierno. Por ejemplo, la descarada especulación con artículos sanitarios mereció, apenas, un monitoreo de precios, pero de ninguna manera la fijación de topes ni la aplicación de sanciones: el libre mercado no se toca.

Así se presenta el doble salto mortal para atrás.

 

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