Claudia Feld y Valentina Salvi analizan “Las voces de la represión”
Lo que sí dijeron los genocidas
cuando hablaron
En un trabajo colectivo, las investigadoras del Conicet analizan críticamente la idea de “pacto de silencio”, con discursos de genocidas en diferentes momentos.
14 de abril de 2020
Por Ailín Bullentini
Feld y Salvi parten de una base: los represores hablaron.
Uno de los reclamos más sostenidos que la sociedad le hace a los represores de la última dictadura es que rompan con el pacto de silencio: que digan qué hicieron con los desaparecidos, dónde están los bebés apropiados. Que hablen. Sin embargo, lo han hecho. Han hablado y mucho, aseguran Claudia Feld y Valentina Salvi, doctoras e investigadoras de Conicet dedicadas a desmenuzar el proceso de memoria vinculado a los crímenes de la última dictadura que, hace cinco años, reunieron a un grupo de colegas para analizar los discursos que los represores vertieron a la sociedad durante las últimas cuatro décadas. Volcaron el proyecto de investigación en Las voces de la represión, un libro donde las palabras de Videla, el “Turco” Julián o Etchecolatz, son analizadas como fenómeno social. “Estudiar la palabra de los represores puede ser una forma de aportar al antídoto a la negación de los crímenes que cometieron”, remarcan las investigadoras.
“La palabra por sí sola no construye verdad. La verdad se construye socialmente”, concluyen Salvi y Feld. Enrique Andriotti Romanin, Santiago Garaño, Luciana Messina, Paula Canelo, Diego Galante y Eva Muzzopappa completan la edición. Desde diferentes ángulos, los trabajos parten de una base: los represores hablaron. En medios de comunicación, dando entrevistas con detalles de sus crímenes, reivindicándolos, poniendo en duda los testimonios de sobrevivientes. Hablaron en libros. También hablaron en juicios. Más que aquello que dijeron, les autores de este libro apuntan a pensar en los efectos sociales que produjeron aquellos discursos.
— ¿Por qué plantean que el pacto de silencio entre los represores no es tal?
Claudia Feld: —No decimos que no haya pacto de silencio. Nos proponemos pensar esa categoría de manera crítica, no darla por sentado. En las discusiones con los investigadores del proyecto surgieron preguntas al respecto: ¿Estábamos frente a una categoría conceptual o realmente existió una orden de la oficialidad que bajó para que nadie hablara? ¿Realmente lo hubo, entre quienes, por qué, cuándo y en qué sentidos? La noción de pacto de silencio sirvió para obliterar cualquier escucha de lo que dijeron los represores a lo largo del tiempo: si no decían aquello que seguimos esperando que digan, parecía que no hablaban. Pero estudiando todo el ciclo, desde que terminó la dictadura hasta la actualidad, vimos que por momentos esa categoría nos impidió e impide pensar, escuchar y entender qué dijeron cuando hablaron.
Valentina Salvi: —La noción de pacto de silencio no permite dar cuenta de que desde el ‘83 hasta ahora los represores han hablado públicamente diciendo un abanico de cosas, desde la reivindicación de los crímenes hasta dar información. No permite pensar los procesos sociales que generaron esos discursos en el plano social, jurídico, político. Esa palabra ha circulado de diferentes maneras, produciendo efectos distintos, interpelando instituciones distintas. Por otro lado, la escucha social de esa palabra pasó por diversas etapas: no fue igual la de los ‘80 que la de los ‘90, en plena impunidad, o la actual, con los juicios todavía en curso. En los juicios los represores hablan: si se repasan las indagatorias de la causa Esma, es increíble lo que dijeron. Quizá no están respondiendo a una demanda puntual, porque no dicen qué hicieron con los desaparecidos. Pero pareciera que si no dicen eso, hay silencio. Y no.
C.F.: –Hay casos, como el de Raúl Vilariño, que muy tempranamente va a los medios y dice un montón de cosas que finalmente se comprobó que no eran ciertas y otras que sí. Como contracara, Julián “el Laucha” Corres, en el juicio por la verdad de Bahía Blanca, que advierte que no va a decir nada y que, sin embargo, cuando empieza a hablar, dice de todo: su nombre de guerra, las características del centro clandestino donde participó, corrobora lo que dicen los testigos. La noción de silencio se resquebraja de diferentes maneras. Aún así, nosotros decimos en el libro que hay información vital que ellos no han dado, que deberían darla, que estamos necesitando como sociedad que la den.
Los artículos que componen Las voces de la represión repasan las palabras de los excomandantes de las Juntas, el relato público del exfuncionario dictatorial Albano Harguindeguy sobre la represión y los desaparecidos, las entrevistas que el excabo Raúl Vilariño ofreció a la revista La Semana en 1984, la postura del marino Horacio Mayorga, las declaraciones de Julián “Laucha” Corres en el Juicio por la Verdad de Bahia Blanca, el caso de Julio Héctor Simón, alias “El Turco Julián” y las intervenciones de Miguel Osvaldo Etchecolatz, entre otros.
–¿Cuál es la importancia de escuchar esta palabra para la construcción del proceso de memoria?
V.S.: –Esta escucha se produce más allá de una condición voluntaria. Esa palabra está y cada vez que sucede genera un impacto social y político innegable. La pregunta es cuáles son las condiciones sociales y políticas de esa escucha. No es lo mismo en los ‘90, cuando ellos van a los medios de comunicación, algunos brindan información, otros simplemente reivindican, se jactan o revictimizan a las víctimas, que la palabra en el marco de un juicio. Eduardo “Tucu” Constanzo, por ejemplo, personal civil de Inteligencia en Rosario, habla en los ‘90 y después vuelve a hacerlo en el juicio en la causa Guerrieri 1 y 2. Dice lo mismo, pero se ven claras las diferencias en las condiciones sociales en las que se produce ese discurso y esa escucha. Cuando habla en el juicio, el Equipo Argentino de Antropología Forense va al territorio y encuentran restos. Hay una respuesta institucional a ese discurso. Hay una construcción de verdad social, además de una consecuencia para él, que no puede ser separada de los mecanismos que permiten esa construcción.
C.F.: –La idea de que la palabra circule sin que haya mecanismos para encausarla hacia un proceso de memoria, verdad y justicia, genera otros efectos: revictimiza, genera más incertidumbre, más allá de la utilidad de los datos, que muchas veces se terminaron perdiendo. En los ‘90, Constanzo ya había dado datos de desaparecidos inhumados, algo que recién corroboró el EAAF durante los juicios, años después. Hasta que eso no pasó, esa información estuvo flotando sin cuajar socialmente como verdad. La palabra por sí sola no construye verdad. La verdad se construye socialmente y a través de un montón de mecanismos, como los juicios. Que los dichos de Scilingo sobre los vuelos de la muerte se hayan escuchado con el peso de una verdad confirmada ocurrió solo porque previo a esas declaraciones hubo un juicio –el Juicio a las Juntas– donde se habló de eso, se entendió lo que había ocurrido con los desaparecidos y se sancionó con rigor de verdad. Scilingo habla diez años después. Antes de aquel juicio, Vilariño había dicho lo mismo: habló de aviones sin puerta, describió los mecanismos, pero no tuvo la misma repercusión. ¿Por qué? Porque no había una verdad revelada sobre esto.
El libro agrupa los discursos de los represores en “oleadas”. Una primera, durante los primeros dos años de la transición democrática marcada por el “show del horror”, cuando los medios de comunicación empezaron a hablar de los crímenes de la dictadura; una segunda, que comienza con las declaraciones de Adolfo Scilingo y los vuelos de la muerte; una tercera, marcada por las declaraciones vertidas en el marco de los Juicios por la Verdad y una última, inaugurada con la nulidad de las leyes de la impunidad y el comienzo del proceso de enjuiciamiento post anulación de las leyes de impunidad.
–Todos estos discursos tienen un impacto social. ¿Cuál, cómo se mide?
V-S-: –Hubo diferentes maneras de aproximación a las palabras de los represores a lo largo de las décadas. Una primera fue comprenderla como confesión, digan lo que digan. Por el solo hecho de que ellos hablaban. Y eso tiene que ver con el discurso mediático. El libro de Videla que hizo (Ceferino) Reato se llama La confesión, pero lo que dice Videla en ese libro dista mucho de ser una confesión, alguien haciéndose cargo de lo que hizo. Otra forma de aproximación fue la de interpretar esos discursos como arrepentimientos o reivindicación. Ambas funcionaron cuando los discursos circularon por medios de comunicación. Etchecolatz cuando lo cruzaron con Alfredo Bravo, a quien había torturado, por ejemplo, se dio el lujo de cuestionar la verdad jurídica cuajada en el Juicio a las Juntas. Había un contexto de impunidad. No es lo mismo cuando el contexto es de judicialización de aquellos crímenes, y cuando las palabras circulan por otros canales, que les permiten ser analizados, investigados.
C.F.: –Muchos intelectuales desvalorizan los juicios porque dicen que la persecución impide que los represores hablen, que digan la verdad, y nuestra respuesta es invitarlos a analizar el período en el que rigieron las leyes de impunidad. Entre el 95 y el 2000, nadie imaginaba que la situación cambiaría. En ese momento, tuvieron vía libre para hablar sin ninguna consecuencia, lo hicieron, y dijeron cualquier cosa en su mayoría. Sin duda es más rica la oleada de los juicios que aquella en la que fueron libres de decir todo, en términos de aportes de información, pero también de impacto de aquellas palabras. Pero, además, hay impactos que son inesperados. Como el que generó la declaración pública de Scilingo en una entrevista. O el testimonio de Torres en Tucumán. El impacto a veces es inmediato, a veces demora años, a veces es muy local, a veces mucho más general. No depende tanto del contenido de lo que dicen, sino de lo que sucede en su contexto.
–¿Qué conclusiones sacan del análisis?
V.S.: —Trabajar la voz de los represores nos ayudó a reflexionar sobre la noción de verdad. Poder pensar la relación entre esa demanda de verdad no solo de familiares y víctimas, sino también de toda la sociedad, y qué efectos de verdad produce la palabra de los represores. Y al mismo tiempo no reducir la demanda de verdad solo a la noción de información. La verdad como demanda, como proceso social, tiene muchas dimensiones. Una es la de la información. Pero que también confluyen con otros elementos que permitan construir una dimensión ética de la verdad. Es decir, se espera que ellos también no solo den información, se responsabilicen, asuman lo que hicieron y que esa palabra se articule con otras palabras. Que no sea negada. Eso es finalmente lo que el libro permite problematizar: la noción de verdad que al mismo tiempo es política, ética y que además es una práctica activa de construcción histórica. Pensamos cómo construir una verdad histórica capaz de resistir discursos negacionistas. Estudiar la palabra de los represores puede ser una forma de aportar al antídoto a la negación de los crímenes que cometieron.