El virus de la impunidad
14 de abril de 2020 ·
Por Baltasar Garzón
El tiempo pasa apenas sin darnos cuenta. Tempus fugit, como decían los romanos. Hace cuatro años, el 30 de mayo de 2016, tuve la oportunidad de caminar junto a las víctimas de Hissène Habré hasta el Palacio de Justicia de Dakar (Senegal) para asistir a la lectura pública de la sentencia para aquel dictador chadiano que asoló a su pueblo durante ocho años (1982-1990) dejando tras de sí a más de 40.000 víctimas mortales. Allí estaba él, envuelto hasta la cabeza en su bubú blanco (una prenda tradicional) y con gafas de sol, cubriendo enteramente su rostro para que no se pudiera apreciar ni una sola emoción.
El presidente de una de las Salas (tribunal) Extraordinarias Africanas que habían sido creadas precisamente para juzgar al exmandatario del Chad, un hombre de apariencia bondadosa y voz pausada y tranquila, dio lectura al fallo. Suponía el culmen de un proceso iniciado en el año 2000 cuando el juez instructor Demba Kandji admitió a trámite la querella de las víctimas, que el abogado Reed Brody y otros habían presentado en aplicación del principio de jurisdicción universal contra el dictador. Era el efecto del caso Pinochet aplicado en el continente africano. La intercomunicación de la jurisdicción universal también allí estaba funcionando en beneficio de las víctimas. Había sido un largo camino hasta que el tribunal internacional pronunció la condena a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, torturas, así como agresiones sexuales y violaciones.
En la Sala se hizo un silencio atronador. Todos estábamos con esa tensión que casi no te deja respirar ante un acontecimiento inmediato y que se intuye histórico. Las víctimas mantuvieron el máximo respeto al tribunal. Con una dignidad intacta, esa que les intentó arrebatar décadas atrás, se mantuvieron inmóviles en sus asientos entre el público hasta que los jueces se levantaron y se marcharon. Sólo entonces, con lágrimas en los ojos, comenzaron a gritar, a bailar, a reír, a llorar y a felicitarse. Se abrazaban, nos abrazábamos a ellas, con la extraña sensación que da a veces la Justicia. Manuel Vergara, colega que me acompañaba, y yo, también con las lágrimas asomando, les dimos la enhorabuena. Y, por momentos, fuimos inmensamente felices al ver que la Justicia había sido justa; que la razón judicial, contrastada y demostrada, se había impuesto a la barbarie. La idea de que estas ciudadanas y ciudadanos del Chad podían ir a buscar justicia a kilómetros de distancia en Dakar, donde Hissène Habré buscó refugio, venía inspirada por las víctimas chilenas y argentinas que, tiempo atrás, habían iniciado su peregrinaje internacional en demanda de justicia, que, a la sazón, se atendió en España a partir de 1996. La condena fue confirmada en apelación un año más tarde y, con ella, la obligación de Habré de reparar a las víctimas con 123 millones de euros de indemnización. Hasta la fecha, esas víctimas no han recibido nada. Pero, al menos, el dictador cumplía condena en una prisión senegalesa, sin arresto domiciliario, ni condiciones favorables que le distinguieran de los demás reclusos.
Las noticias que ahora conocemos indican que aquel hombre que gobernó en Chad con puño de hierro y que ha sido condenado a perpetuidad por crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, torturas, agresiones sexuales y violaciones, ha abandonado la prisión por un periodo de dos meses para permanecer en arresto domiciliario debido a su reciente contagio de coronavirus. Es una información escandalosa, pues de ella se destila la poca o nula sensibilidad que merecen las víctimas de crímenes tan graves. Poco después de la confirmación de la sentencia, llegaron a mis oídos los rumores de un posible indulto a Hissène Habré. Las más altas autoridades del país hasta hoy lo niegan. Expresamente rechazaron este extremo tanto el presidente Macky Sall como el ministro de Justicia, Malick Sall. Sinceramente espero que así sea, aunque desde hace unos días, tengo mis dudas.
Pandemia y arbitrariedad
Lo cierto es que, perplejo, veo cómo numerosos gobiernos están aprovechando esta crisis sin precedentes, que tanto sufrimiento está trayendo y tantas vidas se cobra, para tomar decisiones de una relevancia extraordinaria y que pasen, sin embargo, desapercibidas. En Chile, a la vez que se apaciguan en las calles los movimientos sociales que llevaban meses exigiendo derechos y bienestar y se aplaza el plebiscito para la nueva Constitución hasta octubre, el presidente Piñera aprovecha para dar suma urgencia al proyecto de ley que lo habilita para indultar a personas mayores, incluyendo a condenados por crímenes de lesa humanidad cometidos en la época de Pinochet. Como prolegómeno, la Octava Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago fragua la impunidad de 17 violadores de los derechos humanos absolviendo a los jerarcas de la DINA (la policía secreta de Pinochet) y reduciendo otras condenas hasta el ridículo, con argumentos todavía más ridículos e inverosímiles, que son otra bofetada, otra más, para las víctimas chilenas que, presas de la desesperación, han resumido así su rabia y su impotencia: “Denunciamos una vez más que la justicia chilena da ejemplo de impunidad para los crímenes de Lesa Humanidad”.
En Bolivia se mantiene el cerco policial (más de 100 policías) a la embajada mexicana que acoge a varios políticos y miembros del gobierno de Evo Morales, mientras la presidenta interina se eterniza en el poder aplazando sine die las elecciones del 3 de mayo que debían devolver la normalidad democrática tras la dimisión forzada de Evo Morales. En Ecuador, al hilo de la pandemia se ha condenado al expresidente Rafael Correa, supuestamente por haber instigado al cohecho, si bien todo el mundo sabe que el objetivo único es inhabilitarlo para la política. En Brasil, la política de Bolsonaro de represión aumenta contra defensores ambientalistas y pueblos originarios. En Estados Unidos, se decide el cerco marítimo a países como Venezuela y Cuba y se expulsa a mansalva a inmigrantes en la frontera con México. En Hungría, se otorgan poderes casi dictatoriales al presidente Orban. En Filipinas, las barbaridades que hace el presidente Duterte ya no son noticia. En la India las denuncias de Human Right Watch sobre la discriminación y violencia contra los musulmanes por parte de las políticas del primer ministro Modi, caen de forma inmediata en el olvido; como también lo hacen las acciones de represión en Siria, Palestina o Yemen, entre otros muchos casos.
El covid-19 se ha convertido, o corre el riesgo de hacerlo, no solo en el elemento más destructivo contra la humanidad en los últimos tiempos, un enemigo invisible y letal, sino también en el virus de la impunidad, el virus que se ocupa como pretexto para justificar esas políticas tramposas que algunos dirigentes ya ensayaron en el pasado y que, ahora, se empeñan en activar mientras el mundo tiene puesta toda su atención en la pandemia. Este es un momento en el que vivimos sucesos extraordinarios que requieren de medidas extraordinarias, especialmente desde el punto de vista de control ciudadano hacia el poder; las sinergias para acabar con la pandemia han de ir de la mano de la máxima lealtad y transparencia hacia los ciudadanos.
Un tercio de la población mundial se halla en pleno confinamiento por el coronavirus. Por ello, que los ejemplos referidos a las víctimas de Hissène Habré y los otros que se citan en relación con tantas otras víctimas, no sean atacadas por el virus de la impunidad que quiere otorgársele al dictador y a quienes ejercen el poder arbitrariamente: ellas, a diferencia de los jefes de Estado y de Gobierno, no gozan de inmunidad.