El asesinato de Trabal, eje de lo que vendría

Los espías brasileños y la puja en el Ejército

Los entretelones del asesinato de Trabal, el exjefe de la inteligencia militar.

Samuel Blixen

5 junio, 2020

Entierro en Montevideo del coronel Ramón Trabal, asesinado en París en 1974, al que asistieron las máximas autoridades de la dictadura cívico-militar 

El asesinato de Ramón Trabal, en París, detonó una crisis interna en el Ejército caracterizada por el enfrentamiento entre Gregorio Álvarez y Esteban Cristi. Los pormenores fueron prolijamente detallados por los espías del Sid, que operaban desde la embajada de Brasil en Uruguay. Sus despachos reiteran que la oficialidad creía que la muerte de Trabal fue ordenada desde Montevideo. Brecha accedió a los despachos de los agentes instalados en la embajada en Montevideo.

Sólo unos pocos conjurados del alto mando militar uruguayo sabían qué iba a pasar el mediodía del jueves 19 de diciembre de 1974 en París. Los demás, la cadena de mandos, desde los coroneles hasta el último eslabón de oficiales, tenientes y capitanes, no tenían idea de que ese día sería asesinado de seis balazos el exjefe de la inteligencia militar, el coronel Ramón Trabal, que ocupaba desde comienzos de ese año el cargo de agregado militar uruguayo ante los gobiernos francés e inglés.

Al día siguiente, el viernes 20, fueron hallados en una cuneta de la entrada a la localidad de Soca los cuerpos acribillados de cinco militantes del Mln que habían sido secuestrados en Buenos Aires y trasladados ilegalmente a Montevideo. El lunes 23, apenas cinco días después, decenas de oficiales del Ejército se reunían en el Centro Militar para “discutir las implicancias políticas de la muerte de Trabal”. La oficialidad joven veía con preocupación los “disturbios” en los cuarteles, resultantes de los asesinatos, creía que la orden de matar a Trabal había salido de Montevideo y descartaba que los tupamaros hubieran tenido algo que ver. Esa era la primera de varias reuniones “horizontales” (por fuera de la verticalidad del mando) que revelaban la profunda crisis que el asesinato había detonado en la interna del Ejército. De esa crisis y de la lucha por el poder que estalló a continuación dieron cuenta puntualmente, en los años venideros, los agentes estacionados en Montevideo del Servicio Nacional de Información, el poderoso aparato de inteligencia de la dictadura brasileña, cuyos reportes pudo leer Brecha.

EL COMANDO RAÚL SENDIC. Después de descargar sus dos armas, los sujetos que mataron al coronel Trabal en el garaje subterráneo del edificio de apartamentos de la Avenida du Recteur Poincaré, en el distrito 16 de París, se reivindicaron como miembros de la Brigada Internacional Raúl Sendic: habían asesinado al exjefe de la inteligencia uruguaya por su responsabilidad en la instalación de la tortura como método de combate de la subversión. La burda maniobra de encubrimiento tuvo tan poca vida como la que pretendieron 15 meses después los asesinos de Zelmar Michelini, Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw, al atribuir el episodio al Erp, como si las organizaciones, argentinas o francesas, hicieran mandados para el Mln.

El esfuerzo por deslindar responsabilidad militar en el asesinato de Trabal resiste el paso del tiempo y cuenta con el argumento de un crimen aun más execrable: el asesinato de cinco prisioneros –Floreal García, Mirtha Hernández de García, Daniel Brum, María de los Ángeles Corbo de Brum y Graciela Estefanell–, que no necesitaba demostración. Los militares uruguayos estaban dispuestos a llevar la carga de la condena por una represalia feroz, para confirmar la supuesta autoría del Mln en el crimen de París. Las cinco víctimas acribilladas en Soca habían sido secuestradas en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1974, y torturadas en dos centros de detención y en unas casas rodantes estacionadas cerca de un aeropuerto antes de ser trasladadas a Montevideo, donde permanecieron, durante un mes y medio, bajo una intensa tortura, en el llamado Infierno Chico, una casa de Punta Gorda, junto al mar, que regenteaba el Servicio de Información de Defensa (Sid), bajo la dirección accidental del coronel Calixto de Armas, y frecuentaba por entonces el mayor José Gavazzo, jefe del Departamento III (Operaciones).

Por ahora es difícil conjeturar las razones de la detención de los cinco secuestrados, que la inteligencia había identificado como integrantes del aparato militar de la Regional Buenos Aires, y su traslado ilegal a Montevideo. Lo curioso es que, después de un mes y medio de interrogatorios, los cinco fueron sacados imprevistamente de la casa de Punta Gorda en la madrugada del 20 de diciembre, cuando el asesinato de Trabal se había conocido muy pocas horas antes, en el mejor de los casos a las cinco de la tarde del 19. Resulta impensable adjudicar esos fusilamientos a una iniciativa al margen de la cadena de mandos.

EL SECRETO A VOCES. Nadie se creyó la autoría tupamara del asesinato de Trabal, ni entonces ni ahora. A favor de esa hipótesis jugaba el hecho de que Trabal, que había impulsado una reorganización del Sid, comandó la inteligencia en el combate de la guerrilla desde 1971, y ese combate se apoyó principalmente en la tortura masiva, lo que podía dar visos de realidad a una represalia del Mln una vez que Trabal abandonó Uruguay. Pero ya en el momento de su designación como agregado militar las versiones apuntaban a un conflicto serio con los mandos. Trabal aspiraba a ascender a general en el verano de 1974 y, a raíz de su desplazamiento de la cúpula (aun siendo el más formado de los oficiales de inteligencia y uno de los más calificados coroneles), no ocultó sus temores. “No volveré”, les dijo a sus familiares.

Una vez en Londres, Trabal le contó explícitamente a Richard Gott, periodista de The Guardian, que había sido amenazado y temía por su vida. Sobre las razones de esos temores, Gott escribió: “El coronel sabía que era un hombre marcado, apenas más seguro en París que en su ciudad natal. Había sido removido de uno de los trabajos más poderosos en su propio país después de mirar demasiado de cerca los asuntos comerciales de los asociados del presidente [Bordaberry]”. Existe una leyenda sobre un maletín negro en el que Trabal guardaba las pruebas de actos de corrupción e ilícitos de empresarios y banqueros, pero también de altos militares vinculados a los partidos tradicionales. Ese maletín nunca fue encontrado. Un rumor instalado por la hermana de Trabal indicaba que el dichoso maletín había quedado, finalmente, en poder del embajador de Uruguay en la Unesco, Mario César Fernández, quien lo habría escondido “en un lugar seguro”. Pero cuando el embajador pasó sin mayores traumas de la diplomacia dictatorial a la diplomacia democrática, al comienzo de 1985, nadie tuvo la ocurrencia ni la curiosidad de preguntarle qué había hecho con el maletín y dónde lo había escondido.

La muerte de Trabal fue uno de los casos menos investigados de todos los crímenes de la dictadura, y eso a pesar de que recurrentemente surgen pistas que son invariablemente ignoradas. Elisa Michelini, la hija mayor de Zelmar Michelini, presa en Montevideo, vio entrar en su celda a un joven teniente, que se identificó como Ramón Trabal, hijo del coronel asesinado. En medio de un diálogo áspero, Trabal hijo argumentó: “¿Creés que hay alguna diferencia entre los que mataron a tu padre y los que mataron al mío? ¿No ves que son los mismos asesinos?”.

La tupamara Yessie Macchi, que había sido interrogada por Trabal en el Hospital Militar, donde permanecía por una herida de bala tras haber sido detenida en 1972, y había mantenido una discusión política con el jefe de la inteligencia, relató que poco después apareció en el hospital el general Esteban Cristi: “Quería averiguar qué había discutido con Trabal”. Cristi exhibía un informe de su detención firmado por el coronel. “Lo primero que hicieron fue destrozar el informe de Trabal ante mí. ‘Vamos a romper a este hijo de puta como el informe’, me dicen, y ahí es donde comenzó el verdadero interrogatorio”, contó Macchi a Montevideo Portal en 2009.

En el curso de una reciente investigación sobre el asesinato de Trabal, el uruguayo Denis Merklen, docente del Institut des Hautes Études de l’Amérique latine, de la Sorbona, accedió a los archivos del Ministère des Affaires étrangères y particularmente a los reportes de los embajadores franceses en Uruguay del período. Uno de ellos, Jean Français, que ocupó la jefatura de la misión diplomática entre 1971 y 1975, dedicó buena parte de su correspondencia con París a informar sobre el “caso Trabal”. En una nota fechada el 24 de diciembre de 1974, Français menciona un documento en el que “el nombre de Trabal aparece en una lista de unos cuarenta uruguayos para ser asesinados”. El embajador consignaba que la lista había sido confeccionada por militares de extrema derecha y los nombres tenían como denominador común que pertenecían a miembros de la masonería.

Una lista de posibles víctimas, entre las que se incluía el nombre de Trabal, fue mencionada por el deportista Tato López, sobrino del coronel, cuando en una entrevista recordó el ambiente familiar en los días en que los restos fueron repatriados desde París: “Siempre habíamos mamado que los responsables de su muerte eran los mismos que lo estaban trayendo al país. Fue algo muy anunciado por los cuentos familiares y los comentarios de los mayores. Eso fue lo que pasó con Ramón, una persona considerada peligrosa, integrante de una lista de personas a eliminar”.

En repetidas oportunidades Eleuterio Fernández Huidobro reafirmó que a Trabal lo habían matado los militares. “Los oficiales me comunicaron oficialmente, no una vez, sino repetidamente durante los años que he sido rehén, que habían matado a este ‘villano comunista de Trabal’”, dijo en un debate televisivo con el entonces diputado Pablo Millor. La cúpula militar hizo una denuncia por difamación, pero ni así se investigó el crimen.

LA VISIÓN BRASILEÑA. En la embajada de Brasil en Montevideo funcionaba, por lo menos desde 1966, un formidable aparato de espionaje montado por el embajador Manoel Pio Corrêa, un diplomático que compartía, también, la condición de perseguidor incansable de los “comunistas degenerados y pederastas” y se destacaba como ferviente impulsor de la doctrina de la seguridad nacional. Montado, al principio, para vigilar a los asilados políticos que cruzaron la frontera después del golpe militar de 1964, a cuya cabeza estaban el expresidente João Goulart y el exgobernador Leonel Brizola, pronto ese esquema de espionaje derivó en fuente principal de novedades de la interna militar transmitida con el rótulo de secreto al Servicio Nacional de Información (Sni), que monitoreaba las agencias de inteligencia del Ejército, la Aviación y la Marina. Itamaraty, la cancillería, desconocía que, solapado en el servicio diplomático, funcionaba un servicio de espionaje, recién descubierto en 2007.

El interés de los espías brasileños se concentró, a partir de febrero de 1973 –cuando se produjo el primer capítulo del golpe de Estado en Uruguay–, en la dinámica de crisis interna en las Fuerzas Armadas y el Ejército en particular. Los agentes estaban interesados en identificar, en los dos núcleos de poder de los altos oficiales, uno liderado por el general Gregorio Álvarez y otro por el general Esteban Cristi, las reacciones frente a una anunciada distensión política en Brasil. Estaba claro, por los despachos, que no había mayores divergencias ideológicas entre Álvarez y Cristi, pero sí una enconada puja por el control de la estructura militar.

Los despachos enviados a Itamaraty reiteraban una preocupación de la oficialidad joven, para la cual una apertura, siguiendo los pasos de Brasil, podía implicar algún tipo de investigación y sanción judicial; después de todo, los tenientes, los capitanes y los mayores habían sido la mano de obra de la obtención de información mediante tortura. Esa preocupación se incrementó a partir del asesinato de Trabal. Si en el Centro Militar se discutió el episodio a viva voz, los agentes accedieron a los análisis más discretos de las cúpulas. Un despacho del 7 de enero 1975 informaba sobre un documento del Sid que adjudicaba al asesinato de Trabal “un objetivo político estratégico”. Si se tratase de “una operación clandestina de una organización de extrema derecha, controlada por un servicio extranjero”, según el agente brasileño, “se crearía una división en el Ejército que se traduciría en la efervescencia de los jóvenes oficiales”. “La muerte de Trabal, como hecho político, colocó como corolario natural la división entre los oficiales más jóvenes e idealistas y los de la jerarquía más alta.”

Otro despacho refiere a una reunión que mantuvo el 27 de diciembre de 1974 el general Álvarez “con una comisión de militares compuesta por mayores y capitanes del Ejército que acudieron a él para expresar su preocupación por el significado público del asesinato”. “En ese momento, los oficiales declararon que no creían de ninguna manera que los tupamaros llevaran a cabo el ataque.” El agente consignaba: “[Los oficiales] comentan que Trabal vendría a Uruguay con nuevas ideas diseñadas para formar una corriente de opinión dentro de las Fuerzas Armadas en favor de la distensión político-social en Uruguay”. Un despacho del 15 de enero enviado a Brasil confirmaba que Trabal había comunicado al Esmaco (Estado Mayor Conjunto, cuyo jefe era el general Álvarez) que estaba recibiendo amenazas de muerte.

Otro despacho brasileño, del 17 de enero de 1975, consigna que el presidente Bordaberry recibió, el 7 de enero, a los coroneles Calixto de Armas y Luis Vicente Queirolo “para evaluar los informes sobre el asesinato de Trabal”. De Armas era director accidental del Sid desde la remoción de Trabal, y Queirolo era jefe del Ocoa y mano derecha de Cristi. “Entre los documentos analizados por los dos oficiales y el presidente Bordaberry, escribía el espía, hay un informe que declara que Ramón Trabal buscó a través de contactos en París un ‘acuerdo’ con los tupamaros, sin trascender en qué consistía este.” El despacho cita casi textualmente las palabras de Bordaberry: “Expresó la opinión de que personalmente no tenía dudas de que Ramón Trabal se había excedido en sus contactos con subversivos en Francia, con la esperanza de obtener conciliación; debe haber prometido algo a los tupamaros sin poder cumplir, deuda que el Mln cobró, eliminándolo”.

El coronel De Armas expresó posteriormente que no compartía la opinión del presidente sobre la autoría del Mln y especuló con la animosidad de Bordaberry hacia Trabal: en una ocasión, contó, el presidente “tuvo una discusión con el oficial porque había arrestado al hermano del actual presidente, llamado [Luis] Ignacio Bordaberry”. Bordaberry pidió a De Armas y Queirolo que cerraran el caso Trabal. El espía brasileño recogía la versión de De Armas de que “Trabal, al comienzo de su acción contra el movimiento tupamaro, había sido bastante duro, pero con el paso del tiempo se volvió más flexible, buscando distensión”. “Su pensamiento había cambiado hasta tal punto que tuvo varios enfrentamientos con otros funcionarios del Esmaco por no estar de acuerdo con la tortura de los presos políticos.”

Esta interpretación, atribuida al jefe accidental de la inteligencia, sobre una postura de Trabal dispuesta a la “distensión” parece más próxima a la realidad que aquella que identificaba al asesinado coronel como peruanista. De hecho, en 1973, cuando un diario de Montevideo atribuyó a Trabal tendencias peruanistas, el coronel solicitó un tribunal de honor. Calixto de Armas estaba más próximo a la tendencia de ultraderecha que lideraba Cristi. Sus palabras, cuando se recibió en Montevideo el féretro que contenía los restos de Trabal, fueron inequívocas: “Preferimos un enemigo a nuestras espaldas que un traidor a nuestro lado”.

Las contradicciones internas del Ejército se multiplicaron en el verano de 1975. Álvarez fue desplazado de la jefatura del Esmaco a la jefatura de la región número 4, con asiento en Minas, y la línea dura comenzó a controlar los destinos clave, empezando con la designación de Luis Vicente Queirolo, ascendido a general, como director del Sid y la del coronel Julio González Arrondo como jefe del Ocoa de la región militar número 1. La obsesión del general Cristi, a quien acompañaban Eduardo Zubía y Julio César Vadora, era anular la influencia del general Álvarez. En la pulseada entre ambos, Cristi creyó tomar ventaja acusando indirectamente a Álvarez de peruanista. Un despacho brasileño de junio de 1975 registra una entrevista entre Cristi y el comandante en jefe, Julio César Vadora, en la que el primero afirmó que “las conexiones del general Gregorio Álvarez con el personal militar peruano perteneciente al Centro de Altos Estudios Militares (Caem) de Perú han sido comprobadas”. Vadora trasladó las acusaciones al propio Álvarez y aprovechó para sondear su predisposición a aceptar una embajada en el extranjero, preferentemente en Brasil. “Álvarez declaró, sin mucho énfasis, que preferiría quedarse en Uruguay”, dice el despacho.

Al parecer, los agentes brasileños contaban con múltiples fuentes en el Ejército. Un incidente referido a la presidencia del Instituto Nacional de Carnes (Inac) revela el grado de tensión entre los dos sectores en pugna y la patética posición del presidente, atrapado en esa tenaza. Álvarez, que ya había sido cuestionado por Cristi a raíz del otorgamiento de préstamos del Banco República a unos setenta coroneles, autorizados por el general Abdón Raimúndez, impulsó al civil Eduardo Peile como presidente del instituto. Durante un viaje de Bordaberry a Asunción, Peile emitió un decreto por el cual, ante las dificultades para colocar ganado, se priorizaba el acceso a los frigoríficos de los ganaderos de menos de 300 hectáreas. A su regreso, Bordaberry sustituyó a Peile en el Inac por un señor de apellido Rocca y eliminó el decreto. La Junta de Oficiales Generales (el órgano que agrupaba a todos los generales, almirantes y brigadieres) reivindicó la vigencia del decreto y restituyó a Peile.

Bordaberry consideró que el episodio era “un desprecio a su persona” y decidió discutir el tema con los generales de la línea dura: “El presidente Juan María Bordaberry estuvo en la base de Boiso Lanza durante unas horas para reunirse con los militares. Apareció solo y sin escolta, dice un informe brasileño, y amenazó con renunciar”. Pero la Junta se mantuvo firme, por lo que, finalmente, el presidente encargó al secretario de la Presidencia, Pacheco Seré, que buscara una solución que “salvaguardara su propio decoro”, según el despacho brasileño. Pacheco Seré logró una salida salomónica: Peile quedaría como presidente del Inac, en representación de la Junta de Oficiales Generales, y Rocca sería nominado representante del Poder Ejecutivo en el mismo órgano.

Un año más tarde, Bordaberry volvió a ensayar la estrategia cuando pretendió mantenerse en la presidencia otro período, pero con una reforma constitucional que eliminaba el sistema de partidos políticos. Los militares le dijeron que no, y él, en lugar de renunciar, amenazó con “abandonar el cargo”. Los militares lo mandaron para su casa, y ahí empezó otra historia, que terminó con el general Álvarez como presidente.

 

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