El nativismo neofascista estadounidense
Daniel Devir. Escritor y profesor de la Universidad de Brown, Estados Unidos –
2 diciembre, 2020
Grupos juveniles reclamaban a Trump el desarrollo del muro con México…
El trumpismo fue y será el resultado del desarrollo normal de la política estadounidense, sobre todo en lo que concierne a una de las tradiciones más all-american: el nativismo.
Durante décadas, la xenofobia extrema se filtró en la política conservadora de los Estados Unidos a través de una red cada vez más grande de medios de derecha (que incluyen la televisión, la radio e Internet). El Partido Republicano y el Partido Demócrata, frente a toda una serie de rebeliones de la derecha, proveyeron de cobertura ideológica a una constelación de organizaciones antiinmigrantes.
Y construyeron una enorme maquinaria represiva: el incremento de las deportaciones, la política de mano dura que aumentó notablemente la población carcelaria, los centros de detención y las prisiones, las restricciones al auxilio estatal, la construcción de cientos de kilómetros de cercos y el despliegue de miles de agentes en la frontera con México apuntaban a convencer a la población norteamericana de que la amenaza inmigrante estaba bajo control. Pero lo que sucedió fue que estas acciones contribuyeron a fabricar la amenaza, haciéndola parecer más real.
Hasta la elección de Trump, en 2016, había pasado un siglo desde que el nativismo se posicionó como una ideología estatal fundamental y explícita en el país. Trump, el mayor nativista de Estados Unidos, la puso de nuevo en el centro de la escena. Se probó que esta política, articulada algunas veces de un modo más sobrio, estaba lejos de ser arcaica, y que su capacidad de interpelación no se agotaba entre quienes seguían a personajes de extrema derecha marginales (como los neonazis David Duke, Richard Spencer o incluso Jeff Sessions).
Lo que denomino «nativismo típicamente estadounidense», que puede observarse en la historia reciente del gobierno de Trump, comenzó en los años sesenta y setenta. Pero la larga duración de la colonización europea es su telón de fondo y su condición fundamental: desde el período colonial y, luego, desde la fundación de la nación, el gobierno ha intentado asegurarse de que Estados Unidos sea un país blanco para gente blanca o, en algunos casos, para un subconjunto específico de gente blanca.
El lado oscuro de la «inmigración legal»
No es una exageración ni un dato de la historia lejana. Tal como ha sido documentado, el blanqueamiento racial fue una política nacional oficial e integral hasta 1965, cuando el presidente Lyndon B. Johnson firmó la Ley de Inmigración y Nacionalidad. Esto le puso fin al sistema de cupos de inmigración que, desde los años veinte, pretendía mantener con absoluto descaro una mayoría demográfica descendiente de los países de Europa Occidental y Europa del Norte.
Luego de la aprobación de la ley, creció enormemente la inmigración autorizada. Pero en vez de las olas de inmigrantes provenientes de Inglaterra, Irlanda y Alemania que habían definido el flujo migratorio durante las décadas anteriores, la mayoría de las personas que ingresaba al país provenía de Asia y de América Latina.
A todas luces, esta ley implicó una gran conquista en términos de derechos civiles. Pero el año anterior Estados Unidos había restringido drásticamente la migración autorizada desde México, poniendo fin al masivo programa Bracero, que había permitido que millones de personas ingresaran a Estados Unidos para trabajar en la agricultura.
A la interrupción del programa le siguieron los límites impuestos por el gobierno sobre la inmigración mexicana, que dieron inicio a una transformación de largo aliento en el patrón de migración circular y frecuentemente temporal desde México, dando lugar a una población permanente y de rápido crecimiento de inmigrantes sin documentos a quienes se declara desde entonces «ilegales».
Los debates políticos acerca de la inmigración suelen implicar la confrontación de ideas sobre cómo solucionar el problema. Pero, en realidad, no está claro que la migración sea en sí misma un problema: durante buena parte de la historia estadounidense, la migración europea fue, de hecho, una solución. En una sociedad que se expandía hacia el oeste, despojando a las poblaciones indígenas con la intención de hacer crecer sus bases productivas, la inmigración europea se presentaba como algo deseable.
A medida que la colonización se consolidaba y se normalizaba a lo largo del siglo diecinueve, la población euroamericana se convirtió simultáneamente en nativa y nativista. Luego, durante la época de «ceguera racial» pos derechos civiles, se convirtieron en integrantes de una «nación de inmigrantes» convencida de que sus familias, a diferencia de las mexicanas, llegaron al país «de la forma correcta». Las medidas gubernamentales y la política nativista se combinaron para hacer de la migración mexicana un problema de ilegalidad. De este consenso general proviene la opinión tradicional según la cual la solución pasa por el reforzamiento de la ley.
A medida que la inmigración «no blanca» crecía y la migración mexicana era cada vez más criminalizada, se desató la reacción blanca. Esta reacción no surgió de la nada. Es fruto de una larga historia política, en el marco de la cual existió otro movimiento antiinmigrante que no suele ser recordado como tal: la resistencia a la integración de la población afroamericana que migraba desde el Sur en las escuelas, barrios y lugares de trabajo de las ciudades del Norte, Medio Oeste y Oeste.
A medida que el liberalismo racial se unía a la guerra contra el crimen y ayudaba a impulsar el encarcelamiento masivo para proteger el orden establecido luego de los años sesenta, las figuras de las tendencias políticas principales que se posicionaban ostensiblemente a favor de la inmigración, terminaron favoreciendo la reacción antiinmigrante en su intento de gestionarla.
Movimiento libre del capital, restricciones a la clase obrera
El cambio demográfico fue acompañado por el ascenso del orden económico neoliberal. A pesar de que el neoliberalismo solo moldeó parcialmente este cambio demográfico impulsado por la inmigración, definió en cambio la respuesta política que se le dio. A comienzos de los años setenta, la ofensiva política coordinada por los grandes negocios desmanteló el New Deal e infligió una derrota al movimiento obrero.
Esto representó un asalto corporativo contra el poder del trabajo y el Estado de bienestar, que eran vistos como obstáculos para las ganancias y la recuperación del crecimiento en el marco de una economía mundial cada vez más despiadada. La clase obrera fue aplastada y el poder sindical fue diezmado a medida que la industria se esfumaba.
Los grupos de inmigrantes sin documentos se unieron a los segmentos negros de la población norteamericana para ocupar los escalones más bajos de un mercado laboral cada vez más desigual; se los culpó conjuntamente por el violento desorden social y por la alienación que, en realidad, eran los síntomas mórbidos del neoliberalismo.
En los años noventa, el presidente Bill Clinton y la representación parlamentaria del Partido Republicano respondieron a los miedos que suscitaba la libre circulación del capital –en el contexto del acuerdo NAFTA, implementado en 1994– uniéndose a las corrientes nativistas para condenar la libre circulación de las personas. Luego de que las invasiones de Afganistán e Irak desestabilizaron el mundo, se les echó la culpa a los grupos inmigrantes, particularmente musulmanes.
Las medidas antiinmigrantes terminaron siendo definidas por el combate contra la «inmigración ilegal», impulsado tanto por el nativismo de derecha como por las corrientes políticas dominantes. Se trató de un espectáculo de seguridad que funcionó para proteger no solo al neoliberalismo sino también –para consternación del nativismo– a la migración legal.
La migración legal, habilitada por la reforma de 1965, es la fuerza motriz del cambio demográfico al que el nativismo se opone: más de tres cuartos de las personas nacidas en el extranjero que viven en Estados Unidos tienen autorización a residencia. Pero la inmigración legal de mayor escala y más diversa desde que se aprobó la Ley de Inmigración y Nacionalidad estuvo siempre protegida por las organizaciones de defensa de las minorías étnicas, los sindicatos, los grupos religiosos, los intereses empresariales y por algunas figuras poderosas al interior de los dos partidos más grandes. Así, la política «antiilegal» se ha posicionado en el centro del debate público sobre la inmigración, culpando por todos los males a las personas indocumentadas.
El archivo histórico demuestra que el pasado es doloroso y sencillo: los muros y las rejas con los que se respondió a los escalones más bajos y racializados de la clase trabajadora le dieron sustento político a un orden económico que castiga a la clase obrera en su conjunto. Se erigieron muros carcelarios y se endurecieron las fronteras estadounidenses para la gente común, justo en el momento en que se abrían como nunca para los flujos de capital.
A medida que el bienestar económico y social se deterioraba, los fondos públicos y el capital político fueron destinados a construir políticas represivas y una retórica demonizadora. El sistema de encarcelamiento masivo afectó de manera desproporcionada a la fuerza de trabajo excedente de las personas negras e inmigrantes. El control migratorio fue sistematizado y creció a un ritmo sin precedentes, criminalizando a los mismos trabajadores y trabajadoras extranjeros cuya actividad era demandada por las empresas. La coincidencia de una crisis en la seguridad económica y la expansión masiva de las instituciones represivas del Estado desplazaron el descontento político hacia un terreno en el que empezaron a desarrollarse conflictos raciales y culturales en torno a la seguridad física y a la soberanía.
Una máquina de deportación que no funciona
El nativisimo volvió a emerger como una política de masas demonizando la inmigración como una amenaza económica y criminal a comienzos de los años noventa, cuando el Partido Republicano apoyó abiertamente una revuelta antimexicana iniciada en California. La mayoría del Partido Demócrata siguió el giro a la derecha impulsado por el presidente Bill Clinton.
Durante los gobiernos de Bush y de Obama, la máquina de deportación creció y se enredó con el gigantesco sistema de la justicia penal del país. La militarización sin precedentes de la frontera suroeste y la identificación y expulsión sistemática de la población ilegal, considerada «no ciudadana», se transformó en una rutina y en un espectáculo político bipartidista montado para convencer a la gente de que todo estaba bajo control. Pero esto no era cierto.
A pesar de que las políticas de mano dura fueron sometidas al escrutinio electoral, casi nunca se obtuvieron los resultados esperados. No está claro en qué medida la militarización de la frontera redujo la migración ilegal. Aunque, ciertamente, sirvió para desviar las rutas migratorias hacia el calor mortal del desierto de Arizona. E, irónicamente, hizo que muchas personas que en general realizaban migraciones circulares y temporales se convirtieran en residentes criminalizados, ensanchando la población indocumentada.
En el interior, las deportaciones causaron estragos para millones de personas. Aun así, la población indocumentada trepó hasta situarse por encima de los 10 millones. Se gastaron miles de millones de dólares en la lucha contra el narcotráfico, que apuntó contra los carteles mexicanos y colombianos y contra los «grupos urbanos negros», pero lejos del ideal de un país libre de drogas, el resultado fue un récord de muertes por sobredosis y la desestabilización violenta de Colombia, Centroamérica y México. De forma similar, la guerra contra el terror generó más terrorismo y más guerra. Mientras tanto, el orden económico miserable, que toda esta guerra y represión ayudó a proyectar, explotó de forma un tanto imprevista en 2008, haciendo que la desigualdad y la precariedad alcanzaran las proporciones de una crisis.
El éxito del reforzamiento de las leyes, celebrado tanto por el Partido Demócrata como por el Partido Republicano, ha probado ser siempre una ilusión. A su vez, la demanda dirigida a la política para que combata la inmigración se ha vuelto más intensa durante las décadas recientes. Las contradicciones siguen siendo irresolubles porque las políticas antiinmigrantes no sirven para construir el país mejor que prometen. Por más satisfactorias que puedan ser en términos simbólicos para alguna gente, el racismo y la guerra son imposibles de digerir. Sin embargo, la respuesta que prevaleció no fue que la estrategia estaba mal, sino que no se había implementado con suficiente vigor. Entonces las soluciones maximalistas se volvieron más seductoras: un muro en la frontera, deportaciones masivas y la «clausura» de la inmigración musulmana.
Esta es la paradoja básica que yace en el corazón de la política inmigratoria estadounidense: la frontera nunca estuvo más militarizada, nuestras cárceles nunca estuvieron más llenas y nuestras tropas nunca estuvieron tan involucradas y desesperanzadas, pero una minoría bulliciosa se ha convencido inflexiblemente de que nuestro país es inseguro y vulnerable frente a amenazas extranjeras e internas.
Se trata, en gran medida, del profundo sentimiento de desasosiego que vive el pueblo estadounidense en un mundo globalizado y del resentimiento que sienten por las élites que invocan un mundo plagado de violencia, incertidumbre y movilidad social descendente. Se trata, también, de la política racista antiimpuestos y prosegregación que se difunde entre los segmentos más acomodados de la población, que creen que su riqueza es simplemente el producto de su propio esfuerzo y de su talento individual. El muro de Trump fue una respuesta sencilla a desafíos complejos generados, en gran medida, por el mismo orden establecido que buena parte del campo político anti-Trump quiere revivir. Quienes precedieron a Trump construyeron más muros y cárceles que él (una ironía que contiene una explicación de nuestra situación presente).
Migraciones internas y externas
La lógica que animó la resistencia blanca a la Gran Migración negra del Sur hacia el Norte del país ha sido similar a la que opera detrás del movimiento antiinmigrantes, y esta última se desarrolló, en algún sentido, a partir de la primera. El origen extranjero de las personas contra las que se apunta no debería ocultar la resistencia de la gente común, que tiende a pensar que las personas racializadas que migran –tanto en el interior del país como desde afuera– constituyen una amenaza.
El nativismo es un poderoso subconjunto del racismo y del nacionalismo estadounidense. Sin embargo, el nativismo es también un concepto que nos permite pensar al racismo como la base de una política nacionalista que opera para controlar el movimiento y el estatus de las personas racializadas (en el exterior, en las fronteras y en el interior). Las afinidades se clarifican cuando se considera el contexto histórico más general: se trata de la continuidad de una población colonial que, desde los tiempos de la colonización hasta 1965, intentó mantener una mayoría blanca apelando a la ley, en el marco de un país que al mismo tiempo demandaba que las personas racializadas hicieran buena parte del trabajo menos valorado.
La resistencia a la abolición de la segregación racial, una política identitaria blanca de discriminación, el encarcelamiento de masas, la guerra contra el terror: todo esto se hizo en virtud de una misión quijotesca que apuntaba a evitar que gente «peligrosa» cruzara las fronteras estadounidenses y a restringir el libre movimiento de quienes ya estaban adentro del país. En un momento en el cual el poder de Estados Unidos para garantizar su dominio económico y militar ha entrado en crisis, el gobierno orquesta la represión para producir una ilusión de orden. En sus comienzos, estas políticas apuntaban a consolidar el orden económico y político neoliberal, amenazado desde su creación por el descontento y las contradicciones.
Los costos de la guerra
Pero, ¿cuánto costó la guerra contra la inmigración? Depende de cómo se mida su éxito: Trump sembró confusión en la Casa Blanca; el neoliberalismo reina, la industria privada de las detenciones crece. Pero creo que este momento de máximo poder nativista es como una supernova: una explosión enorme y aterradora que marca el fin –y no el comienzo– de un ciclo político.
El futuro del sistema que el nativismo ayudó a estabilizar es dudoso. El orden político y económico global que empequeñeció al mundo entrelazando economías y propagando la intervención militar extranjera contenía las semillas de su propia crisis: la gente siguió el rastro de las armas y del dinero, pero en reversa: hacia el centro del imperio estadounidense. Las personas que inmigraron viajaron en grandes cantidades a lugares en los que se les exigía trabajo pero se las rechazaba como vecinas, colegas y ciudadanas. Y el cambio climático y el capitalismo de los combustibles fósiles están forzando a que todavía más gente se desplace.
Pero la política que está a la búsqueda de chivos expiatorios ha probado ser en última instancia incapaz de compensar la depredación que produce el neoliberalismo, y la población norteamericana está cada vez más inclinada a ver a las personas inmigrantes como aliadas y no como enemigas. El debate está polarizado, lo cual es un buen signo, en la medida en que está destruyendo la base bipartidista que sostiene la guerra contra la inmigración. La represión se volvió tan extrema bajo los gobiernos de Bush, Obama y Trump, que provocó la resistencia de un movimiento social de masas, y las encuestas muestran que el electorado demócrata se ha inclinado para apoyar el derecho de los grupos inmigrantes.
El nativismo ha sido incapaz de potenciar la guerra bipartidista contra la «inmigración ilegal» y su apoteosis trumpista que apuntaba a reducir radicalmente la inmigración legal. De forma irónica, la guerra bipartidista contra la «inmigración ilegal» ha hecho que Trump y su base se obsesionen con la construcción de un muro para detener el flujo migratorio proveniente de «los lugares equivocados». Con todo el peligro que esto conlleva, Trump ayudó a agudizar estas contradicciones: tal vez nunca antes el socialismo y los derechos de las personas inmigrantes habían tenido niveles tan elevados de apoyo popular en los Estados Unidos.
La historia de las políticas de inmigración contemporáneas es, al mismo tiempo, la historia del encarcelamiento masivo de la Gran Migración negra y la lucha por la libertad. Es la historia del trabajo que se vuelve desechable por la reestructuración económica, del triunfo del neoliberalismo sobre el orden del New Deal, del viraje hacia la derecha del Partido Demócrata y del Estado de seguridad nacional y el complejo industrial militar que buscaba una nueva dirección luego de la Guerra Fría y que, luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001, se expandió imprudentemente.
Las políticas de inmigración han estado en el centro de todo lo que se hizo mal durante las décadas recientes. La liberación de las personas inmigrantes será indispensable a la hora de construir un mundo mejor. Garantizar su libertad requerirá una nueva política que transforme completamente este país. Es un desafío que solo podemos asumir si lo comprendemos con claridad.
Fue el modo en que las tendencias políticas de los dos partidos más grandes gestionaron la inmigración luego de 1965 –protegiendo el libre mercado y reforzando la seguridad– lo que terminó haciendo del trumpismo una fuerza política irresistible. En 2016, la cortina finalmente se corrió para revelar una maquinaria estatal inmensa, que reprimió durante décadas la inmigración ilegal. Trump enunció sus propósitos con una claridad escalofriante.La única forma de que el movimiento para derrotar al trumpismo y el que se necesita para transformar el sistema podrido que lo convirtió en presidente triunfen, será uniendo a una clase trabajadora transnacional y diversa para pelear por un cambio duradero.