CONSPIRANOICOS, LIBERTARIANOS Y REACCIONARIOS
Guía del usuario de los nuevos radicalismos
Aníbal Corti
28 octubre, 2021
La pandemia en curso ha dado notoriedad a ideas e ideologías radicales que no son estrictamente nuevas, pero que han adquirido una presencia, o al menos una visibilidad, que antes no tenían. Esta nota ofrece, sin ninguna pretensión de exhaustividad, un recorrido introductorio por tres de esos no tan nuevos pero sí renovados radicalismos.
Militantes de Avanza Libertad, partido político argentino liderado por Javier Milei, en un acto en la plaza San Martín, en Buenos Aires, el 19 de octubre.
Las perspectivas de los contemporáneos acerca de los hechos que les toca vivir pueden llegar a ser juzgadas retrospectivamente de manera muy crítica. Estar inmersos en ciertos acontecimientos implica con frecuencia no entenderlos del todo y no saber con exactitud qué consecuencias tendrán. Resulta fácil, en esas circunstancias, confundir lo esencial con lo accesorio, lo sustantivo con lo adjetivo. Tal cual lo que está sucediendo con la pandemia actual. No sabemos qué va a pasar después, qué cambios se convertirán en duraderos y qué otros serán meramente anecdóticos y rápidamente olvidados. Cosas que hoy nos parecen muy importantes mañana seguramente serán consideradas muy secundarias.
Con todas las precauciones que supone reconocer que no sabemos cómo seguirá la historia, podemos reconocer, no obstante, algunos de los cambios que están ocurriendo. Entre las muchas transformaciones que no sabemos qué importancia tendrán cuando sean juzgadas de forma retrospectiva, está el crecimiento de cierto recelo, resistencia o desconfianza hacia las instituciones de la modernidad, típicamente tres: el Estado, la democracia y la ciencia. El fenómeno podría ser transitorio, o podrá resultar duradero. Nadie lo sabe.
Existen los más diversos motivos para una desconfianza que, además, adopta también formas muy diferentes. En cualquier caso, la pandemia ha generado una mayor exposición para ideas de nicho, antes reservadas a pequeñas minorías. Quizás esas ideas sean exactamente tan minoritarias ahora como lo eran antes, solo que más públicas. Esta nota, en cualquier caso, no es un llamado de alerta, ni una advertencia, ni nada parecido. Es algo así como una modesta y muy incompleta guía de tres clases de grupos que han ganado exposición pública con el advenimiento de la pandemia, una de cuyas características comunes es poner seriamente en cuestión algunas de las instituciones centrales de la modernidad. Esos tres grupos son, por una parte, los que creen en la existencia de una oligarquía mundial y la combaten; por otra, los liberales radicales que abogan por la extinción de los Estados en favor de una anarquía de propiedad privada, y, finalmente, los tradicionalistas radicales que abogan por la reinstauración de un orden político orientado desde y hacia lo alto. Estos tres grupos existían ciertamente desde mucho antes de que la pandemia actual se ciñera sobre el mundo, pero han ganado en los últimos tiempos una notoriedad de la que no habían gozado nunca antes.
LOS QUE CREEN EN LA EXISTENCIA DE UNA OLIGARQUÍA MUNDIAL
Los que denuncian, de una u otra manera, la existencia de una oligarquía mundial están convencidos de que un reducidísimo grupo de individuos (personas de carne y hueso, seres humanos comunes y corrientes) controlan el mundo. Es importante señalar que esto no es lo mismo que decir, simplemente, que hay personas poderosas, incluso poderosísimas, cuyas decisiones afectan muchas veces las vidas de millones de personas. Nadie niega eso. Pero quienes creen en la existencia de una oligarquía mundial piensan que ese reducidísimo grupo de personas tiene un amplísimo poder para determinar el rumbo de los acontecimientos históricos a gran escala, al punto de que su sola voluntad explica muchas veces por qué ocurren o no ocurren las cosas. Ni siquiera los historiadores más liberales tienen una idea tan generosa de la capacidad de incidencia de grupos tan pequeños en el curso de la historia; no hablemos de los marxistas, reacios, como es bien sabido, a magnificar la incidencia de la voluntad individual en los procesos históricos, que, en general, tienden a explicar preferentemente por factores estructurales y no anecdóticos.
Nadie niega tampoco, ni siquiera los más férreos estructuralistas, que algunos (muchos) acontecimientos históricos pueden explicarse efectivamente por la exclusiva voluntad de unos pocos agentes individuales, que actuaron muchas veces desde las sombras y de manera coordinada. Las conspiraciones existen. Nadie niega eso tampoco. Lo que resulta necesario es distinguir caso a caso las conspiraciones auténticas de las puramente fantásticas. Un aspecto que, en este sentido, suele ser muy importante es el alcance de la presunta conspiración que se cree haber identificado: una presunta conspiración de un rango relativamente acotado bien podría ser genuina; una conspiración de un alcance demasiado amplio empezaría a ser sospechosa de ser puramente fantástica.
En un texto reciente incluido en su libro La epidemia como política (2020), el filósofo italiano Giorgio Agamben, muy irritado por la etiqueta complottismo (en italiano), algo así como «conspiracionismo», que algunos se habían atrevido a colgarles a sus ideas y a las de sus compañeros de ruta, invocó tres ejemplos históricos de conspiraciones reales.
En el 415 a. C. los adversarios del general ateniense Alcibíades, aprovechándose de una misteriosa mutilación de estatuas de Hermes ocurrida algunos días antes, reclutaron a falsos testigos y se conjuraron en su contra para conseguir su condena a muerte por sacrilegio, cosa que, de hecho, no consiguieron. En 1799 Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado y se hizo proclamar primer cónsul plenipotenciario. En los días anteriores, se había encontrado con políticos como Emmanuel-Joseph Sieyès, Roger Ducos y su propio hermano Luciano Bonaparte para ajustar la estrategia que permitiría consumar el golpe. En 1922 cerca de 25 mil fascistas marcharon sobre Roma. En los meses que precedieron al acontecimiento, Benito Mussolini tomó contacto con el primer ministro, Luigi Facta, con el rey Víctor Manuel III y con exponentes del mundo empresarial para establecer posibles alianzas y considerar las eventuales reacciones que el escenario provocado por la movilización podría llegar a generar.
En los tres acontecimientos, nos cuenta Agamben, individuos reunidos en grupos o partidos actuaron con decisión y discreción para llevar a cabo los fines que se proponían, enfrentándose a circunstancias más o menos previsibles y adaptando sus propias estrategias a esas circunstancias. Ahora bien, intentar sin éxito inculpar con pruebas fraudulentas a un general ateniense, dar un golpe de Estado en el clima especialmente complejo de la Francia posrevolucionaria o uno en el igualmente complejo de la Italia de posguerra, todos acontecimientos de un alcance relativamente limitado, no parecen eventos comparables en escala a los que regularmente se les atribuye haber causado a los miembros de la oligarquía mundial; por lo pronto, una pandemia ficticia.
Así como un grupo relativamente pequeño de células de nuestro cuerpo alojadas en el cerebro controlan su funcionamiento, así también habría un cerebro del mundo. Y así como el cerebro no podría funcionar sin que las demás células del cuerpo se avinieran a cumplir con sus órdenes, como, de hecho, ocurre cuando sufrimos ciertas enfermedades, el cerebro del mundo tampoco podría funcionar si el resto de los habitantes del planeta no nos aviniéramos a cumplir con sus mandatos. Los críticos de la oligarquía mundial pretenden que activemos nuestros cerebros para apagar, a su vez, el cerebro del mundo. Llamados de este tipo pueden encontrarse en fuentes de lo más disímiles, desde oscuros panfletos neonazis hasta publicaciones convencionales de la prensa de izquierda.
Una enorme desconfianza respecto de las instituciones de la modernidad resulta obvia, natural, si uno parte de la hipótesis de que hay una oligarquía mundial que controla el rumbo de los acontecimientos históricos. Los Estados nacionales son simples correas de transmisión de la voluntad de los amos del mundo, las democracias son cáscaras vacías y las afirmaciones de la ciencia (al menos las de la ciencia oficial), patrañas de consumo masivo y aborregado.
LOS LIBERALES RADICALES O ANARCOCAPITALISTAS
Los liberales clásicos (algunos más moderados, otros menos) creen, como se sabe, que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Los liberales radicales, anarcocapitalistas, anarquistas de libre mercado o anarquistas de propiedad privada llevan esa creencia hasta sus últimas consecuencias y sostienen que el mejor gobierno es el que no existe en absoluto. Abogan, en consecuencia, por la privatización de todos los servicios y espacios públicos y la extinción del Estado.
El anarcocapitalismo existe desde hace 70 años, pero hace diez eran muy pocos los que habían escuchado hablar de esa escuela de pensamiento, mientras que ahora no pasa una semana sin que alguien, el candidato a diputado bonaerense Javier Milei, por ejemplo, cite en alguna parte al economista estadounidense Murray Rothbard (1926-1995), su principal ideólogo y artífice.
Rothbard sostuvo, en obras como La ética de la libertad(1982) yEl igualitarismo como rebelión contra la naturaleza (1974), que, desde un punto de vista moral, el liberalismo descansa esencialmente sobre el principio de no agresión: a saber, el principio según el cual es ilegítimo iniciar la fuerza contra terceros, lo que incluye muy especialmente atentar de cualquier forma contra la integridad física y la propiedad de los demás. El Estado, en este sentido, es un aparato de confiscación coactiva de la propiedad privada, en tanto es una agencia que ofrece de manera compulsiva servicios de protección a cambio de una remuneración que confisca mediante el uso de la violencia. En una sociedad verdaderamente libre, los individuos deberían poder contratar los servicios de la agencia privada de protección que resultara de su preferencia, de entre las muchas que deberían competir en el mercado (absolutamente libre) de los servicios de seguridad.
El monopolio estatal de los servicios de seguridad, defensa y justicia, piensan los anarcocapitalistas, no solamente es un monopolio de carácter coactivo, sino que, además, ofrece servicios de mala calidad, ya que el Estado no tiene incentivos para mejorar, porque no tiene competidores. La liberalización de esos servicios no solo constituiría un avance de la libertad, sino también una mejora en la calidad de los servicios prestados.
En una sociedad libre (siempre según los parámetros anarcocapitalistas) todos los servicios (educación, salud, etcétera) serían dispensados exclusivamente por empresas privadas, que competirían entre sí en el mercado. Los individuos contratarían esos servicios, un seguro de protección, por ejemplo, que tendría tal o cual alcance efectivo, exactamente como ahora contratan un seguro para el automóvil, o un seguro médico, o no lo harían si no tuvieran el dinero para hacerlo, exactamente igual que ahora. ¿Pero un mundo así no sería una guerra permanente de todos contra todos? ¿Los fuertes simplemente no aplastarían a los débiles? ¿No sería algo muy parecido a una película de Mad Max? Los liberales radicales creen que no, aunque también es cierto que uno de sus ejemplos favoritos de anarquía de libre mercado realmente existente es el Lejano Oeste estadounidense de hace un par de siglos.
Los liberales radicales reconocen el derecho a la libertad como el más natural y fundamental de todos, pero de allí no infieren que el ejercicio efectivo de ese derecho deba estar garantizado de ninguna manera. Nadie tiene la obligación de proveernos nada en absoluto, ni bienestar, ni seguridad, ni siquiera justicia. Por lo tanto, la defensa de la propiedad debe hacerla cada uno con sus propios medios, no con los recursos ajenos. ¿Y el que no tenga recursos para defender su propiedad? La defenderá a golpes de puño. ¿Es esa una buena idea? Los anarcocapitalistas parecen estar convencidos de que sí.
Los liberales tradicionales defienden la existencia de Estados mínimos. Los anarquistas de libre mercado sostienen que los Estados, por mínimos que puedan resultar al principio, pronto degeneran en burocracias grandes e intervencionistas. La verdadera disyuntiva histórica no está planteada para ellos entre el Estado mínimo liberal tradicional y el Estado grande de bienestar socialdemócrata, que consideran en esencia la misma porquería, sino entre esos dos sistemas y la anarquía de libre mercado, la única alternativa verdadera.
En la sociedad libre que propugnan los anarcocapitalistas no solo no habría Estados, sino tampoco democracia ni política como la entendemos, solamente transacciones mercantiles. La educación y la investigación se regirían también, como todo, exclusivamente por las leyes del mercado. Uno de los problemas actuales del sistema de investigación científica es, para ellos, que está casi completamente intervenido por los Estados (fondos y políticas de investigación, subsidios, patentes), así como la educación está intervenida también (planes de estudio, orientaciones generales y restricciones de todo tipo). En una sociedad libre, los ciudadanos elegirían qué tipos de investigaciones financiarían, en caso de tener la voluntad de financiar alguna, así como qué se les enseñaría a sus hijos en las escuelas. Los padres deberían poder elegir que sus hijos aprendieran que la tierra es plana si así lo quisieran.
LOS TRADICIONALISTAS RADICALES
La palabra tradicionalismo se usa en muchos sentidos y hay muchos movimientos «tradicionalistas»: artísticos, culturales, religiosos; hay usos políticos del término que lo equiparan aproximadamente a conservadurismo. El tradicionalismo radical al que se refiere este apartado es otra cosa. Es una escuela de pensamiento fundada hace un siglo por el filósofo y esoterista francés René Guenón (1886-1951), convertido al islam y fallecido en El Cairo, autor, entre otras obras, de La crisis del mundo moderno (1927), uno de cuyos principales discípulos fue el italiano Julius Evola (1898-1974), autor, entre otras obras, de Rebelión contra el mundo moderno (1934). Como en los casos anteriores, la pandemia parece haber dado mayor visibilidad también a las ideas tradicionalistas radicales. El nombre hasta hace poco semidesconocido del tradicionalista ruso Alexander Dugin quizás ya les resulte familiar a muchos lectores de Brecha. Dugin aboga, en particular, por un tradicionalismo eurasianista, en que los pueblos asiáticos (en particular los de Rusia y China) están llamados a ser la vanguardia en la destrucción del mundo moderno, cuya máxima expresión es el Occidente capitalista liderado por Estados Unidos y el eje atlantista.
Los tradicionalistas defienden un principio general de subordinación del orden temporal, humano, material y profano, cambiante y contingente, al orden atemporal, divino, espiritual y sagrado, esencialmente eterno e inmutable. La relación que establecen entre estos dos órdenes es de una naturaleza estrictamente jerárquica. Todo el sistema de pensamiento tradicionalista se funda sobre la oposición entre «lo alto» y «lo bajo». Para ellos, la modernidad representa la ruptura de esa sujeción y, dada la naturaleza estrictamente jerárquica del vínculo, se trata no de una mera separación, sino de una completa subversión. El mundo de la tradición está estructurado según el ordenamiento típicamente vertical del espíritu, mientras que el mundo moderno se despliega según la bastarda horizontalidad profana de la materia. Para los tradicionalistas, toda la historia humana, desde hace dos milenios y medio, puede ser entendida como un proceso de involución, muy lento al principio y después cada vez más acelerado, hasta llegar a la modernidad, que es el estadio de máxima ruptura con los principios trascendentes.
Los tradicionalistas radicales creen que el mundo moderno tiene como una de sus expresiones máximas la espuria entronización del individuo en el centro de nuestras concepciones cosmológicas. Creen que las sociedades tradicionales se organizaban por el eje vertical y en un sentido jerárquico, desde lo alto y hacia lo alto. El mundo moderno se organiza por el eje horizontal y hace de la ilusoria voluntad de los individuos un principio de organización absolutamente falso. El mundo moderno es el despliegue de una materia emancipada de cualquier forma, idea, concepto o arquetipo: emancipada de cualquier principio metafísico superior y trascendente; una horizontalidad sin límites que incluye la pérdida de cualquier tipo de jerarquía no puramente mundana o inmanente, es decir, intrascendente. El mundo moderno es, literalmente, un mundo insignificante que ha perdido todo vínculo con la eternidad.
Los tradicionalistas, desde luego, consideran la democracia una simple perversión modernista, igual que el mercado y, en general, todos los mecanismos puramente horizontales, es decir, no ordenados desde y hacia lo alto.
La ciencia moderna, por su parte, representa para ellos la mera degradación de los principios metafísicos superiores en el reino moderno, horizontal e insignificante de la cantidad y la materia. Los tradicionalistas, todos más o menos vinculados a las ciencias ocultas, esotéricas o iniciáticas (astrología, magia, alquimia), creen que una antigua tradición sapiencial varias veces milenaria ha sido sustituida por ese remedo modernista torpe y pálido del conocimiento ancestral que es la ciencia contemporánea. La ciencia actual es, en el mejor de los casos, un simple residuo desnaturalizado de algunas de las antiguas ciencias tradicionales: la parte más inferior de estas, la que, habiendo dejado de estar en relación con los principios y habiendo perdido por ello su verdadero significado original, ha acabado por seguir un desarrollo independiente y por ser considerada un conocimiento que se basta a sí mismo, cuando en verdad su valor intrínseco se encuentra reducido a casi nada.
UNA ALIANZA INESTABLE
La pandemia en curso no solo ha dado mayor visibilidad a los críticos de una supuesta oligarquía mundial, a los anarcocapitalistas y a los tradicionalistas radicales, sino que los ha hecho también, de a ratos, compañeros de ruta en movilizaciones, en revistas, en programas de radio. Pero sus bases filosóficas son absolutamente contradictorias y se trata de una coincidencia inestable. Los antioligárquicos quieren restablecer la soberanía perdida de los Estados nacionales, los anarcocapitalistas extinguirlos y los tradicionalistas subordinarlos metafísicamente a principios superiores, eternos y trascendentes. Los antioligárquicos quieren liberar la ciencia de la tiranía de las empresas –por ejemplo, de las empresas farmacéuticas–; los anarcocapitalistas quieren liberar las empresas –por ejemplo, las farmacéuticas– de la tiranía de los Estados, y los tradicionalistas creen que la ciencia moderna es simplemente una patraña: no funcionan los ridículos test PCR ni toda esa basura materialista, puesto que lo que funciona es la magia, la astrología y los saberes de la tradición sapiencial.
Un grupo de anarcocapitalistas traerá a Javier Milei a disertar a Montevideo en diciembre. No habría que descartar que en la puerta se autoconvocara un piquete de críticos de la oligarquía mundial, que, megáfono en mano, lo llamaran «títere del Foro Económico Mundial de Davos» y lo increparan a los gritos para que dijera si es o no es masón.
Alguien debería traer a Dugin.