La memoria y el olvido en debate
Las políticas de Memoria, Verdad y Justicia iniciadas en 2004 a través de dos figuras con miradas diferentes sobre el tema: David Rieff y Elizabeth Jelin.
Fabián Kovacic
El gobierno de Mauricio Macri ya ha dado varias señales de querer terminar con las políticas de Memoria, Verdad y Justicia iniciadas en 2004 con la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final. Mientras que los juicios por delitos de lesa humanidad continúan, la administración macrista disolvió áreas de derechos humanos en diferentes ministerios, justificó la prisión domiciliaria para genocidas como Miguel Etchecolatz y consideró pertinente la decisión de la Corte Suprema de aplicar el “2 por 1” a delitos de lesa humanidad para poder liberar a condenados por estos crímenes. En definitiva, la idea de instalar el olvido sobrevuela las políticas oficiales. Brecha entrevistó a dos figuras con miradas diferentes sobre el tema: David Rieff y Elizabeth Jelin.
Con David Rieff, autor de “Elogio del olvido”
“El movimiento de derechos humanos sustituyó al comunismo y las ideas de izquierda”
David Rieff es analista político estadounidense. Su último libro, Elogio del olvido (Debate, RHM, Buenos Aires, 2017), ha generado revuelo. Un liberal de pura cepa (en el sentido estadounidense), el hijo de Susan Sontag no se avergüenza de sus ideas, en un tiempo en el que las políticas de derecha liberal vuelven a cobrar vuelo en Argentina. No duda en criticar las políticas de la memoria. Para Rieff, “la memoria es un hecho neurológico”.
—Tomo una frase de su libro: “El mundo no tiene recuerdos ni los grupos de personas los tienen. Los individuos recuerdan”. ¿Es su declaración de principios?
—Es un hecho. No es mi opinión. Neurológicamente existe la memoria individual. Hay comunidades que tienen mitos, pero eso es otra cosa: no es memoria. Podemos hablar de convicciones, pero finalmente la memoria estrictamente es un fenómeno neurológico. Si hablamos de la memoria colectiva, hablamos de una idea, una decisión colectiva, una política, pero no de memoria social.
—¿Se siente un provocador con este libro?
—Estoy en desacuerdo fundamental con unos elementos del pensamiento socialdemócrata y la izquierda moderada sobre este tema de los derechos humanos. Pero esto no es nuevo. Ya he escrito otros textos similares criticando los movimientos de derechos humanos. De modo que no creo que me convierta ahora en apologista de quien sabe quién.
—De las dictaduras latinoamericanas, por ejemplo.
—De las dictaduras, exacto, sería un buen ejemplo. Pero no me interesa censurar a nadie en nombre de la justicia. Tampoco me interesa que me digan que mis argumentos sirven a los malos y no debiera escribirlos. Hay momentos en que hay que elegir entre la verdad y la justicia. Ese es uno de los temas centrales del libro. Un periodista le preguntó a Jean-Paul Sartre qué opinaba de los gulags soviéticos y él prefirió no contestar para no defraudar a la clase obrera francesa. Y en mi caso, si tengo una determinada idea que sirve a los malos, ¿qué le puedo hacer?
—¿Por qué cree que el siglo XX se ocupa precisamente de la memoria colectiva?
—En nuestra época el movimiento de derechos humanos ha sustituido al comunismo y las ideas de izquierda en general. En Europa, ha impactado especialmente el libro La última utopía, de Samuel Moyn (2015). Yo soy antiutópico en toda mi obra. La visión utópica del mundo me parece equivocada. Y la idea de la memoria colectiva va en ese sentido.
—Sostiene que en los años setenta unas minorías trabajaron sobre la idea de apropiarse de la memoria colectiva en detrimento de los estados nacionales para imponer su discurso. ¿Podría explicar esta idea?
—La idea de memoria colectiva es una propuesta política. Como no existe y es una metáfora, sirve a fines políticos, morales y sociales. Y eso lleva a abusos en su uso. Ahora, hoy, la memoria es más interesante para los que se piensan como herederos de una victimización de la historia. Soy escéptico tanto de la memoria colectiva del Estado como de la memoria de esas minorías. Hay cuestiones judiciales que no requieren de la memoria colectiva porque lo que importan son los hechos. La memoria colectiva no puede testimoniar en un juicio, pero sí lo hacen los individuos. Sé que hay muchos grupos politizados, como las Madres de Plaza de Mayo que se han transformado en un grupo kirchnerista y sí piensan que eso es lo correcto. Pero hay otras voces de izquierda que cuestionan esa idea de memoria colectiva, como Hugo Vezzetti. Es decir, no todo es uniforme y no todo lo que contradice esa memoria oficial tiene que ser considerado neoliberal.
—Usted recién hablaba de hechos judicializables, pero hay que tener en cuenta que si en América del Sur se llegó a la instancia judicial fue por la persistencia de grupos que reclamaban justicia, conservando para eso la memoria colectiva frente a un Estado que no escuchaba. ¿No le parece importante?
—Originalmente, pueden tener algún peso esos grupos. Pero la memoria colectiva no tiene nada que ver con la justicia. La memoria histórica es una simplificación de la historia para fines políticos actuales. Hay una confusión esencial. La militancia no tiene que insistir sobre la memoria colectiva. Es cierto que la presión de los grupos de derechos humanos ha modificado la historia de Argentina. Soy crítico de los Kirchner, pero pienso que fue gracias a Cristina que se terminó con la amnistía en este país. Sin embargo, no veo necesidad de mezclar la memoria colectiva con cuestiones de justicia que requieren investigar hechos concretos. Es cierto que la presión de las Ong u organismos de derechos humanos, en Argentina, en Uruguay y quizá especialmente en Chile, ayudaron a que actuara la justicia. En mi libro no sostengo que eso esté mal.
—Su libro menciona recurrentemente a Tzvetan Tódorov, los abusos de la memoria y desarrolla la contraposición entre historia y memoria. ¿Hay una disputa permanente entre ambas?
—Creo que el proyecto de la memoria histórica y el de la ciencia histórica son diferentes. La memoria histórica toma aspectos del pasado para formar una política en el presente. Y creo que la investigación histórica tiene como función ser crítica de todo consenso. Hablar de los 30 mil desaparecidos creo que está bien en el contexto público y fue una tontería que un funcionario del presidente Mauricio Macri cuestionara esa cifra. Pero si hay historiadores que no creen en esa cifra, debieran avanzar con sus investigaciones. La cifra es simbólica. Como es el caso de los 6 millones de judíos muertos en la Shoá: quizá la cifra sea menor, pero simbólicamente esa cifra es importante para mostrar lo ocurrido socialmente.
—Usted ha dicho que los derechos humanos les permitieron sobrevivir a los partidos políticos de izquierda en Europa. ¿Lo cree así?
—Nadine Gordimer decía que los derechos humanos son la religión laica mundial y esa idea sirvió más a los partidos de izquierda que a la derecha.
—Para sostener los argumentos de su hipótesis sobre la memoria, incluye abundantes referencias a Nietzsche. ¿No cree que en América Latina debiera aplicarse la idea de Gabriel García Márquez, quien sostenía que no existen los hechos, sino la memoria que tenemos sobre ellos?
—No comparto esa metáfora con García Márquez. El caso de América Latina no es diferente del resto del mundo en materia de memoria y recuerdos.
—Sin embargo, Eduardo Galeano, por ejemplo, es otro autor que con datos reconstruye esa historia negada de América Latina. ¿No cree en la historia o la memoria robada?
—La historia es en cada época escondida y pública. Siempre ocurrió eso. Hay trabajos sobre la discusión política de cómo escribir y contar la historia de cada país. ¿Historia escondida? Para mí no existe. Cada generación en cada país va a reescribir su historia y eso es normal. En Argentina, ¿van a negar la historia? ¿Escondida por quién y para quién?
—Si prefiere, podemos hablar de historia negada, no mencionada. Un historiador como Tulio Halperín Donghi también se refirió a la idea de la memoria española, en sus obras sobre América Latina.
—¿Qué quiere decir “la memoria española”? Lo pregunto seriamente. Si vas a Madrid, no vas a encontrar un lugar donde diga “aquí está la memoria española de América Latina”. Entonces, hablemos de la política histórica de España hacia América Latina. Pero ¿memoria histórica? ¿Por qué? Hay una política colonial, poscolonial, claro que sí. No creo en la memoria histórica. Creo en la política y en la moral. Tampoco en la memoria colectiva. Me interesa mucho el problema del recuerdo y la decisión del olvido en una sociedad. Pero eso es otra cosa.
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Con la socióloga Elizabeth Jelin
“Las memorias siempre son subjetivas”
Es autora de La lucha por el pasado: cómo construimos la memoria social(Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2017), un libro que recoge cuarenta años de investigación sobre la memoria en contextos sociales de violencia política. Elizabeth Jelin dialogó con Brecha sobre la importancia de la construcción de la memoria social en países como Argentina, Uruguay y Chile. La reconstrucción del pasado traumático es necesaria para dar sentido al presente, afirma.
—Su libro busca conceptualizar la idea de la memoria colectiva…
—A fines de los años noventa, con un grupo de investigadores preocupados por la situación en América Latina, decidimos que había que abrir un campo de estudios sobre violencia política. Coordiné ese programa y planteamos que las luchas son entre memorias más que entre memoria y olvido. La Fundación Pinochet era un emprendedor de memoria fundamental en Chile. No es que estamos los demócratas progresistas que queremos memoria de la represión para que no vuelva a ocurrir y están los otros que quieren olvidar. No quieren olvidar: tienen otras memorias. La lucha es por la interpretación y el sentido del pasado.
—¿Va por buen camino la memoria o está siendo tapada por otras?
—Siempre las historias de memorias son experiencias subjetivas. Nos suceden a nosotros como seres humanos frente a estímulos, luchas, memorias de otros que se contraponen, estímulos que pueden estar en políticas públicas, en arte, en toda la producción sociocultural que uno pueda imaginar. Siempre hubo amnesias, amnistías, negacionismos y relativizaciones. Es decir, procesos en los que hay actores que quieren dar un sentido limitado, acotado, y operar sobre la memoria. No se puede olvidar por decreto. Se puede silenciar por decreto. Entonces, dentro del trabajo del campo de memoria está todo lo que son las memorias subterráneas, aquellas que no son dichas. Pero cuando aparecen autores como David Rieff, que plantean un elogio al olvido, mi respuesta es muy sencilla: nadie puede olvidar por decreto. Siempre hay olvidos, pero no son por imposición.
—Ya que menciona a Rieff, ¿no será que él plantea una crítica a los organismos de derechos humanos y los gobiernos progresistas que establecieron políticas de Estado sobre este tema?
—Es probable. Conozco a Rieff sólo por entrevistas y porque miré su libro, pero no tuve ganas de leerlo. No puedo opinar con fundamento.
—Las memorias van surgiendo por coyunturas históricas. ¿Quiénes operan sobre esas coyunturas? ¿El poder? ¿La sociedad?
—Observo escenarios sociopolíticos y actores. La sociedad no existe. Es un conjunto. Lo que puedo establecer es que en ciertos escenarios hay actores, e identificarlos. En el libro me pregunto si son los llamados afectados directos o un familiar que haya sido víctima. ¿O puede haber una conciencia ciudadana que va más allá de la victimización personalizada? Eso me preocupa porque creo que los temas de derechos humanos o de impunidad deberían ser temas transversales para muchos más actores. Otro tema que está en el libro es cómo se activa la memoria, ¿por repetición, por un ritual en el que cada año el 24 de marzo convoca? Las investigaciones indican todo lo contrario. La ritualización repetitiva produce hastío. Si no hay un estímulo de debate, la repetición en sí misma no produce memoria, sino rechazo. Cuando se generan nuevas preguntas, se mantiene. ¿Cuándo se dio la reactivación del movimiento de derechos humanos en Argentina? En 1995, cuando aparecieron las agrupaciones de Hijos. La primera mitad de los años noventa fue de un repliegue total. Apareció entonces una generación nueva que hizo preguntas que no eran las de los viejos y que les provocaban incomodidades.
—¿La memoria genera ciudadanía?
—Lo hace si se amplía a una noción de ciudadanía que no sea excluyente. Si sólo hay legitimidad de la palabra entre las víctimas, no genera ciudadanía. Los hijos de represores que toman la palabra lo hacen distanciándose de sus padres, pero éste no es un fenómeno nuevo. Hubo quien se cambió el apellido. Hubo obras de teatro sobre el tema. En la obra de Lola Arias Mi vida despuésactúa Vanina Falco, que es hija de un represor y fue testigo en el juicio. Es la hija legítima del apropiador de Juan Cabandié. Todo eso que pasó individualmente hoy está teniendo atención pública. Lo cual quiere decir que aun cuando hablamos de testimonios y cosas personales, cuando una persona está dispuesta a hablar sobre su experiencia, también del otro lado tiene que haber alguien que la escuche. Pude conversar con una de estas personas que me dijo que ella denunció a su padre hace diez años y nadie la escuchaba. Ella fue testigo en el juicio en contra de su padre. Y es en este momento que el espacio de los medios y la opinión pública está abierto a escuchar esas voces a partir de la entrevista a la hija del ex comisario Etchecolatz.
—¿Cuál es su hipótesis sobre el “familismo” argentino?
— Si uno iba a Europa y se identificaba como argentino en los años ochenta, decían: ah, las Madres. Lo que salía era un pedacito del movimiento de organismos de derechos humanos. Y ya estaban, las Madres, Abuelas, Hijos, Familiares, intentaron hacer Hermanos. Todo con un sentido literal. Una no podía ser una madre simbólica. Tenía que tener un hijo o hija desaparecidos. No podía ponerse el pañuelo blanco si no era así. En Chile, el movimiento de mujeres en resistencia a la dictadura se llamaba Mujeres por la Vida, juntaba gente que había estado presa, gente que no. Era un movimiento de mujeres ciudadanas. En Argentina, fue un movimiento de familiares. La pregunta comparativa es esa. En Uruguay, la organización base se llama Familiares y tampoco hay una gran organización ciudadana. La pregunta es ¿por qué se arma en esta clave y no en otras? Encuentro que en Argentina el familismo es especialmente fuerte. Hay que ir a rastrear la historia cultural. Una puede encontrar antecedentes. Hay un libro excelente de una historiadora que trabajó sobre las políticas sociales del primer peronismo y lo ve en clave de maternalismo.
—¿La memoria “que se hace cargo”, que se asume como propia, termina permeando las políticas públicas?
—No sé si el Estado se hace cargo porque sería una memoria en singular. Creo que las luchas y las disputas hacen bien. No es que haya que saldarlas. Si se saldan y se elabora un libreto único, no sobrevive ese libreto.
—¿Cómo se vive la cuestión de las memorias en otros países?
—La memoria no es algo a lo cual le dedicamos un espacio especial. Es un instrumento con el cual vivimos, un vehículo que me permite moverme. Es algo con lo cual trabajo, pienso y siento. La memoria es subjetiva. Por eso siempre me opuse a que los museos se llamen “de la memoria”. Un museo es un lugar de historia que nos da herramientas para que después sintamos, pensemos, discutamos, nos apropiemos o lo que fuera de esa memoria. Pero en el museo no está la memoria. Hasta hace unos años no había museos de la memoria: eran museos de algo, de un período histórico, del nazismo, de lo que fuera. En Holanda, hay un museo de la resistencia holandesa al nazismo. Pero cuando trabajamos sobre temas de memoria, a mí me gusta pensarlo como que estamos trabajando sobre ciertos procesos institucionales que miran el pasado y hacen algo con eso. ¿Más políticas públicas sobre memoria es garantía de más democracia, como me pregunto en el último capítulo del libro? No lo sé. En Sudáfrica, una podría decir que la manera como encararon las cuentas con el pasado –a partir de la Comisión para la Verdad y las políticas entre reparación y confesiones– permitió en un cierto nivel que esto haya dejado de ser un conflicto central. ¿Y si la manera como lo hicieron, a costa de tanto dolor y disconformidad entre la gente, sin que se transformara en acción colectiva, convirtió a Sudáfrica en una de las sociedades más violentas del mundo? Quizá haya sido por eso, no lo sé. En Ruanda, se terminó el conflicto porque el gobierno decidió que ya no hay más hutus y tutsis, y en la escuela no se puede hablar de esas dos tribus. Eso se decidió en la esfera pública, lo decidió el Estado, que además es extremadamente autoritario. Pero la misma gente tiene parientes en Burundi, que es el país vecino y ahí sí se habla de hutus y tutsis. ¿Cómo se clausura la memoria por decreto gubernamental?
—Pero el poder es un actor central en la lucha por la apropiación del sentido de la memoria. ¿O no?
—Claro que sí. Pero las resistencias y las fortalezas de muchos actores siguen adelante a pesar del poder.
—¿Cuándo aparece la memoria con más fuerza en las últimas décadas?
—No hay una única memoria. Hay momentos en que ciertos discursos y ciertas imágenes tienen más posibilidades de ser expresadas que otras y tienen la posibilidad de ser escuchadas. Y la historia es eso, qué se silencia y qué se dice. Una cuestión que a mí me interesó mucho fue la violencia sexual contra las mujeres. Eso fue dicho y narrado durante el juicio a las juntas en 1985. Sin embargo, nadie escuchó. La justicia tomó esos casos de violación como parte de la tortura que se engendraba en los centros de detención. Tuvo que pasar mucho tiempo para que internacionalmente se tomara en cuenta esa violencia sexual en el derecho internacional y que sea considerada un crimen diferenciado de la tortura, y que fuera de lesa humanidad. Pasaron cuarenta años.