Es posible, y hasta saludable, apreciar el futuro de la impunidad –esa que nos remite invariablemente a los crímenes de lesa humanidad cometidos durante las dictaduras militares– desde una perspectiva regional. Así, la desazón de un segmento importante de la sociedad uruguaya por el retroceso que significó el traslado de la jueza Mariana Mota, la convalidación por la Suprema Corte de Justicia de los fallos que revocaron las acciones contra los culpables de los asesinatos de Horacio Ramos y de Roberto Luzardo, y la evidente suspensión de las acciones judiciales en los casos en curso de investigación, se compensa en alguna medida por las iniciativas que avanzan en aquellos países de la región que fueron el escenario del Plan Cóndor. Tal es lo que ocurre en el juicio que impulsa el Tribunal Oral en lo Criminal Federal número 1 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que pretende determinar la responsabilidad de 22 represores en 106 casos de tortura, desaparición y asesinato cometidos en el marco de la coordinación represiva conocida como Plan Cóndor. Una singularidad es que junto con todos los represores argentinos implicados en el Cóndor es enjuiciado también Manuel Cordero, quien cumple prisión domiciliaria en Buenos Aires tras su extradición desde Brasil. (Aunque integra el selecto grupo de oficiales del ocoa junto con José Gavazzo, Jorge Silveira y Ricardo Arab, entre otros, Cordero logró eludir en Uruguay el castigo por sus múltiples crímenes gracias a la indolencia de un juez que demoró el pedido de cierre de fronteras. Cordero se instaló en Livramento, donde recibía puntualmente su pensión jubilatoria pese a que era un prófugo. Para cuando la justicia uruguaya concretó el pedido de extradición a Brasil, ya la justicia argentina se había adelantado y esa es la razón por la que hoy esté siendo juzgado en Buenos Aires por su participación en el Cóndor.)
El juicio oral, que se inició en marzo pasado, analiza la situación de militares y policías argentinos por binomios de países, para facilitar el estudio de cada uno de los casos y para profundizar en el conocimiento de la estructura general, su estrategia, y la implementación de la coordinación represiva. En estos nueve meses el tribunal examinó los casos de 48 uruguayos secuestrados y desaparecidos en Argentina, haciendo especial hincapié en las víctimas que fueron detenidas e interrogadas en el centro clandestino conocido como Automotores Orletti. La semana anterior culminaron los testimonios de las víctimas y de los testigos querellantes en lo que se ha dado en llamar Automotores Orletti II, y el tribunal comenzó a recibir testimonios de “testigos de contexto”, es decir, de historiadores, periodistas y académicos que centraron sus investigaciones en la coordinación represiva. En tal carácter fui invitado el martes 17 a dar testimonio, tras la comparecencia, el viernes 13, del decano de la Facultad de Humanidades, Álvaro Rico.
En esta etapa de Orletti II, el fiscal que lleva adelante el caso, Pablo Ouviña, centró su interés en algunos episodios particularmente relevantes de la coordinación represiva y que involucran al represor argentino Miguel Ángel Furci, un agente de la Secretaría de Inteligencia del Estado (side) que actuó en Orletti y que se apropió de Mariana Zaffaroni, hija de los uruguayos desaparecidos Jorge Zaffaroni y María Emilia Islas; a Manuel Cordero, que en Orletti torturó hasta la muerte a Gerardo Gatti y León Duarte en un intento de extorsión para obtener 2 millones de dólares, torturó a decenas de prisioneros del Partido por la Victoria del Pueblo (pvp), torturó –y probablemente asesinó– a Alberto Mechoso tras la apropiación de millones de dólares, y que junto con Gavazzo secuestraron y condujeron a Montevideo a María Claudia García de Gelman, que desapareció definitivamente después de dar a luz a su hija Macarena. Finalmente el fiscal indagó sobre las responsabilidades del entonces mayor Carlos Calcagno, un oficial de contrainteligencia que en principio no aparecía en el staff de Automotores Orletti pero que fue identificado como el oficial que trasladó a Montevideo a los niños Victoria y Anatole Julien, hijos de los desaparecidos Roger Julien y Victoria Grisonas. La participación de Calcagno en el Cóndor quedó documentada en el secuestro y desaparición en Asunción de Gustavo Inzaurralde y Nelson Santana en uno de los episodios de coordinación represiva que involucró a agentes de tres países.
Sobre la responsabilidad de Miguel Ángel Furci en la desaparición de uruguayos detenidos en Orletti, pude aportar al tribunal la información que surgió de una entrevista con el juez de San Isidro, Roberto Marquevich, quien en 1992 restituyó la identidad a Mariana Zaffaroni tras su aparición y la detención de su apropiador, Furci. En el curso de la conversación, y como al pasar, el juez Marquevich me contó, a modo de ejemplo de cómo el represor pretendía justificarse, un tramo de la declaración de Furci. Tal como debe constar en el expediente, Furci relató al juez cómo y por qué llegó a apropiarse de Mariana: “Estaba al pie de la escalerilla del avión –relató Furci al juez– y le pregunté a Gavazzo qué iba a hacer con la niña (Mariana, entonces de 18 meses de edad). ‘Quedate con ella’, me dijo Gavazzo”. Aparentemente el juez Marquevich no profundizó en esa revelación: Furci decía haber salvado a Mariana en la escalerilla del avión, pero no explicó qué avión era ese, en qué fecha se produjo el vuelo, en qué aeropuerto estaba, hacia dónde volaba, quiénes eran los pasajeros y qué hacía él, Furci, junto a Mariana. El detalle sugiere que ese avión protagonizó el llamado “segundo vuelo”, cuando más de una veintena de prisioneros uruguayos del pvp fueron trasladados clandestinamente a Montevideo (donde desaparecieron definitivamente); que en ese vuelo, de un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, ocurrido probablemente a comienzos de octubre de 1976, fueron trasladados los padres de Mariana, Jorge y María Emilia; y que Furci estuvo profundamente implicado en los crímenes cometidos en Orletti. Sobre la apropiación de Mariana me referí a dos documentos, de noviembre de 1987 y marzo de 1988 –publicados en Brecha en 1993 y en el libro El vientre del Cóndor–, encontrados en el “Archivo del Terror” de la policía paraguaya, referidos a la permanencia de Furci en Paraguay, cuando con la complicidad de sus antiguos patrones de la side escapó de Argentina para evitar que Mariana fuera localizada, como fruto de la incansable búsqueda de la abuela María Esther Gatti de Islas.
Otra referencia al Archivo del Terror tuvo que ver con la participación de Carlos Calcagno en la trama del Cóndor. Confirmé que una serie de documentos manejados por el fiscal Ouviña eran los mismos que con Hugo Cores, por entonces diputado miembro de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara baja, descubrimos en la montaña de papeles que abarrotaban una oficina del juez paraguayo que había allanado la unidad policial donde se escondían todos los documentos de la represión de la dictadura de Stroessner. Ubicamos las fotos de prontuario de Inzaurralde y Santana (que por cierto mostraban los signos de las torturas a que habían sido sometidos), las actas de sus interrogatorios y los informes sobre sus antecedentes como militantes de la opr 33 y del pvp, elaborados por Calcagno, en ese momento destinado en Asunción como oficial de enlace del Cóndor. Comenté también el documento por el cual agentes argentinos que trasladaron a Inzaurralde y Santana, en un avión de la Armada, acusaban recibo de los prisioneros, dejando una constancia sin precedentes de extradiciones clandestinas.
Otras preguntas de la fiscalía se enfocaron en la concepción general del Plan Cóndor. Ouviña ya había declarado a Página 12 que “estamos viendo otra cosa: la misma existencia del Cóndor. En esa vía buscamos pruebas sobre la existencia de la asociación ilícita (entre las fuerzas represivas), y luego ver si cada persona que está acusada en el juicio tuvo participación o contribuyó en la asociación ilícita y cómo lo hizo”. Referí mi convicción de que el Cóndor fue una trasnacional de la represión y que los acuerdos entre las máximas autoridades de los países –militares y civiles–, y específicamente entre los aparatos de inteligencia, tenían como objetivo principal la eliminación física de los exiliados y refugiados que pudieran, en el exilio, organizar la resistencia contra las dictaduras de sus respectivos países. Ello implicó un trasiego de información que permitió a los aparatos represivos de un país perseguir a refugiados y entregarlos en intercambios fronterizos, y finalmente ejecutar acciones conjuntas en las que oficiales de un país actuaban en otro de forma clandestina, con documentación falsa y construyendo estructuras de funcionamiento y logística, es decir, centros clandestinos de detención e interrogatorios. Orletti fue una de las bases del Cóndor donde operaron, además de argentinos, agentes uruguayos y chilenos, y donde permanecieron recluidos prisioneros uruguayos, brasileños, chilenos y cubanos.
Las preguntas de la fiscalía y de los miembros del tribunal fueron concretas y específicas al objeto de determinar la operativa del Cóndor y la participación represiva de sus integrantes. Las preguntas de los abogados –llamados “defensores ideológicos”– de Miguel Ángel Furci y Manuel Cordero fueron, en cambio, imprecisas y parecieron no saber específicamente qué se proponían; lo atribuí al agobio de una jornada extremadamente calurosa donde el suministro de agua y electricidad había colapsado en varias zonas de la capital.
Tras las cinco horas de sesión, la audiencia del tribunal oral (que pretende completar toda la investigación del Plan Cóndor de ahora a dos años) me deparó la comprobación de que la investigación y la denuncia periodística, aunque no ocurra a menudo, pueden proyectarse más allá de la simple publicación con un sentido de aporte a la sociedad para el conocimiento exhaustivo de hechos relevantes y determinantes, y servir como insumos para conocer la realidad y la historia.