La hija de Héctor Lynch reconstruye un pasado familiar ligado a la Dictadura
“A mí me ganó el miedo
toda la vida”
Noelia creció entre anécdotas que vinculan a su padre y a su tío con los secuestros y las desapariciones de la última dictadura. A su casa llevaron a la beba de una pareja de desaparecidos. “Te tendríamos que haber devuelto a vos y a no a la otra”, le decían. Se enteró por este diario de que su tío fue procesado por Daniel Rafecas. Y entonces se animó a enfrentar a su padre.
25 de febrero de 2020
Por Ailín Bullentini
Noelia creció entre anécdotas que vinculan a su papá y a su tío con los secuestros y las desapariciones de la última dictadura. Historias contadas en primera persona plagadas de misoginia, antisemitismo y expresiones fascistas, repetidas una y otra vez sin pruritos. Una vez abandonada la casa familiar, las cargó “en la mochila” por siempre, pero “sin poder comprobarlas”. Mientras convivió con la violencia psicológica, física y sexual que su padre traía desde afuera e implantaba dentro del núcleo familiar, le hizo frente a esos relatos y exigió más información, sin éxito. Cuando abandonó la casa y los vínculos familiares, intentó compartir esa información con la esperanza de ser escuchada, pero tampoco lo logró.
Hace un mes, se enteró leyendo este diario que tenía razón: su tío, Ernesto Lynch, fue jefe del centro clandestino que funcionó en la Brigada de Moreno, dirigió un grupo de tareas que cazó militantes y, por eso, fue procesado con prisión preventiva. Respiró tranquila un momento y luego encaró la siguiente batalla: “Me faltan pruebas pero no certeza de que mi papá tuvo que ver con los crímenes de la última dictadura”, confirmó luego de restablecer el diálogo con él, Héctor Lynch, días atrás, para hacerle “las preguntas que no le hice durante los últimos 30 años”. Hoy tiene la esperanza de que la investigación judicial avance hacia él.
Historias torturantes
Héctor Lynch tiene 76 años y desde principios de los 90 vive en Bella Vista, adonde llegó desde Córdoba. Antes, pasó por San Fernando. Hizo la carrera de suboficial en la escuela Sargento Cabral del Ejército y se retiró “en malas condiciones” cuando promediaba la última dictadura. Tuvo relación cercana con el levantamiento Carapintada de fines de los 80, cuando se “dedicaba” a tareas de plomería. Después se acomodó en “trabajos de seguridad”, contratado por su hermano Ernesto, que fue director de la empresa de seguridad privada Juncadella, donde se reubicaron muchos partícipes del terrorismo de Estado.
Entre las cosas que le tenían vedadas a Noelia y al resto de los integrantes de la familia a fuerza de terror, estaba la vinculación de su padre con el Ejército. “Lo teníamos prohibido”, recuerda ahora en la charla con Página/12. Ella nació en 1976 y nunca tuvo claro a qué se dedicaba Héctor dentro del Ejército. Cuando se refería a aquel pasado, “se decía ‘viajante’”, repasa. Un “viajante” que desaparecía durante días de su casa y cuando regresaba traía consigo “cajas de libros buenísimos, ropa que no sabíamos de dónde venía ni podíamos preguntar”.
Noelia es la única hija mujer de Héctor Lynch y la única que le hizo frente no solo a la violencia que ejerció sobre ella, sino también a la que desparramó en la sociedad, según su relato. Encontronazos con la patota de la Brigada de Moreno; las “Tres Marías”, camionetas con las que, probó el juez federal Daniel Rafecas en su investigación sobre los crímenes del Primer Cuerpo del Ejército, Ernesto Lynch y sus subordinados patrullaban las calles y cargaban a los secuestrados; operativos de desapariciones, una casi apropiación. “Esas historias eran torturantes. Las escuchaba de sobremesa en tono de chiste y eran tenebrosas”, cuenta.
A los 16 años se fue de la casa familiar, “más por la violencia que sufrí que por cómo se hablaba ahí de los delitos de la dictadura”, reconoce. Así empezó su camino lejos de sus padres y hermanos. Formó pareja, tuvo a su hija mayor, estudió, trabajó de docente y luego en asesorías en educación vinculadas a la lectura. Militó. Pero lo que nunca dejó de cargar fueron los recuerdos de aquellos relatos.
Reconoce que le dio “siempre mucha vergüenza” hablar de su origen, de su familia. “Contar qué hacía mi papá o mi tío… Porque ahora que ya cayó es una cosa, pero eso fue algo que siempre estuvo claro y nadie reaccionaba. A mí siempre me trataron de loca, de vengativa”, repasa.
A fines de diciembre pasado, Rafecas dictó los procesamientos de Ernesto Lynch, el tío de Noelia, de otros cinco oficiales retirados de la Fuerza Aérea y de cuatro del Ejército por los crímenes de lesa humanidad cometidos en torno de la VIII Brigada de Moreno, que funcionó durante la última dictadura como centro clandestino. Su padre, sin embargo, sigue sin ser tocado por la investigación de la Justicia.
Más de treinta años después de haber roto contacto con él, Noelia decidió llamarlo por teléfono para “hacerle preguntas que no le hice durante todo este tiempo”. La charla fue reveladora.
Una beba
“Él sabe. Sabe muchísimas cosas. Incluso si, como dice él, no hubiera participado de nada, sabe todo lo que hizo el hermano y no puede ser que viva con eso, no es de buena gente”, asegura tras aquel diálogo en el que Héctor le volvió a relatar, casi como aquellos tiempos de sobremesa familiar, el episodio del secuestro de Jacinta Levy y Víctor Bruschtein. Y cómo la hija de ella, una beba entonces de meses, terminó ocho días en la casa de los Lynch. Esa historia fue una de las rocas en la mochila de Noelia: “Yo no me pude sacar nunca de la cabeza a esa nena”, dice ahora.
Desde chica fue objetivo del mismo “chiste” interno de parte de su papá, en connivencia con su mamá: “Te tendríamos que haber devuelto a vos y a no a la otra”, le decían. Hablaban de Lucía, la hija de Jacinta, una militante del ERP que vivía junto a su hija y su pareja, Víctor Bruschtein, en el departamento de enfrente al que Noelia habitaba junto a sus padres y su hermano mayor, en San Fernando.
De allí, tras el operativo que incluyó la explosión de una bomba que rompió los vidrios de la casa de los Lynch, fue secuestrada la pareja en mayo de 1977. “Mi papá y mi mamá contaban una y otra vez que vieron cómo los cargaban en la camioneta”, recuerda Noelia. “La versión que reproducían sobre el destino de la beba era que Jacinta se la había entregado a mi mamá, y que mi papá le dijo ‘ma’ sí, quedátela’…”. La retuvieron en la casa ocho días y luego la devolvieron a la familia materna.
La historia le quedó resonando en la cabeza durante todos estos años, de chica revisó papeles e hizo preguntas buscando respuestas que no encontró. Cargó el relato consigo, lo contó adonde pudo con la esperanza de que alguien notara la gravedad de la situación a hiciera algo. Una vez que Rafecas procesó a su tío, se animó a preguntarle a su padre para confirmar que aquella historia hubiera pasado de verdad.
En esa charla, Lynch admitió la historia. “Le dije que era muy raro que secuestraran a alguien en el departamento de enfrente del hermano del jefe del grupo de tareas”, extrajo de esa conversación telefónica con su padre. Notó que el hombre “tuvo la intención de confundir”, de marearla con datos extraños. Por ejemplo, en relación al operativo en el que se llevan a Levy y a Bruschtein, Lynch padre deslizó que había sido responsabilidad de la Policía de la provincia y la Marina. No hay registro alguno de que esto sea así. Luego su papá le dijo que por indicación de su tío devolvió a la beba, previo una acta de devolución por escribanía. “Yo era muy curiosa, revolvía cosas, ése es el papel que yo ví en mi infancia. Le pregunté si lo tenía. Me dijo que sí, que guarda todo”, sostuvo Noelia. La invitó a entregarle una copia.
Más allá de los intentos de confundirla de su padre, a Noelia le bastó la charla para confirmar “que sabía todo lo que había pasado en ese departamento”.
Cuando le preguntó a su padre si había tenido “algo que ver con los delitos del tío Chiche (como se lo conocía en la familia a Ernesto Lynch), si había desaparecido gente”, él le respondió que no: “No tuve nada que ver, yo con traidores a Dios y a la Patria no me junto”. Sin embargo, habló de secuestros, de “chupar gente”, como si nada.
“Me habló como si no temiera las consecuencias”, reflexionó la joven sobre el diálogo telefónico y la verdad revelada. Recordó que le dijo que para ella él “era un fantasma al que le había tenido terror toda la vida”. Él retrucó: “Yo soy un fantasma para todos. Pero si quieren que hable, caen todos conmigo. Yo sé muchas cosas. Puedo decir todo o quemar todo también“.
La necesidad de hacer un aporte, la necesidad de dar un cierre
“A mí me ganó el miedo toda la vida”, sostiene Noelia, casi como si tuviera que exculparse de su propia historia. “Me daba culpa que me hubiera ganado el terror que le tenía a mi papá porque quizá si yo hubiera estado más cerca podría haber tenido otra información”, completa.
Dice que la resolución de Rafecas le llevó “un alivio enorme” y la ayudó a retomar su intención de “hacer un aporte” a la memoria, la verdad y sobre todo, la Justicia: “Yo puedo tener un montón de historias para contar sobre mi padre, pero no sirven de nada si la Justicia no actúa y no quería seguir siendo la loca en todas partes. Con esto dejé de serlo. No estoy loca, no fabulo, no miento y hay miles de fojas que aseguran que mi tío desapareció gente. Y si mi papá cae o no, yo ya no tengo la responsabilidad. Durante mucho tiempo me dediqué a pensar cómo hacer para probar su participación. Ahora sé que nadie vive como si nada con una beba hija de desaparecidos si no tuviste algo que ver”.
Su vínculo sanguíneo con una persona que se jacta de saber los delitos más terribles que vivió el país, sin haber hecho nada para reparlos, le atravesó el cuerpo, la psiquis y la subjetividad. Tanto que a principios de 2000 acudió a Abuelas y se sometió a un análisis de ADN, porque tenía dudas sobre su identidad. “La idea de ir a Abuelas responde, tal vez, a querer no tener que ver con ese tipo”, sospechó.
El análisis dio negativo. El siguiente paso fue entender que “ser hija de” no significaba compartir un patrón ni “obedecer a una ideología ni a un destino”. “Yo desobodecí al modelo de vínculo que mi papá intentó imponer desde siempre y hoy puedo decir que la genética no me determina la vida. Yo soy diferente a mi papá por más de que tenga su sangre”, añadió.
Noelia se siente parte de una sociedad que “necesita de la verdad y la justicia” para “sanar” aquello que “el genocidio rompió”. “Hay algo que nos rompieron como sociedad y que hay que empezar a pegotear los pedazos. Hay gente que se anima a rearmar aquello que se rompió y otros que no”, intenta teorizar. Ella, en este momento de su vida, logró estar del lado de los que intentan. “Mi relato es fragmentado. Está lleno de vacíos, de ausencias, de pérdidas, pero lo pongo al común, ofrezco lo que tengo. Y aunque no cambie lo que viví, puede cambiar el futuro de alguien que espera un dato desde hace décadas, así que es reparador. Es una manera de empezar a cerrar heridas”.
-¿Necesitás para eso que la Justicia investigue a tu papá?
-Sí. Porque no le creo. Es imposible de creerle y a la vez tan necesario que otro confirme eso mismo: que miente. Es muy difícil, además de la culpa y el destrato, cargar con el peso de ser la única parte acusadora.