A 50 años del primer “desaparecido”

A MEDIO SIGLO DEL PRIMER DESAPARECIDO EN URUGUAY

Las formas del terror

Álvaro Rico
21 mayo, 2021

Pronto se cumplirán 50 años de la primera desaparición forzada en Uruguay. El 17 de julio de 1971 desapareció Abel Ayala. Según el informe final de la Comisión para la Paz (Comipaz), fue asesinado al día siguiente, pero su cuerpo sigue desaparecido hasta el presente. Un mes después, el 17 de agosto, desapareció Héctor Castagnetto. Según la información que obtuvo la Comipaz, fue fusilado al otro día y su cuerpo habría sido arrojado al Río de la Plata. Como parte del mismo operativo represivo debemos mencionar el asesinato de Manuel Ramos Filippini, el 31 de julio de ese año, por el Comando Caza Tupamaros Óscar Bargueño y el del estudiante y poeta Ibero Gutiérrez, el 28 de febrero del año siguiente, por el Escuadrón de la Muerte. Estos primeros casos de desaparición forzada y asesinato con saña en Uruguay asentaron un patrón de castigos estatales secuenciados (secuestro-tortura-asesinato o desaparición) y formas de victimización combinadas (tortura, asesinato, asesinato con desaparición del cuerpo, desaparición), así como estrategias de ocultamiento institucional posterior de los delitos y de sus ejecutantes. Esos rasgos de la represión definieron también el origen y la naturaleza del autoritarismo que se implantó en el país antes del golpe de Estado y la dictadura, en junio de 1973.

Efectivamente, el fenómeno de la desaparición forzada de personas en Uruguay surgió bajo la vigencia del Estado de derecho y durante el mandato de un presidente electo y un gobierno constitucional. El tipo de delito de lesa humanidad que representa la desaparición forzada por razones políticas puso en evidencia otra dimensión de la crisis del sistema político democrático y de la legalidad de la administración, incapaces, finalmente, de encauzar por medios democráticos y garantistas el conflicto planteado. En ese sentido, la crisis de la democracia y el Estado de derecho en Uruguay no se explican exclusivamente por el desafío a la autoridad y al monopolio de la violencia legítima del Estado por fuerzas insurgentes –como lo plantean los discursos liberal y conservador dominantes desde aquella época–, sino, también, por el ejercicio autoritario del poder estatal a través del gobierno bajo decreto y la aplicación reiterada de medidas prontas de seguridad –votadas por las mayorías políticas liberales y conservadoras en el Parlamento–, que fueron alterando la relación entre los poderes estatales a favor del Poder Ejecutivo, ampliando la interpretación punitiva y no garantista de la Constitución, e incorporando la institución policial-militar a la institucionalidad política y al cogobierno del país.

En segundo lugar, podría afirmarse que en el origen mismo del fenómeno de la desaparición forzada de personas en Uruguay, en 1971, sus ejecutores fueron comandos encubiertos que inauguraron una forma de paraestatalidad represiva que tuvo continuidad en la plena reorganización del Estado uruguayo como Estado clandestino bajo la dictadura. Justamente, las figuras jurídicas y discursivas adoptadas para designar el carácter estatal beligerante, como «estado de guerra interno» y «guerra antisubversiva», operaron también como fundamento y justificación de un tipo de «guerra sucia», no tradicional, que legitimó el accionar paraestatal, clandestino o encubierto de las fuerzas de seguridad del Estado contra los «enemigos internos», alterando e invirtiendo definitivamente en la dinámica represiva las relaciones entre lo legal y lo ilegal, los fines y los medios, el cumplimiento de la orden y su contenido ético. Asimismo, la integración de civiles, policías y militares en esos comandos represivos a principios de los años setenta ilustra, a través del montaje mismo de la infraestructura clandestina de la represión, la alianza que caracterizará al régimen en su misma cúpula gobernante: la dictadura cívico-militar.

Luego del golpe de Estado y avanzado el proceso de consolidación del autoritarismo, el monopolio de la represión retornó al sujeto militar-policial, como lo había sido en la segunda mitad de los años sesenta en su combate contra la guerrilla. No obstante, resulta necesario tener en cuenta aquel antecedente temprano de los comandos anticomunistas en la etapa predictadura para analizar las formas organizativas y operativas de la represión institucional que sobrevinieron luego en la dictadura, principalmente a través del accionar de organismos como el Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas y el Departamento III del Servicio de Información de Defensa (SID), sobre todo en su operativo extraterritorial. El secuestro en vez de la detención formalizada, los sitios clandestinos de depósito de prisioneros, la tortura continuada y el asesinato con especial ensañamiento en los cuerpos de las víctimas, el uso de seudónimos y vestimenta de paisano sin insignias ni identificaciones en los procedimientos, la negación de las actuaciones y el ocultamiento institucional de los hechos, la desaparición de los cuerpos, etcétera, demuestran un formato operacional y metodologías secretas de la represión similares en grupos paraestatales y órganos de la institucionalidad policial-militar del Estado.

El 20 de diciembre de 1974 se comprobó uno de los asesinatos grupales más aberrantes de la historia de la dictadura, que permanece impune: el de los fusilados de Soca, los cinco uruguayos secuestrados en Buenos Aires y vinculados al Movimiento de Liberación Nacional. Mirtha Yolanda Hernández, María de los Ángeles Corbo, Graciela Estefanell, Héctor Brum y Floreal García fueron secuestrados en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1974, trasladados a Uruguay y acribillados a balazos en las proximidades de la ciudad de Soca, en el departamento de Canelones. También fueron secuestrados Julio Abreu y el menor Amaral García, que sobrevivieron a la masacre. Este es un caso que, a diferencia de los ejemplos del Escuadrón de la Muerte, aconteció ya bajo la dictadura uruguaya, pero no aún bajo la Argentina, iniciada en 1976. Fue una operación represiva clandestina de victimización grupal que involucró situaciones personales conexas (matrimonios, amistades entre parejas, la misma pertenencia política, la migración conjunta a Buenos Aires), realizada, seguramente, por un grupo de represores uruguayos que operó en la vecina orilla en el marco de la coordinación represiva regional, apoyado por las fuerzas de seguridad argentinas para organizar impunemente el traslado ilegal del grupo entre países.

En Argentina también se utilizaron centros clandestinos de detención para retenerlos casi un mes y medio desde el secuestro hasta la ejecución. En Uruguay se inauguró la Casa de Punta Gorda, que funcionó hasta mediados de 1976, también llamada Infierno Chico, como centro clandestino dependiente del SID. En este caso, como en los del Escuadrón de la Muerte, tanto el fusilamiento como la desfiguración de los cuerpos después de la muerte de las personas y su exposición en lugares públicos (la carretera de Soca, las rocas de Kibón) transformaron el crimen político en un castigo ejemplarizante a mostrar a la población y a no ocultar. A la vez, si la desaparición inauguró en el país una metodología en la que el crimen político ya no era suficiente como forma extrema de los castigos estatales, el ensañamiento de los victimarios con los cuerpos de los asesinados (quebraduras de brazos, marcas en la piel, una gran cantidad de impactos de bala) buscó prolongar su muerte más allá de la vida o ir más allá de la muerte, un componente de crímenes de odio bajo el ropaje de la ideología antitupamara y anticomunista.

Otro caso conexo con cuatro víctimas asesinadas y una desaparecida, acontecido bajo las dictaduras en el Río de la Plata, lo representó el secuestro grupal en Buenos Aires, los días 13, 18 y 19 de mayo de 1976, del matrimonio integrado por Rosario Barredo y William Whitelaw y los parlamentarios Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, así como del doctor Manuel Liberoff, luego desaparecido. Nuevamente, víctimas por razones políticas de un grupo represor que actuó en forma ilegal y clandestina, en el marco de la coordinación represiva regional, utilizando para su operativo sitios clandestinos de detención y tortura (OT 18, en la calle Bacacay, y Automotores Orletti, donde actuaban integrantes del SID), caso que también ejemplifica la participación de civiles junto con efectivos militares en los secuestros y los centros de detención (banda de Aníbal Gordon) y la combinación de la desaparición forzada y el asesinato político.

Este mismo patrón represivo escaló a niveles aún más altos y masivos con la organización de los operativos conjuntos desplegados en Buenos Aires por las fuerzas de seguridad de Uruguay en coordinación con las argentinas, utilizando varios centros clandestinos de detención a la vez y los vuelos ilegales de prisioneros entre países reconocidos por la Fuerza Aérea Uruguaya, con una numerosa secuela de víctimas detenidas desaparecidas. Así tuvo lugar el primer vuelo grupal de Argentina a Uruguay, el 24 de julio de 1976, con militantes del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP), recluidos luego en la sede del SID que operaba como centro clandestino de detención en Montevideo, sin víctimas mortales ni desaparecidos en este núcleo de uruguayos. Así fue también el operativo en la segunda oleada represiva contra el PVP en Argentina, que provocó el segundo vuelo de sus 24 integrantes detenidos, el 5 de octubre de 1976, desaparecidos hasta el presente. Y otros ejemplos posteriores salientes.

El 20 de mayo de 1976, día de los asesinatos, en Buenos Aires, de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw, se constituyó en una fecha emblemática en Uruguay. En cada aniversario la sociedad recuerda la memoria de las víctimas y a los detenidos desaparecidos durante el terrorismo de Estado, junto con el compromiso por verdad, memoria, justicia, reparación y nunca más. Este año, la activación y la actualización de la documentación y los testimonios en varias de las denuncias penales en curso, el avance de las investigaciones, el aporte de nuevas pruebas y acusaciones hechas por la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad, la detención y la extradición de connotados represores, y el juzgamiento con sentencia de los responsables en varias causas –entre otras, las que se están procesando referidas a los crímenes del Escuadrón de la Muerte, a los fusilados de Soca y a los asesinatos de los parlamentarios en Buenos Aires– seguramente continuarán rompiendo uno de los legados más firmes de la dictadura en la democracia uruguaya posdictadura: la impunidad.

 

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