LA VOZ DE TODOS
“El 28 de febrero Zelmar, como otros tantos, sentía “la inminencia” de un golpe militar en Argentina. La presidenta Isabel estaba cada día más aislada y casi no controlaba el gobierno, que empezaba a ser manejado por la cúpula militar que preparaba el quiebre institucional”, dice uno de los extractos de la biografía de Zelmar Michelini escrita por Mauricio Rodríguez.
Hasta la muerte de Perón –en julio de 1974– Argentina había sido un refugio cercano y, dentro de lo que el contexto permitía, hasta disfrutable para los uruguayos. Además de la cercanía geográfica, existía con Uruguay un parentesco en la idiosincrasia y el estilo de vida.
Pero pronto la violencia extrema que empezó a ganar las calles de Buenos Aires la transformó en una trampa mortal para muchos de ellos. Igualmente, el irrenunciable deseo de volver se sobreponía a los oscuros tiempos que se avecinaban. Jorge Barreiro, amigo y socio de Gutiérrez Ruiz, recordó en una entrevista que al principio los exiliados se daban “inyecciones de confianza” entre sí, pero todo hacía suponer que la dictadura uruguaya “no iba a caer de la noche a la mañana”. “La vieja puja de si nos volvíamos para Navidad o fin de año era un juego entre el Toba y Wilson”, dijo Barreiro.
Para Matilde Rodríguez, cuando Perón volvió a Argentina el país “era una jauja”, pero después de su muerte “la cosa se empezó a deteriorar, sobre todo para los argentinos”. La esposa del Toba contó que en su familia no se notó tanto. “Buenos Aires era la capital del exilio, un lugar de encuentro. La ciudad estaba esplendorosa, la producción cultural era impresionante, bajaban los precios. Teníamos amigos y familia. Había un entorno muy agradable que en realidad impedía ver la realidad”, dijo Matilde.
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Hacia finales de 1975 había empezado a operar el llamado Comando Libertadores de América, con un accionar similar al de la Triple A (secuestros, torturas, asesinatos, atentados, etcétera), pero bajo la órbita militar. El gobierno argentino había autorizado la intervención castrense para detener a la guerrilla en los montes de Tucumán. Allí comenzarían a instalarse las cacerías y los centros clandestinos de detención que luego se extenderían a todo el país. El terrorismo de Estado se había vuelto, por la vía de los hechos, “oficial”.
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[Louise] Popkin recuerda que ese día que apresaron a Seregni (enero de 1976), en Buenos Aires cayó un fuerte diluvio que inundó la ciudad, tapó las cloacas y anegó las calles. […] A las dos de la mañana sonó el teléfono en su cuarto; era Zelmar, quien le pidió con voz de cansancio que bajara a tomar un café y a conversar un poco. Había andado todo ese día por el Congreso argentino tratando de que alguien allí denunciara la detención del general.
“Venía de allí, o sea que hasta las dos de la mañana anduvo tratando de hacer algo –dijo Popkin–. Y tenía una frustración tremenda porque se había pasado todo el día en el Congreso sin lograr que ningún congresista le prestara atención. Recuerdo que me dijo: ‘Si llegara a ser al revés la situación, si nos pidieran ellos a nosotros que denunciáramos, sin duda hubiéramos denunciado’. En ese momento yo estaba manejando la posibilidad de volver a instalarme en Argentina para ayudar desde allí, pero esa noche, hablando de todo lo que hubiera podido hacer frente a la prisión de Seregni desde Estados Unidos, y lo poco que había podido hacer desde Buenos Aires, decidimos que yo era mucho más útil quedándome en mi país. Regresé a mi país y seguimos la tarea con cartas y el teléfono. Yo ya no volvería a Buenos Aires y Montevideo hasta 1984.”
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El 19 de ese mes [febrero] se presentó, en el Church Center para las Naciones Unidas, en Nueva York, la campaña de Amnistía Internacional para denunciar la tortura en Uruguay.
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En el libro [La piedra en el zapato. Amnistía y la dictadura uruguaya, de Marisa Ruiz] se dice que si bien la situación no difería demasiado de la de los otros países latinoamericanos, Amnistía decidió realizar una campaña contra la tortura en Uruguay, por primera vez sobre un país. Para que esto sucediera resultaron fundamentales varias cuestiones. Por un lado, la denuncia internacional de los exiliados en diferentes organismos (por ejemplo, la participación de Zelmar en el Tribunal Russell). Por otro, el desconocimiento que había sobre la situación uruguaya.
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La campaña se lanzó con singular éxito, a tal punto que numerosos periódicos (The New York Times, Cambio 16, Le Monde, Excélsior, etcétera) dieron cuenta, a través de distintas notas, de su lanzamiento. Como era de esperar, la dictadura uruguaya no demoró en responder. El canciller Juan Carlos Blanco señaló en una conferencia de prensa: “Una nueva etapa en la campaña que procura perjudicar a nuestro país, campaña que recrudece toda vez que las Fuerzas Armadas y la Policía asestan un golpe rudo a los enemigos del país. [El gobierno] no [le] reconoce a Amnistía ni personería jurídica ni autoridad moral para referirse a asuntos propios del Uruguay y […] que no mantiene ni mantendrá en el futuro relaciones de especie alguna con la citada entidad”.
Desde ese momento, durante los siguientes meses, Amnistía Internacional y el gobierno encabezado por Bordaberry seguirían intercambiando acusaciones en una tensión creciente. La organización logró juntar 300 mil firmas que le entregaron en Nueva York al embajador de Uruguay ante la Onu, Carlos Giambruno, el 14 de junio –casi un mes después de los asesinatos de Zelmar y el Toba–, junto a la petición de visitar Uruguay. […] Amnistía recién pudo ingresar al país en 1983.
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El 28 de febrero Zelmar, como otros tantos, sentía “la inminencia” de un golpe militar en Argentina. La presidenta Isabel estaba cada día más aislada y casi no controlaba el gobierno, que empezaba a ser manejado por la cúpula militar que preparaba el quiebre institucional. Sus decisiones eran manotazos de ahogado que no hacían más que acelerar su caída. El 14 de febrero firmó la clausura de La Opinión, acusado de ser un órgano perteneciente a “la subversión internacional” y de querer, desde sus páginas, “deteriorar la imagen del gobierno, destruir sus instituciones, provocar la guerra entre sus hermanos y sumir a la nación en el caos”. Unos días después, unos francotiradores que pasaron en auto frente al local del diario ametrallaron sus ventanas en dos oportunidades. Zelmar escribió a Popkin: “Buenos Aires me da una sensación extraña de fragilidad, de transitoriedad que no había sentido antes”.
En su libro Historia de la Argentina, el […] investigador Marcos Novaro relata aquellos tiempos, a los que califica de “descenso al infierno”.
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Finalmente todos los pronósticos se hicieron fatídicamente realidad: el 24 de marzo la Junta de Comandantes en Jefe de las fuerzas armadas encabezó el anunciado golpe militar que derrocó del gobierno a María Estela Martínez de Perón, quien resultó detenida. Jorge Rafael Videla fue nombrado “presidente” y encabezó el “Proceso de Reorganización Nacional”, eufemismo al que se apeló para distinguir a la dictadura que se iniciaba.
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El mismo día que Videla pisoteaba las instituciones argentinas, en Montevideo Bordaberry recibió al dictador paraguayo Alfredo Stroessner, a quien entregó la condecoración “Protector de los Pueblos Libres”. Menos de un mes después, otro dictador, Augusto Pinochet, de Chile, recibió la misma distinción. Pinochet llegó a Uruguay el 21 de abril, y en el aeropuerto de Carrasco fue recibido con un cartel que rezaba: “Presidente Augusto Pinochet, usted está en su casa”.
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Zelmar comentó unos días después del golpe que “todo el mundillo de uruguayos” en Argentina estaba “convulsionado” por las primeras resoluciones del nuevo gobierno. […] En una carta a un amigo confesó que el desánimo lo estaba ganando y que “no le salía una bien”. Confiaba en que si el gobierno anterior “aguantaba” un poco más, él obtendría sus papeles pues la gestión iba “bien encaminada” y tenía “esperanzas”. […] En la misma carta hizo un pequeño y cauto análisis de la situación de incertidumbre a la que se exponía Argentina. Sostuvo que los militares “en principio, vienen a poner orden”, y que, “como siempre”, hablan de “moral, patriotismo y las mejores tradiciones nacionales”. Sostuvo que el gobierno de Isabel Perón “era de lo peor, asesino y ladrón”. “Creo que –y aquí no hay sino especulación, intuición, olfato– el nuevo gobierno será occidental, sin mucho entusiasmo y antibrasilero. Por aquí puede complicarse la cosa. Mucha severidad y demás ingredientes a los que son afectos los militares.”
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Al otro día del golpe, a la vez que se anunció el derrocamiento de Estela Martínez de Perón, en Estados Unidos también se informó sobre las torturas en Uruguay. El diario The New York Times reportó las detenciones y destituciones, además de informar sobre las condiciones de reclusión de Raúl Sendic.
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Respecto de la “colonia de uruguayos” en Buenos Aires, Zelmar destacó que había “pánico en todos”. Él había decidido no “hacerse notar” y esperar a que “aclarase”.
Pronto, a principios de abril, vislumbró que el nuevo gobierno argentino apuntaba, según contó en una carta, para “mal lado” y “poco a poco” se empezaba “a deslizar hacia la derecha y la reacción”.
1.-Zelmar Michelini. Su vida. La voz de todos. Editorial Fin de Siglo, 2016, 573 págs.