Hijas de represor rompen el silencio
Irma y Ana Laura Gutiérrez cuestionan a su padre y critican a Manini por prisión domiciliaria.
19 DICIEMBRE, 2021
En lo alto de la palmera, una pareja de búhos parece vigilar la linda casa del barrio Colón. La hilera de eucaliptus a ambos lados de la calle ofrece tonos de sombra que ayudan a sobrellevar el fuerte sol que revienta el mediodía.
Desde ese lugar -con un fondo puro verde, árboles generosos y vecinos solidarios y bondadosos- hasta el Servicio de Material y Armamento, ubicado en Avenida de las Instrucciones, pegado al ex Batallón de Infantería No. 13, hay alrededor de 8 kilómetros. Si uno fuera en auto, demoraría unos 15 minutos. Pero hay otras distancias y otro tiempo que nació, sin querer, en el fondo de otro tiempo, allá en Rivera, 500 kilómetros al norte, entre cerros cortados como con hacha y tierras rojizas producto de minerales de laterita ricos en hierro.
Pues allí en la frontera nació en 1954 Armando Gutiérrez Bentancourt, el riverense que se vino a Montevideo y con 18 años se hizo soldado.
Allá, cerca del barrio Municipal -pegado a los cuarteles de la Av. Instrucciones- se levantan casas de laburantes, algunas de escasa arquitectura, mezcladas con “asentamientos irregulares”, ese eufemismo tecnócrata que vino a sustituir la denominación histórica de “cantegriles”.
“Prefiero no ir”, dice Ana Laura. “Solamente voy cuando hay que votar”. Irma afirma: “Sufro de apenas pensarlo”. “Más todavía: la casa de nuestro padre está cerrada y no sabemos qué hacer con ella. Fuimos a buscar unas cosas y no fuimos más”, agrega Ana Laura.
Allí cerca hay un galpón. Se trata de una construcción dentro de Servicio de Material y Armamento, identificado por las víctimas de la represión como el lugar del “infierno”. Dentro de un conjunto de construcciones similares existentes en el SMA, el galpón conserva sus elementos físicos que “reviven la memoria de quienes por allí transitaron y que han sobrevivido para dar cuenta de los hechos”, según dice un documento de la comisión honoraria de los Sitios de la Memoria. Pero hay más: allí cerca se encontraron los restos de una persona detenida desaparecida, que posteriormente se identificaron como de Fernando Miranda. También aparecieron los restos de Eduardo Bleier, detenido desaparecido víctima de la Operación Morgan.
La vergüenza
Gutiérrez hizo toda la carrera de subalterno, desde soldado raso hasta su grado máximo, sargento. Ya con uniforme, Gutiérrez se casa con Margot Ubal, una linda rubia con la que tuvieron dos hijas, Irma (37 años) y Ana Laura (casi 36 años). Irma tiene una hija y Ana Laura dos hijos.
Quizás por un larga historia de desobedientes y rebeldes -desavenencias con sus padres, el pasaje por la educación secundaria, ocupaciones de liceos y mucha charla y lectura- hoy se ubican en la ancha avenida de la izquierda uruguaya. Irma, además es una activa militante del movimiento feminista, con un claro comportamiento rupturista de ademanes y ritos patriarcales.
“Una de las cosas que tuvimos que vencer fue la vergüenza por lo que había hecho nuestro padre”, dice Ana Laura. Irma asiente. “Nosotras no pensamos lo mismo, no compartimos lo que pasó, criticamos todo eso. Fue un camino complejo. Y como dice Irma, la palabra sana. Por eso ahora hablamos”, explica Ana Laura.
“Creemos que hay muchos hijos de represores que sienten vergüenza por lo que hicieron sus padres. Lo entendemos. Pero ¿por qué vamos a cargar con eso? Nosotras tenemos otros valores, quizás fuimos desobedientes de chicas y esto que vivimos es como una continuación de esa desobediencia, pero ya más armadas”, añade.
Irma agrega: “Mi pasado violento me hizo vincularme con mujeres que sufrieron lo mismo y eso me ayudó, junto a la terapia, a encontrarme”.
Es raro, asumen. Porque como en los patrones habituales de violencia doméstica, el hombre es violento hacia adentro, en su casa, pero es visto como un buen padre y un buen vecino, en el afuera. “Nuestro padre era visto así. Y le sumamos que también era violento en el cuartel”, pero afuera de él, era un vecino más, amigo de los amigos, deportista”, destaca una de las hijas. “Esa disociación es terrible”, añaden. Y la cabeza le explotó.
La memoria, esa trampa
El sargento está en una casa de salud. El mal de Parkinson lo azota, lo deteriora, lo conmueve, lo mata. Su memoria, la memoria, está alojada en algún lugar de su cerebro y aflora en los mas imprevistos momentos. El Parkinson -un trastorno neurodegenerativo- le destruye la memoria en veinte mil pedazos.
“No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj
No hay antes ni luego ni tal vez
No hay lejos, ni viejos, ni jamás
En esa olvidada invalidez”
Así canta Fernando Cabrera su tema “La casa de al lado”.
En el Parkinson, “no hay tiempo, no hay hora, no hay reloj”. Todo está alojado en un cerebro deteriorado y casi como una maldición, no quiere o no puede recordar.
El sargento Gutiérrez padeció Parkinson desde los 27 años. Parece haber sido el primer caso de esa enfermedad en una persona tan joven. ¿Cuál es el origen o la causa? No está claro, pero hay un indicio que surge de algunas investigaciones: factores ambientales. Los primeros indicios de rigidez en sus miembros y episodios de fractura en la memoria aparecen en 1982. Los años duros en un cuartel de las características del batallón 13 o del Servicio de Material y Armamento ¿dejaron esas secuelas? Nadie lo sabe.
Ana Laura e Irma, una vez tuvieron conciencia de lo ocurrido en esos centros clandestinos de detención y tortura, comenzaron a preguntar cada vez con mayor insistencia. Ahí aparecieron las evasivas, las discusiones y los enojos. Cuando era posible conversar, Gutiérrez justificaba cada acción militar. Hablaba de la “sedición” y los “comunistas”, de que había que derrotarlos porque querían instalar otra Cuba en Uruguay. En una oportunidad, el sargento le dijo a Ana Laura: “Tenés que agradecerme de que estás viva”. La enigmática frase abrió otros flancos en la cabeza de su hija. Enseguida se preguntó si era hija de Gutiérrez y Margot o de alguna secuestrada. Los años no coincidían con secuestro de niños y por tal motivo descartó esa hipótesis. Hoy sigue siendo un enigma aquella frase.
Las peleas y las discusiones eran habituales entre Gutiérrez -que era apoyado por su esposa- y las hijas. “Tenés que hablar. Decir lo que sabés. Imaginate que yo estuviera desaparecida, ¿vos que harías”, le dijo un día Ana Laura.
Gutiérrez contestaba con evasivas. Todo lo justificaba. Cada información nueva que recogían sus hijas sobre el “300 Carlos”, las torturas y vejaciones pretendían ser cotejadas con la versión de su padre. Nada. Silencio y distancia. La enfermedad seguía haciendo su trabajo de zapa en el cerebro del sargento Gutiérrez.
En el libro Somos nuestra memoria, el experto español Emilio García García ha escrito: la memoria no es una “especie de de grabación precisa de acontecimientos o datos concretos” -no es un disco duro-, sí es “un complejo y frágil proceso cerebral que construye, almacena y recupera recuerdos en constante evolución”. Pero el Parkinson todo lo cambia. El olor al guiso de charque de la frontera fue sustituido por el de la pólvora o la sangre. Los olores son los más difíciles de olvidar. “Nunca supimos si se refugiaba en su enfermedad o de veras no se acordaba”, cuenta Ana Laura. Asume -con cierta tristeza- que no fue posible avanzar acerca de lo que realmente querían: información de lo ocurrido en el “Infierno” que existía a pocas cuadras de su casa. El sargento no hablaba. “Si un recuerdo es fijo y no se altera en lo más mínimo, a menudo se producen afecciones dolorosas, como obsesiones, fijaciones y demás lastres angustiosos”, dice García García.
En 2003 lo pasan a retiro. Sus hijas cuentan que era una forma de sacarlo de la actividad para protegerlo frente a lo que se venía. “Ellos sabían que las cosas iban a cambiar. Estaban unidos y eran frecuentes las reuniones con excamaradas de armas. Hasta último momento estuvieron unidos”, cuenta Ana Laura.
El pacto de silencio -apenas roto por pocos testimonios que permitieron hallazgos de fosas clandestinas- se cumplía a cabalidad. Los oficiales de alto rango sabían que los que obedecieron órdenes para torturar, verduguear, cavar fosas, mover máquinas excavadoras, podían ser el eslabón más débil de la cadena represora. Por eso lo tenían a cubierto, protegido, con buena jubilación y adecuada atención médica. Un día el sargento pudo decir: “Los tapamos con cal y luego los tiramos al mar”.
En la última etapa de Gutiérrez, en sus desvaríos, afloraban relatos inconexos. El desvarío -producto de la alteración mental- provocaba intervenciones incoherentes o, como en este caso, palabras y oraciones que surgían de la fractura mental del Parkinson o de su padecimiento íntimo.
-¡Me andan persiguiendo, me quieren torturar, me quieren atar!, gritó Gutiérrez dos días antes de morir. Quizás los “lastres angustiosos” aludidos por García García.
“Papá se murió sin contar todo lo que sabía”, asegura Ana Laura.
La violencia
Si la violencia es el plato fuerte de cada día y está incorporado al paisaje cotidiano, todo parece en orden. Ana Laura e Irma reconocen y recuerdan episodios de violencia en su propia casa, pero se vivían como naturalizados. Recién con la distancia -la adopción de nuevas pautas de vida, el conocimiento de que es posible construir otras convivencias- se dan cuenta del calvario o el sufrimiento acumulado que, saben, están ubicados en algún lugar del alma.
Lo que sienten -de sus infancias- es que hubo una gran desprotección. “No fuimos cuidadas”, dice Irma. “Yo sufrí violencia sexual cuando niña”, agrega, y sus ojos luchan por no dejar salir una lágrima. Y sigue: “Asumo que el silencio, la falta de contar, la ausencia de la palabra, fue lo más terrible a vencer. Y eso genera enormes enojos que yo coloqué en mi padre y en mi madre”. “Todo eso me arde, todo eso y esa guerra sin sentido que él protagonizó”.
“Teníamos un padre agresivo que generaba miedo. La violencia se vivía y ese clima irrespirable provocó la separación de nuestros padres. Papá se gastaba todo el sueldo en las cantinas militares y era mi mamá, que trabajaba de empleada doméstica, la que bancaba la casa”, cuenta Ana Laura.
Terapia mediante, Irma cuenta que pudo encontrar un eje, superar obstáculos, estudiar y trabajar. Pero -como un mantra- aquella experiencia en el seno de su familia desembocó en una pareja también violenta con la que tuvo una hija -de 12 años- que se llama Noah. Reprodujo aquellos vínculos.
Ana Laura fue la hija que estuvo cerca de su padre hasta los últimos días. “Le estaba dando una lección. Yo tengo otros valores”, dice. “Creo que fue una manera de cobrarle todo lo que sufrimos. La penúltima vez que lo vi, le dije: “Papá, lo que te pasa es que estás pagando en vida todo lo que hiciste”. Irma dice: “La muerte de mi padre no me dolió. Me dolió sí el dolor de mi hermana por la muerte de papá”.
Los búhos desobedientes
Vuelvo un instante a la casa de los búhos. Estos bicharracos de ojos firmes y grandes -como si estuvieran siempre vigilantes o sorprendidos- son un símbolo de sabiduría interior e intuición. Estas aves nocturnas, las que habitan esta palmera del barrio Colón y se asoman de vez en cuando en las horas del día, son consideradas por muchas culturas como mensajeras.
El búho es llamado tecolote en mesoamérica. Y allí tiene un significado especial, ya que se le atribuye el poder de ver lo que estaba oculto, por su capacidad de ver en la oscuridad. Los nativos americanos atribuyen sabiduría y conocimiento a los búhos. Esa sabiduría que ahora habitan a Irma y Ana Laura. Ellas, las desobedientes.
«Ahí abajo están los huesitos»
En la entrada del Batallón 13 y del Servicio de Material y Armamento (SMA) hay dos placas. Aluden ambas a que en los dos lugares se registraron torturas, muertes, desapariciones y enterramientos. En la placa del SMA se menciona que allí operó el “300 Carlos”, un lugar de “detención, desaparición, tortura y muerte”. El SMA tiene un área total de 241.440 m² y se llevan registrados hasta el año 2020 unos 1.400 m², o sea un 0,6% del total.
El lugar tiene vigilancia judicial, hay un área cautelada, en donde se prosiguen los trabajos de búsqueda de desaparecidos. Las nuevas cautelas judiciales se solicitaron por intermedio de la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad en el marco de la colaboración mutua que refiere la Ley 19.822.
Tras pasar por el enorme portón del SMA -tantas veces traspasado por antropólogos y familiares- se encuentra una enorme plaza en donde está el símbolo de esta unidad militar: una granada.
Irma y Ana Laura -que cuando chicas iban al cuartel en las fiesta de niños o de Reyes- han recordado por estos días una afirmación de su padre, en una de esas jornadas de divertimento infantil: “Ahí abajo están los huesitos”. Y señalaba con el dedo la plataforma de hormigón sobre la cual se levantó el monumento a la granada. La Ley 19.822 del 18 de setiembre de 2019 encargó a la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (Inddhh) la búsqueda de las personas detenidas desaparecidas en el marco de la actuación ilegítima del Estado ocurrida entre el 13 de junio de 1968 y el 28 de febrero de 1985. Hoy, aquellas niñas que iban de la mano de sus padres a aquel cuartel, estudian para ser trabajadoras sociales, la nueva denominación de la asistencia social.
Las historias desobedientes
“Perdidos en los recovecos de la historia, depositarios de sus más grandes silencios y sus más radicales contradicciones, uno a uno fueron llegando los Desobedientes, sin otro equipaje que un puñado de relatos por construir. […] Hubo que conquistar palmo a palmo el territorio íntimo de la conciencia, romper las cadenas de filiación, asumir la ignominia del desheredado, del bastardo, del paria, del hijo pródigo sin retorno posible, para que ese yo, desde su inmensa soledad, se transformara en un nosotros: mejor aún en un nosotros”.
Esto se dice en parte del prólogo de un libro que fue presentado el año pasado en Buenos Aires, por hijos y familiares de represores, que se agrupan en el colectivo “Historias Desobedientes”.
Parten de la siguiente base: ellas y ellos son, también, victimas del terrorismo de Estado.
Desde un complejo y doloroso lugar de familiares de quienes fueron torturadores, asesinos o apropiadores de menores, este colectivo se presenta en sociedad para construir un relato inédito, contracultural y rupturista con mandatos familiares y contra el patriarcado.
Esto comenzó hace cuatro años en Argentina. Hay familiares de represores que con 60 años de edad se suman al colectivo. Luego se creo un movimiento similar en Chile.
En el 2019 hicieron un encuentro internacional en donde participó una alemana, familiar de nazis represores.
No había uruguayos en esos colectivos. Ahora si.
Cerquita de La Tablada
Más acá de la casa de los búhos, está el establecimiento La Tablada, también conocida como Base Roberto. Fue un centro clandestino de detención y tortura que operó entre los años 1977 y 1983, donde se cometieron graves violaciones a los derechos humanos. Allí funcionó el Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) y existen denuncias de que se practicó en forma sistemática la tortura, los abusos sexuales y las desapariciones de personas. Este centro clandestino funcionó en un edificio ubicado en camino Melilla y camino Luis Eduardo Pérez, a 3 kilómetros y 5 minutos en auto desde la casa de los búhos o 25 minutos caminando. Ana Laura ha ido hasta allí con su hija más grande. Le ha explicado lo que ocurrió en ese centro de tortura. La hija entiende, pero no cuestiona a su abuelo. “Se llevaban muy bien”, dice Ana Laura. “Ves, ahí también se registra esa suerte de disociación”.
“Que brinden información y se arrepientan”
“La única forma de dar vuelta la página es que asuman lo que hicieron, que brinden información y se arrepientan”, dice Ana Laura. Irma agrega: que haya educación, información para todos, para que eso no se repita nunca mas. “Los sitios de la memoria y los memoriales tienen ese objetivo: no olvidar y que la sociedad tenga esos símbolos de un tiempo que deploramos”. “No pretendemos que se identifique a quien brinde información sobre los desaparecidos. Solamente favorecemos que se hable sobre episodios que han dañado a todos”, subraya Ana Laura.
No al proyecto de Manini
¿Es una casualidad? En Argentina, cuando el gobierno de Mauricio Macri propuso un proyecto de ley llamado de “2×1”, que permitía la liberación de centenares de policías y militares condenados por diversas violaciones de los derechos humanos. Se decía en ese texto, que cada año transcurrido en prisión, valía por dos y por tanto la norma habilitaba su liberación. En ese marco -de gran movilización popular- nació en Argentina el colectivo “Historias Desobedientes”, hijos, hijas y familiares de represores que se manifestaron inequívocamente en contra del 2×1, reclamaron justicia y repudiaron uno y cada uno de los actos cometidos por sus familiares presos. Fue un proceso doloroso para cada integrante de ese colectivo. Fue el rompimiento de lógicas culturales, de filiaciones familiares, de ruptura con las familias, hasta incluso alguno se cambió el apellido cuando advirtió las atrocidades que su padre había cometido.
Irma y Ana Laura surgen como “Historias Desobedientes” en Uruguay precisamente para manifestar su rechazo al proyecto de ley del senador Guido Manini, que habilitaría la prisión domiciliaria para los presos mayores de 65 años detenidos por cometer delitos de lesa humanidad. Se animan a hablar porque no soportan la idea de mandarlos para la casa, en una suerte de libertad maquillada.
“No alcanza con prisiones de privilegio en donde están. No están presos en el Comcar ni en Libertad. Están en cárceles especiales hechas para ellos”, dice Ana Laura mientras contiene su furia. Irma mueve la cabeza asintiendo y se muerde para hablar. Ana Laura sigue: “tienen privilegios en estas cárceles, tienen privilegios con la Caja Militar que sufrió un tibio cambio. Quieren más”. “Son presos con privilegio y proponen más privilegios”.
Va más allá: “La justicia llega tarde y ahora los quieren liberar. Sobre todo cuando ninguno de ellos ha brindado información que los familiares reclaman”. “Hay personas del gobierno que acompañan esta idea pero no se animan a decirlo. Esperamos que no se apruebe”, subraya.
El “300 Carlos”, el “trabajo sucio” y los desaparecidos
El “300 Carlos” o “Infierno Grande”, fue un centro clandestino de detención y tortura que funcionó en un galpón situado en el predio del Servicio de Material y Armamento, dependencia del Ejército Nacional, allí donde revistó el sargento Gutiérrez.
Los episodios de torturas, vejaciones y muerte -además de tumbas clandestinas, uso de cal para tratar de borrar vestigios humanos- ocurrieron entre el año 1975 a 1977. El soldado Gutiérrez, en aquel entonces tenía 21 años. El centro clandestino de reclusión se caracterizó por la detención ilegítima y el encierro en condiciones inhumanas de más de 600 personas.
Hay múltiples testimonios y documentos de que en el año 1975 se inicia la llamada “Operación Morgan”, procedimiento represivo dirigido contra el Partido Comunista del Uruguay y luego también respecto del Partido Por la Victoria del Pueblo. En ese lugar fueron vistas por última vez personas detenidas desaparecidas. La lista estaba integrada por Carlos Arévalo, Juan Manuel Brieba, Eduardo Bleier, Julio Correa, Julio Escudero, Otermín Montes de Oca, Elena Quinteros, Fernando Miranda. Se afirma que existen testimonios respecto a militantes del Partido por la Victoria del Pueblo, secuestrados en Buenos Aires, que fueron vistos en este lugar y de quienes a la fecha aún se desconoce su destino. Los cuerpos de Bleier y Miranda fueron encontrados en ese predio sobre el cual aún hoy hay medidas cautelares. “Los coroneles no se ensuciaban las botas. El trabajo sucio lo hacía el personal subalterno. Creemos que nuestro padre hizo o participó en ese trabajo sucio de enterramiento y tal vez de desenterramiento”, cuenta Ana Laura.
Hoy en en la entrada de ese predio militar hay una placa que se lo menciona como sitio en donde se torturó a uruguayos.