El exilio imposible
Por Laura Martínez.
“El odio se amortigua detrás de la ventana.”
Miguel Hernández
I
Uno a veces no cree. Es parte de la vida y de la multitud, es el actor, camina, a veces llueve. Hay gente que llora, otros persisten en el largo peregrinaje, no hay paraguas abiertos en parte alguna, no es clima de funeral, alguien lee un poema, otros cantan. Dicen que en un aljibe lo enterraron, dicen que ha muerto. La muchacha escribe sentada en el piso, trata de poner en un cuaderno todos los diálogos de una película que le fascina, la trapecista, el niño, la soledad, el amor, el ángel cayendo sobre la ciudad sorprendido ante el sabor dulce de la sangre. “Ha muerto Raúl Sendic. Todos vamos a ir”. La muchacha cierra el cuaderno, mira un punto fijo en la pared. “Es que vos no sabés…”.
Es su cumpleaños y le han regalado un libro. Su mejor amiga ha escrito unas frases para dedicárselo. Con el tiempo ese libro viajará a Suecia, y tendrá otro destinatario. Ella se desprenderá de él con cierto dolor, pero nunca olvidará lo que ha leído. “Es lo que escribió un preso. Resistían y podían burlar la muerte”. Eran gritos. La belleza roja de los gritos de una sangre palpitante, volcada en papeles a veces, otras en paredes o jirones de tela con trazos heridos pero fuertes.
La muchacha fue una vez al cine a ver La noche de los lápices. Siempre recuerda que alguno comentaba que aquello no era real. Ella no dudaba de la crueldad humana. Había visto a su abuelo llorar cuando sus tíos abandonaron el país forzosamente; también a otra mujer enflaquecerse hasta volverse transparente con el marido preso en Libertad. Después, un hombre a quien había amado solía gritar en las noches recordando cómo lo torturaban. Ella lo sacudía para que despertara: “Es una pesadilla, no están aquí”. La muchacha sabía cómo se puede palpar la tibieza sombría de las lágrimas.
Cuando su hijo nació pensaba “Podrían haberlo robado. Podría estar muerto. Es hijo de un preso político, si hubiera nacido sólo un poco antes…”. El niño abría los enormes ojos oscuros, tenía largas pestañas, el frío invierno y la máxima autoridad de una iglesia influyente en el mundo estaba en su ciudad, mientras sus amigos perdían mucho dinero con el fracaso de una venta a raíz de un mal cálculo. Ella miraba algunas imágenes en la televisión mientras secaba ropa con un calentador eléctrico. Ese día nevaba. Unos años después aquella situación de extremo dolor de tantos compañeros se volvió una película que anduvo por el mundo y recibió muchos premios. Poca ficción. Una realidad atormentada y tormentosa. Varios de sus amigos trabajaron de extras por escasa paga. Cuando fue a ver la película sentía terribles deseos de llorar.
Alguien en un aljibe, Raúl Sendic, con el corazón enorme y el Uruguay en los brazos de piel deshilachada, luchando siempre por mantener la esperanza de todos.
La memoria no es un naufragio de todas las cosas que nos duelen, es rara. Un día salen a flote de su marea bárbara una cantidad de recuerdos en tropel y uno no puede con ese derrumbe ni en cuclillas. Se tapa la cara no entendiendo que los ojos no tienen nada que ver con las imágenes que se sacuden por dentro. La trapecista sola en el circo, en un columpio gris, cabizbaja, “soledad quiere decir, al fin estoy entera”, el rostro de su amiga que, habiendo perdido toda la dulzura, se inyecta insulina a diario. Su belleza se pierde, su vida se deshace, contesta a veces “yo ya me fui”. El libro en la cocina, abierto, con algunas manchas de yerba, y aquella procesión silenciosa en los últimos días de abril en un Montevideo mucho más gris que su marmórea casa.
II
Hay tantas cosas que no podemos entender. Sin embargo existe algo en la médula que tiembla y es lo que permanece, sabe quebrar el tiempo, despedaza los relojes, se sustenta y canta: “Pintada, no vacía, pintada está mi casa”, y siempre, siempre termina tarareando en los pasillos de la historia “dejadme la esperanza”.
En tiempos que son verdaderamente difíciles, los hijos de la dictadura, aquellos que en la escuela y el liceo supimos esconder el puño en la espalda y seguir escribiendo tercamente cada carta no destinada al vacío, cartas para decir, unirnos a la gente, estar, creer y ser, los que fuimos con las venas expuestas a votar por primera vez, casi como si viviéramos algo mágico en un campo de batalla casi ganada, poco podemos hacer ahora en que la distracción puede llegar a ser la visita al infierno más temido. ¿Que la historia es circular? ¿Que esto ya se ha vivido antes? ¿Que vamos a poder contra todo vaticinio catastrófico aunque los hornos del holocausto sólo cambien de lugar?
Es imposible dejar de apostar de pie y con fortaleza; aunque estemos débiles, aunque las hienas acechen, aunque a veces parezca que habitamos en ruinas transilvánicas con hirientes murciélagos sedientos de la sangre que nos resta, no vamos a abandonar ninguna lucha. No existe la derrota de quien ha caminado sin esquivar agujas de fuego encendido; basta un suceso aparentemente aislado y de inmediato reconocemos nuestras manos, destinadas siempre al oficio de construir humanidad. Aquella muchacha no me es ajena, ni ninguna otra. La veo en mis espejos, atraviesa con extrema rapidez con sus ojos semicerrados, de pronto se detiene y me señala. Se enoja. Soy yo. Le debo fidelidad. Con ella van otras, son ejércitos, hay niños, algunos ya han crecido, vienen otros niños y nos amanecen en la primavera inevitable.
III
Existe una mañana en la que la muchacha toca su cuerpo de mujer madura, fotografía rosales, pequeños bebés, y un niño habitante de un pueblo olvidado le sonríe mientras juega. Va caminando entre árboles y sol, grabando en un celular un mensaje para alguien que cumple años, un amigo que cree en la eternidad, nada extraño, ella también puede crear ese tipo de ficciones aceptables para caminar. No existe descreimiento alguno en la mujer construida con la constancia de una historia que esculpiera fortalezas en el alma. A veces se ha sentido agotada. Ha dicho que nada es posible, que le trampearon la esperanza. Nadie es solamente una rama que fácilmente se quiebra con el viento, la raíz es fuerte, el árbol supo florecer. A veces, dice con orgullo que tiene un mundo de palabras útiles, libros para encender, y que ha dado a la vida hijos, todos ecos de una voz poderosa. Somos muchos los que andamos con la alegría quebrada, algo lastimados, pensativos, también enojados.
En este país, no río, “sino un cielo azul que viaja”, hay muchos que estamos dispuestos a seguir peleando desde el frente que sea, con el nombre que circunstancialmente tenga, pero no olvidando nunca los arrojados en aljibes, los afiebrados por pesadillas ni los miles de muchachos y muchachas cuyos lápices nunca, pero nunca dejarán de escribir futuro y, aun con desconcierto, poblados por lo inexplicable, se levantarán del suelo e irán a marchar por el imposible naufragio de la vida, esa que no sabe morirse aunque los que se alimenten de carroña aguarden ávidos por repartirse la carne que rara vez logrará ser destrozada.