Sobre Tribunales de honor…durante la dictadura

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Por Samuel Blixen

Los oficiales del “proceso” no les mienten a sus superiores, como sí lo hacen a los jueces, a los ministros y a los presidentes de la República. Esta conclusión surge de los expedientes militares sobre tribunales de honor que actuaron en casos puntuales, durante la dictadura, precisamente para preservar el honor de la institución

Los oficiales del “proceso” no les mienten a sus superiores, como sí lo hacen a los jueces, a los ministros y a los presidentes de la República. Esta conclusión surge de los expedientes militares sobre tribunales de honor que actuaron en casos puntuales, durante la dictadura, precisamente para preservar el honor de la institución. Los episodios son –en comparación con los delitos de lesa humanidad, sobre los que no hay aún fallos “de honor”– relativamente menores, si no fuera por dos aspectos excepcionales: uno, los personajes involucrados; y dos, la facilidad, la prontitud y la espontaneidad con que esos personajes brindan, durante los interrogatorios, informaciones y detalles que magistrados, organismos de derechos humanos y periodistas buscan afanosamente durante décadas.

“Este gorro lo armó Gavazzo”.

En agosto de 1978 el entonces mayor Manuel Cordero solicitó un tribunal de honor para que juzgara su conducta, ante los rumores sobre su homosexualidad que corrían tanto en Paso de los Toros –donde estaba destinado desde 1977– como en Montevideo.

Las actuaciones del tribunal, integrado por los coroneles Francisco Silveira, Doroteo de León y Pedro Gonnet, dejaron en evidencia que en noviembre de 1976 el Servicio de Información de Defensa (Sid), dirigido por el general Amaury Prantl, había autorizado un secuestro para confirmar o desmentir la homosexualidad del mayor Cordero, que hasta esa fecha operaba en el Sid.

El teniente coronel José Gavazzo, integrante del Departamento III del Sid, comandó el equipo que una noche secuestró a Mario Malmierca, un joven que solía concurrir a un bar donde se reunían militares y policías. Seducido por una mujer que dijo ser venezolana, Malmierca aceptó “dar una vuelta” para recorrer la ciudad, pero no bien subió a un auto Ford Falcon color guinda, con alfombras rojas, fue encañonado con un revólver, encapuchado y conducido a un lugar con “rejas que se corrían”. Los secuestradores lo interrogaron sobre los oficiales del Ejército que conocía del bar. Malmierca mencionó a Pedro Mato y a Cordero, pero los secuestradores prefirieron concentrarse en Cordero, su homosexualidad y su consumo de drogas. Malmierca aseguró que Cordero no era homosexual porque juntos habían pasado noches con mujeres en el apartamento del oficial; que desconocía que Cordero ingresara droga desde Buenos Aires, y que nunca intentó tener relaciones con él.

Malmierca fue liberado, pero antes fue amenazado de muerte para el caso de que “hablara”, pese a lo cual le contó el episodio a su amigo Cordero. El mayor se apersonó ante su jefe inmediato en el Sid, el coronel Juan Antonio Rodríguez Bura­tti, quien le negó que se hubiera dispuesto una investigación sobre su conducta personal. Cordero insistió ante el director del Sid, el general Amaury Prantl, quien se enojó por el planteo y sugirió que el mayor sufría “fatiga de combate, usted ve visiones, está todo inventado”, y lo echó de su despacho. Cordero consultó a dos camaradas, el coronel Fernán Amado y el teniente coronel Pomoli, quienes le aconsejaron ir para adelante “contra viento y marea”; pero dudó, después de hablar con su ex jefe el coronel González Arrondo, en solicitar el tribunal, porque tenía a sus superiores en contra; a su viejo camarada Ernesto Ramas le confió: “Llegué a pensar que el único testigo que tenía, un pobre desgraciado, me lo hicieran desaparecer de forma violenta”.

A los pocos días Cordero fue trasladado a Paso de los Toros, División de Ejército III –“en el servicio estaban pasando cosas raras”–, y diez meses después tuvo un encuentro con Gavazzo, quien admitió que lo había investigado. “Sí, yo te hice seguir”, secuestrar y amedrentar a Malmierca “era la única manera de aclarar el rumor”, explicó Gavazzo.

El fallo de otro tribunal de honor sobre la conducta personal del mayor Ricardo Arab, en febrero de 1978, que culminó con su degradación, diluyó la intensidad del rumor, pero no lo eliminó. A fines de junio de 1978, en el Estado Mayor del Ejército y en el Instituto Militar de Estudios Superiores se comentaba que en la División III había un oficial “marica”. Los comentarios en el Ejército tenían la misma consistencia de los chismes en baños de señoras o en los vestuarios masculinos, y corrían con idéntica celeridad. En la mañana del día 27, en el Comando General del Ejército, el mayor Darío de León le preguntó al mayor Luis Milano si sabía de “otro caso Arab”. De León le preguntó al coronel Nelson Rodríguez y éste al mayor Juan C Ronchera. En la noche de ese mismo día, en la cafetería del Centro Militar, Ronchera y sus colegas, los mayores Juan A Núñez, José P González y Ulpiano Camps, comentaron la noticia: un mayor de la División III había bajado a la capital acusado de homosexualismo. El único mayor que viajó a Montevideo es Cordero, dijo Camps. Entonces es Cordero, dedujo Ronchera.

Media hora después los cuatro oficiales llegaron al Club Atlle­tic para una cena de camadería del primer año del curso de comando del Imes, donde el rumor ya se había esparcido por todas las mesas. En la puerta del salón estaban otros dos mayores, Omar Porciúncula y Luis Aguirregaray, y de sopetón el mayor Camps le comentó a Porciúncula: “Parece que agarraron a otro oficial marica”. ¿Quién?, preguntó Porciúncula. “Cordero”, dijo Camps, sin saber que Porciúncula era cuñado de Cordero.

Así se inició el proceso. Enterado por su cuñado, Cordero solicitó un tribunal de honor y esta vez tres coroneles analizaron su conducta. Para ello interrogaron a todos los transportistas del rumor, pero particularmente se tomaron su tiempo con el propio Cordero y con el teniente coronel José Gavazzo. Las respuestas consignadas en las actas permiten ubicar el origen del rumor y sus causas. Así, Cordero no titubeó en afirmar que el secuestro de su amigo civil había sido realizado por el Departamento III del Sid y comandado por Gavazzo, a partir de dos detalles: el Ford Falcon color guinda y las puertas corredizas de barrotes. El Falcon lo reconoció porque “lo traje yo de Argentina, de los Falcon que se trajeron importados”. Un coronel le preguntó:

—Para ubicarnos, ¿cuándo vino de Argentina?

Y respondió Cordero:

—Yo iba y venía, yo era el delegado que estaba allá, yo quedaba allá.

—¿Cuánto tiempo estuvo en Buenos Aires?

—Un año. Estuve un año con el capitán Arab y tuve bastante desinteligencia.

Arab, según Cordero, no cumplía en Buenos Aires las misiones asignadas, “medio se desaparecía y deformaba los hechos”.

El otro elemento que le confirmó a Cordero que el Sid lo investigaba fueron las rejas corredizas del lugar donde Malmierca fue interrogado. —¿Conoce el lugar usted?

—No me cabe duda de que era el sótano del Servicio de Información de Defensa… lo había arreglado yo.

—¿Cuál, el de Juan Paullier?

—No. El sótano de la calle bulevar [Artigas], donde teníamos los prisioneros. Yo fui el que puso las rejas, esas rejas de correr así…

Cordero explicó a los miembros del tribunal que Gavazzo montó “todo ese gorro” contra él porque en el Sid “habían empezado a pasar cosas raras y no coincidía con el ex capitán Arab y con el teniente coronel Gava­zzo, tuve una cantidad de problemas, y yo fui a dar a Paso de los Toros”. Las “cosas raras” surgieron después de que los oficiales uruguayos se replegaron de Buenos Aires, tras el cierre del centro clandestino de detención Automotores Orletti.

Ante el tribunal, el teniente coronel Gavazzo confirmó que había sido autorizado a investigar a su colega Cordero, después de que el mayor Pedro Mato “se apersonara en mi despacho a informarme que tenía información de que el mayor Cordero era homosexual. Me dijo que las pruebas las tenía concretamente una mujer”. Gavazzo admitió ante el tribunal que “no se comprobó absolutamente nada que afectara la moral del mayor Cordero”.

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Finalmente el tribunal falló determinando que hay “falta absoluta de culpabilidad” del mayor Cordero, “quedando a salvo su buen nombre y honor”. Es irrelevante el dato de la presunta homosexualidad. En cambio, sí es importante el cúmulo de informaciones y confirmaciones que surgen de los interrogatorios y que completan el conocimiento sobre las actuaciones uruguayas en Buenos Aires en el marco del Plan Cóndor: Cordero, que acaba de ser condenado por la justicia argentina a 20 años de penitenciaría, era el “delegado” uruguayo en Automotores Orletti, donde murieron varios prisioneros sometidos a torturas y de donde fueron trasladados 22 uruguayos desaparecidos definitivamente en Uruguay; se confirma que Mato, refugiado en Brasil a raíz de una indagatoria parlamentaria sobre su participación en los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz, operaba en Buenos Aires; se conoce la participación en el Ocoa y en la lucha antisubversiva del entonces mayor Juan Ronchera; el coronel González Arrondo, que hasta ahora no había sido mencionado en relación con los delitos de la dictadura, fue jefe de Cordero en el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (Ocoa); y finalmente, que los últimos episodios del destacamento uruguayo en Buenos Aires (el traslado de los 22 uruguayos en octubre de 1976 y el traslado de María Claudia García de Gelman y la decisión sobre el destino del hijo por nacer) provocaron tales tensiones dentro del Sid que justificaron un secuestro y una denuncia por homosexualidad.

POR EL BIEN DEL OCOA.

“Quiero pegarme un tiro”, le dijo el comisario Hugo Campos Hermida, jefe de la Brigada de Narcóticos, en marzo de 1979 a su superior en la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, inspector Leonel Luna Méndez, al enterarse de que un procedimiento de Hurtos y Rapiñas, en el hotel Crillón, iba a dejar en evidencia un operativo clandestino de secuestro dirigido por el teniente coronel Ernesto Ramas, jefe del Ocoa, para chantajear a un narcotraficante argentino y obligarlo a entregar 4 millones de dólares que tenía depositados en una cuenta bancaria en Suiza. Campos Hermida admitió estar “metido en el asunto” de extorsión, y pidió al jefe de Policía de Montevideo “no ser perjudicado”; a cambio, admitió que Ramas “sabía que era por dinero”. Estaba preocupado por un eventual enfrentamiento armado entre personal policial y personal militar.

Fue un informante de Campos Hermida quien reveló la presencia del millonario narcotraficante, que acababa de cumplir una condena de cinco años en Alemania. El comisario, con una profusa actividad antisediciosa en Montevideo y Buenos Aires (un periodista estadounidense lo identificó como uno de los asesinos de Michelini y Gutiérrez Ruiz), le propuso al teniente coronel Ramas el negocio de la extorsión, con la excusa de una supuesta vinculación de la hija del narcotraficante con el movimiento Montoneros. Ramas reclutó a sus subalternos en el Ocoa, el capitán Julio Tabárez y el teniente Antranig Ohannessian, para secuestrar al narcotraficante; Campos Hermida completó la mano de obra destinando a los sargentos Nurmi Suárez y Washington Grignoli (integrante del escuadrón de la muerte, implicado en la desaparición y asesinato de Abel Ayala y Manuel Ramos Filipini), aunque él, “Campitos”, se excusó porque tenía que rendir exámenes.

La patota secuestró al narcotraficante en el hotel y lo condujo hasta la casa del teniente coronel Ramas en El Pinar. Allí fue interrogado por los tres oficiales del Ocoa. Torturado, el narcotraficante admitió tener 12 millones de dólares depositados en Suiza, por lo que se discutió cómo obtener 4 millones. El teniente Ohannessian argumentó que no era necesario viajar a Europa, que bastaba con enviar un telex con los datos necesarios para una transferencia. Al día siguiente Ramas trasladó al secuestrado hasta el viejo edificio de La Tablada, en Melilla, que el Ocoa designaba como “Base Roberto” y que a partir de 1977 servía como centro clandestino de detención.

Los detalles del secuestro y de las actuaciones del tribunal de honor que juzgó la conducta de Ramas, de Tabárez y de Ohannessian fueron publicados por Leonardo Haberkorn en Brecha (“Todo por la plata”, 15-III-2015). Aquí corresponde consignar que de los interrogatorios a que fueron sometidos todos los involucrados surgieron elementos sustantivos que hacen a la reconstrucción histórica de la represión militar en dictadura, salpicada, como delitos conexos, con extorsiones y robos. Ramas tuvo dificultades para explicar por qué había usado su casa particular en El Pinar; por qué no había registrado al detenido en la Base Roberto; por qué no había informado del operativo a su superior, el coronel Julio González Arrondo; y por qué había ordenado la evacuación de toda la documentación de la Base Roberto.

Las actas del tribunal suman dos nombres, hasta ahora desconocidos, a la lista de represores vinculados a la desaparición de prisioneros: el del coronel González Arrondo, segundo jefe de la División de Ejército I, y por tanto responsable del Ocoa; y el del capitán Tabárez, cuyo involucramiento en la Base Roberto justificaba que quedara al frente del centro clandestino de detención, cuando Ramas fue arrestado a rigor por no informar de la detención del narcotraficante. En sus declaraciones, Ramas explicó que había ordenado la evacuación de la documentación “debido a comentarios en el sentido de que el Ocoa pasaría a depender del Sid”; y que había mantenido en secreto el secuestro del narcotraficante “por la necesidad que sentía de lograr un golpe de suerte para impresionar favorablemente al nuevo comandante de la división”; estaba “ahora preocupado por el destino futuro del Ocoa”.

Ramas fue responsable de la Base Roberto (La Tablada) desde mediados de 1977 y siempre bajo la supervisión del coronel González Arrondo, quien visitaba casi a diario el centro de reclusión y estaba al tanto de la suerte de los prisioneros. De La Tablada de­saparecieron por lo menos ocho de ellos: Luis Eduardo Arigón, Óscar Baliñas, Óscar Tassino, Amalia Sanjurjo, Ricardo Blanco, Sebastián Ortiz, Omar Paitta y Miguel Matos Fagián.

El generoso juez Martín Gesto, que otorgó el beneficio de la prisión domiciliaria a Ramas y a José Gavazzo, bien podría averiguar sobre el destino de los prisioneros desaparecidos en La Tablada, además de bucear en las colaterales delictivas; y también investigar si la documentación evacuada de la Base Roberto fue restituida. No es un dato menor la confirmación de que existen documentos sobre la Base Roberto que deberían estar en la División de Ejército I, a menos que estén en el domicilio de Ernesto Ramas.

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