La “ultra-derecha” uruguaya

Retrato de la ultraderecha

uruguaya:

entre Artigas y Bolsonaro

A falta del conteo definitivo, el nuevo presidente de Uruguay será Luis Lacalle Pou, del partido conservador. No lo hubiera conseguido sin el apoyo del ultraderechista Cabildo Abierto, cuyos votos han sumado para la derrota del Frente Amplio y que puede tener un papel preponderante en el próximo ejecutivo.

 

por CARLOS CORROCHANO PÉREZ,

POLITÓLOGO y JURISTA

2019-11-26

La ultraderecha uruguaya practica una extrañan mezcla entre el libertador uruguayo José Gervasio Artigas y el presidente brasileño Jair Bolsonaro.

Uruguay siempre aparece retratado como un oasis de tranquilidad en una agitada América Latina, un remanso de paz en medio del caos. Un entorno de calma en el que tres millones de uruguayos conviven con 12 millones de vacas. La estabilidad del pequeño país oriental le ha merecido el sobrenombre de la Suiza de América: escasa inflación, clases medias fuertes y unos precios elevados. Asimismo, Montevideo es la urbe latinoamericana con mejor calidad de vida y la democracia uruguaya goza de altos estándares en todos los indicadores. Los argentinos se han referido históricamente, con cierta sorna, a Uruguay como el “paisito”, pero tras años de interminables crisis empezaron a mirar al vecino con otros ojos.

A la espera de la revisión del conteo por parte de la Corte Electoral, todo parecía indicar que, a pesar del estrecho margen, se podría consumar lo que muchos predecían: esto es, la vuelta al poder de la derecha tradicional, que desbancaría al centro-izquierda del Frente Amplio, desgastado tras 15 años de gestión, gracias a una alianza de las derechas para derrotar al oficialista Daniel Martínez, insuficiente ganador de la primera vuelta y —quizá, solo quizá— heroico perdedor de la segunda.

El retorno del Partido Nacional al poder, de la mano de un Luis Lacalle Pou que representa al establishment clásico del país oriental —es hijo de un expresidente—, quizá no sea el elemento de mayor preocupación de entre todas las novedades que trae la política uruguaya: el foco se debe poner también en otro partido, Cabildo Abierto, cuyos votos han sumado a la victoria del nuevo presidente, y que puede tener un papel preponderante en el próximo ejecutivo.

La irrupción del Frente Amplio supuso un shock para un panorama político poco acostumbrado a los cambios drásticos, pero la formación de Tabaré Vázquez y Mujica pronto perdió las dosis de radicalidad que el electorado uruguayo tiende a rechazar

Uruguay es un país con un sistema político muy estable, tradicionalmente dominado por la alternancia entre el Partido Blanco, liberal-conservador —el actual Partido Nacional— y el Partido Colorado, que reclama para sí el espacio liberal-progresista. El poder se repartía entre blancos y colorados.

La irrupción de la coalición de izquierdas del Frente Amplio supuso un shock para un panorama político poco acostumbrado a los cambios drásticos, pero la formación de Tabaré Vázquez y Mujica pronto perdió las dosis de radicalidad que el electorado uruguayo —históricamente muy moderado— tiende a rechazar. La nueva sacudida está protagonizada por un actor muy diferente, cuya fulgurante incidencia en el panorama político uruguayo —el partido tiene escasos meses de existencia— es a todas luces alarmante.

El ultraderechista Cabildo Abierto está capitaneado por el exjefe del Ejército, Guido Manini Ríos, expulsado de su cargo por el gobierno frenteamplista. Obtuvo el 11% en la primera vuelta y es hoy un agente fundamental para el siguiente gobierno

El ultraderechista Cabildo Abierto está capitaneado por el exjefe del Ejército, Guido Manini Ríos, expulsado de su cargo por el gobierno frenteamplista. La obtención de un 11% del apoyo en la primera vuelta, traducido en 11 diputados de un total de 99, lo convierte en un agente fundamental para la conformación y el éxito del próximo gobierno multicolor. En un país como Uruguay, en ningún caso concebido como un laboratorio político, esta innovación teñida de autoritarismo merece un análisis adecuado.

En la mayoría de medios latinoamericanos se ha repetido hasta la saciedad el mismo mantra: Manini Ríos es el Bolsonaro uruguayo. Si bien son varios los elementos que pueden acercar a ambos fenómenos, Cabildo Abierto se halla lejos del populismo reaccionario y rimbombante del presidente brasileño. La ultraderecha uruguaya ha tomado otros tintes, más sobrios y mesurados. Menos ostentoso. Más uruguayos, vaya, pero no por ello menos peligrosos.

Cabildo Abierto descarta —una vez más— la dicotomía tradicional entre izquierda y derecha, y reivindica como propio el ideario del máximo prócer de la República Oriental del Uruguay, José Gervasio Artigas, considerado como un heraldo del federalismo, libertador del Uruguay y la figura histórica de mayor relevancia del país. Ellos son los “verdaderos artiguistas”, sus auténticos herederos. De hecho, el abanderamiento de la enseña artiguista llega hasta el punto que el nombre del partido —Cabildo Abierto— hace referencia a los encuentros públicos en los que el propio Artigas se reunía con la gente de a pie.

Algunos autores se han lanzado a establecer paralelismos con la apropiación del pensamiento de Simón Bolívar por parte del chavismo en sus inicios, pero nada más lejos realidad. Así pues, ¿qué es el artiguismo? José Gervasio de Artigas no escribió sus ideas, a diferencia de muchos otros libertadores latinoamericanos, pero sí se asume que detrás de sus acciones subyacía un ideario. La mayoría de historiadores coinciden en que son tres los ejes esenciales del artiguismo, más allá de su maleabilidad: la república como única forma posible de gobierno, la protección del federalismo y la defensa de la justicia social.

José Gervasio Artigas funciona en el país oriental como un auténtico significante flotante, al que cada componente del espectro ideológico le otorga una interpretación diferente, al servicio de sus propios intereses

En su último discurso como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas uruguayas, curiosamente frente a quien a posteriori lo revocaría de su cargo —el presidente Tabaré Vázquez— Manini Ríos se subió al estrado y se preguntó, delante de su audiencia, qué significa ser artiguista en la actualidad: “Ser artiguista hoy es estar cerca de la gente, particularmente de los más frágiles. Es luchar por brindarles oportunidades a todos los uruguayos y condiciones dignas de vida, es ocupar un puesto de lucha en la batalla más importante y más urgente que hoy debemos librar: el combate frontal a la marginalidad social y cultural que cada afecta más la convivencia entre los uruguayos y que día a día se lleva vidas y esperanzas”. Un artiguismo reaccionario del siglo XXI.

José Gervasio Artigas funciona en el país oriental como un auténtico significante flotante, al que cada componente del espectro ideológico le otorga una interpretación diferente, al servicio de sus propios intereses. La elasticidad del ideario artiguista llega hasta el punto de haber legitimado el discurso de grupos dicotómicos desde el punto de vista ideológico: así, en la dictadura cívico-militar, la guerrilla tupamara reivindicaba la figura del prócer como “un caudillo agrario revolucionario”, mientras que los militares lo ensalzaban como “un general ejemplar”.

En la interpretación de Cabildo Abierto, el artiguismo representa “la soberanía o la autonomía de los pueblos, la inclusión social y la preocupación por los más frágiles”. Esta retahíla de proclamas puede llegar a sonar hasta nac&pop [nacional y popular], pero hay más: en palabras de Manini Ríos, el ideario de Artigas también invita a “poner orden y ejercer la autoridad”. El discurso de la nueva ultraderecha uruguaya clama asimismo contra la “izquierda caviar” que “no hace nada por los pobres” y contra la “otra izquierda más negativa”, que ya no promueve el clásico enfrentamiento entre el obrero y el patrón, sino que lo redirige a la confrontación de “mujer contra marido e hijos”. La ideología de género en la diana. Una vez más.

El discurso de la nueva ultraderecha uruguaya clama asimismo contra la “izquierda caviar” y contra la “otra izquierda más negativa”, que ya no promueve el clásico enfrentamiento entre el obrero y el patrón, sino que lo redirige a la confrontación de “mujer contra marido e hijos”

Por otra parte, la propuesta económica de Cabildo Abierto mantiene similitudes con el programa de Vox, así como con el “Chicago boy” de Bolsonaro, el ultraliberal Paulo Guedes. Se apuesta por un Estado que reconozca en la libertad individual, en el trabajo y en la exaltación de la propiedad privada el camino del crecimiento, rechazando la idea de un ente estatal asistencialista. Se pueden apreciar las mismas contradicciones que se le achacan a la extrema derecha española: la de apostar por un discurso ultraliberal en lo económico mientras se hacen continuas referencias a los más pobres y desfavorecidos.

Desde la izquierda uruguaya han existido intentos también de cooptar la esencia del artiguismo. Desde esta perspectiva, la base del pensamiento del prócer sería la reivindicación de una reforma agraria, la recuperación de la tierra y la soberanía de la patria. Mismamente, el Frente Amplio defiende a Artigas como un luchador por la independencia política, la autonomía económica y la defensa del anticolonialismo. Por si fuera poco, uno de los partidos que componen la coalición tiene el explícito nombre de Vertiente Artiguista.

Esta visión de un artiguismo transformador y proteccionista de base popular aboga por establecer una clara diferenciación con la institución militar. Según esta óptica, el Ejército uruguayo nació con un genocidio indígena, al poco tiempo se metió de lleno en la Guerra del Paraguay y más tarde violo de forma sistemática los derechos humanos. El perfil exaltadamente castrense de Manini Ríos —y su indulgencia a la hora de condenar los crímenes de la dictadura— no sería sino una deformación obscena del ideario de Artigas.

Uno de los elementos más preocupantes de su irrupción proviene de la normalización de su aparición: el resto de actores del arco político, desde el centro a la derecha, han naturalizado su peso en la sociedad uruguaya

Si bien hay división de opiniones en torno a la caracterización del Cabildo Abierto como el agente del bolsonarismo en Uruguay, un país caracterizado por la predictibilidad del voto y el rechazo de la radicalidad, lo que resulta evidente es que se trata de un actor disruptivo, diferente, con un programa eminentemente reaccionario y ultraderechista.

Uno de los elementos más preocupantes de su irrupción proviene de la normalización de su aparición: el resto de actores del arco político, desde el centro a la derecha, han naturalizado su peso en la sociedad uruguaya. El Frente Amplio ha apostado por una estrategia de confrontación evidente, pero se da una paradoja difícil de dilucidar: diversas encuestas han estimado que hasta un tercio de los votantes de Cabildo Abierto habrían apostado por José Mujica en el 2009. Lo que en ningún caso pasó en España —el trasvase de Podemos a Vox— sí podría haber tenido más incidencia en el país latinoamericano.

Entonces, ¿dónde se halla la base social y electoral de Cabildo Abierto? En palabras del politólogo uruguayo Gerardo Caetano, la figura de Manini Ríos convoca “a una población de sectores populares propicios para aceptar la interpelación de un liderazgo mesiánico que propone una arcadia regresiva: el retorno de la autoridad, el ‘fin del relajo’ de la nueva agenda de derechos, el fin del ‘recreo al malandraje’, el no repudio a la dictadura y al terrorismo de Estado aunado a la necesidad de ‘dar vuelta la página’”.

Si todavía parece pronto para ofrecer explicaciones coherentes acerca del perfil de votante del partido de ultraderecha, lo que sí se conoce suficientemente bien es la composición de sus miembros y cargos electos: desde personalidades vinculadas a las derechas tradicionales hasta jóvenes neonazis, pasando por condenados por tortura durante la dictadura cívico-militar. Los vínculos directos con el Ejército son más que evidentes, y el tono castrense sobrevuela cada elemento del partido.

¿Estamos hablando de un Bolsonaro a la uruguaya? Quizá no importen tanto las caricaturas efectivistas mientras se ahonden en los orígenes, causas y características del ascenso de la extrema derecha en América Latina; mientras se retrate, en todos los sentidos de la palabra, a los fenómenos de esta nueva ultraderecha. En cómo enfrentarla también, por supuesto.

Uruguay, por primera vez en mucho tiempo, no parece inmune al aluvión de noticias preocupantes provenientes del continente latinoamericano. A la represión del establishment chileno contra su pueblo, al golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia y a la sangrienta actuación de Duque en Colombia hay que sumarle la probable vuelta de las élites al poder en Montevideo, aupadas esta vez por un fenómeno inédito, el de una ultraderecha triunfante —una extraña mezcla entre Artigas y Bolsonaro— que cobra protagonismo en el país de la quietud y la bonanza.

“La derecha y la ultraderecha

no son nuevas en Uruguay”

El historiador Roberto García Ferreira reflexionó sobre los vínculos entre presente y pasado de la región

28 noviembre 2019

La derecha y la ultraderecha no son nuevas en Uruguay”, sostuvo el historiador Roberto García Ferreira, en una charla donde analizó la actualidad regional y la relacionó con tiempos pasados.

Según afirmó, en la región se ha dado un deterioro del sistema democrático que va de la mano de la llegada, mediante distintos procesos, de sectores conservadores y reaccionarios al poder, tal como ocurrió en los 60 y 70 mediante golpes militares en muchos países.

García Ferreira sostuvo que “es para celebrar” que en Uruguay haya un presidente elegido democráticamente, cuyos seguidores puedan festejar el triunfo sin problemas, en un país dividido en dos mitades pero que tiene fortalezas en términos de institucionalidad y sistema democrático, a diferencia de lo que está sucediendo en varios países del continente.

Aunque también marcó que en la campaña electoral se dieron “manifestaciones preocupantes en términos de institucionalidad democrática”, que recuerdan “los peores tiempos” de la Guerra Fría en América Latina. Citando en concreto los casos del video realizado por Guido Manini Ríos, el comunicado divulgado por el Centro Militar o planteos como el de la creación de escuadrones de la muerte.

Considerando el contexto regional y estas manifestaciones que se han dado en el plano local, el historiador opinó que “el desafío mayor del sistema democrático” es frenar la irrupción de esa derecha que va contra las instituciones. En ese sentido, es fundamental que los partidos democráticos condenen claramente cada una de esas expresiones.

“En los tiempos actuales hay una concentración de la riqueza a nivel global muy obscena. Y existe algo así como una tendencia, cada vez más expuesta, a que en esta fase de saqueo trasnacional el neoliberalismo tiene la necesidad de acudir a los aparatos represivos” para imponer sus lineamientos, sostuvo García en El Tungue Lé.

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Quisieron enterrarnos

Cuando Magdalena Broquetas comenzó a estudiar a las derechas civiles de los tempranos sesenta, el mundo era otro. Se vivía el esplendor de los progresismos latinoamericanos, coincidente con una crisis financiera que volvió a posicionar a Marx como un best seller. Era el año 2008. Hasta entonces –en el campo historiográfico– los estudios dominantes sobre el pasado reciente se centraban en las izquierdas, las guerrillas, la influencia de la revolución cubana, el aroma del 68 y la pestilente violencia del Estado.

Jorge Fierro

29 noviembre, 2019

Secuencia de fotos que pretende demostrar el efecto negativo en el rostro de un joven por su militancia de izquierda. BP Color, 15 de agosto de 1970 y replicado en El País el 16 de agosto de 1970 / Extraído de Fotografía en Uruguay. Historia y usos sociales, de M. Broquetas y M. Bruno (coords), Cdf

Cuando se piensa en la influencia histórica que han tenido las derechas y en qué tanto se ha dedicado, en Uruguay, a estudiarlas, nos encontramos con una gran falta de proporcionalidad. “Ellos han quedado muy invisibilizados y muy disculpados. Las derechas son más pragmáticas, tienen menos definición ideológica, son menos bulliciosas, muchas veces se manifiestan en reacción…pero tienen un peso en nuestra historia que no hemos entendido bien. Hemos construido historia desde los marcos de memoria de la izquierda”, señala Broquetas. Pero ese no era el único problema. La historización que tomaba como punto de partida el 68 no lograba explicar cómo se llegó a tal relación social con la violencia –primero aceptada y luego vista como necesidad–, ni a los consensos pasivos frente al golpe del 73. Para hacerlo, había que irse más atrás en el tiempo, por lo menos una década atrás, y salirse del estudio de las guerrillas y de las organizaciones militares o policiales, incluso, alejarse del Estado, para adentrarse en los movimientos supuestamente apolíticos de organizaciones civiles anticomunistas, con gran sedimentación cultural.

Con La trama autoritaria. Derechas y violencia en Uruguay (1958-1966) la historiadora dio a conocer un universo que poco coincidía con cierta memoria colectiva.1 Las fuentes atestiguaron sobre unos años cincuenta que nada tienen de excepcionales, diluyeron la imagen de una sociedad amortiguadora y chocaron contra muchas ideas arraigadas. Para empezar, la pluralidad del fenómeno, por eso mejor hablar de derechas, y de su presencia en campos que ahora relacionamos estrictamente con la izquierda. Hablamos de juventudes, de organizaciones estudiantiles, de sindicatos, de movimientos que utilizan un léxico con palabras como democracia, derechos humanos, libertad, revolución. Todos movimientos de la sociedad civil, con diferencias entre sí (lo que dificulta definirlos), pero aglutinados por una única causa: la reacción ante lo que percibían como amenaza, sea “la protesta estudiantil y sindical, la formación de frentes electorales de izquierda, o los cambios de hábitos y consumos culturales de los jóvenes”. Estamos ante un anticomunismo identitario.2

A muchos les resultará sorprendente descubrir que en 1961 una marcha por nuestra principal avenida reunió entre 50 mil y 100 mil personas en silencio, convocadas por la Iglesia Católica para denunciar la persecución comunista en Hungría y en Cuba, o que la Confederación de Estudiantes del Interior, nacida para contrarrestar a la Feuu, tuviera 30 mil seguidores, o que la inteligencia policial espiara a grupos de derecha (en mucho menor medida que a los de izquierda), describiéndolos con imparcialidad y hasta simpatía, cuando podía calificarlos de “demócratas” (liberales conservadores), o con preocupación, cuando le merecían la etiqueta de “nacionalistas” (antiliberales, de extrema derecha). Y otra sorpresa es que, aunque fuese minoritaria, había también una derecha anticapitalista: “Filofacista, que creía en la justicia social y en que se podía paliar el capitalismo con un sistema económico corporativo”. “Retóricamente enfrentada a la derecha liberal, empresarial y proestadounidense, esta derecha hasta hablaba de cooperativas donde los trabajadores inciden en el reparto del capital”, indicó –dialogando con este semanario– la historiadora.

El miedo al comunismo. “El gran pecado del historiador es hacer anacronismo y caricaturizar a lo que está estudiando. Uno tiene que tratar de entender qué pensaban. Que no siempre es igual a lo que hacían o decían. Son dimensiones muy complejas, los humanos somos complejos y la política es compleja. Hay tres aspectos diferentes: cuál era el lugar real de los comunistas, cuál era la percepción sobre esa posición y qué usos políticos se hacían de esa situación”,discriminó Broquetas.

Considerando que hasta las elecciones de 1966 las izquierdas sumadas apenas llegaban a un 9 por ciento de los votos, la amenaza que estos grupos “demócratas” percibían parece estar sobredimensionada. Pero hay que ubicarse en el contexto de la Guerra Fría, con dos bloques que se disputaban el mundo entero y en un Uruguay muy receptivo de las noticias internacionales, donde la prensa informaba de los avances del bloque soviético y la sociedad empezaba a ver cambios culturales de todo tipo.

El miedo al comunismo era un miedo al totalitarismo. En su imaginario se equiparaba al comunismo con la dictadura, con el fin de las elecciones, el exilio o la muerte de los opositores, la injerencia extranjera y la desnacionalización. “Vendepatria” era un epíteto usado por las derechas. En su universo dicotómico se está con la democracia o con el totalitarismo, con el capitalismo o con el comunismo, con los países “libres” o con los “cautivos”. Las consignas que se publicaban en la prensa, en búsqueda de adherentes, así lo señalaban: “Democracia es progreso y libertad. Comunismo es miseria y opresión”, “Evita que el Uruguay se transforme en una nueva Hungría”. Y, más adelante, luego de la “traición” de Fidel Castro en Cuba, se escuchó corear, refiriéndose a los revolucionarios: “Ahí están, esos son, los que piden paredón”.

Parecía que estos anticomunistas la veían venir. “Los hechos les van dando la razón porque después de Europa del Este está la experiencia de Guatemala y luego se llega a Cuba”, recordó la historiadora. “Ellos ven un proceso inevitable y creen que tienen que reaccionar. Por eso hay una gran crítica al gobierno, de mayoría quincista. Dicen que sus integrantes están dormidos y no hacen nada, que el Partido Comunista es legal (Uruguay era uno de los pocos países latinoamericanos donde lo era). Que les dejan hacer cualquier congreso. Es decir, muchos ven en Montevideo y Uruguay un ‘nido de comunistas’. Pero es muy delgada la línea que separa el convencimiento de estar realmente en peligro del intento de capitalizar en su favor una percepción desproporcionada. Distinta es la cosa a partir de la creación del FA, o más avanzados los sesenta. Pero ahí, temprano, parece ser una reacción desmedida. Con la creación del Frente Amplio sí tienen miedo real, porque en 1971 este superó el 18 por ciento de los votos. Tenían terror de que se produjera un nuevo Chile, y ellos creían que en el 76 iba a ganar el Frente Amplio. Eso los aterra. Siempre hay espejos: antes Guatemala, luego Cuba, ahora Chile. Seregni como un Allende.”

La construcción del otro. Broquetas aclara el término: “‘Comunista’ se transforma en epíteto denigrante, un estereotipo, que no habla de los comunistas del partido, sino del marxista, del totalitario, del antinacional. Y ahí entran todas las izquierdas, pero también cuestiones culturales y sociales muy diversas, algunas cercanas al campo socialista, otras no. Es el otro, la construcción del otro. Y esto se da en todos lados. No es estrictamente un comunista. Es un otro, esencialmente diferente a mí, y que tengo que eliminar. No se puede convivir”.

La historiadora recordó que el anticomunismo es muy anterior a la Guerra Fría, incluso a la propia creación de los partidos comunistas. Y que el campo demócrata, hasta la Segunda Guerra, era amplio y diverso, e incluía a liberales, católicos y comunistas. Pero con la derrota de los nazifascismos y el posicionamiento de la Urss como potencia adversaria del bloque capitalista liderado por Estados Unidos, ese campo antitotalitario cambia y deviene en anticomunista.

En los cincuenta aparece la idea de que el comunista está infiltrado, metiéndose en la educación, en la cultura y en los sindicatos para manipular a las masas y deformar a las almas y mentes, especialmente de la juventud. Estamos ante un caballo de Troya, creen. Y cuando el enemigo es interno y está infiltrado todos pasan a ser sospechosos. La vigilancia ideológica no era estrictamente un asunto de espionaje policial, sino una actitud de ciudadanos comunes y corrientes, de vecinos a los que se insta a desenmascarar a supuestos sospechosos. “Eso va generando un clima social muy denso, de naturalización de la sospecha y la delación”, observó Broquetas.

“A mí me iluminó mucho la fotografía de prensa”,puntualizó esta investigadora, que lleva casi dos décadas examinando este tipo de imágenes como objeto y como fuente. “La gran prensa va construyendo estereotipos visuales del estudiante, del tupamaro, del comunista. Y eso le va entrando a la gente. Una mirada sistemática a lo que se publicaba en los diarios de más circulación desde mediados de los años sesenta hasta el golpe de Estado permite reconocer férreos estereotipos con relación a las protestas estudiantiles y sindicales. Y eso lo teníamos descuidado. Hay que tener presente que el boom de la televisión es en los sesenta. Y empiezan a aparecer los manifestantes como históricamente habían aparecido los delincuentes en la crónica policial. Los sectores menos politizados, probablemente la mayoría, tenía noticia de lo que ocurría a través de los diarios de más circulación (El PaísLa MañanaEl Día). Estos medios ofrecían ediciones cada vez más ilustradas y de mejor factura en la que se puede reconocer una representación visual de la violencia cargada de sentidos e intencionalidades. Hay una serie de estereotipos que se van afianzando en la primera mitad de los sesenta: las fuerzas de seguridad como ‘guardianas del orden’, obreros y estudiantes como ‘agitadores’, ‘subversivos’ y la población cautiva. A partir de 1968 se agregó el cliché del ‘terrorista’ para representar a los militantes tupamaros. Es sistemático el uso de epítetos denigrantes (‘antisocial’ o ‘sedicioso’, por ejemplo) acompañados por imágenes que informan sobre la peligrosidad de los nombrados. Los retratos de los requeridos van a aparecer en el espacio históricamente reservado para los delincuentes en la crónica policial.3

Delación, no. Patriotismo. Luego de publicada La trama autoritaria… Broquetas siguió investigando. Uno de los colectivos en los que indagó fue la Organización de Padres Demócratas (Orpade),4 fundada en 1962, bajo una línea de acción que ya la precedía: la persecución de profesores y funcionarios “sociocomunistas” en la educación pública. Hablamos de un movimiento demócrata, no de la extrema derecha, y que tiene mucha convocatoria popular, además de una gran continuidad en el tiempo, que llega, al menos, hasta el golpe de Estado.

Para ver de primera mano qué pensaban estas personas se puede acudir a El comunismo en la enseñanza secundaria, libro escrito por Celia Reyes de Viana y publicado en 1969 (aunque esta intelectual de derecha ya pregonaba las ideas ahí vertidas al menos desde mediados de los años cincuenta). Citas de este: “No en vano los regímenes totalitarios: fascismo, hitlerismo, comunismo castrismo, pekinismo, en sus países de origen y en su infiltración internacional intentan apoderarse del pensamiento del adolescente, tratando que sus agentes ocupen cargos de importancia en los órganos educativos”“El comunismo ha tomado, científicamente, las líneas psicológicas de penetración mental que caracterizaron la educación hitlerista”“Es en Enseñanza Secundaria donde está seriamente enfermo el tejido democrático y que el cáncer está avanzando a pasos agigantados”“La conspiración, escribió Lenin, necesita número compacto y pequeño. Debemos tener ‘nuestros propios hombres’ en todas partes, en todas las posiciones”.

En resumidas cuentas: los profesores “sociocomunistas” son “agentes destructores de la democracia” que reciben órdenes internacionales, asumen posiciones como pantalla y disimulan sus objetivos ideológicos.

La tarea por delante es moralista: desenmascarar a los comunistas y despertar a los inocentes que están dormidos o manipulados. Para eso, los activistas de la Orpade escriben en la prensa argumentos como los recién expuestos y realizan congresos en todo el país. Allí donde arraigan, arman listas de profesores y funcionarios que, a su entender, no profesan ideas democráticas, con nombre y apellido, además dehacer lobby pidiendo que se sancionen leyes para auscultar la ideología de los funcionarios públicos y los profesores. “Y uno se pregunta de qué estaban hablando. ¿De estar afiliados a un partido que era legal? ¿De enseñar a tal o cual autor en la asignatura idioma español?”, ilustró Broquetas.

—¿Qué se pedía en concreto?

—Un poco lo que iba a salir en dictadura cuando se comience a exigir el certificado de fe democrática. En 1963 casi se reglamenta un decreto que establecía la obligatoriedad de probar notoria filiación democrática para el ingreso a la administración pública. El procedimiento consistía en la firma de una declaración jurada del interesado y la presentación de certificados de tres instituciones o personas responsables que acreditaran tal filiación. Pero este decreto se revió pocos días después, gracias a la iniciativa de los consejeros batllistas, fue anulado y no llegó a aplicarse. Después hay muchas aspiraciones de los padres demócratas que son satisfechas en la dictadura: ilegalización del Partido Comunista, depuración de los cuadros docentes, ilegalización de la Cnt, censura previa a los espectáculos musicales y artísticos. Ninguna dictadura como la uruguaya tuvo una clasificación de su ciudadanía de acuerdo a su confiabilidad política, como se implementó con la categoría A, B y C. Lo que hay que remarcar es que si tenías una B, era porque habías participado de alguna actividad que hasta el golpe era legal. No necesariamente porque habías cometido un delito o participado de una organización clandestina.

En la encrucijada del 68 la violencia recrudece. La Orpade ya no se reduce a la batalla cultural, sino que pasa a la disputa de territorios. Se torna más frecuente la ocupación de liceos, y por más tiempo,5 o a desocupar los tomados por los estudiantes de izquierda, en asociación con la Jup, y con apoyo policial. Y se encargan de que salga en la prensa el escándalo: acusan a los estudiantes de izquierda de dormir sobre los símbolos patrios, de promiscuidad y de que convivían con personas que no eran estudiantes.

Mientras, continúan con la vigilancia, la sospecha y la delación. Y “se va armando un cuerpo de información que permite la marca simbólica y real, el escarnio público del supuesto comunista y la incorporación de sus datos al acervo anticomunista. Por eso los contemporáneos hablan de caza de brujas”.

La primavera de la Orpade se vivió a principios del 70, cuando Pacheco intervino el Consejo de Secundaria. Se produjeron sanciones y destituciones de profesores que estaban fichados por la organización. “En relación a la Orpade su impacto y sus logros deben medirse en términos de persuasión social. ¿Cómo explicar luego que tanta gente haya apoyado o consentido soluciones ‘exterministas’, de erradicación del otro? El verdadero logro es cultural, el de un grupo duro conservador, que por temor o por convencimiento y enojo cree que efectivamente estábamos infiltrados por los comunistas y que había que pararlos de la manera en que se los paró”.

Ellos, sin embargo, no se sentían fascistas.

  1.   La trama autoritaria. Derechas y violencia en Uruguay (1958-1966). Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2014. Véase “Y porque no todo fue guerrilla”, Brecha, 18-IX-14.
  2.   Algunos de esos colectivos de derecha fueron: Amigos de Cuba Libre y Democrática, Asociación de Lucha Ejecutiva contra los Totalitarismos en América, Acción Obrera Independiente, Confederación de Estudiantes del Interior, Cruzada Patriótica Revolucionaria, Frente Estudiantil de Acción Nacionalista, Movimiento Cristiano del Uruguay Pro Defensa de la Libertad y los Derechos Humanos, Movimiento Estudiantil para la Defensa de la Libertad, Movimiento Nacional para la Defensa de la Libertad, Movimiento Oriental Reivindicador Artiguista Liberador, Movimiento Nacionalista Montonera, Movimiento Nacionalista Revolucionario, Movimiento Progresista, Organizaciones Demócratas del Interior, Organización de Padres Demócratas y Organización Democrática Latinoamericana.
  3.   Ver M. Broquetas, “La fotografía periodística en tiempos de movilización social, autoritarismo y dictadura (1959-1985)”, en Magdalena Broquetas y Mauricio Bruno (coord.), Fotografía en Uruguay. Historia y usos sociales. 1930-1990, Montevideo, Ediciones CdF, 2018, pp. 198-251.
  4.   M. Broquetas, “Un caso de anticomunismo civil: los ‘padres demócratas’ de Uruguay (1955-1973)”, en Páginas, volumen 10, número 24, 2018, pp. 34-54. Disponible en: http://revistapaginas.unr.edu.ar/index.php/RevPaginas/issue/view/24
  5.            En 1969 miembros de Orpade ocuparon por más de un mes el liceo de José Batlle y Ordóñez en el departamento de Lavalleja, que ya lo había sido en agosto de 1968. También en 1969 estudiantes y padres “demócratas” ocuparon el liceo de Bella Unión para denunciar la “infiltración de ideas foráneas”y la manipulación del estudiantado por algunos docentes.