La hija de Rosario Barredo

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Un grito de amor

La hija de Rosario Barredo, Gabriela Schroeder, escribió por primera vez un texto público sobre su historia, y sobre el significado que le otorga a la lucha por verdad y justicia. Aquí puede leerse la carta que envió a Brecha.

barredo

Mi nombre es Gabriela Schroeder Barredo.

Una madrugada de hace 40 años irrumpieron en nuestra casa de Buenos Aires y nos trastornaron la vida.

Nos secuestraron a mi madre, su compañero y padre de mis hermanos, a mí y hasta a mi perro. Mi madre era Rosario Barredo.

Para un gran hombre, mi abuelo, empezó la mayor de sus búsquedas, la más angustiante, en la que entregó su alma y gran parte de su vida. Tenía que encontrarnos.

Ocho días más tarde, el 21 de mayo de 1976, supo que a mi madre ya no podría volver a abrazarla. Con ese dolor inmenso sumado al de sus hijos mayores ya muertos (mi tío Juan Pablo y Gabriel Schroeder, mi padre), siguió buscándonos a mis hermanos y a mí.

No estuvo solo y gracias a eso logró publicar el 27 de mayo en el Buenos Aires Herald una carta magnífica que dirigió “a la más encumbrada autoridad del país y al más humilde de los habitantes”, que luego de un detalle exhaustivo de lo ocurrido, termina de esta manera: “Os pedimos que nos devuelvan a Gabrielita María, a María Victoria y a Máximo Fernando, para educarlos en el amor a la patria –sin distinción de fronteras entre la tierra uruguaya y la tierra argentina- y en el amor a todos los hombres. Sin excluir a los que mataron a sus padres”. Y así me crió, en el amor.

Mi abuelo fue Juan Pablo María Schroeder Otero, para mí un grande, un gigante. Me enseñó que el rencor sólo me haría daño a mí, no a quien lo dirigiera. No me pidió que perdonara, porque me dijo eso era sólo divino (por Dios, no por lo lindo, claro está). Me enseñó a centrar mi vida en el amor. Hoy, 40 años después de esa madrugada de mayo de 1976 y casi 35 años desde que ese gran hombre dejara físicamente mi vida, puedo decir que lo logré y en mi vida prima el amor por sobre cualquier otro sentimiento.

Pero no lo hice sola. Me he sentido siempre una privilegiada porque me han rodeado afectos entrañables, la vida me ha recompensado siempre.

Por eso es que no entiendo, verdaderamente no entiendo, cómo una gran parte de los uruguayos se ha dejado convencer de que cuando se pide verdad y justicia se tiene los ojos en la nuca o se hace desde el rencor. ¡No! ¡Mil veces no!

Es exactamente lo contrario, es un acto de amor. Lo exigimos por todos a los que les arrebataron de sus vidas a sus seres queridos y se quedaron con el abrazo hueco, sin respuestas y sin ritual para cerrar un ciclo vital para todo ser humano.

Tengo el “privilegio” de saber más o menos qué pasó con mis padres y tengo la “suerte” de tener una tumba si quiero ir a dejar flores. Pude cerrar el ciclo, aun cuando su forma no haya sido muy circular y quizás los extremos no se unan con precisión. Pero algo tengo. Es injusto que otros no lo tengan, siendo que el ritual de la muerte es un derecho de vida para alcanzar la paz. ¡Sí!, hablamos de paz. Es esto lo que buscan quienes aún no obtienen respuestas.

¡Verdad y justicia es un grito de amor y de paz! Y es justamente porque no queremos repetir el pasado.

 

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