Argentina: hijo denuncia a su padre represor

“Mi padre, el torturador y asesino”: la historia del hijo de un represor

Cuando tenía 15 años, Luis Quijano fue obligado por su padre a presenciar la barbarie en La Perla. De grande, Luis lo denunció y declaró en la megacausa. La historia del poder que un padre ejerce sobre un hijo.

Por Alejo Gómez

Luis Alberto Quijano vivió lo que no eligió. Desde la carga de tener el mismo nombre que su padre, hasta su obligada presencia, cuando tenía 15 años, en operativos militares y en el campo de concentración La Perla, donde vio a secuestrados. Un secreto familiar que no se atrevió a contar por 34 años.

“En el contexto de esa época yo creía que estaba bien. Me sentía un agente secreto. Pero a los 15 años, un hijo no puede darse cuenta de que es manipulado por su padre. Yo no estaba preparado todavía para darme cuenta de que mi padre era un ladrón, un torturador y un asesino”.

Luis no tenía opción: su padre era el comandante de Gendarmería Luis Alberto Quijano, segundo mando en el Destacamento de Inteligencia, sitio del que se desprendían las órdenes sobre lo que ocurría en La Perla.

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Esta no es la historia del represor Luis Quijano, imputado en la megacausa La Perla por 158 secuestros, más de 100 homicidios calificados y la sustracción de un menor de 10 años.

Es la historia de Luis Quijano hijo: el hombre que con los años comprendió la magnitud del terror que había vivido de chico y denunció a su propio padre en la Justicia Federal. Algo inédito en el país: un hijo que denuncia a su padre represor por los delitos que presenció. Luis incluso fue más allá, y en julio de 2015 testimonió en el juicio que tiene sentados a los principales imputados por delitos de lesa humanidad en Córdoba, y que este jueves llega a su fin.

Es la historia que refleja el inmenso poder que un padre ejerce sobre un hijo; y de cómo ese hijo puede elegir una historia de redención.

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Del Gym al Destacamento.

Mi padre me empezó a llevar al Destacamento porque en esa época yo iba al gimnasio provincial y me hice amigo de un chico que hacía artes marciales. Le decían “Kent”. Le conté a mi padre y a los pocos días me mostró una foto carné en blanco y negro para que reconociera a mi amigo.

Me dijo “sos un pelotudo, ¡te hiciste amigo de un tipo del ERP! Mirá si después te ‘chupan’ a vos y me tengo que entregar para salvarte”. Así que me prohibió volver al gimnasio y a los pocos días empezó a llevarme al Destacamento a trabajar. Me había dicho que yo iba a ser un agente secreto. Yo tenía 15 años y dentro del contexto creía que era correcto, porque era lo que me habían enseñado.

En el Destacamento me hacían destruir cualquier cantidad de documentación de los secuestrados. De todo: títulos universitarios, apuntes, literatura, certificados, propaganda, libros.

De “visita” en La Perla (I).

Mi padre me trajo cuatro veces a La Perla, todas en el ‘76. La primera y la cuarta me dejó esperando en el auto en el ingreso.

La segunda vez me hizo bajar y me llevó a un galpón donde había autos, muebles, televisores, heladeras, lo que se te ocurra. Todo robado. Me dio un paquete envuelto en una frazada y me dijo que lo llevara a su Taunus, y cuando lo abrí vi que era un bulto gigante de plata.

Ese día fui hasta la otra parte del galpón donde depositaban las cosas robadas y me puse a charlar con un gendarme que hacía guardia. En un momento me señaló una pieza que estaba abierta y me dijo “ahí es donde les dan ‘matraca’ a los secuestrados”.

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Entonces me asomé rápido y vi una cama donde torturaban a la gente. Era una cama de tropa con elástico de metal. Luego supe que al metal le enganchaban un cable pelado que era el negativo, y tocaban el cuerpo maniatado con otro cable que era el positivo. Esposaban a la persona, la mojaban y le “metían” con 220 directo (220 voltios) en los genitales.

Había un olor tan espantoso ahí adentro… Un olor como a pañal cagado. Años después, cuando mi padre estaba detenido con prisión domiciliaria, de su habitación emanaba el mismo mal olor. Y yo lo relacioné, y me dio la impresión de que es el olor que emana un cuerpo cuando está angustiado. Nunca más pude olvidarme de ese olor. Y yo me pregunto, ¿cómo es posible que un ser humano le haga tanto daño a otro?

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De “visita” en La Perla (II).

La tercera vez que me trajeron, mi padre me llevó al ingreso a La Cuadra (sector donde estaban los secuestrados, maniatados y vendados). Él se quedó hablando con el “Chubi” López (José López, un civil juzgado en la megacausa) y yo aproveché y miré al interior de La Cuadra.

Al fondo vi una hilera de colchones con gente desnuda boca abajo, todos atados de pies y manos. Más adelante, cerca del ingreso, había otras personas sentadas en cuclillas en silencio, sobre los colchones. Mi padre me vio que estaba mirando a los secuestrados y me dijo “¿qué mirás, pelotudo?”. Y le respondí “y bueno, ¿entonces para qué me traés?”.

Yo tenía total conocimiento de que a esa gente la mataban. Es decir, los tiraban en un pozo y una comitiva de militares les metía balas y los enterraba. Lo sé porque mi padre hablaba de eso en mi casa.

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Al lado de La Cuadra había unas salas que llamaban “oficinas”. Sé que “Palito” Romero le dio acá una paliza muy grande a alguien y lo mató (aclaración: el civil Jorge Romero, juzgado en la megacausa, asesinó a golpes según sobrevivientes al estudiante Raúl Mateo Molina).

El botín de guerra que no era.

Mi padre traía a la casa todo tipo de objetos robados. Pero yo, a esa edad, no podía darme cuenta de lo que significaba: para mí era un botín de guerra, como decían ellos. Pero luego, cuando yo fui militar (pertenecí a Gendarmería), supe que botín de guerra podía ser una bayoneta o un emblema que le quitaste al enemigo con el que combatiste. Pero si entrás en su casa y le robás la heladera, el tocadiscos, la ropa, los cuadros, la plata… eso no es botín de guerra, es vandalismo. Eso es un robo.

Siempre me pregunté cómo mi padre, que era un oficial jefe de una fuerza de seguridad, podía participar de un vandalismo. No lo entiendo. Porque yo también fui oficial de Gendarmería, y nunca se me hubiera ocurrido entrar en una casa y robarme todo.

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No entiendo cómo se desvirtuaba mi padre en ese momento. Una vez me dijo que yo era un delincuente, y yo le repliqué “¿y vos, que robabas coches en la calle? ¿No sos un delincuente?” Le agarró un espasmo de locura, me golpeó y me gritó “¡el día que te cruces de vereda, ese día te voy a buscar y te voy a matar yo. No hará falta que te mate otro!”. Ese era mi padre. No puedo tener buenos recuerdos de él.

Cuando declaré en el juicio, mostré una foto de aquella época en la que tengo puesto un saco y una polera de lana que mi padre trajo de La Perla. Nosotros no éramos pobres, pero trajo la ropa igual porque la idea de mi padre era robar. En ese momento la defensora de los imputados me acusó de ser copartícipe de esos delitos, y yo le dije que no hay problema, que me acuse de lo que quiera, si de todos modos yo ya estaba en Tribunales declarando.

Los desaparecidos.

Ya de grande fui sintiendo rechazo. Sucedió que tuve hijos, y cuando uno tiene hijos se da cuenta de lo que vale una vida. Evolucionás y comprendés que no está bien matar. Incluso llego al extremo de decir ‘bueno, suponé que fusilabas durante la dictadura”, pero ¿por qué desaparecías los cadáveres? ¿Por qué robabas niños?

Mi padre estuvo a punto de traer a mi casa a una niña a la que le habían matado la madre. Era como una mascota: podía ser un perro, pero era una niña. Repito la idea: los torturaban, ¿pero por qué los mataron? Podrían haberlos metido en la cárcel. Supongamos que decidieron matarlos, pero ¿por qué desaparecieron los cuerpos? ¿Acaso esas personas no tenían familias para devolverles los restos? Desaparecer el cuerpo es el último acto infame que podés hacer con un ser humano.

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Mi padre me contó que cuando volvió la democracia contrataron unas máquinas que removieron los restos y los molieron y tiraron no sé dónde. “Nunca van a encontrar nada”, me dijo mi padre. Pero indudablemente siempre queda algo.

La denuncia.

Aclaro que yo no tengo nada en contra de las Fuerzas Armadas. De hecho, fui gendarme. Yo lo que hice fue decir la verdad acerca de lo que sé sobre 20 delincuentes, entre ellos mi padre.

La denuncia contra mi padre se gestó en una ocasión en que hablando con él, cuando tenía prisión domiciliaria, le recriminé que me haya hecho vivir semejantes cosas. Y en un momento él me dijo “yo no sé, yo no maté a nadie”.

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Me dio una repulsión por dentro, porque me pregunté en qué quedó ese patrioterismo y todo ese “sentir occidental y cristiano” que ellos decían defender.

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Entonces le grité “¿cómo me vas a decir eso a mí? ¡Si yo te he visto matar gente! Cometiste delitos muy graves y me hiciste participar en esos delitos siendo yo un niño”. Y él me dijo “bueno, andá a denunciarme”.

Y eso hice: en 2010 presenté la primera denuncia, porque me di cuenta de que en realidad era un delincuente.

Nadie me puede decir que soy parcial; declaré contra mi propio padre.

(Aclaración: el represor Quijano falleció en mayo de 2015).

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