Los Derechos Humanos y la Democracia

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LOS PUNTOS SOBRE ALGUNAS ÍES

Los Derechos Humanos y la Democracia

La claridad de los conceptos sobre este tema, muchas veces nublada por tergiversaciones que buscan oscurecerlos, es indispensable en el penoso esfuerzo por dar soluciones justas al legado criminal de la dictadura.   

Por Nicolás Grab

Los derechos humanos no son un principio democrático.

A más de un lector podrá parecerle desconcertante esta afirmación, o tal vez imagine que el autor profesa alguna ideología política (y tiene una catadura moral) que no lo honrarían.

Pero hay que pensarlo mejor, porque es rigurosamente cierto: los derechos humanos son una cuestión ajena a la democracia. Y, sobre todo para quienes defendemos las dos cosas (la democracia y los derechos humanos), es importante comprenderlo. Bastante más importante de lo que puede parecer, porque esto no es una disquisición teórica sin consecuencias.

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En realidad, el único motivo por el que esa afirmación inicial puede chocar y parecer una aberración es que estamos acostumbrados a reunir los dos conceptos. Ponemos la democracia y los derechos humanos en el repertorio de los valores positivos, los ideales que defendemos y los principios cuya vigencia consideramos fundamental. Están en un mismo sitial, los dos en el mismo platillo de la balanza.

Eso está bien y es coherente. Pero cuidemos de no darle consecuencias que no puede tener.

¿Qué quiere decir que algo “es democrático”?

Este calificativo no puede usarse simplemente como una especie de elogio. Significa algo perfectamente preciso: que están presentes las características concretas que definen la democracia.

La democracia es el ejercicio del gobierno por la totalidad de los ciudadanos o por representantes elegidos por todos ellos, y más en general supone el predominio de la voluntad mayoritaria y su acatamiento por las minorías. La calificación de algo como “democrático” supone, entonces, atribuirle esas características, o la conformidad con ellas. Un club, una asamblea o un Estado pueden ser democráticos o no, según cómo estén regidos y funcionen. Hay otras instituciones y mecanismos que no pueden ni deben actuar democráticamente. No es la voluntad mayoritaria lo que debe determinar las decisiones en un block quirúrgico, ni en los entrenamientos de un equipo de fútbol, ni en los ensayos de una orquesta. Los ejércitos o la policía no son ni pueden ser democráticos porque se rigen por principios de mando y subordinación. Y así debe ser.

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Los derechos humanos no son resguardos contra la arbitrariedad de déspotas o tiranos. Lo normal es que un régimen dictatorial sea más propenso a desconocer los derechos humanos que un régimen democrático; pero los derechos humanos son resguardos destinados a amparar frente a cualquier poder, cualquiera que sea su origen, legítimo o espurio. Es más, y esto importa mucho registrarlo: la defensa de los derechos humanos nunca es más indispensable que cuando su violación es apoyada por la mayoría de la población, porque la situación de las víctimas nunca es más trágica que en esos casos. Esto no es una hipótesis rebuscada. Son muchos los ejemplos concretos de tales situaciones que presenta la historia del mundo, y también en las últimas décadas.

De ahí que sea un principio fundamental que los derechos humanos son independientes de cualquier voluntad. Ninguna decisión, y no interesa si es democrática, puede cancelarlos, ni suspenderlos, ni hacer excepciones a su aplicación. El respeto de los derechos humanos no depende de la voluntad popular, y ningún pronunciamiento democrático puede convalidar su violación. Si se lincha a un individuo, o se lo castiga sin juzgarlo, hay violación de derechos humanos aunque lo haya pedido o lo aplauda la ciudadanía. Una disposición que prohíba a las mujeres contradecir en público a sus maridos, o castigue la herejía, o duplique las sanciones penales para los inmigrantes nacidos en un país determinado, es ineficaz y no puede aplicarse aunque se haya aprobado en consulta popular.

Es erróneo invocar, en relación con esto, el concepto de soberanía y el principio de la soberanía popular. Ante todo, la soberanía no es nunca un poder absoluto e ilimitado. Nadie discute que los Estados, al celebrar tratados internacionales, limitan voluntariamente su propia soberanía. Si la Argentina y el Uruguay discrepan sobre cuestiones relativas al río que los separa, ninguno de los dos puede invocar su soberanía para imponer su voluntad; tienen que acatar lo que acordaron en un tratado de 1960. Y si no se ponen de acuerdo, se tienen que someter a lo que decida un tribunal internacional, como efectivamente ocurrió hace poco. Nada de esto se contradice con que sean soberanos. Al contrario: fue en ejercicio de su soberanía que decidieron, voluntariamente, limitarla y someterse a estas reglas. El pueblo soberano del Uruguay (o de la Argentina) no puede negarse a acatar la autoridad de la Corte Internacional de Justicia: es soberano pero no tiene ese derecho porque ha renunciado a él.

En materia de derechos humanos, el Uruguay es parte en la gran mayoría de los tratados mundiales y regionales y ha asumido los deberes que imponen a los Estados. En ejercicio de su soberanía ha optado por limitarla en esta materia. Y en este caso no lo hizo en beneficio de otro Estado igualmente soberano. Lo hizo en beneficio de los individuos, a quienes reconoció esas garantías fundamentales.

Sin embargo, en Uruguay el tema de la relación entre los derechos humanos y las decisiones democráticas se planteó agudamente, y en realidad sigue planteado, a propósito de los esfuerzos por extirpar la lacra de la malhadada “Ley de Caducidad” que en 1986 procuró la impunidad de los crímenes cometidos durante la dictadura.

Esa “Ley de Caducidad” es un ejemplo preciso del conflicto, del falso conflicto, que hemos mencionado. Por un lado es violatoria de derechos humanos (lo declaró expresamente la Corte Interamericana de Derechos Humanos).[1] Por otro, se aduce que ha tenido aprobación democrática por dos veces.[2]

De estos hechos se ha extraído el argumento de que “el pueblo soberano se ha pronunciado” sobre esa ley aprobándola o negándose a anularla. Y a partir de eso se sostiene que ninguna autoridad puede cuestionar su validez y vigencia.

Dejemos de lado las muchas críticas que merece tal reseña de los hechos. Lo que importa destacar aquí es que este razonamiento es falaz y descaminado por todo lo dicho antes. Los derechos fundamentales no pueden ser conculcados por nadie. Esto no es cuestión de mayorías ni de soberanía. No es cuestión de mayorías (y daría lo mismo que fueran del 98%, o que se expresaran quince veces) porque se trata precisamente de derechos individuales (“derechos del hombre“, se decía antes) y no de derechos de la mayoría. Son resguardos que amparan personalmente a las víctimas siempre y frente a cualquier poder, sea el de un tirano o el de un pueblo. Y no es cuestión de soberanía, porque el titular de la soberanía ha acordado limitarla asumiendo las obligaciones de cuyo cumplimiento se trata.[3]

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Con respecto al acatamiento de los principios mencionados por parte de los poderes públicos, en Uruguay tenemos una paradoja. En las pujas y polémicas entre la justicia y la impunidad, los poderes políticos se han mostrado más previsibles y más coherentes que los órganos llamados a hacer justicia y dirimir los conflictos.

En cuanto a los poderes políticos, hubo cuatro gobiernos sucesivos (tres colorados y uno blanco) que durante veinte años amurallaron la impunidad, la ocultación y el falseamiento para impedir la justicia. Cuando en 2005 llegó al gobierno una fuerza política comprometida a lo contrario, las cosas cambiaron. Hubo desde entonces criminales indagados, enjuiciados, condenados y encarcelados. Hubo búsqueda en serio de los desaparecidos y se encontraron cuerpos de víctimas asesinadas. Hubo informes oficiales que confesaron crímenes que se habían negado siempre.

En cambio, la Suprema Corte, máximo órgano judicial y árbitro de la constitucionalidad de las leyes, ha asumido sobre estos temas actitudes contradictorias y zigzagueantes.[4] La “Ley de Caducidad” fue impugnada por inconstitucionalidad cuando comenzó a aplicarse, y en 1988 la Corte, por tres votos contra dos, rechazó ese recurso declarando que la ley no era inconstitucional. Tardó 21 años en modificar esa posición, hasta que en 2009 reconoció por unanimidad que la ley violaba la Constitución. En esa sentencia declaró que compartía “la línea de pensamiento según la cual las convenciones internacionales de derechos humanos se integran a la [Constitución]… por tratarse de derechos inherentes a la dignidad humana que la comunidad internacional reconoce en tales pactos.” Pero más tarde, en 2013, declaró inconstitucional una ley destinada a eliminar efectos de la “Ley de Caducidad”; y para fundamentarlo, a pesar de invocar sus propios dichos que acaban de citarse, sostuvo criterios completamente opuestos.[5]

Con esto se generó una paradoja bastante asombrosa. Frente a una sentencia de un tribunal internacional que condena violaciones de derechos humanos cometidas en un Estado, sus poderes de gobierno ‑el ejecutivo y el legislativo‑ acatan y quieren cumplir el fallo, mientras que el supremo órgano de justicia es el que le pone trabas. No debe haber muchos precedentes de semejante situación.

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Las personas que deciden sobre estos temas son, en gran proporción, profesionales de la política o del derecho. El ciudadano común no está en las mismas condiciones para orientarse sobre asuntos que inevitablemente son complejos. Serían enrevesados aunque no se les añadiera el aderezo de que a menudo se busca oscurecerlos a propósito con formulaciones sibilinas (¿qué tal eso de “caducidad de la pretensión punitiva del Estado“?).

No han faltado casos en que las propias organizaciones y militantes empeñados en el reclamo de justicia y en la reivindicación de la verdad han tomado caminos muy cuestionables por desinteligencias sobre conceptos o por ideas erradas sobre la viabilidad o la utilidad de determinados procedimientos.

Tanto más importa que las ideas básicas estén claras. Entonces, sobre el tema del título: los derechos fundamentales de la persona, una vez consagrados en general, rigen y amparan siempre y sin condiciones. No interesa si su aplicación en cada caso es apoyada o no por la mayoría. No son derechos de las mayorías, sino de los individuos. El pueblo es soberano, pero en ejercicio de su soberanía consagró los derechos humanos como garantía de todos y se obligó a respetarlos siempre. Usted, lector, tiene derechos fundamentales que no le puede quitar nadie. Como los tenía Fernando Miranda, que oficialmente se fue del país pero que fue encontrado donde lo enterraron después de asesinarlo; y como los tenían sus familiares que exigían conocer su destino. Hay derechos que no puede quitar nadie.

Nunca, nadie.

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[1] La Convención Interamericana sobre Derechos Humanos (“Pacto de San José”) fue aprobada el 8 de marzo de 1985 por ley votada en el Parlamento por todos los partidos y promulgada por el presidente Julio María Sanguinetti el mismo día. El Uruguay se sometió voluntariamente a las obligaciones que estableció ese tratado y a la jurisdicción de los órganos que creó. El principal de ellos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dispuso que el Uruguay debía adoptar”las medidas necesarias … para que quede sin efecto la ley 15.848 o Ley de Caducidad” (fallo de 24 de febrero de 2011, “Gelman vs. Uruguay”, punto 144).

[2] La “Ley de Caducidad” fue impugnada por iniciativa popular, como lo autoriza la Constitución, y sometida a referéndum en 1989; pero no se alcanzó mayoría para anularla. En 2009 se plebiscitó un proyecto de reforma constitucional que habría tenido el mismo efecto, y tampoco fue aprobado.

[3] La Corte Interamericana examinó esta cuestión y la aclaró muy precisamente: “El hecho de que la ley de caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aun ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional” (fallo citado, punto 238).

[4] Se encuentra una reseña y un comentario de esa evolución en Los crímenes, la impunidad y la Suprema Corte de Justicia, en el Nº 54 de vadenuevo.

[5] Se trataba de una ley de 2011 (Nº 18.831). El asunto se expone en el artículo citado en la nota anterior.

 

 

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