Educar defendiendo la vida
Por Celsa Puente.
“En mi región hay calvarios de ausencia,
Muñones de porvenir/ arrabales de duelo”
Mario Benedetti
La semana pasada se sucedieron dos acontecimientos claves para tomar como eje de análisis en los liceos: la inauguración del Memorial del Penal de Libertad y la Marcha del Silencio. Dos mojones de memoria, dos instancias claras de renuncia al olvido, de activación del pasado y reactualización en este presente en el que somos ese pasado encarnado. El pasado vibra, cobra sentido con estos ejercicios de exigibilidad y memoria.
Son acontecimientos tan movilizadores que no faltaron las voces sociales de protesta y de reclamo de laicidad, al punto en que la representación de hechos de la dictadura que los estudiantes del IAVA hicieron -tal como van representando a lo largo del año eventos de carácter variado- generó la apertura de un pedido de informes al CES por parte del Codicen y el enojo reclamante de varias figuras que aprovechan la palestra pública para cobrar notoriedad aunque sea efímeramente.
Sin embargo, para mí, son acontecimientos que permiten problematizar la vida en las aulas y los liceos y cuestionarnos sobre el sentido y el objetivo de la educación. La cuestión es qué entendemos por educación; si entendemos sólo el tránsito de información y contenidos de profesores a alumnos o la concebimos además como una formación integral de carácter humanizante que supone hacer proposiciones y planteos que pongan al joven en situación de sensibilización desde lo humano. Justamente, a causa de esta complejidad que se desata cuando abordamos algunos temas, la educación en, para y desde los derechos humanos no se resuelve en el ámbito de la clase de Historia o Educación Social, sino que atraviesa con fuerza toda la vida de la institución educativa y de todo el currículum y, naturalmente, genera tensiones.
Con el abordaje de la memoria, se produce esta suerte de tirantez, de fuerzas opuestas que se expresan y que, si no se manejan bien, generan hostilidad.
Una de las maravillas de los centros educativos es que son puntos de cruce de todas las realidades sociales; en particular, el aula es un pequeño mundo, una muestra parcial de la disparidad social y sus múltiples miradas. Es una complejidad riquísima, difícil pero desafiante porque cada joven llega allí con su historia, con la herencia familiar, con sus creencias, su saber portante y faltante, y es justo allí, en ese momento clave de la vida, en que los profesores debemos llegar para ofrecer otras miradas problematizadoras para alentar a los “nuevos” a discutir con la herencia familiar.
Sabemos que algunos temas son escabrosos y, al abordarlos, el docente enfrenta la multiplicidad de “cargas” y miradas diversas de sus estudiantes. Sin embargo, es fundamental hacerlo, aceptando esa multiplicidad, pero con firmeza a la hora de defender la vida y la convivencia en la diferencia. Porque más allá de las miradas, es innegociable rescatar los valores. Hubo tiempos de tortura, de persecución, de muerte y de desapariciones forzadas y hoy hay familias que siguen pidiendo saber la verdad de lo ocurrido con sus seres queridos porque no han logrado ni siquiera recuperar esos cuerpos amados para poder llorar sobre ellos.
Es necesario aprender a trabajar en las aulas sobre el pasado reciente. Las escuelas y los liceos son el ámbito donde las sociedades se disputan las memorias posibles sobre sí mismas, son por lo tanto espacios privilegiados de la gestión de la memoria social y de la transmisión de saberes legitimados. Es imprescindible asegurarse la sensibilidad sobre los valores, la difusión sobre lo ocurrido y la prevención sobre actos de terrorismo de Estado para emprender proyectos de futuro como sociedad.
Para los docentes, el desafío es tener la suficiente flexibilidad y firmeza para abordar las verdades en conflicto y llevar adelante los combates simbólicos.
Porque para qué estamos si no es para llevar adelante una pedagogía problematizadora que sea verdaderamente emancipadora, tal como nos enseñó Paulo Freire. Una pedagogía que interpele el tiempo y los tiempos personales y colectivos. Es imprescindible desarrollar el juicio crítico comparando versiones alternativas de los hechos de un mismo pasado. Porque es la forma de asegurarnos la durabilidad, más allá de los que hoy estamos, del compromiso nuevo que asumimos miles de uruguayos por el nunca más. Por eso marchamos cada 20 de mayo en silencio solemne, por el dolor de las vidas taladas. Es una respuesta a sus gritos, “la presencia ausente de alguien en el dolor”, como nos enseñó Pérez Aguirre. Vale recordarlo a través de estas palabras: “Por eso será un camino errado acercarse a la educación para los derechos humanos desde una teoría o desde una doctrina. Para que el compromiso educativo sea estable y duradero, para que no desoriente o se pierda por el camino (largo y arriesgado), deberá partir no de una teoría, sino de una experiencia, de un dolor ajeno sentido como propio”.
Marc Augé, en Las formas del olvido, habla del recuerdo y de la vigilancia. La vigilancia es la actualización del recuerdo, el esfuerzo por imaginar en el presente lo que se podría asemejar al pasado o mejor por recordar el pasado como un presente, volver a él para reencontrar en las banalidades de la mediocridad ordinaria la forma horrible de lo innombrable.
Narrar, representar, compartir lo ocurrido es como hacerle la guerra al olvido.
El cultivo de la memoria y del recuerdo nos acerca a los otros, nos ayuda a construir nuestra identidad, a comprender(nos) y valorarnos, aun en nuestras diferencias, para tener fuerza como sociedad, para encarar un futuro en clave de respeto de los derechos humanos.
Del pasado podemos huir o aprender. Yo elijo la segunda opción y les invito a elegirla también para impedir su repetición, pero también para valorar este presente como superación de ese pasado. Cuidar el presente como modo de seguir desarrollándonos y asegurar un porvenir mejor.