Al margen de la marcha del silencio

  ¿Por quién esperamos?

¿Esperamos a alguien?

1 de junio de 2018 | 

Escribe: Iván Solarich 

El silencio es atronador. Apenas se oye un perro ladrar dentro de algún apartamento. El resto son pasos. Pasos cortos. Paradas. Segundos de espera. Y vuelta a caminar.

Hay adultos y viejos. Hay jóvenes. También muchos niños. Es como un entierro de miles, de decenas de miles, nos dice nuestra amiga Sol, que por primera vez participa.. Es uruguaya y vive desde hace mucho en Buenos Aires. Es de noche, y Sol llora. A juzgar por el silencio, 18 de Julio parece un largo cementerio señalizado con semáforos. Pero esa noche, lo único que no se entierra es el olvido.

Adelante van ellas, las viejitas, las pocas que quedan. Las madres que llevan verticales los rostros de sus hijos. Son cartelitos estragados por el rocío y el viento de veintitrés otoños. Parecieran frágiles, pero no lo son. Antes, existieron otros muchos otoños. Y antes, muchos viernes de plaza Libertad.

Evidente. Ninguna madre abandona a su hijo porque sí. Y no es cuestión de ideología. Es, simplemente, un supremo sentido de la vida.

Sin embargo, es mucho el tiempo, y el gesto se reitera. Pareciera que marcharemos por toda la eternidad.

***

No tengo enemigos. Ni siquiera la Policía, ni las Fuerzas Armadas. Ni la palabra “milico” sale de mi garganta. Nunca pude. Es más, sólo en boca de Zitarrosa me ha sonado posible. Y confieso que jamás confundí vocación militar con tortura.

¿Qué tendrán que ver el capitán Óscar Lébel, brillante marino que un 27 de junio de 1973 colocó una bandera uruguaya, otra de Artigas y un cartel en el balcón de su casa en Pocitos que decía: “Soy el capitán Óscar Lebel ¡Abajo la dictadura!”, con el mayor José NinoGavazzo, responsable del Servicio de Información y Defensa y el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas, y especialista en torturar mujeres colgadas, desnudas e indefensas?

Tengo sólo dos clases de personas que detesto: golpistas y torturadores. Los primeros, por no aceptar el libre juego de la democracia, no atenerse a las urnas y no convalidar el mandato popular. Sea cual sea. Los hubo civiles y militares. Los segundos, por ser la especie más degradada de la condición humana. Lamentablemente, como decía Miguel de Unamuno, “el tigre no puede destigrarse, pero el hombre sí puede deshumanizarse”. También los hubo civiles y militares. Pero fueron una ínfima parte de la Policía, de las Fuerzas Armadas y de la sociedad civil de mi país. Aunque muchos de ellos caminen todavía libremente por las calles de mi ciudad.

¿Es creíble pensar que la oficialidad joven de mi país, la generación de la posdictadura, no quiera desmarcarse de los desmanes de antiguos jerarcas golpistas? ¿A qué oficial, sano y vocacional, le puede interesar que se lo ate a uniformes manchados de sangre y muerte?

***

Uno hubiera pensado que luego de tanto tiempo, de 33 años desde la salida democrática, de 13 años de gobiernos del Frente Amplio con mayorías parlamentarias, los derechos humanos vinculados al pasado reciente tendrían un tratamiento prioritario y relevante en la agenda democrática de la izquierda.

¿Que han existido avances? Por supuesto. Pero ninguna de las cárceles principales se convirtió en museo o memorial. El Museo de la Memoria (Mume, excelentemente concebido) se encuentra lejos de toda circulación y centralidad ciudadana. Es muy parcialmente conocido. La cárcel de Punta Carretas fue convertida en shopping center. ¿Cartel alusivo? Ninguno.

Los famosos puntos de la memoria, instalados en más de 30 espacios públicos emblemáticos de la resistencia a la dictadura (notable iniciativa de una comisión que luego tomaron la Junta Departamental de Montevideo y el Ministerio de Educación y Cultura) y que encontraron su concreción en la colocación de dos o tres pequeños “bancos” circulares por sitio, han pasado casi inadvertidos en el paisaje ciudadano por su grisura, tamaño y pequeña placa alusiva diluida en el suelo.

Los presos políticos, beneficiados desde hace 11 años con la PER (pensión especial reparatoria, cuya aprobación significó un paso grande de justicia), deben optar entre acogerse a ella o jubilarse como trabajadores, porque al día de hoy, para esta ley siguen siendo conceptos incompatibles. Se prometió revisarla al año de promulgarse. Pasó una década, y nada.

En buen romance, mi madre (por poner un ejemplo), profesora de matemática detenida en 1975 por pertenecer a un partido legal y democrático –prohibido después por la dictadura–, se comió ocho meses de torturas sistemáticas y ocho años de prisión en el Penal de Punta de Rieles, sin poder –con 86 años– todavía acogerse a lo que le corresponde; mientras tanto, quienes la torturaron, colgaron y vejaron personalmente a mansalva –y han sido comprobadamente violadores de todo Estado de Derecho– cobran sus derechos jubilatorios, muchos ni siquiera han sido juzgados, y algunos, como Gavazzo, cumplen prisión domiciliaria sin contralor alguno.

En este aspecto, como en otros, las víctimas se convierten en ciudadanos de segunda, y los victimarios, en ciudadanos de primera.

¿Por qué es que no nos inquieta la presencia de estas personas circulando libres en nuestro país? ¿Cómo podemos tener la certeza de que alguien, con el paso del tiempo, no tratará de emularlos, cuando en realidad comprueba que a casi todos ellos no les ocurrió nada?

Pero aun peor. Si hay dos temas que se supone que inquietan a la ciudadanía toda, son la seguridad y la educación. Y resulta –para hablar de seguridad– que los criminales peor conceptuados por el derecho internacional caminan libremente en mi país.

Y resulta –para hablar de educación– que mientras nos preocupamos por el estado de la educación en general y su presupuesto (cosa justa), le enviamos a nuestra gente y nuestros niños un inequívoco mensaje: “No lean la Constitución, aquí no aplica. Si atentamos contra el prójimo, poco importa. Porque existen dos clases de ciudadanos: los que pueden ser juzgados y los que no”.

¿Qué se esconde, entonces, que no sepamos los uruguayos?

¿A quién le sirve este silencio tan prolongado?

¿Existe algún pacto? ¿Entre quiénes?

¿Son tantos los que participan en él?

¿Existe miedo a tocar a alguien porque hay una derecha golpista en ciernes?

¿O existe algún sector al que le importe tanto su relato, o su ego, que no logra anteponer el dolor concreto de tantos familiares por saber dónde efectivamente descansan sus seres queridos?

¿Qué ideología puede estar por encima de la vida y sus valores más elementales?

¿Por quién esperamos?

¿Esperamos a alguien?

Iván Solarich es actor, director y dramaturgo.

 

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