La crítica a la actitud del gobierno uruguayo

  Lo que pudo y debió hacer, y no hizo

Derechos humanos y la izquierda.

Raúl Olivera Alfaro

Después de tres gobiernos y a casi quince años del congreso que precedió al primer triunfo, el Frente Amplio (FA) se apresta a disputar la posibilidad de continuar conduciendo el Estado por un nuevo período. En los aprontes, además de definir qué candidatos ofrecerá al electorado, tiene que hacerlo con respecto a su propuesta de gobierno. El valor de ese segundo aspecto, sin embargo, parece ser relativo si triunfa sin las mayorías parlamentarias con que hasta ahora contó.

La consideración de un tema aún sin resolverse –nos referimos a las deudas con el llamado “pasado reciente”– debería obligar al partido de gobierno a dar una discusión de cómo afrontarlo y a realizar una suerte de rendición de cuentas de lo que pudo y debió hacer, y no hizo. No sería la primera vez que el asunto tense su interna. Sin embargo, ese problema, que siempre se ha mantenido presente, se planteó en escenarios políticos distintos.

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Hace 13 años, cuando fue posible por primera vez ganar el gobierno nacional, ese debate estuvo determinado por lo que debía definir previamente su congreso: lo que allí se resolviera se transformaría en la política pública del Estado gobernado por la izquierda. En aquella oportunidad, la propuesta de qué hacer con la impunidad tensó las discusiones. Incorporar en los objetivos del futuro gobierno de la izquierda una determinación en contra de la impunidad neutralizando los efectos de la ley de caducidad motivó una puja entre Hugo Cores (Pvp) y Eleuterio Fernández Huidobro (Mln).

El Pvp puso a consideración de aquel congreso una resolución que contenía dos aspectos: la adecuación de la legislación interna a los tratados internacionales ratificados por Uruguay; y, sin nombrar la ley de caducidad, establecía que se debían anular “las normas que los contradigan, sobre las cuales existen fundados cuestionamientos de los organismos internacionales de derechos humanos”. Su oponente, el tupamaro Fernández Huidobro, replicaba que se debía respetar el referéndum de 1989 que no había logrado derogar la ley de caducidad. Argumentaba también que, por razones tácticas, el FA estaba en condiciones de ganar las elecciones nacionales y que aprobar la iniciativa del Pvp significaba enviar una señal que pondría al país al borde de una crisis institucional; que se podía renunciar a todo, menos a ganar el gobierno.

La moción defendida por Cores no alcanzó los votos necesarios para ser aprobada. Sin embargo, el mismo congreso aprobó un rato después una parte de la moción, sin el párrafo que establecía anular aquellas leyes que contradecían las normas del derecho internacional.

Más allá de entender que la adecuación del derecho interno a las normas internacionales necesariamente implicaba hacer “algo” con la ley de caducidad, lo cierto es que la prédica de la campaña electoral y las conductas de la izquierda ya siendo gobierno fueron ignorar esa anomalía entre la ley de caducidad y la Convención Americana de Derechos Humanos. Eso implicó que el gobierno frenteamplista ciñera sus conductas políticas a una cierta lógica de la impunidad determinada por esa norma.

Esa disfunción política entre los compromisos históricos de la izquierda y la realpolitik sobre las Fuerzas Armadas fue puesta de manifiesto también en el documento de respaldo a los Grandes Lineamientos Programáticos aprobados en ese mismo congreso: “La impunidad constituye un verdadero obstáculo a la normalidad democrática para poder superar los traumas de un pasado reciente, cuando ella funciona para proteger a agentes gubernamentales (civiles, militares y policías) que han violado seriamente derechos humanos, cometiendo con ello crímenes penales de suma gravedad. Esto implica un agravio a la justicia y afecta seriamente la igualdad de las personas ante la ley”. Y agregaba: “Lo opuesto a la impunidad es el funcionamiento de la justicia, que coloca a cada quien ante la responsabilidad por sus actos, aporta tranquilidad a la sociedad y constituye un eficaz disuasivo para futuras conductas de violaciones de derechos humanos”.

Pese a eso, en la escalinata del Palacio Legislativo el primer presidente de un gobierno de la izquierda se limitó a anunciar que dispondría que las Fuerzas Armadas le informaran si hubo enterramientos de detenidos desaparecidos, qué pasó con ellos, si estaban o no enterrados en los cuarteles, y excluyó de los efectos de la caducidad el caso de la nuera del poeta Juan Gelman y las muertes de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz.

Finalmente, en una suerte de autocrítica sobre formas anteriores que se habían ensayado –entre ellas la iniciativa de Jorge Batlle de la Comisión para la Paz–, definiciones posteriores del FA establecieron con meridiana claridad: “Resulta fundamental establecer la verdad y hacer actuar a la justicia. Verdad y justicia no son valores intercambiables, no es posible renunciar a la justicia bajo ofrecimiento de algo de verdad”.

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Una segunda instancia de esas tensiones o disfunciones existió en momentos en que por un lado se disputaba el gobierno 2010-2015, con la candidatura de José Mujica, y al mismo tiempo se intentaba anular la ley de caducidad mediante un plebiscito. El hecho de que se ganaran las elecciones y se fracasara en lograr las voluntades a favor del voto rosado, teniendo como telón de fondo la declaración de inconstitucionalidad de la ley de caducidad por parte de la Suprema Corte de Justicia seis días antes del acto electoral, habla por sí solo de la falta de voluntad política para afrontar el tema.

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No es nuestra intención en esta columna rememorar con minuciosidad los sinuosos caminos que la institucionalidad estatal transitó hasta nuestros días con relación a las deudas con el pasado reciente. Sí nos parece interesante resaltar un aspecto más. La actual administración, a la luz del empantanamiento en que se encontraba el cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) que condenó al Estado uruguayo, tomó una resolución anunciada el 1 de marzo por el presidente Tabaré Vázquez, en cadena de radio y televisión, que contenía dos aspectos: por un lado, un listado de obligaciones que se proponía cumplir, y por otro, los responsables de asumirlos.

Vayamos por partes. El listado de obligaciones que reconocía el nuevo gobierno constituía un importante avance, ya que no establecía –al igual que lo hizo la Cidh– diferencias en torno a las graves violaciones a los derechos humanos. Recordemos que en el pasado, tanto la Investigadora Parlamentaria sobre Situación de Personas Desaparecidas y Hechos que la Motivaron (entre abril y noviembre de 1985) como las investigaciones encargadas por Julio María Sanguinetti a los fiscales militares, las averiguaciones de la Comisión para la Paz (2000-2003) y los informes solicitados a las Fuerzas Armadas por Vázquez estuvieron acotadas a las de-sapariciones de personas y fundamentalmente al paradero de sus restos. De esa manera, incorrectamente se desafectaba y priorizaba sólo uno de los elementos constitutivos del crimen de desaparición forzada: “La falta de información o la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona”(artículo 2 de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas).

Sobre quién descansaría atender y resolver esos deberes y obligaciones el Pit-Cnt fue claro, al sostener que las obligaciones que tenía Uruguay debían ser encaradas y resueltas por el Estado: la tarea de investigar es su deber y no debía recaer sobre una suerte de comisión ad hoc integrada por la sociedad civil. También dejó establecido algo cuya validez es importante tener hoy en cuenta: no es el profundo sentido simbólico que pueden encarnar los nombres de las personas que se designaran para cumplir ese deber estatal lo que asegura el eficaz cumplimiento de los objetivos planteados sobre el llamado “pasado reciente”. De lo que se trataba y se trata hoy también es de que el Estado se organice adecuada y coherentemente, asumiendo todas las responsabilidades y no transfiriéndolas a otras instituciones u organismos que carecen de atributos institucionales y legales para poder concretarlas.

Quizás teniendo en cuenta estos aspectos y a la luz del fracaso del Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia, en los 12 meses que le quedan de gobierno la izquierda debe empezar a recorrer con efectividad las obligaciones incumplidas haciéndose cargo de ellas.

 

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