Impunidad, ayer y hoy

Habrá quienes resistan

La impunidad de ayer y de hoy.

SAMUEL BLIXEN

Complejo militar donde se produjeron los múltiples intentos de frenar la búsqueda de personas desaparecidas / Fuente: Giaf-Presidencia

Por hache o por be recurrimos a la biología para resolver las flagrantes contradicciones de nuestra política de derechos humanos respecto de los crímenes de la dictadura. Cualquier otra cosa que no sea la solución biológica nos causa pereza o pavura. El fallecimiento de Luisa Cuesta se coló en el transcurso de estas palabras, y su finitud no hace más que renovar el tesón de una búsqueda inagotable.

La presencia ostensible e indisimulada de un dron en el área del complejo militar de Avenida de las Instrucciones, sobrevolando la zona donde se realizaban trabajos de búsqueda de restos de detenidos desaparecidos, evidenció una vez más la intención de los mandos militares de obstaculizar dicha búsqueda. En esta ocasión se pretendió generar miedo en el equipo de antropólogos, de la misma manera que antes se pretendió confundir y desinformar, con un dato falso aportado por el comandante del Ejército, teniente general Guido Manini Ríos.

Como en otras ocasiones –la incursión en las oficinas de la Facultad de Humanidades donde trabajaban los integrantes del Grupo de Investigación en Antropología Forense (Giaf), que dejó un “aviso” de corte muy mafioso (las marcas de los domicilios de los integrantes en un mapa), o la aparición “por generación espontánea” de una granada explosiva donde se realizaban excavaciones, o el vuelo “inicial” de un dron, acaso el mismo, o las amenazas de muerte del fantasmal Comando Barneix–, todos estos episodios, pasados o presentes, permanecen sin consecuencias en el limbo de la impunidad porque nadie –gobernantes ni magistrados– se toma en serio la tarea de esclarecerlos: hay denuncias en la justicia que acumulan polvo, y hay funcionarios que mantienen un cerrado silencio.

En el caso del vuelo del último dron: si se trató de una medida de control, el comandante de la unidad debería explicar por qué lo ordenó, o de lo contrario establecer quién se lo ordenó a él; y si fue un vuelo clandestino, preguntar por qué la guardia no lo bajó de un escopetazo. Si realmente fue una incursión ilegal sobre una unidad militar, cabe preguntarse cómo el comandante del Ejército va a defender la integridad territorial de la nación si es incapaz de asegurar la integridad de un cuartel. En todo caso, el silencio es oprobioso y deja al desnudo la orfandad de la política de derechos humanos.

A esta altura resulta ineludible reiterar que no toda la “familia militar” comparte esa defensa a ultranza de la impunidad, pero es cierto que, por mecanismos de lealtad cuya mecánica es difícil de entender, toda la “familia” queda envuelta en la omertà. Y esos lazos de complicidad no pierden su vigor por más que pasen las generaciones de oficiales, cada vez más alejadas de los hechos aberrantes del pasado. Como posible explicación hay que anotar dos elementos: por un lado, se repiten hoy en los oficiales en actividad los mismos apellidos de quienes en el pasado asumieron posiciones de mando en la dictadura; y por otro, así como se mantienen los apellidos, también se mantienen los contenidos y los programas de los cursos, que aseguran una continuidad en los criterios de formación de la oficialidad. De hecho, es muy poco lo que ha cambiado desde que, en diciembre de 1984, los generales Gregorio Álvarez desde la Presidencia y Hugo Medina desde la jefatura del Ejército retocaran, con nuevos decretos y reglamentos, la estructura de las Fuerzas Armadas, de manera que le resultara más difícil al poder civil que asumía en 1985 meter mano y aplicar controles… para el caso de que se lo propusiera.

En ese sentido es que les cabe la mayor responsabilidad a los gobernantes y a las estructuras democráticas en el mantenimiento de la omertà. Después de todo, el silencio de los militares era esperable. Si, ante un juez, el criminal dice “no me acuerdo”, y su abogado interpone todo tipo de chicanas para alargar la definición legal del caso, corresponde al juez tomar las medidas necesarias para hacer justicia. Y si un militar alimenta un archivo paralelo como herramienta de presión y chantaje, o si otro oficial hace una exégesis del terrorismo de Estado, corresponde a las autoridades civiles tomar medidas.

En materia de desapariciones forzosas está claro que los responsables de los asesinatos y los enterramientos no van a tomar la iniciativa de confesar. Lo cual no quiere decir que estén cerradas todas las puertas. La iniciativa de Tabaré Vázquez de solicitarles a los mandos del Ejército que consiguieran la información sobre los lugares de enterramientos fracasó, como sabemos, porque los informes que recibió no sólo eran mentirosos, sino que, además, llamaron a engaño. Pero el segundo paso, ordenar –no solicitar– que se aporte la información, nunca se dio porque, seguramente, no se quería enfrentar una posible indisciplina que, para resolverla, implicaba tomar medidas de castigo que hubieran involucrado a oficiales superiores. Nunca se decodificó que el ejercicio de la disciplina y el acatamiento, en una estructura rígidamente vertical, hubiera sido automáticamente entendida y acatada si la orden era lo suficientemente firme; y que el no ejercicio del mando sería, a su vez, interpretado –como lo fue– como una debilidad.

Pero aun así había otras opciones: las denuncias sobre lugares de enterramientos, que desmontan la patraña de la Operación Zanahoria, dieron lugar a la búsqueda de cementerios clandestinos. El esfuerzo y la constancia de los equipos que realizan excavaciones son encomiables, pero están huérfanos de todo apoyo real desde las estructuras gubernamentales. La excavación de una tumba en un predio militar (y más aun si la víctima ha sido asesinada al pie de esta) no puede pasar desapercibida para los mandos de la unidad, para los oficiales de guardia, para los soldados que fueron obligados a excavar, y para el conjunto del personal militar. Son ejércitos de cómplices a los que no se los interrogó, no se los investigó y ni siquiera se los molestó, salvo algunas contadas y tímidas excepciones. Y pese a ello, cuando por casualidad los investigadores se acercan a la punta del ovillo, el aparato de la omertá comienza a dar señales y actúa con una impunidad de hoy para encubrir la impunidad de ayer.

DOCUMENTOS. En materia de lo que el poder civil podría haber hecho, un ejemplo palpable son los archivos militares. Al día de hoy hay un conjunto de “archivos”, por llamarlos de alguna manera, que contienen materiales excepcionales pese a que no haya ningún documento que diga los nombres de los que cometieron los asesinatos y desapariciones, ni de quienes los ordenaron. El hecho de que, por ahora, no hayan aparecido esos documentos no invalida la importancia de lo que se ha logrado rescatar. Para mencionar cuatro archivos: el llamado “Archivo Berrutti”, el de la cancillería, el de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia y el de los Fusna comparten, en conjunto, relaciones de datos que, debidamente entrelazados, aportan elementos para esclarecer los casos no resueltos y, más aun, para comprender la razón de algunos crímenes, las responsabilidades jerárquicas y la metodología, todos elementos que acercan al esclarecimiento. Sin embargo, el hallazgo o la entrega de los reservorios de documentos, en lugar de ser el comienzo de un trabajo de investigación, fue considerado como el fin de la tarea. Los archivos se encuentran y después se mantienen allí, intocados; el gobierno no toma la decisión fundamental de utilizar esos documentos para conocer el detalle del pasado reciente, del que una parte, solamente, corresponde a la identificación de los responsables directos de los crímenes, y de poner en marcha un trabajo debidamente respaldado, material y políticamente.

Si el estudio de la documentación militar es un recurso sustancial para el conocimiento de la verdad, entonces la preocupación oficial debería centrarse en ubicar los otros archivos militares que contienen la información más directa. El argumento de que los documentos comprometedores han sido destruidos es un intento burdo por ocultar, y sólo es posible aceptarlo si en verdad se comparte la decisión de no investigar, que es la contraparte directa de buscar. Todos los antecedentes históricos confirman que los archivos nunca se destruyen. Las sentencias contra los nazis en los juicios de Nuremberg se apoyaron exclusivamente en la documentación incautada, aunque existieran innumerables testimonios de las víctimas. La documentación de los aparatos de inteligencia soviéticos apareció intacta cuando la glasnost abrió las puertas de los archivos; y la documentación de la Stasi de Alemania Oriental se recuperó totalmente cuando cayó el muro de Berlín. En nuestro vecindario, los archivos de la dictadura guatemalteca siguen siendo ordenados y estudiados, lo mismo que el “Archivo del Terror” paraguayo, y los archivos del Dops, la temible policía política brasileña.

En el caso uruguayo, la producción de papeleo fue abundante. Cada informe elaborado por un aparato de inteligencia era compartido entre la comunidad de inteligencia, de modo que por lo menos una docena de copias (Sid, Ocoa, D-II del Estado Mayor del Ejército, N-II de la Armada, A-II de la Fuerza Aérea, las cuatro divisiones del Ejército, la Dnii, la Compañía de Contra Información, el Esmaco, entre otros) alimentaban otros tantos archivos. Pero además la destrucción de un archivo, por lo menos en lo que refiere a información crítica, resulta inoperante, porque aquel que produce un informe sobre una actuación ordenada por un superior se cuidará de guardar una copia personal, como reaseguro. De modo que, además de la multiplicación de archivos oficiales, por llamarlos de alguna manera, debe de haber una cantidad considerable de archivos “personales”; el llamado “Archivo Castiglioni” era uno de esos, y la información que José Gavazzo difundía en el blog de los militares presos provenía del suyo particular, incluidas cintas grabadas de interrogatorios.

De modo que la información está: lo que falta es la voluntad política de encontrarla. Y la ausencia de esa voluntad merece otras reflexiones. Desgraciadamente, a medida que pasa el tiempo la solución a estas contradicciones está quedando en manos de la biología, para usar una ine-fable sentencia presidencial, lo que no deja de ser vergonzoso.

 

 

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