Memorias del sótano: un libro
rescata historias de reclusos que
estuvieron entre 1976 y 1978 en un centro
clandestino que operó en los subsuelos
de la Prefectura Nacional Naval
22 de diciembre de 2018
Escribe: Francisco Abella
El libro escrito por Alberto Guarnieri, recientemente publicado por Banda Oriental y la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Udelar, revela la existencia de un centro de detención clandestino en el subsuelo de la Prefectura Nacional Naval que hasta el momento no había sido incluido en la nómina de lugares de detención elaborada por los historiadores.
El sótano no lo escribió un historiador profesional, pero es un libro de memorias que aporta información relevante para la historia uruguaya. Su autor, Alberto Guarnieri, transformó los recuerdos que le trasmitió su hermano Orestes El Canilla Guarnieri (1934-2013) en 70 breves relatos sobre el período que pasó detenido junto a otras 40 personas –mujeres y hombres– en el centro de reclusión clandestino “El sótano” o “La catacumbas”, que funcionó en los subsuelos de la Prefectura Nacional Naval, en la rambla portuaria de Montevideo.
Guarnieri ubica en el tiempo y en el espacio a “El sótano”, aborda desgarradoras situaciones de ese inframundo, las sesiones de tortura y sus ejecutores; también ofrece espacio a los encuentros y tensiones entre los compañeros de reclusión y sus vínculos con los carceleros. Así, quien emprenda la lectura podrá trasladarse con agilidad entre el dolor inconmensurable de la tortura o el temor a la locura y a la muerte y escenas en las que la piedad, la tolerancia y el amor resultan capaces de emocionar o despertar una sonrisa.
En diálogo con la diaria, el autor advierte que este libro “no tiene el rigor de una investigación de la historia reciente”. “Está estructurado a partir del relato oral de mi hermano Orestes, de su experiencia vital, de su visión de la realidad circundante, del padecimiento propio y el de sus compañeros. Y también desde el amor por su familia, por sus ideales de justicia social y por la lucha obrera, el trabajo sindical”.
Varios integrantes de la familia Guarnieri padecieron persecuciones. “En 1968 la familia sufrió atentados de bandas fascistas que atentaron contra mis hermanas Sonia y Gisel, que las raptaron, las golpearon y les marcaron las cruces esvásticas en los muslos y en las caras con una gillette. Eso ocurrió después del atentado a Soledad Barret”, aclara Alberto, quien también fue militante comunista y que se exilió en la Unión Soviética durante la dictadura.
Orestes fue detenido en 1976, en la furiosa persecución contra militantes comunistas y sindicales. La mayoría de los presos ubicados en el sótano habían desarrollado esa doble pertenencia.
“Fueron 42 en total. No todos son mencionados en el libro. Imposible retener tantos nombres. Orestes poseía una memoria envidiable. Increíblemente, a más de 30 años de aquellos hechos él seguía recordando nombres, apodos, fechas, detalles mínimos que enriquecieron el relato”.
El proceso de escritura y publicación de este libro demandó diez años. “Empezamos en el verano de 2008 en Pinares de Solymar, en casa de mi hermano. Una mañana, a la sombra de los paraísos, inició uno de sus relatos referidos a los años de cautiverio en los sótanos de la Prefectura. Lo hacía sin rencores, sin odio ni espíritu vengativo. Yo tomaba apuntes y luego me encerraba en el cuarto a trabajar el relato y pasarlo en limpio. Hacíamos un trabajo muy disciplinado. Yo le presentaba el texto; él leía, corregía, añadía algún dato nuevo y daba el visto bueno”.
Trabajo relevante
El historiador Álvaro Rico, compilador de la Investigación Histórica sobre Detenidos Desaparecidos impulsada por Presidencia de la República (2007), fue uno de los impulsores de la publicación de El sótano, en el rol de decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, cargo que ejerció hasta hace pocos meses. Para Rico, las memorias de Guarnieri aportan “a la reconstrucción de ese período de la dictadura, ya que ese centro de reclusión no había sido considerado por los historiadores”. Rico tiene otra relación con los relatos que narran en esta obra: además de haber compartido militancia con varios de los detenidos a mediados de los 70, su madre, Isabel Fernández, estuvo recluida en ese lugar. “Mi madre estuvo allí. Su historia coincide con la inmensa mayoría de los detenidos. Era una ama de casa, y en mi casa nadie sabía que ella militaba en el PCU [Partido Comunista del Uruguay], que formaba parte del aparato que sostenía a Arismendi [Rodney, secretario general del PCU] en la clandestinidad. Mi madre era una militante anónima, comunista por entrañas, y, producto de la situación carcelaria, tuvo procesos agudo de artritis y padece Alzheimer desde hace 13 años. Ella, al igual que los restantes compañeros, sufrió el castigo que apuntó al cuerpo, a la mente y a la dignidad”.
Si bien el historiador había tenido referencias sobre ese lugar a partir del testimonio de su madre, las memorias narradas por los hermanos Guarnieri “documentan” su existencia. “El sótano no fue considerado en el relevamiento de los lugares de detención hecho por los historiadores, que llegaron a 50 en todo el país y que albergaron cerca de 10.000 presos políticos que hubo en la dictadura”.
Para el historiador Carlos Demasi, El sótano “relata una historia personal” y se encuentra en “la frontera difusa entre la historia y la memoria”. “Dice mucho sobre lo que hizo la dictadura en la represión y en el caso personal se ven las generalidades”. Apuntó que en ese sitio se alojaron “desaparecidos temporarios”, como ocurrió con personas que fueron secuestradas y privadas de libertad por parte de las fuerzas represivas y cuyos destinos no eran notificados a los familiares.
La dictadura utilizó “lugares preparados y lugares improvisados para la detención, como un sótano, que ofrecía condiciones similares a aquellas que padecieron los rehenes”, aunque estos las sufrieron en modo solitario.
Demasi considera que El sótano relata la “cotidianidad” en ese lugar, “el nivel escatológico del dolor de esos cuerpos; el intento permanente de humillación, de deshumanización por parte de los torturadores”, lo que lleva al lector “a tomar partido”, porque el libro, “más allá de esa experiencia personal y valiosa, aporta sobre la presión que ejercía el represor sobre el detenido para deshumanizarlo y la lucha de este por sobreponerse y humanizarse en todas sus dimensiones, todo el tiempo posible”. Finalmente, advierte Demasi, por debajo del nivel del mar y de la rambla montevideana, surge “un final feliz, porque no lograron quebrar al detenido y a buena parte de quienes estaban allí”.
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Ricardo Ramírez, sobreviviente
de “El sótano”
22 de diciembre de 2018
Escribe: Francisco Abella
Ricardo Ramírez nació el 2 de diciembre de 1949 en Montevideo. Hijo de un obrero metalúrgico y de una trabajadora textil que se separaron cuando él tenía un año, Ricardo creció acompañado de su madre en La Teja. “Tempranamente”, a los 12 años de edad, se afilió a la Unión de Juventudes Comunistas (UJC). “Hice miltancia barrial, yo no tuve una militancia estudiantil, no me sentía cómodo. Hice el liceo, preparatorio, hasta sexto, cuando viajé a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas [URSS], donde estuve casi un año. Me fui a los 18 años, en 1967, con el permiso de mi madre, con el compromiso de volver a estudiar. Volví en octubre de 1968 y me integré a la militancia, con responsabilidad en la juventud comunista”.
Ramírez fue funcionario rentado de la UJC y trabajó en la editorial Pueblos Unidos. Después, en 1973, ingresó a trabajar en el Poder Judicial. En noviembre de 1975 fue detenido. Estaba casado y tenía un hijo pequeño.
Al momento de la detención, Ramírez vivía en la casa de Fernando Olivari y María Condenanza, quienes también fueron encarcelados. Alem Castro, alias La Momia, integrante del S2, estuvo a cargo de su detención y de posteriores sesiones de torturas. “En marzo de 1976 fui procesado y en junio fue llevado al “Infierno” [centro de detención y tortura]. Me entregaron al Ejército, donde estuve 15 o 20 días, previo interrogatorio en Prefectura. Yo ya sabía lo que podía pasar, porque a Ricardo Calzada –a quien le digo mi hermano– lo llevaron al Fusna [Cuerpo de Fusileros Navales de Uruguay] porque estaban buscando información sobre el aparato armado. Por eso me llevaron a mí al ‘Infierno’”.
Posteriormente, Ramírez fue conducido al subsuelo de la Prefectura Nacional Naval. “Nosotros le llamábamos ‘la catacumbas’. Era más que un sótano, era un lugar muy amplio por debajo del nivel del mar. Fue un centro de tortura”. “Ahí estábamos de plantón y con todo lo que los milicos hacían. Para interrogarnos nos llevaban a un segundo o tercer piso, no lo sé, y ahí se daban las situaciones más de máquina. Estábamos vendados, esposados, no veíamos, pero sabíamos que había otra gente. A los días que salíamos de los interrogatorios, estábamos tirados en unas colchonetas y ya mirábamos más, porque nos levantábamos un poco las vendas, que no eran capuchas”.
A meses de haber sido detenidos, el sótano se transformó en un carcelaje. “Construyeron celdas con rejas, [a través de las] que nos veíamos y había guardias que nos cuidaban, una guardia adentro y otra afuera”.
Las familias finalmente fueron notificadas de la permanencia de los detenidos en los subsuelos del edificio de Prefectura. “Pero el conocimiento del lugar quedó entre nuestras familias; encontramos marineros afiliados a las juventudes comunistas, a quienes conocíamos, y uno de ellos informó a la familia. Yo caí en noviembre de 1975 y mi familia se enteró donde estaba recluido en marzo de 1976”. Las condiciones de reclusión mejoraron con el transcurrir de los meses y los detenidos pudieron confeccionar zapatos y sandalias que sus familiares comercializaban. También tuvieron algunas salidas al aire libre.
“La primera vez que salimos fue en junio de 1976. Nos llevaron al plantel de perros, que estaba en la rambla portuaria. Me acuerdo que era un día gris, feo. Nosotros estábamos encerrados desde noviembre del año anterior, estábamos pálidos, absolutamente blancos. Después empezaron a llevarnos a un predio que Prefectura tiene entre Pajas Blancas y Punta Yeguas; nos llevaron dos o tres veces y nos hicieron hacer ejercicios de instrucción militar”.
A pesar del encierro, los militantes del PCU decidieron conformar “una comisión del Partido. Hicimos cosas infantiles. A mí me denunció uno que estaba preso con nosotros y nuevamente empezaron a interrogarnos, determinaron que yo era el responsable de esa organización y me metieron en ‘La perrera’, que era un espacio de un metro por un metro, donde estuve cerca de dos meses, sin visitas y sin nada”. Ramírez recuerda que “a esa persona que me denunció, en un accidente muy insólito, un milico que estaba jugando con un revólver le pegó un balazo en el estómago. A ese mismo marinero lo pusieron preso a rigor, con nosotros en una pieza con puerta de metal, y después volvió a ser marinero. Algunas cosas parecían sacadas de los cuentos de la comisaría de Fray Mocho”, comenta, sonriente, Ramírez. Agrega que integrantes de las guardias carcelarias mantenían un trato respetuoso con los detenidos. “Nosotros estábamos con la guardia blanca, que estaba 24 horas y que vieron que éramos estudiantes, trabajadores, gente normal. Pasaban muchas horas con nosotros, nos mangueaban cigarros, tabaco, se metían para nuestras celdas y jugaban al truco con nosotros, y los metieron presos a rigor por eso. Hubo guardias que sacaban cosas para afuera, para nuestras familias. Ellos no participaron en la tortura. La tortura estaba a cargo de Víctor Alem Castro, de Walter Vidiella, el famoso Cuatro Dedos, el Cabito, y habría otros más, porque después empezaron a participar otros miembros de Prefectura que supuestamente trabajaban en la prevención del contrabando”.
En el sótano, valora Ramírez, “triunfó la actitud de que al compañero que se había quebrado ante la tortura y había delatado no debíamos entregarlo al enemigo, sino que debíamos rescatarlo, porque otra corriente se lo quería dar a los militares. Salvo dos que trabajaron con ellos, a los demás se los rescató. Se valoró la condición humana. Yo vi compañeros que fueron héroes durante la tortura, que no se quebraron, pero cuando había que elegir entre dos manzanas se quedaban con la más grande, y también vi al que se había quebrado que elegía la manzana más chica… Yo me quedé con esos valores”.
En noviembre de 1978 los hombres detenidos en ese lugar fueron trasladados hasta el Penal de Libertad. “Antes habían llevado a las mujeres a Punta Rieles”, recuerda.
“Nosotros ya habíamos resuelto –porque, a pesar de que nos golpearan manteníamos conformada una agrupación del Partido– que queríamos ser trasladados al Penal de Libertad. Teníamos una visita regular cada 15 días que nos traía información, libros; sabíamos que teníamos una libertad que no íbamos a tener en el Penal, pero no queríamos estar más allí, queríamos estar con los compañeros. Entonces habíamos empezado un movimiento pero no llegamos a desplegar ningún acto de resistencia, porque la dictadura decidió llevarnos hasta allí… Esa decisión que habíamos tomado no fue unánime, había compañeros presos que no querían ser trasladados, porque además algunas anécdotas que nos llegaban sobre lo que ocurría en el Penal eran terroríficas”.
Ramírez llegó “contento” al Penal de Libertad, “aunque te parezca mentira”. “Yo fui 2514 en Libertad, me metieron con 2515 que era el ArañaDaniel Albacete. En esa ala del Penal eran todos tupas, anarcos; los únicos comunistas éramos nosotros dos. Era otra experiencia y nos recibieron de gran forma. Yo quería estar con los compañeros. Y así fue. Yo salí de la cárcel el 14 de agosto de 1984 llorando, porque no quería dejar a mis compañeros”, recuerda, emocionado, el sobreviviente de “El sótano” y del Penal de Libertad.