La dictadura Cívico-Militar.
Uruguay 1973-1985.
Cómo se operó la fractura democrática? ¿Quiénes, cuándo y cómo dieron el (auto) golpe de Estado? ¿Existió un proyecto cultural en ese período? ¿Hubo un nuevo modelo económico? ¿Cuál fue la situación de los derechos humanos en Uruguay? Esas preguntas es lo que intenta responder este libro, publicado en 2013, con los trabajos de reconocidos historiadores.
Por Sergio Schvarz
Escritor, poeta, y ensayos breves.
Para ello hay que ver ciertos elementos fundamentales, empezando por los cambios que hubo en los estudios sobre la dictadura, el comienzo de las investigaciones arqueológicas en cuarteles militares y la apertura de ciertos archivos desclasificados. Todo esto proyectó nuevas perspectivas al estudio del periodo y plantea nuevas preguntas sobre la evolución del cambio político, el proceso de la política económica durante la dictadura, las particularidades del “proceso”, las relaciones internacionales de la dictadura en torno a los derechos humanos y los intentos de reorganización en el Ministerio de Relaciones Exteriores, la represión y la diplomacia para el ocultamiento de las actividades represivas (lo que se ha dado en llamar “guerra de imagen”), y las propuestas culturales, que se centraron en la exaltación patriótica, el impulso de los medios de comunicación afines al régimen y las políticas hacia la juventud. Todo eso en el marco ideológico conservador y tradicionalista, el neoliberalismo y la Doctrina de Seguridad Nacional impuesta desde Estados Unidos.
El conjunto de estos estudios nos da un panorama más global sobre lo que significó la dictadura en el conjunto de la sociedad uruguaya.
La evolución del campo político en la dictadura, de Carlos Demasi (historiador, profesor y escritor, nacido en 1949). Aquí se habla de un “relato cronológicamente ordenado de los acontecimientos que constituye una forma intuitiva de comprensión”. Demasi destaca tres etapas de la dictadura: 1) una dictadura “comisarial”, 1973-1976, 2) el “ensayo fundacional”, 1976-1980, y 3) de “transición democrática”, que se inicia con el plebiscito del año 1980 hasta 1985, donde asume un nuevo gobierno tras las elecciones. Pero antes de describir esas etapas, Carlos Demasi nos señala los antecedentes. Así, nos dice que: “desde antes de la instalación de la dictadura ya estaba instituida una estructura bipolar en la que todo lo que no era el “nosotros” de los partidos tradicionales configuraba un agente externo cuyo comportamiento era manifiestamente hostil. Cuando las FF.AA. ingresen al campo político, encontrarán ya instalada la idea de la diferencia radical entre “la orientalidad” y “el marxismo” ” (pág. 24). Además, “desde muchos meses antes de febrero de 1973 parecía evidente que el país transitaba por un proceso de crisis institucional, y Juan M. Bordaberry era el que aparecía como el principal obstáculo en el camino de cualquier intento de normalización. Desde su acceso al poder el año anterior se había mostrado como un gobernante deslegitimado por las circunstancias de su elección, inseguro en su estilo de gobierno, desorientado en su rumbo político y carente de estatura propia”.
Los episodios de febrero (negativa al nombramiento del General (r) Antonio Francese como ministro de Defensa) y de junio de 1973 (disolución de las Cámaras) fueron la modalidad uruguaya del golpe de Estado, pero el proceso de deterioro institucional es anterior, desde la época del pachecato con las Medidas Prontas de Seguridad, clausuras de medios de prensa y la represión a sindicatos y estudiantes, y se consolida en 1976 (el golpe dentro del golpe), con el alejamiento de Bordaberry. La participación del ejército desde el COSENA y el Esmaco, a raíz de la lucha antisubversiva y la derrota militar del MLN-Tupamaros, en 1972, adquirió cierto protagonismo que fue más allá del papel otorgado para defender la democracia. Entre tanto, “la izquierda legal había denunciado las torturas y los asesinatos cometidos por las Fuerzas Armadas, y sus militantes habían tenido que soportar el embate de la represión que había cobrado muchas vidas, ante la indiferencia del resto del sistema político. Los episodios de febrero, por otra parte, pusieron en crisis una tensión ideológica dentro de la izquierda que había quedado oculta en el proceso de formación del Frente Amplio y que ahora salía a la luz: la que separaba a los sectores “progresistas” provenientes de los partidos tradicionales, de los grupos de “izquierda” ”. Es en ese sentido que Alvaro Rico habla de “la vía democrática a la dictadura”, ya que se tenía la sensación (política) que “la dictadura era una etapa a recorrer para salvaguardar la democracia”. La disolución del Parlamento y la presencia e incremento de la visibilidad del presidente (Bordaberry), se da después del pacto de Boiso Lanza.
Después del golpe el debate se centró en la definición del rumbo a seguir por el régimen, y los planteos del Presidente se enfrentaron a las ideas de los generales, al principio confusas pero que se irían concretando gradualmente. Ninguno de los bandos podía ser designado como “democrático”; y eso se percibe en aquellos aspectos que para los dos estaban más allá de la discusión: Bordaberry y los comandantes coincidían en la necesidad de “suspender las próximas elecciones, en mantener por el momento la prohibición de las actividades políticas, y en proscribir definitivamente al marxismo”. Sin embargo, la estrategia de Bordaberry se apoyaba en la clausura de los partidos políticos, incluidos los tradicionales, para institucionalizar la dictadura. No hubo acuerdo, ya que “las FF.AA. no quieren compartir el compromiso de suprimir los partidos tradicionales”, y en consecuencia deciden apartar a Bordaberry del cargo. Así, “la destitución de Bordaberry puso fin a la larga transformación iniciada en 1967 y que alcanzó sus momentos críticos en febrero y en junio de 1973”, y “para los militares, la destitución del presidente marcó el comienzo de una etapa que definieron como un “período transitorio” en el que la Constitución era sustituida por un conjunto de normas de rango constitucional (los “Actos Institucionales”) hasta que se aprobara una nueva Constitución” (pág. 49). La creación de la DINARP mantenía bajo control la información, y estableció una única verdad.
Pero también dentro del ejército había dos líneas a seguir, que marcaron todo el periodo: la línea “dura” y la “aperturista”. Y la figura del nuevo presidente, Dr. Aparicio Méndez (que venía del Partido Nacional) “no tenía la misma legitimidad política que su antecesor”, como si fuera una vil marioneta de los militares. “La publicidad oficial y los discursos de los gobernantes apuntaron a instalar una nueva explicación de la realidad que presentara como natural y legítima la presencia de los militares en el gobierno”. Era lo que llamaban el “nuevo Uruguay”, donde antes “predominaba la crisis provocada por el marxismo y los políticos corruptos mientras que (ahora) el presente y el futuro involucraban el crecimiento económico, la solidaridad social y “las mejores tradiciones nacionales” ” (pág. 54).
Se partía de la base de la parálisis o un estado de letargo de los partidos tradicionales, y “…la paralización impuesta por la dictadura impuso a los partidos una forma de funcionamiento que guardaba semejanzas con el de los periodos interelectorales, en el que los dirigentes partidarios recorrían el país realizando pequeñas reuniones para mantener el contacto con dirigentes locales y satisfacer algunas demandas” (pág. 57-58). La oposición dentro de los colorados, desde El Día, con los editoriales de Tarigo, provocaron algunas clausuras puntuales. Entre los blancos la dictadura recogió apoyos en el Dr. Echegoyen (había sido primer titular durante el primer colegiado, en 1959) y en el Dr. Aparicio Méndez (ex ministro del Consejo de Estado y presidente en 1976). Eso no fue obstáculo para que “bajo su presidencia (de Méndez) el régimen reivindicó la figura de Aparicio Saravia y le realizó homenajes…”. El diario El País, en el entorno nacionalista, “durante todo el periodo fue identificado como el principal exponente de la línea política de la dictadura y uno de sus directores integró el primer Consejo de Estado (Daniel Rodríguez Larreta). En cambio el dirigente máximo del Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate, que se había opuesto al golpe de Estado, tuvo un papel destacado en torno a la defensa de los derechos humanos y el reclamo de amnistía, además “la unidad de acción de la oposición parece un efecto natural de la actividad en el exterior…” y eso se va a mostrar en la creación de Convergencia Democrática en Uruguay (CDU), conformada por el Partido Comunista, el Partido Socialista, el ferreirismo e independientes, y uno de sus mayores logros, junto a la denuncia de torturas y en general por la vigencia de los derechos humanos, es la Declaración de las Tres Internacionales (la Unión Mundial Demócrata Cristiana, la Internacional Liberal y la Internacional Socialista), en un hecho sin precedentes, realizada el 25 de mayo de 1981.
“La persecución (mientras tanto) permanente del régimen militar sobre los partidos y grupos marxistas transformó a la militancia dentro de fronteras en una lucha por la supervivencia; las actividades políticas debían limitarse a reuniones con pocas personas y a la edición y distribución de impresos, periódicos o volantes” (pág. 71). El Frente Amplio en general (y dentro de él los partidos y grupos marxistas) pasó a ser el objetivo de la dictadura: “la actividad represiva los tuvo (a los frenteamplistas) permanentemente como objetivo principal, y se organizaron operativos para arrestar o asesinar a la mayor parte de sus integrantes”, y “…aunque las operaciones militares contra la izquierda alcanzaron su mayor auge entre 1975 y 1978, los operativos dirigidos contra el Partido Comunista se desplegaron con interrupciones hasta mediados de 1984” (pág. 72), ya que este partido fue uno de los objetivos principales de la dictadura. Hay que hacer notar que el Plan Cóndor alcanzó a militantes del MLN, los Grupos de Acción Unificadora (GAU), el Partido Comunista Revolucionario (PCR) y el Partido por la Victoria del Pueblo (PVP, ex Federación Anarquista Uruguaya).
En el primer momento, las críticas dentro de la izquierda contra los grupos que habían apoyado los comunicados 4 y 7, alentando una salida “a la peruana”, fueron muy fuertes. Después del golpe hay intentos de crear una resistencia coordinada (e incluso con acciones de tipo guerrillero, sabotajes, etc.), como la Unión Artiguista de Liberación (UAL), en 1974, donde confluían Erro, Michelini, los GAU y ex MLN, pero no los sectores “democráticos” de los partidos tradicionales, como tampoco el Partido Comunista o la Resistencia Obrero Estudiantil (ROE, que formará parte del PVP).
El plebiscito de 1980, proyecto de constitución de la dictadura en su pretensión de prolongarse en el tiempo, significó un parteaguas que dividió en dos a la dictadura y allanó el camino para la salida “a la uruguaya”. A pesar de todos los pronósticos, el resultado reconfiguró las fuerzas políticas, la oposición pasó a ser mayoría dentro de los partidos tradicioinales y se entablaron negociaciones. Con todo, hubo dificultades en el proceso hacia el fin de la dictadura, y se habla de una transición “tortuosa”.
Las elecciones internas de los partidos habilitados en 1982, permitió que éstos resurgieran a la vida pública y que, tras los resultados, la línea democrática fuera mayoría. En la izquierda se discutió mucho sobre si apoyar a los sectores democráticos dentro de los partidos tradicionales o, como había planteado Seregni desde la cárcel, votar en blanco. Si bien se hicieron las dos cosas y hubo sectores dentro del FA que apoyaron una u otra posición, con el tiempo el voto en blanco pasó a ser una expresión re-fundacional del frenteamplismo.
El quiebre de la “tablita” (es decir la devaluación orquestada según una tabla prefijada) de 1982, más el resultado de las elecciones internas, fue la expresión política del fin de la supuesta bonanza económica y maduró el periodo más duro de la crisis que se dio en 1983. Allí se da una reactivación de sindicatos bajo la denominación de “asociaciones profesionales” y bajo ese paraguas se realizó la fantástica manifestación del 1° de Mayo. Los estudiantes se integran en la ASCEEP y junto al Plenario Intersindical de Trabajadores se integran al arco opositor, y realizan el acto de la Multipartidaria en el Obelisco, con la participación de todos los partidos, legales e ilegales.
La frustración por el diálogo del Parque Hotel no detuvo el proceso de retorno a la democracia. La estrategia de la izquierda en ese momento (1983) es de movilización, concertación y negociación. Con la Multipartidaria y la Concertación Nacional Programática, se buscan consensos sobre los caminos a seguir y se establecen las elecciones nacionales para fines de año. Los candidatos proscriptos tanto del Partido Nacional (Wilson Ferreira Aldunate) y del Frente Amplio (Líber Seregni), allanaron el camino para el triunfo del Partido Colorado y de su candidato Julio María Sanguinetti. Con los resultados a la vista, el FA fue el único que creció electoralmente, tanto en términos relativos y absolutos, en comparación con los resultados de las elecciones de 1971. Al retorno democrático, Wilson Ferreira adoptaría la estrategia de la gobernabilidad (afirmará que “no hay objetivo más importante que el de consolidar las instituciones democráticas. Y para consolidarlas nosotros vamos a estar detrás del gobierno que el país se ha dado, aunque no nos guste”). Este vuelco en la orientación se debía a la conclusión a que había arribado, que era “que la radicalización del exilio no combinaba con el talante del electorado dentro del país” (pág. 111). En cuanto a Sanguinetti se enfrentaba a ciertas dificultades: “…ya que el gobierno cívico-militar había resuelto poco de los problemas del país y habían agregado otros nuevos. Pero el régimen (además) no había “caído” como algunos esperaban, sino que había pactado con las fuerzas civiles y mantenía sus antiguas posiciones (el Gral. Medina, por ejemplo, había dicho que “…si obligan, que si se dan las mismas causales que se dieron en 1973, no vamos a tener más remedio” que dar un golpe de Estado). Es decir que el entorno militar continuó con un tono amenazante y Sanguinetti optó por no molestar mucho a los militares (en un ensayo publicado en 1991, El temor y la impaciencia, Sanguinetti analiza el tránsito hacia la instauración de sistemas republicanos democráticos en el marco del fin de los ciclos revolucionarios, y se muestra él mismo como un paladín de la democracia).
Proceso económico y política económica durante la dictadura (1973-1984), de Jaime Yaffé (docente, profesor e investigador de Historia uruguaya e historia económica). Este estudio descriptivo, basado en indicadores, con una exposición cronológica que incluye la recuperación (económica) de 1973-1974, el crecimiento (1975-1981) y la crisis (1982-1984), como las tres etapas del ciclo económico de la dictadura, analiza el itinerario de las políticas económicas y sus resultados, el desempeño de la economía interna y la evolución de sus interacciones con la economía internacional.
El contexto económico parte de un largo proceso de estancamiento, inflación y desequilibrio interno, debido al poco o nulo crecimiento experimentado por la poca significación del mercado interno. El sector industrial es deficitario con el mundo, en el marco del proceso de sustitución de importaciones. El sector agroexportador financia, a través de las transferencias, al Estado, de modo de mantener el propio crecimiento y los niveles de bienestar social. La Reforma Monetaria y Cambiaria de 1959, de orientación liberal, desreguladora y de apertura económica, clausuró la etapa de avance estatista y regulador. Es entonces que se da la devaluación de la moneda con respecto al dólar como forma de incrementar la rentabilidad del sector agroexportador y de incentivar la inversión. Según Faroppa y Notaro “los efectos benéficos que las política cambiaria podía producir resultaban de corto plazo, pues ella ponía en marcha su propia anulación al incentivar el incremente de precios internos que luego debía ser compensado con nuevas devaluaciones” (pág. 122-123). Como resultado de la Carta de Intención con el FMI se procesa un creciente endeudamiento externo, haciendo que durante el gobierno de Pacheco, en 1968, se procede a la congelación de precios y salarios con el objetivo de bajar la inflación (ésta alcanzó el 182,9%, máximo histórico), y la suspensión de los Consejos de Salarios (control de precios y salarios, una política crediticia contractiva, cambio administrado —minidevaluaciones—, mantención de las protecciones arancelarias, exoneraciones por importación de maquinaria, créditos y apoyos fiscales para el fomento de la exportación manufacturera. Esta política anti inflacionaria fue exitosa hasta mediados de 1971 y luego no tuvo más andamiento, “la economía creció entre 1968 y 1970 pero volvió a caer en 1971. El salario real creció entre 1969 y 1971. Las exportaciones crecieron entre 1968 y 1970 y el saldo comercial fue positivo pero volvió a ser negativo en 1971. El déficit en Cuenta Corriente fue creciente durante todo el periodo y las reservas internacionales se redujeron en 1970 y 1971. El endeudamiento externo creció, en particular en 1971” (pág. 124).
Un poco antes de la dictadura, en abril, se elabora el Plan Nacional de Desarrollo 1973-1977 que proponía una política monetaria restrictiva, la desindexación de salarios, la reducción de cuentas públicas, un cambio “realista” (para favorecer al sector exportador), la iniciativa privada, en detrimento de la estatal, la apertura comercial y financiera y la inversión extranjera directa. Las nuevas medidas se incluyeron en la Ley de Inversiones Extranjeras, entre ellas la reducción del costo relativo de la mano de obra más la liberalización y la apertura externa del sistema financiero y el mercado cambiario (la libre convertibilidad y libre transferibilidad de capitales). Se eliminó el curso forzoso de la moneda nacional y los topes de posiciones en moneda extranjera en bancos, a la vez que eso supuso una dolarización excesiva de la economía. El conjunto de estas medidas hicieron que todos los sectores crecieran y la economía “ingresó en una fase de crecimiento que puso fin al prolongado estancamiento” desde mitad de los años cincuenta, pero también creció “la deuda externa del sector público no financiero” (debido a la inversión pública, las obras de los puentes de Fray Bentos y Paysandú, y la represa y el puente de Salto Grande). El proyecto económico intentaba convertir al país en una plaza financiera regional.
Entre 1978 y 1982 se incrementa el combate a la inflación y para ello se establece un plan de estabilización con ancla cambiaria (devaluación moderada, tipo de cambio diario preanunciado con anticipación, la llamada “tablita”). La creación del IVA en 1972, “desde la reforma de 1979 se transformó en uno de los principales componentes de la recaudación fiscal” (pág. 130). Con la liberalización importadora se eliminan facilidades de crédito y se da la eliminación gradual de subsidios.
En suma, el proceso de bancarización y de dolarización de la economía fue realizado con “déficit comercial, déficit en Cuenta Corriente, creciente endeudamiento externo e interno, alta inflación y deterioro de los ingresos reales de asalariados y usufructuarios de la seguridad social”. En ese marco hubo retiros masivos tras la caída de la actividad económica (al caer la recaudación, el déficit fiscal subió al 9% del PBI) y el desempleo aumentó, ubicándose del 7% al 12%. En el último periodo, entre 1982 y 1984, signado por la crisis tras la ruptura de la “tablita”, la liberalización cambiaria trajo la devaluación y, además, la renuncia del ministro de Economía (en ese momento era Valentín Arismendi) y cambios en el Banco Central y en el Banco República. Se intentó “asegurar la supervivencia del sistema financiero y recrear unas mínimas condiciones de estabilidad”. Debido a la crisis, se realiza el salvataje bancario por compra del Estado de carteras incobrables y hay un nuevo acuerdo con el FMI con una “política restrictiva, reducción del déficit fiscal, continuidad de la contracción salarial por debajo de la inflación, y profundización de la política de reducción de la protección arancelaria”.
Con gráficas y tablas detalladas, Yaffé nos muestra el desempeño de la economía en un contexto general y parcial, y saca conclusiones firmes. Entre ellas nos habla de la inestabilidad económica, el crecimiento que se da por pocos y breves periodos, “el carácter volátil y fluctuante del crecimiento económico” de Uruguay, así como la vulnerabilidad a los vaivenes comerciales y financieros, y la debilidad de la institucionalidad política-económica del periodo.
En definitiva, la etapa fue de crecimiento moderado, y la conclusión principal del autor es que durante la dictadura, en términos generales, “se produjo una reconfiguración de la estructura económica nacional, en detrimento del agro y a favor de las actividades industriales y financieras, que se inscribe en una tendencia de larga duración” (pág. 143). Como síntesis, y para explicar si la dictadura se instaló para aplicar un determinado modelo económico, dice que “una vez instaurada la dictadura, un elenco civil integrado por emprendedores ideológicos liberales y/o técnicos especializados en economía que sintonizaban con las ideas liberales, aprovecharon la oportunidad única que se les presentó para ensayar la aplicación de una política económica ortodoxa que venía siendo fuertemente resistida por el sindicalismo, el gremialismo estudiantil y la izquierda política (que sería precisamente los objetivos prioritarios de la represión hasta lograr su desactivación). Se produjo entonces en el caso de la conducción de la política económica un reparto de funciones entre personal militar y civil del régimen. Y esta parece ser la relación más fuerte que se pueda establecer entre régimen político y economía durante la dictadura” (pág. 174). Sin embargo, “los cónclaves gubernamentales reunidos en cinco ocasiones entre 1973 y 1981 fueron las instancias formales en que este control militar sobre los civiles que conducían la política económica y financiera se concretaba” (pág. 174-175).
Entonces, tenemos que “en definitiva, no es posible responder terminantemente acerca de la relación entre régimen político y modelo económico durante la dictadura. Pero de estas reflexiones surgen algunas hipótesis plausibles. Primero: la dictadura no implantó un nuevo modelo, sino que profundizó la implementación de un paradigma económico que se venía ensayando desde fines de 1959. Segundo: en su lucha contra el enemigo interno que creía la encarnación del comunismo internacional, la dictadura generó condiciones políticas que resultaron adecuadas para dicha implementación, en tanto suprimió violentamente toda posibilidad de disenso y desactivó de igual modo la resistencia social y política a dicha implementación. Tercero: la profundización de ese rumbo económico fue confiada a un elenco de técnicos civiles que la promovía por propia convicción y que comulgaba en ello con las condiciones exigidas por los organismos internacionales de crédito. Cuarto: ello fue funcional a las necesidades financieras del régimen, y en esta funcionalidad probablemente resida la otra cara de la alianza entre la cúpula militar y el elenco civil liberal que se ocupó de la conducción económico-financiera. Quinto: de todos modos, los militares no delegaron totalmente en el componente civil de la dictadura esta área de políticas; controlaron su marcha y moderaron el impulso des-regulador y aperturista, amortiguando o demorando el repliegue estatal y el consiguiente avance de las fuerzas del mercado con respecto a las que los técnicos civiles y otros emprendedores ideológicos hubieran preferido hacer de no haber tenido que sujetarse al control militar…” (pág. 176).
Sobre el autoritarismo y el golpe de estado. La dictadura y el dictador, de Alvaro Rico (director del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos, profesor de Ciencia Política, docente en la Universidad de la República, coordinador de la Investigación Histórica sobre Detenidos Desaparecidos por la presidencia de Uruguay y de la Investigación Histórica sobre la dictadura y el terrorismo de Estado en Uruguay por la Universidad de la República). Este es un trabajo doctrinario, acerca de la teoría política del periodo que hace referencia, de modo de examinar diversas teorías sobre el origen y la definición de dictadura, legalidad y legitimidad. Al inicio plantea algunas preguntas que intentará responder, acerca de la caracterización de la dictadura, la particularidad de autogolpe y la ausencia de la figura del dictador, y la imposición de varias dictaduras en la región. Se pretende reflexionar sobre la responsabilidad del Estado y sus agentes en la implementación de un estado autoritario y represivo.
“En el caso de Uruguay se puede considerar a la dictadura que finalmente reemplaza a la democracia en 1973 como un régimen “internamente impuesto”, es decir, que se va instaurando en el marco de un proceso de degradación “interna” del propio sistema democrático, uno de los más estables de América Latina” (pág. 187). Lo específico del caso uruguayo, consiste en “en el avance de una praxis estatal autoritaria en el marco de un régimen republicano democrático de gobierno, que no tiene por resultado final la superación de la crisis institucional mediante la consolidación de la democracia sino todo lo contrario: la quiebra de la democracia y la imposición de la dictadura por cerca de 12 años”. Entre 1967 y 1973 la tónica fue de gobiernos “bajo decreto” y Medidas Prontas de Seguridad, un gobierno de medidas de excepción, de crisis o emergencias, y su prolongación en el tiempo llevó a un “giro conservador y autoritarios en las formas y prácticas tradicionales de gobernar… antes del golpe de Estado y la dictadura”. La tendencia a gobernar “de hecho”, “se va imponiendo gradualmente dentro del Estado de derecho mediante la aplicación reiterada… de las Medidas Prontas de Seguridad”.
Como etapas de la degradación de la democracia, tenemos: 1) De fines de 1967 hasta 1971, donde “las fórmulas constitucionales de corte liberal y garantista así como los principios democráticos de elección de autoridades y recambio de los gobernantes, en 1971, coexistieron con decretos, leyes y medidas de excepción adoptadas y/o promovidas por el Poder Ejecutivo y aprobadas por el Parlamento que, al aplicarse, generaron conflictos de competencia y de jurisdicción con otros poderes del Estado (además, “aunque los gobiernos bajo decreto no constituyeron un gobierno dictatorial, de todas formas irán fijando las bases institucionales, legales, discursivas y represivas que nos permiten establecer una relación de continuidad —y no sólo de ruptura— entre democracia/autoritarismo/dictadura”). 2) Entre 1971 y 1972, a lo anterior se le agrega la institucionalización de relaciones autoritarias de poder dentro del mismo Estado de derecho justificadas jurídicamente, y la legalización e institucionalización del poder militar. 3) De febrero a junio de 1973, se da una “transgresión del principio de legalidad e imposición de relaciones autoritarias de poder”. Se da el “putsch militar” de febrero, y como consecuencia de ello “la asociación definitiva del poder político y el poder militar del Estado en el Acuerdo de Boiso Lanza”, así como la creación del COSENA. Al momento del golpe, suspendiendo la Constitución y suprimiendo el Parlamento, se establecen las bases para configurar una nueva institucionalidad y juridicidad que sostendrá el Estado-dictadura” (pág. 198).
La pregunta es cuándo o cuál es el origen de la dictadura, más allá del acto puntual (la disolución de las Cámaras del 27 de junio de 1973), que es caracterizado como un golpe “bajo los auspicios del reino”. Tenemos entonces que “…el golpe de Estado es ejecutado por el propio presidente de iure quien, por el mismo acto, deviene dictador de facto…” (pág. 206), y fue hecho para centralizarlo y concentrarlo, sin ningún tipo de freno (jurídico, parlamentario, político, sindical, etc.). “A través de la disolución de las Cámaras y de la suspensión de la Constitución se institucionaliza la dictadura en el país como una nueva forma de dominación político-estatal y modo de gobierno de la sociedad, definitivamente no-democrática y no-constitucional (extra legem), que crea sus propios órganos y legalidad tendente, sobre todo a partir de 1976, a actuar como un poder constituyente o soberano que busca configurar una nueva institucionalidad a través de Actos Institucionales, leyes, decretos y su misma propuesta de reforma de la Constitución” (pág. 208).
En este caso no se trata de un “dictador-persona” (es decir la personificación del dictador), sino, más bien, una “dictadura-institución” (por la convivencia del presidente, en calidad de dictador, junto a los militares), una coparticipación.
Todo este proceso estuvo caracterizado “por la paulatina irrupción de las Fuerzas Armadas en el escenario público y luego por su intervencionismo directo en la actividad político-gubernamental”. Como ejemplos característicos de ello, tenemos: “la militarización de obreros bajo medidas prontas de seguridad; la integración de las fuerzas armadas y la represión directa del contrabando y demás delitos económicos; su definición como “fuerza beligerante” para el combate a la subversión; la presión creciente al poder político, incluso, decidiendo el encarcelamiento del Dr. Jorge Batlle; la integración en directorios de Entes intervenidos; las sucesivas reuniones y negociaciones que entablaron con sectores políticos y sindicales; la difusión a la población de comunicados conteniendo planes políticos propios; su poder de veto en la designación de diplomáticos y en el pedido de desafueros a parlamentarios; la declaratoria del “estado de guerra interno” y ampliación de la jurisdicción de la justicia penal militar; la insubordinación al poder presidencial en febrero de 1973 y su pronunciamiento a través de los comunicados 4 y 7; la institucionalización de su injerencia a través de la creación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), en la víspera del golpe; la asociación con el poder político para ejecutar el golpe de Estado” (pág. 209-210).
Se trató, entonces, de “la intervención corporativa de las Fuerzas Armadas en su conjunto, sin divisiones internas, y asociada a la decisión política del quiebre de la democracia”. Los militares, por supuesto, se justifican diciendo que “fueron llamados por los políticos para el combate a la subversión”, y “…el cumplimiento eficaz de la orden (derrotar a la subversión) encomendada por los políticos no agotó la comisión de los militares, quienes la transformaron en una misión político-militar atemporal, que incorporó, también, la tarea de crear una nueva institucionalidad y ordenamiento político tutelado por las Fuerzas Armadas” (pág. 212). Por ello “…la permanente convocatoria del poder político a los militares para la “defensa de la democracia” y para “combatir la subversión” constituye uno de los factores principales de deslegitimación de la propia autoridad del gobierno civil y, por ende, causal de la misma crisis institucional y el golpe de Estado”. Pero a partir de la destitución de Bordaberry, en 1976, “comienza una etapa de la dictadura de mayor impronta directriz de origen militar”. En la coparticipación civil-militar hay una especie de “división” de funciones dentro de un poder estatal único-compartido, que “actúa en el ámbito público (Presidente, Consejo de Ministros, Ministerios, COSENA, Consejo de Estado, Consejo de la Nación, Junta de Comandantes en Jefe, Junta de Oficiales Generales, Estado Mayor Conjunto, Comisión de Asuntos Políticos) como en el ámbito clandestino (Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas, Servicio de Información y Defensa (Departamento II) en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Centros Clandestinos de Detención, coordinación represiva regional”) (pág. 217).
Los sucesos de febrero, entendido como “golpe anticipatorio” (o preparatorio) de una situación golpista, entretanto, “forman parte del proceso de sondeo de las fuentes de apoyo y oposición” con que cuentan los golpistas. Así, se dan las medidas policial-represivas principales: “encarcelamiento masivo (limitado en el tiempo) de militantes y dirigentes sindicales y estudiantiles, sobre todo en el Cilindro Municipal habilitado como cárcel; la ilegalización de la CNT y requisitoria pública de captura a su dirección; los desalojos por la fuerza, “plantones”, manoseos y golpes a los huelguistas que ocupaban las fábricas y centros estudiantiles; numerosos despidos del trabajo autorizados mediante decreto; la violencia simbólica contenida en los comunicados de prensa del régimen instando a los huelguistas a reintegrarse al trabajo o requiriendo militantes; la búsqueda de dirigentes políticos que pasaron a la clandestinidad y el arresto de otros y, sobre todo, la represión masiva y violenta a la jornada antidictatorial del 9 de julio por el centro de Montevideo” (pág. 222). Pero hay que tener en cuenta que “los grupos de la izquierda armada o aquellos partidos que preveían un “momento militar” durante la huelga general, en esa coyuntura concreta de la resistencia obrera al golpe y la dictadura, se habían replegado ya a la ciudad de Buenos Aires (caso Organización Popular Revolucionaria “33 Orientales”, OPR 33, de origen anarquista y afluente en la fundación del Partido por la Victoria del Pueblo en Buenos Aires, en 1975) o no tenían ninguna capacidad operativa en el interior del país debido al encarcelamiento masivo o la muerte de sus dirigentes y militantes y el exilio en países vecinos (caso Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros-MLN-T) o sus aparatos de seguridad nunca fueron activados militarmente en la coyuntura del golpe y la huelga general (caso Partido Comunista”) (pág. 222-223).
A todo eso hay que sumarle que “los antecedentes de la desaparición forzada de personas se remontan tempranamente a 1971 y 1973” (casos de Abel Ayala y Héctor Castagnetto en 1971, y Roberto Gomensoro en 1973). Y también “la estrategia represiva central del régimen cívico-militar uruguayo fue el encierro masivo y prolongado de cerca de 6.000 hombres y mujeres en alrededor de 50 establecimientos carcelarios y cuarteles y cerca de 9 centros clandestinos de reclusión localizados en todo el territorio nacional” (pág. 234-235), así como la prohibición de los derechos políticos a 15.000 personas, el acto de Fe democrática y la categorización en ciudadanos con clase A, B o C según los antecedentes y la peligrosidad (según la dictadura) de 300.000 individuos.
Los momentos principales de las tendencias autoritarias y totalitarias en Uruguay, podemos sintetizarlos en: 1) Gobiernos “de crisis” o “bajo decreto” (fines de 1967-1973), 2) Dictadura de carácter cívico-militar y de tipo autoritario-conservador (etapa comisarial, 1973-1975), 3) Dictadura de tendencia totalitaria o de abierto terrorismo de Estado (fines de 1975-1978), en combinación con la etapa constituyente o fundacional, finalmente fracasada (1976-1980), 4) Dictadura pretoriana (donde los militares son el fundamento de una dictadura) o de conducción corporativa-militar y la etapa de transición a una democracia con proscripciones (1981 a marzo de 1985).
Además, la dictadura en Uruguay se inscribe en el proceso general “de la ofensiva conservadora y contrarrevolucionaria en los demás países del Cono Sur del continente que alcanza su punto culminante y exitoso con el derrocamiento del gobierno del Presidente constitucional de la República de Chile, Dr. Salvador Allende, con una comprobada y documentada injerencia y acción desestabilizadora del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica” (pág. 237), y posteriormente la institucionalización de la coordinación represiva en la región (Plan Cóndor).
Por último, el autor nos habla de un aspecto particular, la caracterización de la dictadura: dictaduras militares de nuevo tipo (Atilio Borón), “fascismo dependiente” (Theotonio dos Santos), dictaduras fascistas (Agustín Cuevas, Rodney Arismendi-PCU), estado totalitario (Luis Eduardo Duhalde), o Estado Burocrático Autoritario (Guillermo O´Donell).
Una mirada desde los derechos humanos a las relaciones internacionales de la dictadura uruguaya, de Vania Markarian (historiadora y trabaja en el Archivo General de la Universidad de la República). Dentro de las consideraciones generales, el autor nos dice que “llama la atención, en particular, que los enfoques históricos sobre la dictadura uruguaya y las instaladas en el mismo periodo en el resto de la región no hayan contemplado las relaciones internacionales de forma sistemática, mencionando solo sus ángulos más espectaculares como la guerra entre Argentina y el Reino Unido por las Islas Malvinas en 1982 o el conflicto limítrofe entre Chile y Argentina en 1978”, y de ello sale la necesidad de este trabajo que “busca avanzar en la caracterización de la dictadura a través del examen de un conjunto de fuentes primarias hasta ahora poco transitadas” (entre ellas novedades normativas o doctrinarias). Y está la constatación de que “la reconstrucción de la institucionalidad del régimen no ha sido emprendida hasta el momento de forma exhaustiva y ordenada”.
Algunos elementos podrían ser: a) la reestructuración del servicio exterior en el “pacto de Boiso Lanza” entre Bordaberry como presidente y las Fuerzas Armadas el 12 de febrero de 1973 (se retomaban las aspiraciones enunciadas el 10 de febrero en el Comunicado N° 4 del Ejército y la Fuerza Aérea), buscando el control de la compatibilidad moral del cuerpo diplomático. En ese sentido el Comunicado N° 4 dice: “Velar porque sólo sean designados en representación de la República, a todos los niveles, personas que procedan sólo con entusiasmo y dedicación, sino que ostenten una moral acrisolada, indispensable para actuar con dignidad en su nombre” (pág. 253-254). Esta directiva tuvo repercusión en dos leyes sobre la idoneidad moral en el personal diplomático en el extranjero y sobre la integración de los militares en tribunales de honor del Ministerio de relaciones Exteriores. b) El nuevo Estatuto del Servicio Exterior que retomaba el Plan de Reestructuración de mayo de 1972 y se estudia un proyecto de Ley Orgánica para el Ministerio de Relaciones Exteriores. Todo esto demuestra que los planes sobre el servicio exterior son anteriores a la dictadura y se da en el marco de la continuidad de Juan Carlos Blanco como ministro de Relaciones Exteriores. Alfredo Lamaison, en calidad de miembro informante de la Comisión de Relaciones Exteriores del Consejo de Estado, señala “que la reforma del servicio exterior constituía una aspiración de larga data de la clase política uruguaya con el fin de reducir el gasto, terminar con la “politización” y acrecentar la idoneidad del cuerpo diplomático” (pág. 255). c) El Reglamento Orgánico del Ministerio de Relaciones Exteriores (1976), que recogía aportes organizativos de la Resolución Ministerial sobre definiciones, fines y cometidos del servicio exterior, de 1974 (firmado por Blanco), donde establecía que: “la política internacional estaría a cargo del Presidente, el Ministro de Relaciones Exteriores y el Consejo de Ministros”, dentro del “sistema de seguridad nacional” (pág. 256). A partir de 1978 el COSENA participa dentro del Reglamento Orgánico, después hubo cambios administrativos, jurídicos y protocolares, o financiero-contables. Entre 1975 y 1976 se creará la Unidad de Derechos Humanos dentro de la Dirección de Asuntos de Política Exterior, a raíz de la campaña mundial de denuncias contra la dictadura. En suma, “las investiduras de oficiales de las tres armas en estos y otros puestos importantes del Ministerio facilitó los esfuerzos de control del servicio exterior por parte de las autoridades castrenses” (pág. 258).
El funcionamiento del servicio exterior implicaba la participación militar en todo el aparato estatal “mediante los mismos procedimientos utilizados para asignar destinos militares tradicionales”, y también “determinaban que todo el personal militar continuaba subordinado a la Junta de Comandantes en Jefe y que, según la naturaleza de sus funciones, su actuación sería “coordinada por el Director del SID (para tareas de información) y por el ESMACO (para tareas de asesoramiento, planificación y ejecución)” (pág. 260).
Por el Acto Institucional N° 7 (del 27 de junio de 1977) se puso fin a la “inamovilidad” de los funcionarios públicos, y se enfatizó en la reducción de personal y en la contratación de funcionarios competentes y capacitados. También se compartía información entre el Ministerio de Relaciones Exteriores, la DINARP, el ESMACO, COMASPO y Dirección de Inteligencia y Enlace. Hay un control riguroso del Estado dentro y fuera de fronteras. Como ejemplo, diremos que “la decisión comunicada al consulado en Buenos Aires de suspender los pasaportes de Wilson Ferreira Aldunate, Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini unos seis meses antes del asesinato de los dos últimos en esa ciudad, fue seguramente la más conocida de estas acciones que afectaron la seguridad y garantías de quienes habían tenido que emigrar” (pág. 265). Y “junto con las suspensiones de documentos, las circulares que contenían los listados de requeridos por la Justicia Militar eran distribuidas a las embajadas y consulados uruguayos en todo el mundo”. Incluso, “hay en el Ministerio documentación que prueba que la vigilancia de quienes residían en el extranjero no fue una innovación total del régimen autoritario, registrándose algún informe relativo a las acciones de los Tupamaros en Europa en 1971”, de modo que la investigación fue sistemática luego del golpe.
El tema de los derechos humanos fue enfrentado en el marco del combate a la “sedición marxista”. Si algún impulso “fundacional” hubo en esta etapa se debió a su capacidad para transformar en política exterior los presupuestos paranoicos de la llamada “doctrina de seguridad nacional”, versión radical de los fundamentos ideológicos de la Guerra Fría que compartían otros sectores golpistas, en diferentes combinaciones con vertientes del pensamiento conservador como las provenientes del colonialismo francés o el falangismo español” (pág. 269). Se pretendía que la política exterior no se rigiera por “el fijo cálculo de ventajas y desventajas de una posición que represente alguna forma de ganancia futura”. El alejamiento del canciller, Blanco, se da por presión del ESMACO para poder enfrentar una pretendida “campaña mundial de desprestigio” hacia el régimen. Así la creación de la Oficina Central de Información de Personas (OCIP), en 1978, bajo el control del COSENA, se da en el marco de la llamada “guerra de imagen”.
La coordinación represiva regional parte de la reunión de oficiales de seguridad policial de Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay y Bolivia (Buenos Aires, 1974), y es para hacer una “comunidad de información anticomunista a nivel continental”. Es el antecedente directo del Plan Cóndor. A partir de mayo de 1975 se da la primera colaboración entre agentes de seguridad de dos países (Chile y Argentina en este caso) con la connivencia de Estados Unidos. La Primera Reunión Interamericana de Inteligencia Nacional se realiza del 25 al 30 de noviembre en Santiago de Chile, plantea identificar al “enemigo”, combatirlo a nivel regional, incluso con operativos fuera de la región para eliminar personas en otros países de Europa o resto de América (como con el ex canciller Orlando Letelier en Estados Unidos). El último documento a que se refiere la Operación Cóndor está documentado en el Archivo del Terror, en Paraguay, en abril de 1981.
Por otra parte, el ciclo del intervencionismo estadounidense “comenzó con la implementación de una política que coadyuvó a la instalación del autoritarismo en la región a partir de los años sesenta, pasó por el giro hacia los derechos humanos en la segunda mitad de los setenta y terminó con el apoyo a los procesos de transición controlada hacia regímenes democráticos moderados en la década del ochenta” (pág. 292). Desde los sesenta la política exterior pro norteamericana, de entrenamiento y abastecimiento de fuerzas represivas del Cono Sur y la implementación de medidas sistemáticas fue realizada para frenar la protesta social, que incluyó el fortalecimiento de la policía, el apoyo logístico y técnicas de control de disturbios. El objetivo que se perseguía desde la embajada de Estados Unidos, “según lo establecido en un documento de la Oficina de Seguridad Pública en 1972, era la “resolución del problema de la seguridad interna en Uruguay”, enseñando a la policía a “controlar multitudes, disturbios y manifestaciones” y aumentando la “capacidad de las Fuerzas Armadas de contener y reducir la insurgencia y el terrorismo” ” (pág. 294). E incluso se afirma que “a partir de 1970, al vislumbrarse la pronta unidad de la izquierda en el Frente Amplio, surgió un nuevo temor entre los funcionarios del Departamento de Estado en Montevideo. Varios documentos desclasificados dan cuenta de su inquietud y sus recomendaciones para “disminuir la amenaza de que el Frente tome el poder político” ”, y en ese sentido “un representante estadounidense sostuvo que el dirigente colorado Jorge Batlle se había manifestado partidario de “atacar el problema terrorista con un grupo nuevo, pequeño y secreto que peleara con los Tupamaros en sus propios términos. Dijo que tal grupo debería ser establecido por fuera de las autoridades legalmente constituidas” ” (pág. 294).
De la complacencia con el régimen, el embajador (Siracusa, “que actuó desde un principio como un amigo del régimen autoritario”) recién reaccionó cuando se enteró de que militares uruguayos podrían estar planeando asesinatos en Estados Unidos (en lo que sería la tercera fase del Plan Cóndor), y ello sucede después del asesinato de Orlando Letelier. Dentro de Estados Unidos los Demócratas “denunciaron en el Congreso las consecuencias de los programas de asistencia contrainsurgente, y lograron suspenderlo. Esto fue parte de un esfuerzo más amplio por cambiar el rumbo de la política exterior” (pág. 295) La muerte de Michelini tuvo amplia repercusión y tras ella se hizo una campaña por parte de Amnistía Internacional contra la tortura en Uruguay (Nueva York, febrero de 1976), junto a Wilson Ferreira, quienes “denunciaron la colaboración represiva regional”. Tras escuchar estos alegatos, “el Congreso prohibió la asistencia militar, el entrenamiento y los préstamos para compras de armas al gobierno uruguayo por sus acciones violatorias de los derechos humanos” (pág. 296). Esta posición obligó al régimen a emprender “esfuerzos sistemáticos para mejorar la imagen internacional del país”. La participación de exiliados fue preponderante, presentando denuncias y entrevistándose con diplomáticos y políticos (en especial Juan Raúl Ferreira, hijo del dirigente nacionalista). Con Reagan (en 1980) hubo un viraje drástico en la posición internacional de los Estados Unidos, donde se invocaron “los derechos humanos para legitimar agresiones y operaciones encubiertas, especialmente en América Central. A partir de allí se reanuda la ayuda militar, se deja de insistir en las acciones represivas, se reconoce el esfuerzo del nuevo presidente (general Gregorio Alvarez) como “moderado” tras el resultado del plebiscito, y apoyó la transición.
En definitiva, como presagió Real de Azúa, la represión dejó “sus señas en la proyección oficial del país en el exterior”.
“Una parte del pueblo uruguayo feliz, contento, alegre”. Los caminos culturales del consenso autoritario durante la dictadura, de Aldo Marchesi (profesor de historia y director del Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (CEIU) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación). Este trabajo busca dar un panorama de la cultura uruguaya durante la dictadura, ya que si bien se tenía la idea de que “la dictadura había destruido la cultura”, Marchesi se pregunta qué hizo la dictadura en la materia cultural. De forma general, podemos decir que lo que caracterizó ese periodo fue “el renacimiento de ciertas tradiciones vinculadas al pensamiento conservador que se expresaron en la educación, en manifestaciones artísticas y en demostraciones populares; una visión de la cultura entendida como parte del conflicto “psico-político” de la guerra fría que promovía la despolitización de todo acto cultural o intelectual; el avance de los medios masivos de comunicación, fundamentalmente la televisión y, por último, el impulso de una tecnocracia influenciada por el pensamiento neoliberal…” (pág. 325-326). “La preocupación por establecer formas de reconocimiento público, reparación simbólica y material a los agentes culturales afectados por la persecución, la censura, el encarcelamiento y el exilio fue uno de los temas centrales en los debates culturales de fines de los 80. Estos temas invisibilizaron otras temáticas más complejas relativas al periodo anterior” (pág. 326), acrecentada por la dificultad de “la diversidad de significados” del concepto cultura.
Las diferentes nociones de cultura se pueden establecer, entonces: 1) “como el sustantivo independiente y abstracto que describe un proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético”, 2) “como el sustantivo independiente y abstracto que describe las actividades intelectuales y especial artísticas”, y 3) como “un sustantivo independiente, usado en manera general o específica, que indica un particular estilo de vida, sea de un pueblo, de un grupo o de la humanidad en general”.
Para ver los contenidos culturales concretos se debe analizar sobre educación e ideología, sobre historia y conmemoraciones históricas, así como las políticas de comunicación (sobre todo audiovisual), que vendrían siendo las categorías gramscianas de consenso y coerción. Se evidenció “cómo la cultura ofreció una alternativa a la política para obtener adhesiones en ciertos sectores de la sociedad civil y un camino estatal autoritario que los dictadores intentaban fundar” (pág. 329). Además, “la formación de consenso efectivo no es un fenómeno espontáneo y que se da por descontado, sino que es inducido desde el poder a través de una serie de mecanismos, a través de un conjunto de procesos, instituciones y aparatos que llevan a cabo las operaciones destinadas a la organización del consenso, esto es, a producir y extender comportamientos de adhesión en relación con el poder”, según Calvo Vicente. Entonces es que se opera 1) una manipulación ideológica (para construir y difundir juicios —positivos— acerca del Estado e imágenes negativas acerca de la oposición), 2) operaciones dirigidas a internalizar modelos culturales funcionales al régimen, y 3) “la creación de condiciones de existencia que favorezcan en diferentes grupos sociales juicios positivos con relación al poder” (pág. 330). Hay, entonces, una exaltación patriótica para promover el sentimiento nacionalista, la construcción de un sistema de medios de comunicación proclive al régimen, y la construcción de las políticas hacia la juventud, como una apuesta cultural a mediados de los setenta, para construir un consenso de adhesión al nuevo régimen y que según el autor se logró parcialmente: “la manipulación ideológica se dio a través de los medios; las políticas hacia la juventud buscaron crear nuevos modelos de identificación funcionales a las demandas del régimen; y, finalmente, la exaltación nacionalista contribuyó a crear condiciones de existencia en lo simbólico que favorecieron una visión positiva entre grupos sociales” (pág. 330).
Se estudiarán, además, las instituciones que participaron en la cultura: “a) Ministerio de Educación y Cultura, Sodre, departamentos de Cultura de las intendencias departamentales y el sistema educativo formal, b) Ejército, “ya que se transfirió personal militar” en áreas claves de instituciones estatales, c) DINARP como censor y como promotor de actividades culturales vinculadas a medios de comunicación, y d) actores e instituciones privadas en el desarrollo y en las propuestas culturales.
Hay tres momentos bien delimitados en lo cultural: “un primer momento comisarial donde la prioridad fue perseguir a aquellos agentes culturales que fueron considerados como una amenaza para el régimen; un segundo momento fundacional donde se apostó a construir un nuevo tipo de propuesta cultural enmarcada en lo que debía ser el “nuevo Uruguay” que los dictadores aspiraban a construir; y por último un tercer momento donde dicho proyecto tendió a fragmentarse en el contexto de la transición democrática” (pág. 331). El énfasis de este ensayo está puesto en el segundo periodo, que va desde 1975 hasta 1980.
La persecución a la cultura (institucionalizado) en la educación formal, tanto primaria como secundaria y UTU (Universidad del Trabajo) comienza en 1970, cuando fueron intervenidos los Consejos de Enseñanza Secundaria y en 1971 en la UTU, “con el objetivo de perseguir la politización e infiltración marxista que la educación pública estaba sufriendo en la visión de los sectores conservadores” (antes del golpe de Estado “casi todos los liceos habían cambiado de director, incluso más de una vez, en ese año y medio (86 directores por 36 institutos), cientos de nombramientos de funcionarios y personal docente de confianza de las autoridades, sin la competencia adecuada, 140 profesores y funcionarios administrativos sancionados, con destituciones y separaciones del cargo sin goce de sueldo de hasta 2 y 3 años. También se sancionó a 200 estudiantes…). Además, en 1973, “el Poder Legislativo votó una ley de educación que aún daba mayor influencia al Poder Ejecutivo en las decisiones del sistema educativo, y habilitaba la persecución y control de aquellas voces disidentes” (ley propuesta por Sanguinetti). En 1975 “un tercio de los miembros de los consejos de educación serán militares”. Las actas de Fe Democrática dio un marco legal a la destitución de personal y en 1978 se crea un nuevo estatuto docente. En la Universidad, mientras tanto, la persecución implicó una ruptura definitiva con respecto a la autonomía y provocó el colapso de la investigación científica. La censura y la persecución política a intelectuales, periodistas y artistas, considerados como peligrosos siguió el mismo camino iniciado durante el pachecato con la clausura de la prensa opositora. Todo ello configura una suerte de “apagón cultural” entre 1973 y 1977.
Monumento ecuestre en Minas traslado del monumento ecuestre
En 1975, la dictadura instaura el Año de la Orientalidad, bajo la égida de la DINARP que “será competente para controlar que las emisoras se ajusten a las normas constitucionales, legales y reglamentarias que regulan la libre comunicación del pensamiento”. Esta dirección regula la asignación de frecuencias, propaganda, programas en idioma extranjero, informativos, comentarios, entrevistas, polémicas o dialogas “que contengan opinión sobre la política y la problemática nacional e internacional” (para burlar la censura se hacen operaciones semánticas, de modo de hablar sobre la dictadura a través de otras cosas que no tenían relación directa con el régimen). La televisión tuvo un papel central mediante las cadenas oficiales, y la relación entre dueños de los medios y auspiciantes ayudó al control por parte del gobierno. Marchesi otorga un papel destacado a Búsqueda(“los Quijano de la derecha” según José Pedro Damiani), como la antítesis de Marcha: “prensa independiente, particular valoración del conocimiento intelectual y técnico en la vida política y actitud crítica radical frente al conformismo”, e incluso dice que hubo en sus páginas una preocupación sobre la democracia y hasta la pretensión de propugnar por una Universidad Privada (en detrimento de la universidad pública). “Mientras que para los militares la solución era controlar el aparato estatal de la educación, para Búsquedaera alejar la educación del Estado” (pág. 355).
La exaltación nacionalista establece un conflicto en términos de soberanía nacional, por ello “las transformaciones urbanas del periodo, las ceremonias patrióticas en las instituciones educativas y públicas, los desfiles cívico-militares, la euforia escultórica relacionada con la figura de Artigas” son paradigmáticas (por ejemplo el Mausoleo en plaza Independencia, el Monumento a la Bandera). Estas intervenciones, en especial el Mausoleo, “con su arquitectura limpia y sobria, traducción fiel del austero espíritu artiguista, el Mausoleo hace vivir al Prócer en el alma de su pueblo y al pueblo en un silencioso y permanente homenaje” (pág. 357), aunque en realidad se vacía de contenido el verdadero pensamiento de Artigas (el prócer es visto como fundador del concepto de nación y fundador a la vez del Ejército). “El Mausoleo buscaba reintegrar la centralidad de Artigas como unificador de los orientales”, en tanto también se realizaba un culto a la bandera. Según los militares el Monumento a la Bandera satisfacía “un vacío anterior notorio: el de una expresión física, permanente y pública del ser uruguayo”. Los espacios físicos de “plazas y monumentos (son vistos) como una zona de puesta en escena y encuentro entre la multitud de los gobernados y el cuadro de gobernadores” (pág. 361).
Por otro lado se realizaron festivales folclóricos, como el Festival de Folclore de Treinta y Tres o la Semana de Lavalleja con la estatua ecuestre de Artigas, así como un homenaje a Juana de Ibarbourú ante la falta de intelectuales e historiadores afines a ellos, a pesar de concursos impulsados por el Estado o medios de comunicación. El régimen también promovió informativos para cine, como “Panorama” o “Uruguay hoy”, donde daba sus puntos de vista.
La “esencia de la orientalidad” fue dada, no sólo por lo que ya describíamos, sino por una exaltación del tradicionalismo (modelo del gaucho) y el nativismo, “del siglo XIX se rescatará únicamente los hechos que implicaron un conflicto contra la dominación extranjera, pero no se nombra los conflictos entre los propios orientales. Los caudillos son mencionados, pero sus partidos no tienen lugar en el relato de la nación, únicamente son reivindicados en su condición de militares” (pág. 368-369).
El proceso de la educación en Uruguay durante la dictadura buscó acercarse a un hispanismo católico en medio de la Doctrina de la Seguridad Nacional. Es importante tener en cuenta que algo más de las tres cuartas partes de los detenidos tenían entre 18 y 34 años. La formación integral del hombre uruguayo del mañana, según el coronel Julio R. Soto (vicerrector del Consejo Nacional de Educación, CONAE, designado en 1975), “solamente se conseguirá en el campo de una doctrina pura, única forma de que todos los hijos de esta tierra comprendamos que nos tiene que unir un pensamiento enteramente nacionalista para volcarlo al bien común de todos los orientales. El marxismo internacional ha hecho de su dialéctica un adoctrina, solamente con la fuerza de otra doctrina auténticamente nuestra, podremos enfrentarlo y erradicarlo de las aulas” (pág. 373). Para ello es obvio que se darán cambios en los planes y programas (principalmente en ciencias sociales y en Educación Moral y Cívica), la modificación de textos y la reglamentación relativa al control de la actividad docente y estudiantil.
Además de todo ello se da un impulso a la educación física, desde la obligatoriedad de su realización, así como la promoción de nuevas formas de sociabilidad juvenil-deportivo, controladas por el Estado (como los Juegos Atléticos Deportivos Estudiantiles), y la inauguración de instalaciones deportivas (en el interior del país, en especial). “El fútbol fue una herramienta más para generar esa mística del impulso nacional”, y como ejemplo están los éxitos obtenidos a nivel juvenil o el Mundialito de 1980.
Entonces, ¿cómo se expresó la resistencia a ese tipo de cultura? Marchesi señala que se expresó en medios independientes, como el Teatro Circular, en la música con el canto popular, las murgas, las revistas de humor como El Dedo, la divulgación editorial (Club del Libro y Círculo de Lectores de Banda Oriental), o bien con concursos literarios alternativos. Teresa Porzencanski señala una “narrativa de la inmigración como alternativa al discurso oficial”, y en la poesía Moraña señala “una búsqueda que aspira a una mayor formalización y que tiende a la inhibición del hablante lírico. Por otro lado, se buscaría la socialización del hablante lírico a través de la colectivización de la experiencia individual” (pág. 382). También la resistencia se expresó en el tipo de películas que se exhibían en Cinemateca Nacional, así como la labor de los centros de estudios privados, como el CLAEH en ciencias sociales, mostrando trabajos de investigación y, por supuesto, el periodismo de los semanarios opositores desde 1980 a los que se les aplicó la censura y una especie de autocensura de supervivencia (además, como es obvio, las diversas publicaciones clandestinas). Esta censura ya no fue tan eficaz como la practicada al inicio de la dictadura.
En suma, “estas apuestas (la exaltación nacionalista, el sistema de medios, la educación moral y el culto al físico en torno al deporte) en la cultura tuvieron un claro sentido fundacional”, donde se buscó, como ya dijimos, una vuelta al catolicismo integrista de tono antiliberal y anti individualista de tono corporativo, que critica al estatismo y al paternalismo. Y con la recuperación de la democracia en 1985 se da una suerte de “restauración” cultural, con el retorno de los intelectuales y artistas exiliados.
(La dictadura Cívico-Militar. Uruguay 1973-1985. Carlos Demasi, Aldo Marchesi, Vania Markarian, Alvaro Rico, Jaime Yaffé, Ediciones Banda Oriental, 2013, Montevideo, Uruguay, 394 páginas)