“Tiempos recios” o algo
más que una novela
En su último libro, el premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa repasa la historia del golpe que derrocó al presidente Jacobo Árbenz, un episodio clave para la guerra fría en América Latina. La revisión del escritor peruano, que tomó por sorpresa a varios de sus colaboradores, intenta rescatar en clave liberal la figura de Árbenz, al tiempo que plantea una peculiar –y equívoca– visión del imperialismo estadounidense.
Roberto García
3 enero, 2020
El coronel guatemalteco Carlos Castillo Armas, jefe de las fuerzas golpistas que invadieron Guatemala desde Honduras el 29 de Junio de 1954 y obligaron al presidente Árbenz a dimitir
Vargas Llosa y el golpe de Estado guatemalteco de 1954
Ningún otro hecho en la historia guatemalteca posee el carácter mítico de la revolución de octubre en la tierra de la “eterna tiranía”. Muchos estudiosos abordaron ese lapso en que la energía revolucionaria impulsada desde abajo encontró eco en una generación de jóvenes estudiantes, políticos y militares que irrumpieron para tumbar la dictadura de Jorge Ubico (1931-1944) y comenzar a construir un proyecto democrático. Una parte de esa “novedad” pasaba por el desafío que supuso: desde la elección de Juan José Arévalo como presidente en 1945, la fuerza del Estado fue empleada para favorecer a las grandes masas de la población. La justicia social se apoderó del discurso y la práctica estatales, contradiciendo un “orden” tradicionalmente violento, racista y excluyente. No fue un proceso lineal, pacífico, sin contradicciones, pero sí importa resaltar que buscaba profundizar la democracia social.
Todo aquello se intensificó cuando Jacobo Árbenz, revolucionario del 44 y ministro de Arévalo, fue electo presidente en 1950. Aquel tímido coronel sorprendió a todos: entre los diplomáticos extranjeros, el Departamento de Estado y la elite finquera había esperanzas sobre su moderación, algo esperable, ya que era blanco y militar. Sin embargo, Árbenz fue un representante más decidido que su predecesor e impulsó la reforma agraria. Como confirma su archivo privado estudió intensamente los problemas de Guatemala, adquirió libros, consultó con especialistas internacionales, observó otras experiencias y más tarde las adaptó a su país. Su viuda, María Vilanova, recordaba que Árbenz era radical en sus juicios y difícilmente retrocedía cuando estaba convencido. Aunque la reforma agraria desarrollaba el capitalismo, hería ostensiblemente a la elite terrateniente local; afectaba los intereses de la empresa United Fruit Company y, en suma, marcaba un camino a seguir dentro de una región necesitada de medidas de protección social como las que se impulsaban desde Guatemala. Si bien el esfuerzo por su aplicación encontró en Árbenz y su entorno cercano interlocutores comprometidos, la reforma era un clamor que venía desde abajo.
Su ágil ejecución –medio millón de personas recibieron tierra en un país de tres millones– ejerció un fuerte simbolismo y la proyección transnacional se evidenció cuando los trabajadores de los países vecinos se movilizaron para imitar el ejemplo guatemalteco. He ahí las huelgas bananeras en Costa Rica o la más estudiada paralización de los trabajadores hondureños. Ello explica por qué el año 1954 constituye un momento decisivo en la historia centroamericana. Acertadamente, un funcionario estadounidense escribió: “Guatemala se ha convertido en una amenaza creciente para la estabilidad de Honduras y El Salvador. Su reforma agraria es una poderosa arma propagandística”. La interrupción de esa experiencia democrática corrió por cuenta de la Cia, que consiguió derrocar a Árbenz al ejecutar un golpe de Estado junto con los dictadores centroamericanos y caribeños.
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Meses atrás, se presentó en Madrid el reciente libro de Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura en 2010, Tiempos recios (Alfaguara, 2019). Los sucesos allí novelados y los personajes que Vargas Llosa vívidamente saca a relucir con su probada calidad literaria se ambientan en torno al derrocamiento del presidente Árbenz a mediados de 1954. Sin incursionar en su valor literario, aquí presentamos algunos señalamientos que deben integrase al debate para contribuir a complejizar la cuestión y sugerir que quizás el trabajo no sea simple y llanamente una novela más del laureado escritor.
En la presentación en la capital española, el autor se dirigió a los presentes evocando la historia detrás del libro y su continuidad con su célebre trabajo La fiesta del chivo. También respondió diversas inquietudes formuladas por los periodistas y deslizó algunas opiniones personales sobre las relaciones de Estados Unidos con los dictadores centroamericanos y caribeños durante las décadas del 40 y del 50 de la guerra fría, una época que, según se apuró a repetir varias veces, ya culminó.
Una última consideración que subraya la necesidad de estas puntualizaciones es que se trata de un trabajo que, todo indica, circulará rápida y ampliamente: apareció en simultáneo en 20 países con una primera tirada de 180 mil ejemplares, con la que se pretende abarcar al público lector en la mayoría de los países latinoamericanos, en España y en el mercado en lengua española de Estados Unidos, según consignaron desde la casa editorial.
“MENTIR CON CONOCIMIENTO DE CAUSA”. Todo se habría “evitado” si Estados Unidos “hubiera entendido”, indicó en la presentación Vargas Llosa. Según su opinión, si “en lugar de derrocar a Árbenz, hubiera apoyado las reformas, las hubiera incluso subsidiado, probablemente otra sería la historia de América Latina. Probablemente Fidel Castro no se habría radicalizado y vuelto un comunista”. Lo sucedido en Guatemala, prosiguió el novelista, “tuvo un efecto enorme en América Latina”, ya que “creó una imagen de Estados Unidos entre los jóvenes latinoamericanos que los empujó a muchos, muchísimos de ellos, a descreer de la democracia y pensar en el socialismo, en el paraíso comunista, en la revolución a la manera de los cubanos, y abrió un período terrible de matanzas espantosas”. Él mismo recordó ser uno de esos jóvenes descontentos: “Salimos a la calle a protestar” cuando el coronel Carlos Castillo Armas dio el golpe de Estado, “lo que nos parecía un atropello” y en esas protestas señalaron a la “Cia [por] montar esta operación, este golpe de Estado abusivo”. Debió ser “muy doloroso para Jacobo Árbenz” que se “lo acusara de ser un agente soviético, de ser una plataforma para que la Unión Soviética entrara a América Latina y se apoderara del Canal de Panamá”, todas ellas acusaciones “disparatadas, absurdas y sin ninguna base real”.
Afortunadamente, existen “historiadores serios”, “sobre todo norteamericanos”, quienes pudieron escribir “con más información” porque accedieron a los documentos de la Cia: “Son los que han dado quizás las versiones más completas, mejores y más independientes”. Para el escritor, esto era fundamental pues, como indicó en otra entrevista, el estudio a fondo de la historia le permitió “mentir con conocimiento de causa” (Libertad Digital, 8-X-19). De regreso a su primera comparecencia ante los medios en Madrid, Vargas Llosa mencionó Fruta Amarga (de los periodistas estadounidenses Stephen Schlesinger y Stephen Kinzer), que es un libro “magnífico”, según afirmó. Gracias a estos trabajos, reconoció haber podido ubicar lo sucedido en aquellos años de la guerra fría, “un contexto que es muy distinto” al de la actualidad, en la que “hay muchas cosas que han cambiado [en] la relación entre Estados Unidos y América Latina”, pues “no se concibe hoy día que la Cia monte una operación en la que una compañía norteamericana está [siendo] amenazada”.
El cierre de su alocución estuvo signado por una propuesta: desde una perspectiva “liberal” debe analizarse nuevamente al incomprendido Árbenz que no era comunista sino “anticomunista”. Y peor aún, su derrocamiento “nos atrasó medio siglo más”, razón por la que se permitió cerrar con una contundente afirmación: “Creo que la reivindicación de Jacobo Árbenz es una obligación que tenemos los latinoamericanos”.
CONFUSIÓN HISTÓRICA. Más allá de la justeza de esa última sentencia, creemos oportuno, sin embargo, exponer los anacronismos y el ejercicio contrafáctico presentes en el razonamiento de Vargas Llosa, que poco contribuyen a un debate serio, relativo a un tema nada menor y, si se quiere, emblemático de la guerra fría latinoamericana.
Primero, las interpretaciones del nobel tienden a reducir y simplificar los hechos. ¿Fue solamente por un error de interpretación que Estados Unidos decidió operar por medio de la Cia para derrocar a Árbenz? La evidencia histórica sugiere que además de sacar a lucir su arrogancia imperial, en todo caso, la potencia del norte comprendió muy bien lo que entrañaba el desafío guatemalteco en su patio más trasero de América Latina: el ejemplo de una reforma agraria rápida que hería el corazón de la elite y lastimaba a la poderosa United Fruit Company, además de la ampliación de los derechos sociales a las grandes mayorías y la formulación de una política exterior independiente. Debía ponerse coto a ello y en eso, como hoy sabemos, la colaboración de la frutera fue indispensable. Al fin y al cabo, quienes forzaron la decisión de intervenir, los hermanos Dulles –que ocupaban puestos tan relevantes como el de secretario de Estado, John, y el de director de la Cia, Allen–, habían integrado el equipo de abogados que representó en los años treinta a la United Fruit.
Empero, la intervención encubierta externa para motivar el golpe militar que obligó al presidente guatemalteco a renunciar a su cargo no explica por sí sola su caída: debió contar con apoyaturas regionales que también jugaron un rol importante, pues ellas percibían mucho mejor el peligro desestabilizador que encarnaba Guatemala. Es por ello que, como puede observarse en numerosos archivos regionales centroamericanos y caribeños, los dictadores de la región, con su propia agenda de seguridad, acudieron una y otra vez a pedir la intervención estadounidense en aquel país.
Segundo, la interpretación de que si Estados Unidos hubiera entendido y apoyado las reformas de Árbenz no se habría “jodido” Latinoamérica constituye un ejercicio infantil. Los estadounidenses actuaron de la forma en que lo hicieron porque había –y aún pervive– un patrón de relacionamiento que define sus relaciones con los latinoamericanos. Lo hicieron del modo en que procede una potencia hegemónica cuando disputa en su patio trasero una zona de seguridad, más allá de que en el caso guatemalteco su querella fuese contra un enemigo externo imaginario. A la vez, aquella determinación estuvo signada por la ideología que subyace a la política exterior estadounidense, en la que han primado la ignorancia, la superioridad racial, la idea mesiánica, el desprecio y el paternalismo. ¿Cómo pueden entenderse las promesas que hizo entonces la Cia al dictador nicaragüense Anastasio Somoza de darle apoyo en el futuro para tumbar al presidente costarricense José Figueres? ¿Cómo se interpreta el empleo en “alquiler” del norte hondureño –donde la United Fruit controlaba buena parte del territorio– para desplegar un ejército fantasma con el que invadir Guatemala? ¿Acaso no calza dentro de dichos prejuicios ideológicos el empleo de un coronel exiliado que se autoproclamó desde Honduras como “libertador” de Guatemala para proceder –luego de una insistente serie de acciones de provocación– a invadir el país? Para ponerlo en las palabras de Juan José Arévalo, antecesor de Árbenz en la presidencia de Guatemala, “¿cabría esperar otro reflejo del tiburón nadando junto a las sardinas?”
Tercero, el ejercicio memorístico del nobel peruano, que recuerda su juventud en las manifestaciones contra el “golpe de Estado abusivo” de la Cia, también peca de anacronismo: las protestas callejeras ocurridas entonces en numerosas capitales latinoamericanas nunca incluyeron la denuncia a esa agencia estadounidense. Sencillamente porque no se sabía de su existencia. A lo sumo circuló alguna referencia en la prensa mexicana y una breve alusión a los servicios de inteligencia de Estados Unidos en el semanario Marcha, específicamente, al Fbi. De hecho, las denuncias periodísticas no incluyen a la agencia hasta luego de su fracaso en 1961 en la Bahía de Cochinos cubana, cuando el presidente John Kennedy se vio obligado a encontrar un culpable del fiasco de la pretendida invasión a Cuba.
Cuarto, la alusión de Vargas Llosa a que en su novela se vio ayudado por el trabajo de historiadores estadounidenses que pudieron acceder a los documentos de la Cia merece una réplica. Desde 2003 –cuando culminó el proceso de desclasificación iniciado en 1999–, para consultar esa documentación no es necesario vivir en Estados Unidos, sino solamente tener conexión a Internet. A la vez, es falso sugerir que sólo producen investigación seria sobre este tema los académicos que trabajan o circulan en centros estadounidenses. Detrás de este imperialismo académico subyace, muy a menudo, una práctica común que tiende a invisibilizar la producción científica latinoamericana y a marcar la agenda de lo que se debe investigar y cómo hacerlo. En ese sentido importa explicarles a los lectores que la novela de Vargas Llosa desmiente sus alusiones públicas en numerosas páginas.
Por citar solamente dos ejemplos, la temática del libro y el filón provinieron de su amistad con el escritor dominicano Tony Raful, autor de un superficial trabajo con pretensiones de historicidad, pero sin marcos interpretativos ni investigación exhaustiva de archivos y, por ende, sin rigor profesional. El segundo caso es el diálogo, citado por Vargas Llosa en Tiempos Recios, entre el ministro de Educación impuesto por los golpistas guatemaltecos del 54 con un diplomático extranjero, quien le consultaba insistentemente por el paradero de varios perseguidos políticos. Fue entonces que el ministro le espetó a su interlocutor una interesante definición: aquel era un “gobierno de dictadura” y por eso hacían lo que les daba la gana. Esta expresión tan vívida a la que echa mano Vargas Llosa es sólo un pequeño ejemplo entre varios, que forma parte de la vasta producción historiográfica latinoamericana sobre estos episodios. Además, convendría corregir que el embajador en cuestión no era el mexicano, como relata el escritor, sino el chileno.
Quinto, entiendo que podría resultar hasta risible fundamentar la pertinencia de interpretar que en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina ya no existe el intervencionismo como antaño en la guerra fría y hoy no pueden divisarse dictaduras militares. Para cuestionarlo, basta mirar cómo públicamente los más altos funcionarios continúan reivindicando la doctrina Monroe o la forma en la que fue depuesto el presidente boliviano, mediando la “sugerencia” militar que forzó su renuncia para evitar el baño de sangre y su asilo en México, calco de lo que aconteció con Árbenz en Guatemala y cuyo drama es central en la novela. Una sexta y última consideración. Más allá de que el autor sostiene que Árbenz debe ser reivindicado, la novela despoja al guatemalteco y a su esposa salvadoreña, María Vilanova, de lo que fueron: los representantes más visibles de un proyecto revolucionario radical para Centroamérica que amenazó con firmeza un orden regional conservador, opresor e inhumano. Por otro lado, y si bien no debe perderse de vista que es un ejercicio literario, la novela tiende a reducir aquella dramática historia de la guerra fría latinoamericana a una serie de simples malentendidos entre el norte global y el sur regional, lo que en el presente contexto de fractura restauradora, por momentos cuasi contrarrevolucionaria, supone inhibir un proceso de cambio que, como escribiera Julio Castro, tuvo un “papel fundamental en la política revolucionaria latinoamericana”.
El desconcierto de los “defensores de la libertad”
Sin dudas, la reivindicación de la figura de Jacobo Árbenz por Mario Vargas Llosa descolocó a los grupos empresariales que contribuyeron, desde la Universidad Francisco Marroquín (Ufm) de Guatemala, a hacer posible la investigación del laureado escritor peruano sobre el suceso histórico que inspira su último libro. La respuesta fue tan rápida como contundente. Corrió por cuenta del propio rector de esa universidad, el economista español Gabriel Calzada, en una de las publicaciones de la red de fundaciones “defensoras de la libertad” que financian este tipo de emprendimientos autorales. No sin pena, Calzada lamentó la que consideraba una “polémica interpretación” del derrocamiento de Árbenz. El académico –quien se declara testigo ocular de las visitas de Vargas Llosa a la biblioteca de la citada casa de estudios privada, donde el escritor pudo leer sobre la historia de Guatemala para así ambientarse del clima de época– discrepa reciamente con el peruano: “La socializante reforma agraria de Árbenz pisoteó los derechos fundamentales de los guatemaltecos y de las compañías internacionales que, como en el caso de la United Fruit Company, habían apostado por el desarrollo del país invirtiendo fuertemente”.
Hay más: aunque el orden fue restablecido por el golpe de la Cia que llevó al poder a Castillo Armas –quien devolvió las tierras a la compañía frutera estadounidense–, el daño ya estaba hecho: la United Fruit Company “inició su retirada”, pues el gobierno de Árbenz “instauró la inseguridad jurídica y ahuyentó la inversión”. Sus funestas consecuencias, siempre según Calzada, llegan hasta hoy, no sólo para Guatemala, sino para toda la región, pues esos “episodios liberticidas” avivaron la “obsesión antiamericana y, con ella, su lucha contra la propiedad privada, el comercio libre, el Estado de derecho y las libertades públicas”: “Así se jodió Guatemala y así se fue jodiendo Latinoamérica”, sentencia el académico.
Además de Calzada –columnista en la cadena Fox News y negacionista del cambio climático financiado por Exxon Mobil – acompañó la estancia de Vargas Llosa en Guatemala el también español Javier Fernández-Lasquetty, un cuadro fuerte del Partido Popular que debió pasar por un proceso de “reinvención” en el país centroamericano entre 2015 y 2018, donde ocupó el cargo de vicerrector de la Ufm. Fernández-Lasquetty llegó por primera vez a esa institución en compañía de su mentor, el presidente español José María Aznar, quien en 2006 recibió de la Ufm un doctorado honoris causa. Igual distinción recibió Vargas Llosa en 1993.
Ambos, Calzada y Fernández-Lasquetty, acuerparon el trabajo del escritor, quien brindó a su paso por el país conferencias en las que se refirió al Estado como “un adversario de la libertad” y ponderó la labor de la Ufm, la que a su criterio “cumple un papel de primer orden no sólo formando profesionales, sino formando defensores de la libertad” (“Cara a cara con un Nobel”, Ufm, 16-XI-18). No sorprenden entonces los duros términos escritos por el decepcionado Calzada. Un poco de historia puede ayudarnos a delinear mejor la trama que opera detrás. La Ufm o “la Marro”, como se le llama en Guatemala, es reconocida como el “templo liberal de Latinoamérica”. La citada casa de estudios fue obra de Manuel Ayau, un emprendedor y educador liberal guatemalteco, quien primero fundó el Centro de Estudios Económicos y Sociales en el contexto de los primeros efectos de la revolución cubana, para, a partir de 1971, dar vida a la Universidad Francisco Marroquín y tomar el nombre del primer obispo de Guatemala. Discípulo del economista austríaco Friedrich Hayek y presidente de la Sociedad Mont Pelerin entre 1978-1980, Ayau fue también diputado del Movimiento Nacional de Liberación, una de las varias agrupaciones políticas de extrema derecha que asolaron al país desde el derrocamiento de Árbenz en 1954 y perpetraron numerosos asesinatos políticos y desapariciones forzadas masivas. Eso no es todo: desde muy pequeño, Ayau recibió el apodo de Muso, resultado de los fuertes lazos que mantuvo su padre con el embajador de Benito Mussolini en Guatemala durante los años treinta, quien le regaló al pequeño un “traje de fascista”. Por último, en su hoja de vida deben añadirse la dirección de dos bancos comerciales, la fundación de la Bolsa de Valores Nacional de Guatemala y el cargo de vicepresidente de la Cámara de Comercio e Industria de Guatemala entre 1956 y 1957, es decir, en medio del proceso restaurador y contrarrevolucionario al que dio lugar el golpe de la Cia contra Árbenz.